lunes, 12 de mayo de 2025

 Abril de 2024

La francmasonería en la vida y tiempos del Papa Pío IX

2a Parte

Conclusión de una historia oportuna

Por el Padre Leonard Feeney

Tomado de Christian Order 

Traducido del Inglés por Roberto Hope


El 29 de abril de 1848, en un acto de suprema valentía, con noticias llegándole de revolución, pareciendo venir desde todos los rincones de la Tierra, el rugido de ella llegando a sus oídos de la manera más amenazante desde abajo de sus propias ventanas en el Quirinal, el Papa Pío IX publicó la alocución que congeló las sonrisas de adulación de las caras de los liberales y radicales, convirtiéndolos, en cuestión de segundos, en enemigos nefastos, mortales y peligrosos. Ya que el Papa no sólo se rehusó a declararle la guerra a Austria, pues el pueblo austriaco era uno en un "sentimiento indivisible de su amor paternal", sino que también desconoció conexión alguna con los planes maliciosos de Mazzini, de formar una república italiana, y rompió, de una vez por todas, con el Risorgimento, nombre dado al movimiento nacionalista italiano

Advirtió a los italianos contra los "pérfidos designios y consejos de hombres que los desprenderían de la obediencia que le deben a sus respectivos soberanos. En cuanto a nos", siguió diciendo, "declaramos de la manera más solemne, que todos nuestros pensamientos, nuestros cuidados, nuestros esfuerzos como Romano Pontífice, se dirigen a agrandar continuamente el Reinado de Cristo y no a extender las fronteras de los principados temporales que la Providencia ha conferido a la Santa Sede para la sola dignidad y ejercicio libre de su supremo apostolado."

Violencia dio lugar a violencia cuando se vio plenamente que Pío Nono había dado al mundo noticia de que ni consciente ni inconscientemente era él el dirigente del liberalismo. Italia Joven y las sociedades secretas al mando de Mazzini rabiaban, conspiraban y tramaban. Lo mismo hizo Cavour, Primer Ministro de Cerdeña, por los intereses de los Piamonteses. Lord Palmerston obró abiertamente a través de su enviado en Roma, Lord Minto, cuya política se dirigió a agitar a los revolucionarios más peligrosos de Italia. Pío Nono estaba plenamente enterado de todo esto, y a aquéllos que habían tenido la honestidad y el valor de reprocharle por la insensatez de su anterior crédula y pueril confianza en el éxito de su "programa de reformas", su vana creencia de que mediante la bondad podría ganar en lo que su predecesor, el Papa Gregorio XVI había fracasado mediante la severidad, y su desacertada confianza en la "gratitud de la gente", respondía simplemente que él era "mucho como los imprudentes y consentidores padres que antes de su muerte han traspasado sus bienes a sus hijos y ¡acaban siendo sacados de su propio hogar y casa en la ancianidad!"

"Soy como el pastorcito," dijo, "que por compañero tenía a un gran nigromante. El pastorcito lo había visto una y otra vez invocar al demonio, y se había aprendido la fórmula de encantamiento. Así, una noche intentó probar el poder del encantamiento. El maligno apareció a su llamado y el espantado niño de buena gana habría querido deshacerse de él, pero no había, sin embargo, aprendido la fórmula para ahuyentar al demonio, quien de ahí en adelante se le aparecía y le atormentaba."

Asesinato

Llego septiembre, en ese espantoso año de 1848 y el día dieciséis de ese mes, Pío Nono nombró como primer ministro suyo al Conde Pellegrino Rossi, ese hombre extraordinario que, no obstante haber nacido en la Toscana, había sido en su oportunidad, revolucionario, exiliado político, político suizo, profesor de derecho en París, miembro de la Cámara de los Comunes de Francia, embajador de Francia en Roma hasta que se desató la revolución de 1848 en París, confidente y amigo cercano de Pío Nono, y ahora su Primer Ministro. Y para septiembre, mes aparentemente tan favorecido por los revolucionarios la "guerra del pueblo" de Mazzini se había puesto en marcha en las calles del norte, revolucionarios a sueldo estaban masacrando a funcionarios gubernamentales a la vista del pueblo. Se estaban cazando hombres cual bestias, sus cadáveres siendo abandonados ahí donde habían caído.

No obstante, el Conde Rossi pudo dedicar largas horas de trabajo a enderezar los asuntos de los Estados Pontificios. Durante todo octubre, conforme la guerra avanzaba del norte hacia el sur y Roma estaba siendo agitada con todo tipo de rumores frenéticos e intrigas políticas. El ambiente estaba tenso de misterio y de premonición de mal. A principios de noviembre se le advirtió a Rossi que una revuelta sangrienta y terrible estaba programada para el día quince, fecha establecida para la apertura de las Cámaras en el Palacio de la Cancillería.

Y conforme avanzaba el mes y el número de calumnias que circulaban alrededor de él se multiplicaba — pues los revolucionarios sabían que él era fuerte y constituía la mayor oposición a sus planes de tomar los Estados Pontificios — y conforme la gente por todas partes, en la calle, en restaurantes, en cantinas, en el ejército, era cada vez más engañada por las inflamatorias mentiras, las advertencias a Rossi se hacían más y más frecuentes y alarmantes. Pero el valeroso Ministro permaneció firme en su resolución de abrir el Parlamento en el día designado, y de abrirlo él mismo a nombre del Papa-Rey.

A manera de precaución, pasó revista a los Carabinieri — la tropa montada — el día catorce en la plaza abierta frente a San Pedro, y los hizo desfilar por las calles de Roma, poco sospechando que ¡cada hombre había sido ganado para la causa del enemigo! En la noche del día catorce, advertencia tras advertencia le llegaba, "¡No se aparezca en la sala del consejo! La muerte le espera ahí" escribió la Condesa de Menon. "¡No salga de su casa! Será asesinado" le rogó la Duquesa de Rignano. Pero él siguió hasta tarde en la noche para añadir los toques finales del discurso que había preparado para dar en la mañana.

Y allá, en los arrabales del Trastevere, al lado opuesto del Tíber, dos dirigentes de la mortífera Italia Joven de Mazzini, el Dr. Pietro Sterbini y Luigi Brunetti, este último, hijo del artero y perverso "Ciceruacchio" en quien, en tiempo pasado, en ignorancia, Pio Nono había confiado, estaban practicando en el cadáver de un italiano recientemente asesinado, dónde y cómo asestar el golpe de manera que la gran arteria yugular se dividiera y así asegurar la muerte instantánea de la víctima.

Llegó la mañana, y con ella más advertencias a Rossi y a su pobre atormentada esposa. El Papa también había sido advertido y amenazado, Trató de disuadir a su Ministro de acudir al Parlamento, y cuando al final fracasó, le rogó, "Al menos, no seáis imprudente y os expongáis innecesariamente. ¡Debéis privar a los enemigos de un grave crimen, y a mí de una pena que nada podría remediar!"

"No tengo miedo, Su Santidad," contestó Rossi. "Estos hombres son cobardes y no se atreverán a llevar a cabo sus amenazas. Sólo bendígame, su Santidad, y todo saldrá bien".

"Yo defiendo la causa del Papa", le dijo al Monseñor que lo detuvo en la puerta con todavía otra advertencia." "y la causa del Papa es la causa de Dios. Debo ir, e iré."

A las doce y cuarto, su carruaje retumbaba en el patio del Palacio de la Cancillería. Un batallón de la Guardia Civil estaba reunido en la plaza. Y, en el patio, una multitud que abucheaba vociferante, totalmente hostil, lo veía apearse y con porte calmado, sin perturbarse, y a paso firme, se dirigió a la escalera que conducía a la Cámara del Consejo, Inmediatamente se le amontonaron a su alrededor. De algún lado se oyó un grito pidiendo ayuda, y mientras la atención de la guardia se dirigía hacia donde venía el grito, el hijo de Ciceruacchio, Lugo Brunetti, enderezó su impaciente puñal directo a la garganta del valiente Ministro de los Estados Pontificios.

Pero un hombre se apresuró a ayudarle, Righetti, el Ministro de Finanzas suplente, que le había acompañado. Lo levantó en sus brazos, el enorme hoyo abierto en su cuello a la vista de todos, y lo llevó cargado a los cercanos salones del Cardenal Guzzoli. Un sacerdote de una iglesia vecina lo alcanzó a tiempo para administrarle la extremaunción. Y unos momentos más tarde, murió.

Entonces Righetti, con valor tremendo, cabalgó entre la multitud enloquecida en el patio y en la plaza, al Quirinal, al angustiado Papa, con la sangre del difunto Premier aún húmeda en su ropa, sus brazos y su cara. Esa noche, para evitar que el cadáver fuera a ser ultrajado, secretamente enterraron al caído defensor del Vicario de Cristo. Y también esa noche, el asesino de su esposo fue paseado triunfante frente a la casa de la Condesa Rossi, anonadada y deshecha, reclinada con sus hijos, La muchedumbre obligó a la servidumbre a encender las luces de toda la casa en celebración de su fechoría, mientras veneraban el puñal que había logrado su propósito.

Reino del terror

El Papa Pío IX quedaba ahora en manos de sus enemigos. Estaba enteramente bajo el poder de la cuidadosamente planificada Revolución, que buscaba no sólo su muerte, sino la muerte del papado. De uno en uno, su gobierno lo había abandonado. Los Carabinieri se habían pasado al lado de la Revolución, allanado las cárceles y soltado criminales frenéticos y violentos sobre la ciudad, ansiosos de derramar sangre de uno o más por dinero. Los Senadores romanos, nobles italianos, magistrados y funcionarios, todos los cuales de una manera u otra le debían su posición al Santo Padre, lo abandonaron y huyeron a sus propiedades en el campo. Solamente el cuerpo diplomático le fue fiel, al unísono acudieron a reunirse con el Papa Pío IX, dispuestos a entregar la vida en protección del Papa — todos, dicho sea de paso, ¡con la excepción de los ministros de Gran Bretaña, Cerdeña y Estados unidos de Norteamérica! que estuvieron conspicuamente ausentes.

Los embajadores llegaron al Quirinal justo a tiempo. Cuando los diputados republicanos, encabezados por Galletti, el amigo cercano de Mazzini, y el notorio Sterbini, ahora dirigente de Italia Joven, junto con su "guardia de honor" (veinte mil de las propias tropa del Papa) irrumpieron sobre el Papa — determinados a forzarle a aceptar las imposibles exigencias que habían redactado, cuyo consentimiento significaría el fin de los Estados Pontificios y la cooperación con el régimen anti-cristiano de Mazzini — lo encontraron rodeado de los tristemente pocos que en toda Roma le permanecieron fieles en esta hora terrible: cien de los Guardias Suizos, dos Cardenales — uno de ellos el valiente Cardenal Antonelli, que acompañaría al Santo Padre en el exilio y le serviría como su Secretario de Estado a lo largo de los desesperados y llenos de amargura años que vendrían después — unos cuantos sacerdotes, unos cuantos sirvientes. Pío Nono caminaba de un lado a otro en medio de ellos, preparado a morir antes que ceder.

Se rehusó a hacer trato con los revolucionarios, "Idos, señores," dijo el furioso Embajador de España, Martínez de la Rosa, y luego "Y decidles a los dirigentes de esta revuelta que si persisten en su odioso proyecto tendrán que pasar sobre mi cadáver para llegar a la sacra persona del Soberano Pontífice, Pero decidles también que la venganza de España será terrible."

Galletti salió, y en el mismo punto donde Pío Nono acostumbraba darles su bendición durante el tiempo en que ellos creían que el Papa les daría todo lo que quisieran — aun entregarles la Iglesia que Jesucristo había fundado para durar hasta el fin de los tiempos — el amigo íntimo de Mazzini informó a la gente que el papa se había rehusado a sus demandas. Inmediatamente se desató un reino de terror. El aterrador ruido de los tambores se oía por todo sector de la ciudad. Llegó a oídos del papa y sus pocos amenazados compañeros, resonando por encima del atronador ruido de la chusma. Soldados de a pie y de a caballo, guardias civiles, ejércitos fogueados vueltos de la guerra, todos ellos asaltaron el palacio Papal. La chusma trepaba por altas escaleras. los muros del Quirinal. Dos veces intentaron ponerle fuego. Se disparaban balas a las ventanas y los valientes guardias suizos devolvían el fuego.

Un grupo de francotiradores lanzó una lluvia de municiones sobre las ventanas de la antesala del Papa, y a las cuatro de la tarde, cayó muerto de un tiro el Obispo Palma, cuando se asomó por un momento a la ventana de su departamento. A las ocho de la noche, luego de que la guardia civil hubo llevado dos piezas de artillería pesada y apuntado hacia la entrada del frente. El Papa recibió una embajada que le llevaba el "ultimátum del pueblo," que consistía en que, si no consentía en la adopción de los cinco puntos que se le habían indicado previamente, allanarían el Quirinal y pasarían a cuchillo a todos los que encontraran adentro con la sola excepción del Papa mismo.

Escape

Fue entonces cuando el Papa Pío IX se dirigió a los embajadores. Les anunció que, para evitar el derramamiento de sangre y crímenes aún más horribles, se veía forzado a ceder a la elección de los ministro que sus enemigos habían seleccionado, que incluían al amigo de Mazzini, Galletti como Premier y Sterbini como Ministro de Comercio. "Pero, al mismo tiempo," el Santo Padre declaró en una protesta formal, "quiero que vosotros y toda Europa sepan que yo, ni siquiera nominalmente, tomo parte alguna en el gobierno, y que permanezco absolutamente ajeno a sus actos. He prohibido todo abuso de mi nombre . Hasta he prohibido que en el futuro se usen las fórmulas ordinarias."

El Santo Padre no había estampado su firma en el programa de cinco puntos; eso jamás lo haría. El dieciocho de noviembre, el gobierno revolucionario había despedido a los guardias suizos a pesar de sus protestas, y el Vicario de Cristo quedó bajo el cuidado de los asesinos que conformaban la Guardia Civil. En la noche del veinticuatro de noviembre, el embajador francés, el Duque d'Harcourt, llegó al Quirinal y exigió tener una audiencia con Su Santidad sobre asuntos urgentes. Se le admitió al departamento del Papa y trabó de inmediato una conversación seria con él,

En ese momento salió de las habitaciones del Pontífice un sencillo cura en compañía del sirviente de Pío Nono, Fillipani. Ambos pasaron muy calladamente, a un largo y sinuoso pasadizo que conducía a una pequeña puerta que abría hacia un rincón obscuro y poco frecuentado del patio del Quirinal, en donde esa noche esperaba un viejo carruaje tirado por caballos,. Pero antes de poder llegar al carruaje era necesario abrir la puerta, y las dos figuras silenciosas se encontraron en muy malos momentos al percatarse de que el sirviente había olvidado recoger la llave y nada le quedaba fuera de volver a las habitaciones del Papa y tomarla. 

Fillpani corrió de regreso y rápidamente volvió corriendo por el afortunadamente desierto pasadizo y, cuando tuvo a la vista el viejo patio, vio frente a su compañero al Papa arrodillado en adoración del Santísimo Sacramento que llevaba en su pecho, en el ciborio en que un Papa anterior a él, el Papa Pío VI, había llevado a su Señor en cautiverio. Pues era Pío IX el Obispo de Roma y Vicario de Cristo en la Tierra, quien disfrazado y poniendo en riesgo u vida, adoraba a su Dios en el momento más tenso de su pontificado. Ya en el carruaje, Filippani guio al conductor entre espías y centinelas y, ya fuera, por calles poco frecuentadas de la ciudad, al lugar donde el embajador de Baviera, el Conde Karl von der Spaur y su cazador, ambos fuertemente armados para el combate, los esperaban. Dejaron atrás al fiel Filippani y procedieron hacia Albano, donde la Condesa von der Spaur con su hijo, y el tutor de éste, los aguardaban desde temprano en la mañana (para entonces ya eran las nueve de la noche), durante lo que ella más tarde describiría como las horas más tortuosas de su vida. Después de haber pasado un arduo cuestionamiento por los guardias en Lariccia, los fugitivos viajaron a alta velocidad hacia la frontera de los Estados Pontificios y de ahí hacia Gaeta, en el Reino de Nápoles — y la libertad.

Atrás, en Roma, en el apartamento de Su Santidad en el Quirinal, el magníficamente valeroso Embajador de los Franceses, el Duque d'Harcourt, siguió durante dos largas e interminables horas, leyendo en voz muy alta a las reverberantes paredes de un salón vacío. Luego, le avisó al guardia apostado en el corredor de afuera, que su Santidad ya se había retirado para la noche y no deseaba ser molestado. Salió del palacio en su habitual paso ligero y nuevamente en su diligencia, flanqueado por su escolta y sus portadores de antorchas, se encaminó rápidamente hacia el camino que llevaba al mar.

No fue hasta la siguiente mañana que Roma descubrió que el Papa, disfrazado de simple sacerdote, había huido durante la noche y puéstose bien fuera del alcance de aquellos hombres que odiaban a Dios, quienes con su maligna posesión, habrían hablado al mundo y a los fieles católicos de todo el mundo, arrebatándoles artera y sutilmente su fe y su tradición en nombre del Vicario de Jesucristo. 

A poca distancia afuera de Gaeta, unos días más tarde, después de la misa celebrada por el superior del Santuario de la Adoradísima Trinidad, a la que asistían el Rey y la Reina de Nápoles, los príncipes, cardenales y ministros extranjeros, el Papa Pío IX, en el momento reservado para su bendición solemne, caminó en vez de ello al altar, y arrodillado ahí, rezó en voz alta.

Eterno Dios, mi augusto Padre y Señor, mirad a Vuestros pies a Vuestro inmeritorio Vicario, quien Os suplica con todo corazón que sobre él derraméis desde Vuestro eterno trono Vuestra divina bendición. ¡Oh Dios mío! dirigid sus pasos, santificad sus intenciones, guiad su mente, gobernad sus acciones, Esté él aquí, donde Vos lo habéis conducido en Vuestra admirable Providencia, o en cualquier otra porción de Vuestro aprisco a donde él pudiera ir, un valioso instrumento de Vuestra Gloria y de la Iglesia, que ¡ay! está asediada por Vuestros enemigos. Si, para calmar Vuestra ira, tan justamente atizada por las muchas indignidades que se Os presentan, de palabra, de acción, y por el abuso de la prensa, su propia vida pudiera ser un holocausto agradable a Vuestro Divino Corazón, él se consagra a Vos desde éste momento. Vos se la habéis dado, sólo a Vos pertenece el derecho de quitarle la vida cuando Os plazca; pero ¡Oh Dios mío! haced que Vuestra gloria triunfe, haced que Vuestra Iglesia sea victoriosa. Preservad lo bueno, soportad a los débiles, y que el brazo de Vuestra Omnipotencia excite a todos los que están dormidos en la obscuridad y las tinieblas de la muerte. .. Bendecid a los cardenales, a los obispos, y a todo el clero, a fin de que logren, de los pacíficos modos de Vuestra ley, la santificación del pueblo. Entonces, durante nuestro mortal peregrinaje podremos esperar no sólo ser librados de las trampas los impíos y de las maquinaciones de hombres perversos, sino poder alcanzar ese sitio que otorga la seguridad eterna.

La congregación lloró audiblemente, como niños, hasta que pensaron que se les rompería el corazón, de amor, de pena, de gozo — de percatarse de Dios.

Intransigente Retorno 

El Papa Pío IX regresó a Roma el 12 de abril de 1850 bajo la protección del Ejército Francés luego de que la República de Mazzini hubiera caído. Tomó su residencia ya no en el Quirinal, sino en el Palacio del Vaticano. Hizo al Cardenal Antonelli su Secretario de Estado, y durante los siguientes veintiocho años de su pontificado extraordinariamente largo, el Papa Pío IX, esfumada toda huella de su anterior liberalismo, atacó, en alocuciones, encíclicas, y pronunciamientos infalibles, a los más que nunca activos enemigos de la Iglesia.

Trajo para sí, por su pronunciamientos directos, enérgicos, y sin compromisos, el amargado odio de los revolucionarios. Tanto protestantes como liberales, pero se ganó en todo el mundo católico, el duradero y devoto cariño del pueblo. De todo el mundo se juntaban en masa en Roma, en peregrinación tras peregrinación, para darle honor. Se levantaron a hacer la batalla en su favor cuando sus enemigos lo oprimían lo más fuertemente. Lo vieron con pesar cuando la existencia de la Roma de Pío Nono se veía cada vez más amenazada con cada año que pasaba conforme los ejércitos de Cavour del Rey Vittorio Emmanuel, con el apoyo secreto de Lord Palmerston de Inglaterra y del despreciable Napoleón III (quien, como católico que era, traicionó a su Santo Padre) se engullían los Estados Pontificios uno tras otro hasta que el 13 de marzo de 1861 se proclamó el Reino de Italia con Vittorio Emmanuel como rey y Florencia como capital temporal y el Papa se quedó con sólo el Ducado de Roma, el antiguo patrimonio de San Pedro.

Sin embargo, todo esto estaba todavía en el futuro cuando en 1850 el Papa Pío IX, para intenso descontento de gran número de ingleses que desde 1848 creían muerto y enterrado el Papado para siempre, restableció una jerarquía eclesiástica en Inglaterra con Nicholas Wiseman como Cardenal-Arzobispo de Westminster y cabeza de los nuevos obispos. Después, el Santo Padre repitió lo mismo en Holanda, con las mismas demostraciones anti-católicas en ese país.

El 8 de diciembre de 1854, habiendo pasado toda su santa vida — su juventud, su sacerdocio, su obispado, su cardenalato y su papado — a los pies de la Madre de Dios, la Santísima Virgen María, y habiendo también considerado profundamente, durante su exilio en Gaeta, las serias peticiones de católicos de todo el mundo en pro de ello, el Papa Pío XI definió, ex cátedra, en la gloriosa Basílica de San Pedro, ante ciento setenta obispos e innumerables peregrinos venidos literalmente desde los lejanos confines del mundo, el divino dogma de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. La voz del Soberano Pontífice se quebró y sus ojos se llenaron de lágrimas cuando hizo una pausa para enunciar las palabras infalibles:

"Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, al primer instante de su concepción, por un privilegio y gracia singular del Dios Omnipotente, en virtud de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmaculada de toda mancha de pecado original, ha sido revelado por Dios, y por lo tanto debe creerse firme y constantemente por todos los fieles.

Cuando el Santo Padre acabó de hablar, el cañón del Castillo de Sant' Angelo tronó y las campanas de las basílicas e iglesias de Roma sonaron largo rato anunciando las gloriosas noticias, que dieron entrada a la Era de María — la era final del mundo. Los fieles católicos se regocijaron, y la gracia inundó sus almas cuando rezaban la oración que Nuestra Señora misma había enseñado veinte años antes a Catarina Labouré, "Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos."

En mayo de 1860, aun cuando la orden insultante de Vittorio Emmanuel de que entregara Umbría y Las Marcas apenas le habían llegado, y también estaba en conocimiento de que Garibaldi se estaba preparando para desembarcar en Sicilia, el Papa Pío XI beatificó serenamente al beato Juan Sarcander, mártir, al Beato Canónico de Rossi, y al Beato Benedicto José Labré. En la fiesta de Pentecostés, el 8 de junio de 1862, ante la presencia de trescientos cardenales, patriarcas, primados, arzobispos y obispos, con el pequeño ducado de Roma ahora amenazado peligrosamente por Vittorio Emmanuel y el sur ya habiendo dejado de ser territorio de su amado hijo, el Rey de Nápoles, quien lo había recibido tan gratamente en el exilio, el Papa Pío XI a pesar de todo eso, solemnemente y con gozo sobrenatural canonizó a los gloriosos mártires japoneses que habían sido crucificados por su fe en Nagasaki en el año 1597, entre los cuales había tres jesuitas japoneses, Pablo Miki, Juan de Goto y Santiago Kisai.

El Syllabus

Y luego, en el décimo aniversario de la definición de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre de 1864, publicó la encíclica Quanta cura y su anexo Syllabus de errores, que sacudió al mundo, tanto católico como anticatólico, y desató una tormenta de odio hacia él que ¡en algunos ambientes hasta ahora, no se ha aplacado plenamente!

El Syllabus, compilado por el Cardenal Bilio de las encíclicas, alocuciones, y cartas apostólicas del Papa Pío IX durante dieciocho años de su pontificado, fue una condena por el Santo Padre de los errores que surgían de los falsos principios y enseñanzas de la era del liberalismo que, inadvertidamente absorbidos por católicos que, creyéndose pilares de la iglesia, estaban carcomiendo los fundamentos de la fe, de todo gobierno cristiano, de toda moral cristiana y, bajo la socapa de " progreso, ciencia e instituciones sociales modernos, de libertad y liberalismo, ilustración y civilización," estaban dando entrada al reino del Anticristo.

No hay duda en la mente de quienquiera que, inocente y castamente, lea los escritos y alocuciones del Papa Pío IX, que él creía, sin salvedad alguna, en la doctrina fundamental de que fuera de la Iglesia no hay salvación.(1) En el año 1863. cuando se enfrentaba a argumentos que los liberales estaban promoviendo contra él, concernientes al pobre nativo ignorante que, por su ignorancia invencible debe ser salvado fuera del cuerpo de la Iglesia, el Papa Pío IX, en su encíclica, Quanto conficiamur, declaró que él conocía, acerca de este ignorante nativo, todos los argumentos a favor de su exclusión de la condenación eterna, había oído todo acerca de esta invencible ignorancia — de la cual los liberales tenían tanta esperanza — pero a pesar de todo esto, sostenía que, a menos que esta ignorancia en una persona de buena voluntad fuera disuelta y aclarada por la luz de la fe, no podría traerle la salvación. Este fuerte e inmutable enunciado de la fe, de que fuera de la iglesia no hay salvación, debe seguirse sosteniendo y enunciarse dogmáticamente aun cuando estemos pensando del nativo ignorante en una isla desierta.

Los liberales modernos, en la vida católica de nuestros días, nunca han puesto atención a otra cosa que el Papa Pío IX haya dicho, fuera de esta pequeña semi-inclinación por caridad hacia el nativo ignorante. Y que el Santo Padre haya sabido que los liberales de su tiempo le estaban malentendiendo, se observa claramente en el Syllabus de Errores, que fue emitido al año siguiente, en el que establece sin salvedad alguna, que aun esperar la salvación de esos hombres sin la fe está condenado. 

Nada sino un deseo de vivir cómodamente en una sociedad no católica, no ofendiendo ni haciendo enemigos, y una gradual, muchas veces inconsciente, sumisión a la propaganda perpetua y atractiva de periódicos y revistas producidas por los ricos y poderosos anti-cristianos, puede explicar la selección por los liberales católicos de nuestros días, de dos o tres oraciones gramaticales mal fraseadas en todos los tomos de los enunciados de Pío XI, y el uso de esas oraciones para construir un enteramente nuevo ataque liberal contra un dogma de la Iglesias definido muchas veces, de esa manera contribuyendo a los planes de los enemigos de la Iglesia. El Papa Pío IX, quien, por haber avanzado medio camino políticamente al principio de su pontificado con los enemigos de Cristo, por las concesiones que en ese entonces hizo a los liberales, perdió para sí y para sus sucesores el poder temporal de los papas — y quien aprendió a costo tan amargo que el liberalismo en todas sus formas y el liberalismo religioso en particular, conduce al caos y a la revolución — se esforzó en todos los años de su reinado por presentar ante los fieles las verdades para la salvación.

Su constante mensaje a sus obispos y arzobispos era siempre igual al que escribió en Nápoles en su encíclica Nostis nobiscum:

Ciertamente debéis vosotros cuidar especialmente de que los fieles mismos tengan fijo firmemente en su mente el dogma de nuestra sacratísima religión, en específico, la necesidad absoluta de la fe católica para alcanzar la salvación ... ese dogma recibido de Cristo e inculcado por los Padres y los Concilios, que se halla en las fórmulas de la Profesión de Fe en uso entre los católicos latinos, los griegos y otros católicos orientales...

En noviembre de 1863 le dijo a Werner de Mérode, cuñado del Conde de Montalembert, que es un pecado el creer que hay salvación fuera de la Iglesia.

La Francmasonería es Condenada.

En seis ocasiones diferentes entre 1846 y 1873, condenó a la francmasonería y a sus sectas hermanas. " Sois de vuestro padre, el demonio," dijo de ellas en Singulari quadam, "y son las obras de vuestro padre las que queréis hacer." En noviembre de 1865, en Ex epistola, escribió sobre los gobernantes de varios países que habían omitido suprimir las sectas masónicas: "Hubieran no demostrado tal negligencia en tan serio deber, no habríamos entonces haber de deplorar tales grandes guerra y movimientos de revolución por los cuales Europa ha sido puesta en llamas... " Y pasa a condenar la falsa pero extendida opinión surgida de laa ignorancia de los hechos, de que los francmasones son una organización inofensiva y filantrópica, y que la Iglesia nada tiene que temer de ella.

El 21 de noviembre de 1873, en Etsi multa — deplorando las persecuciones que habían golpeado a la Iglesia en Roma y en todo el mundo, las actividades anti-católicas del gobierno imperial de Alemania (el Kulturkampf de Bismarck y las infames Leyes Falk que, incidentalmente, fueron causa de que tantos alemanes se vieran forzados a huir de su patria), y las revoluciones y movimientos anti-católicos en Iberoamérica — el Papa Pío IX atribuía todas ellas a las sectas masónicas y sus aliadas "de las cuales está formada la Sinagoga de Satanás que está ahora movilizando sus fuerzas en contra de la Iglesia." Conminaba a sus obispos a que señalaran constantemente a su grey la falacia de aquéllos "que, sea que ellos mismos estén engañados o que traten de engañar y entrampar a otros, siguen afirmando que estas obscuras asociaciones buscan solamente el mejoramiento social y el progreso humano y la práctica de la beneficencia," señalando al mismo tiempo que "no es sólo el cuerpo masónico en Europa al cual se refiere, sino también a las asociaciones masónicas en América y en cualquiera otra parte del mundo donde pudieran encontrarse."

El ansioso Papa ya había dado permiso a Jacques Crétinau-Joly (1803-1875) el periodista e historiador, de publicar en su libro La iglesia y la Revolución, copias de documentos y correspondencia que habían sido confiscados por el Gobierno Pontificio del Papa Gregorio XVI. En ese entonces comúnmente se pensaba que la Alta Vendita estaba bajo la dirección general de Palmerston, centro gobernante de la Francmasonería. El programa para la sociedad y las instrucciones para llevarlo a cabo que se revelaba en esos papeles hacía palidecer a buen número de hombres fuertes.

Vaticano I: Furia contra la infalibilidad.

El 29 de junio de 1868, el Santo Papa, habiendo sido testigo de la amarga pasión de la Iglesia en prácticamente toda región de la Cristiandad, y con el acosador ejército de Garibaldi temporalmente hecho retroceder en su ataque sobre Roma, no obstante eso con tremenda valentía el Papa emitió una bula convocando a un concilio ecuménico que se inauguraría en la Basílica del Vaticano en la fiesta de la Inmaculada Concepción, 6 de diciembre de 1869.

En esos tiempos, la furia de los enemigos de la iglesia no conocían límites. La prensa internacional no reconocía restricción alguna en su entremezclado resentimiento, desprecio, odio, rabia, sátira, maldiciones, y nefastas profecías de conspiraciones, complots, y obscuras intrigas papales, y las publicaba extensa y ampliamente.— con toda clase de insinuaciones — de que Pío Nono estaba por proclamar la doctrina de la infalibilidad. Los Liberales y los Radicales, los Ortodoxos Griegos, y los Protestantes pusieron el grito en el cielo, en la prensa y en la tribuna. Qué ¿no sabía Pío Nono que él ya era el último Papa? Y con la no lejana caída del poder temporal ¿no se daba cuenta de que, al fin, el papado llegaba a su desaparición?

Los Galicanos en todos los países volvieron a la vida, y reprodujeron su repertorio, su terca insolencia de la superioridad de un concilio sobre un Papa. Los católicos, por otra parte, argumentaban por turnos que ése no era el momento para convocar un concilio ecuménico, y que nunca hubo un verdadero ataque contra la doctrina de la infalibilidad — suficientemente real para requerir que fuera definido — pues ¿no había el mismo Pío Nono definido ex-cathedra el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854? y ¿no había el Concilio de Florencia proclamado definitivamente la primacía del Papa en 1483?

La gran masa de los fieles católicos en todas partes pensaban solamente en que el año 1869 marcaba el quincuagésimo aniversario de sacerdocio del Santo Padre, y millones de personas  ofrecían sus misas y santa comunión por las intenciones del Papa el domingo del Buen Pastor, día en que cayó el feliz aniversario. Sus grandes dificultades le habían ganado más la simpatía de los corazones amorosos de su pueblo. "Ningún Papa ha jamás alcanzado relaciones tan cercanas y universales con el corazón de la humanidad" escribió de Pío Nono el Arzobispo de Colonia ese día. 

Y en Roma, durante los meses que precedieron al Concilio, los obispos y los teólogos prepararon los temas que habrían de ponerse a discusión, pero el tema de la infalibilidad no estaba incluido entre ellos. Pues no había sido expresa intención del Santo Padre la de convocar un concilio con el fin de definir la infalibilidad, sino más bien con el objeto de que "un supremo remedio pudiera ser aplicado a los supremos peligros que amenazan al cristianismo." y porque este intrépido Papa estaba resuelto a "construir a la vista de toda la raza humana el edificio del dogma católico de forma tan completa, tan bella, que ... toda la Tierra sepa admirarlo y exclamar que la mano de Dios está ahí"

El gran Concilio Vaticano, primer concilio ecuménico efectuado en la Iglesia desde el Concilio de Trento tres siglos antes, fue inaugurado el 8 de diciembre de 1869, con la participación de más de setecientos Padres procedentes de todas partes del mundo. Ochenta mil personas abarrotaron la Plaza de San Pedro, que, para desencanto de los hostiles enemigos, fue testimonio viviente del espíritu de la Iglesia de Jesucristo, reavivado en cada segundo de su existencia por la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, Dios Espíritu Santo, y constantemente vigilado por su inigualable Esposa, la Santísima Virgen María, tierna Madre de todos los que han sido incorporados al cuerpo y la sangre de su Hijo.

Aun cuando la doctrina de la infalibilidad no estaba incluida entre los temas a discutir, estaba, no obstante, en las mentes de todos cuando el Concilio se inauguró. Cuando se supo que en los proyectos (schemata) preparados para su discusión, no se había dado espacio a la cuestión de la infalibilidad papal, la mayoría de los padres deliberaron si, debido a que grande alboroto había sido publicado por mucho tiempo en la prensa, el dejar de definirlo en esa ocasión no pudiera hacer surgir en muchas mentes un duda de su veracidad. Y entonces, en abril, cinco meses después de la apertura del Concilio — a petición urgente del Cardenal Manning, hablando a nombre propio y de un gran número de obispos — el Papa Pío IX ordenó que se preparara la cuestión de la infalibilidad para consideración inmediata del concilio.

Ni qué decir de que en las discusiones que siguieron ni una sola vez se les ocurrió a los padres debatir sobre la divinidad de la doctrina, el hecho de su revelación divina. Su preocupación era simplemente sobre la cuestión de la oportunidad de la época — anti-católica y revolucionaria — en la cual no para cambiar o añadir al dogma de manera alguna, pues eso no podría hacerse por el papa ni por el concilio, sino para reafirmarla y expresarla en un lenguaje inequívoco.

El 18 de julio de 1870, a pesar de la apabullante, histérica y desesperada protesta de la prensa de todo el mundo, la Constitución Dogmática Pastor aeternus, que define la infalibilidad del Papa, fue adoptada. Ese día el Santo Padre, Papa Pío IX, definió solemnemente:

Adhiriéndonos fielmente a la tradición recibida desde los principios de la fe cristiana, para gloria de Dios nuestro Salvador, la exaltación de la Religión Católica, y la salvación del pueblo cristiano, con la aprobación del Sagrado Concilio, enseñamos y definimos que es un dogma revelado divinamente el que el Romano Pontífice, cuando habla ex-cátedra — o sea cuando en el desempeño de su cargo de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o de moral que debe sostenerse por la Iglesia Universal — por la asistencia divina que le fue prometida a San Pedro, está en posesión de esa infalibilidad con la cual el Divino Redentor quiso dotar a Su Iglesia para definir doctrina con respecto a la fe y la moral, y que, por lo tanto, tales definiciones del Romano Pontífice son por sí mismas irreformables, y no derivan del consentimiento de la Iglesia.

Una violenta tormenta que amenazaba desde temprano en la mañana, se desató sobre Roma justo cuando comenzaba la votación de la doctrina. Durante hora y media truenos resonaron sobre la gran basílica, luz de los relámpagos iluminaba la cara de los Padres cuando cada uno de ellos en su turno se paraba a expresar su asentimiento. El altar surgía de la negra obscuridad al repetirse la luz de los relámpagos, y la gran congregación se llenó de sobrecogimiento cuando las palabras de Nuestro Señor a San Pedro inscritas en la base de la cúpula "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" de pronto se iluminaron claramente para ser leídas por todos. A muchos de los que estaban presentes les recordó los truenos que resonaban y los relámpagos que caían sobre el Monte Sinaí cuando en la cima del monte, en medio de la tormenta, Moisés recibió la Ley del Eterno Dios.

Cuando las voces de la Congregación se elevaron en la gloriosa alabanza del Te Deum, amainó la tormenta y el sol salió de entre las nubes. Brilló con un especialmente dorado fulgor, inusitado aun para Italia, directamente sobre la cara exaltada del Santo Padre, revelando las sensibles facciones de Giovanni-María Mastai Ferreti hechas fuertes con la extrema fuerza que había invocado con la ayuda da la Santísima Virgen María con el fin de llevar a salvo a la preciosa Barca de Pedro a través de las violentas tormentas que durante casi veinte años la habían asolado en todo momento. ¡Esta luz del sol revelaba la santidad personal del "buen Pío Nono"! Y, mediante el gozo sobrenatural que ya era habitual en él, no importando cuan grandes eran las pruebas a que se veía sometido, revelaba los surcos de sufrimiento marcados profundamente en su semblante, pues, de hecho, había sido acertadamente llamado por San Malaquías, "Crux de Cruce," Cruz sobre Cruz.

Aun el hostil Times de Londres, cuyas columnas se habían llenado a diario con artículos que producían mucho dolor en el Santo Padre, fue forzado a informar acerca de la escena trascendentalmente conmovedora: "Siguió la bendición. La congregación entera cayo de rodillas y el Papa los bendijo en esos dulces tonos que se distinguen entre miles."

Prisionero en el vaticano

Y luego, perfectamente conforme con la historia de todo su pontificado, precisamente el mismo día del glorioso triunfo del Concilio Vaticano, el 18 de julio de 1870, le llegaron noticias de que se había declarado la guerra entre Francia y Prusia,

En menos de un mes, Napoleón III había retirado el remanente de las tropas francesas que quedaban en Roma. Esta era la oportunidad que Vittorio Emmanuel y sus consejeros habían estado esperando, y el 20 de septiembre, después de bombardear las puertas de la ciudad, sus tropas por fin entraron a Roma por un hueco producido en la Porta Pía. "Vosotros sois sepulcros blanqueados," dijo el Santo Padre al enviado de Vittorio Emmanuel. "No os conozco ni puedo conoceros ni hacer tratos de manera alguna con vosotros."

Después de eso, Roma dejó de ser la Ciudad de los Papas, esta ciudad elegida por Pedro se había convertido en la capital de una Italia controlada por fuerzas anticristianas. El tiempo llegaría cuando el Gran Maestro de los masones italianos, Crispi, sería Primer Ministro de Italia, y el alcalde de Roma sería un judío, Nathan. Cómo se habrá afligido Pedro, aun en el Cielo, de ver a su Maestro nuevamente crucificado en la ciudad de su predilección, la nueva Jerusalén.

En mayo de 1871, el gobierno italiano promulgó la increíble "Ley de Garantías" que, entre muchas otras cosas, después de despojar al Santo Pontífice Romano de todas sus posesiones, lo proclamó huésped del gobierno y le permitió "disfrutar de los palacios apostólicos del Vaticano y el Lateranense, así como la Villa de Castel Gandolfo" — en tanto que precedió con la inevitable confiscación de monasterios y conventos, la abolición de la enseñanza católica en las escuelas, la legislación sobre el matrimonio, la interferencia en la instrucción de sacerdotes en los seminarios, y el resto del programa entero del régimen anti-cristiano una vez que llega al poder. La Ley de Garantías de hecho hacía del Papa una creatura del Estado.

El Papa Pío IX se rehusó a reconocer la Ley de Garantías, se quedó como preso en el Vaticano, ya que salir afuera significaría cruzar el territorio ocupado por el Gobierno Italiano e implicaría un reconocimiento del derecho de éste sobre ese territorio. El que el aprisionamiento del Papa en el Vaticano fue real así como voluntario, lo sabemos. Cuando el 20 de junio de 1874, en el vigésimo aniversario de su coronación, Pío Nono se apareció en una ventana del Vaticano, las más de cien mil personas en o alrededor de la Basílica en el Vaticano para el Te Deum y Bendición que clausuraban las ceremonias en su honor, se desato en aclamaciones de ¡Viva! al verlo. Tropas de Vittorio Emmanuel se abalanzaron sobre la plaza, dispersando sumariamente a las multitudes, y arrastraron a prisión a todos aquéllos cuyas indignadas almas los habían movido a protestar, entre ellos, damas de las familias más añejas y nobles de Roma. Largas prisiones se impusieron a cuatro hombres que habían gritado “Evviva il Papa Ré!”

Últimos Años y Muerte

El Papa Pío IX suspendió el Concilio Vaticano un mes después de la toma de Roma; nunca después pudo ser reanudado. El gloriosamente intransigente Papa siguió viviendo prisionero en el Vaticano casi siete años más. Cuando sus fieles católicos iban en miles a Roma a hacerle honor y se dirigían a él como Pio el Grande, él respondía que sólo Dios es Grande y rechazaba el título. Cuando le ofrecían un trono dorado, pedía que el dinero se usara para rescatar a estudiantes de teología del servicio militar. Siguió viviendo como siempre había vivido, durmiendo "en una de las más pequeñas del las once mil recámaras bajo su mando," proveyendo a los pobres aun en su propia gran pobreza, pasando largas horas en oración y meditación, aconsejando a los orgullosos y a los intelectuales con palabras semejantes a las que había usado con quienes se había dirigido en la época del Concilio Vaticano, al Obispo Dupenloup de Francia, "Volved, hermano, os ruego, a aquélla sencillez dorada de los pequeños". Mantuvo sus palabras de amor ardiente por los pobres, del calibre de las mujeres pobres de Roma que, en número de trece mil fueron a leerle su discurso "Al Padre de los Pobres". Pusieron a sus pies una cantidad de dinero "formada por los centavos dados amorosamente por manos y corazones a los que Pío IX había colmado benévolamente,"

Instituyó la fiesta de la Preciosa Sangre. Declaró a San José Patrón de la Iglesia Universal. Nombró Doctores de la Iglesia a San Alfonso María de Liguori, a San Hilario de Poitiers y a San Francisco de Sales. Ningún Papa antes que él en la historia de la Iglesia había beatificado tantos beatos y canonizado tantos santos como lo hizo Pío IX. Elevó a la Iglesia de los Estados Unidos del nivel de misión, y estableció entre 1847 y 1853 los arzobispados de San Luis, Nueva York, Cincinnatti, Nueva Orleans y San Francisco. En 1875 nombró cardenal, primero de toda América, al Arzobispo John McCloskey de Nueva York.

El siete de febrero de 1878, a la edad de ochenta y seis años, habiendo servido a su Señor Jesucristo como Vicario suyo sólo cuatro meses menos que lo que duró el pontificado de treinta y dos años de San Pedro, murió el glorioso Papa Pío IX, consolado y confortado hasta el final por ese otro enemigo del liberalismo, el Cardenal Manning. Pío Nono fue llorado por los verdaderos católicos de todo el mundo y odiado hasta el final por sus enemigos — siempre señal de un buen Papa. "He amado la justicia y odiado la iniquidad" había dicho el gran Hildebrando, Papa Gregorio VII, "por consecuencia, muero en el exilio."

Secuela

El Papa Pío IX murió siendo todavía prisionero en el Vaticano, y la verdadera prueba de que su vigorosa y valiente lucha contra los hijos de Lucifer había detenido al mortífero y poderoso enemigo de Nuestra Señora antes de que alcanzara su casi total victoria sobre la Iglesia de Cristo, se evidenció en el odio diabólico y la malicia con la que la chusma endemoniada, inspirada por los círculos masónicos de Roma, atacaron su féretro en un intento de profanar su cuerpo mientras estaba siendo trasladado, tres años después de su muerte, del Vaticano a donde él había elegido para que fuera el lugar del descanso final de sus restos en San Lorenzo Extramuros. La razón de esta atrocidad no fue, como algunos han dicho, que Pío Nono haya permitido a tropas extranjeras (las francesas) que lo protegieran en Roma por tantos años, sino más bien porque se había plantado hasta el final en oposición a los liberales, los radicales, los socialistas y los comunistas, los apóstoles del falso progreso, de la falsa libertad, y del poder ilimitado del Estado — todos los cuales predicaban tan convincentemente, con todo el poder de la prensa mundial detrás de ellos — y porque nunca dejó de denunciarlos cuando quiera que se presentara la ocasión de hacerlo, bajo cualquier nombre que pudieran tomar o detrás de cualquier máscara con que pudieran cubrirse.

La tragedia de todas las tragedias, sin embargo, es que no se ha dejado que el Papa Pío XI descanse en paz. Los católicos liberales, contra los cuales él había librado una guerra sin tregua durante su pontificado, en nuestros días ¡han tratado de hacerlo padre de la herejía moderna! Pero podemos confiar en la Inmaculada Madre de Dios de encargarse de esta adversidad como lo hizo en todas las demás que sufrió su devoto hijo. De uno en uno, vio a sus mayores enemigos, quebrantados y humillados, morir antes que él. Y para ahora, lo que Pío Nono predijo de Vittorio Emmanuel se ha hecho realidad. "Nuevamente os digo," dijo él, "no vais a disfrutar mucho tiempo de vuestra violencia." El Reino de Italia ha dejado de existir. Lo mismo ha pasado con la Alemania Imperial de Bismark. El sol se ha puesto en el Imperio Británico de Palmerston. Ya no hay un Emperador de los Franceses. Europa está pagando el precio de sus pecados contra su antiguo Padre, a quien le debe todo lo que llegó a ser, pues ahora está en manos de los que son los enemigos secretos hasta de la Masonería.

¿Y los Estados Pontificios? Lo que se perdió en 1870 no fue el papado, como lo pensaba y planeaba el mundo anti-cristiano, sino sólo el territorio que había garantizado la independencia del papado en el desempeño de su misión espiritual. Parte de este territorio le ha sido devuelto, y el Papa Pío XII, el Papa de nuestros días está ejerciendo el sublime cargo desde el minúsculo territorio de la Ciudad del Vaticano.

¿Y Pio Nono? El glorioso Papa San Pío X, que tomó su nombre y que siempre tuvo una feliz admiración por su santidad, abrió un proceso de beatificación del Papa Pío IX el 11 de febrero de 1907. Pedimos por que llegue pronto, pues al triunfo de Pío IX es el triunfo de la Iglesia. Fue el pensamiento en la Iglesia lo que llenó sus últimos momentos, y fue acerca de la Iglesia, que dijo sus últimas palabras. "Proteged la Iglesia" dijo a los cardenales arrodillados ante su lecho. "Proteged a la Iglesia que amé tan bien y sagradamente."


(1) Nota del editor: El 9 de agosto de 1949, por orden del Papa Pío XII, la interpretación literal que el Padre Feeney aquí articula — que todos los que no han entrado formalmente a la Iglesia, aun sin falta de su parte, no pueden alcanzar la salvación — fue condenada por el Santo Oficio, que enseño: "no siempre se requiere que uno esté realmente incorporado como miembro de la Iglesia, pero (uno debe) adherirse a ella en aspiración y deseo. No siempre se necesita que sea explícito,,,


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lunes, 9 de diciembre de 2024

 marzo 2024

La Francmasonería durante la Vida y Época del Papa Pío IX


Por el Padre Leonard Feeney (1)

Tomado de Christian Order de Marzo de 2024

Traducido del inglés por Roberto Hope


En el año 1792, el 13 de mayo, en el antiguo pueblo y puerto marítimo de Senigallia, sobre la parte norte del Mar Adriático, nació el séptimo hijo del alcalde de la ciudad, Conde Girolamo Mastai-Ferreti, y su esposa, la Condesa Caterina, y fue bautizado con el nombre de Giovanni-Maria Giovanni Battista Pietro Isidoro. 1792 fue un año ominoso en cuanto a lo que tocaba al mundo exterior al castillo de los Mastai-Ferreti, y para siempre habría de ensombrecer la vida del pequeño Juan-María Mastai-Ferretti, que un día iría a convertirse en el gran Papa Pío IX y a gobernar la Iglesia de Jesucristo desde el trono de Pedro a lo largo de treinta y dos años, el pontificado más largo de cualquier Papa excepto el de Pedro.


Este niño nacido en el trágico año de 1792 — gentilmente educado, sensible, generoso, alegre, amable, puro, poseedor de un gran encanto y muy buena presencia, a quien de niño se le enseñó a reverenciar a los pobres, profundamente devoto a la iglesia y conocido por su amor constante y absorbente de la Santísima Virgen María — habría de vivir rodeado de revolución todos los días, revolución planificada y sustentada diabólicamente, nada semejante a la cual jamás se había visto anteriormente. La increíblemente horrenda Revolución Francesa, la primera en el plan satánico de derribar los tronos y altares de la Cristiandad, llevaba ya tres años de existencia cuando nació Juan María Mastai-Ferretti.


Francia traidora

No es de sorprenderse para nada que la Revolución Francesa, acerca de la cual a nosotros en Norteamérica, como por una conspiración gigantesca, se nos ha enseñado tan poco de su verdadera realidad, hubiera acaecido en la tierra que había dejado que su rey — en su loca pasión por ponerse arriba y por encima del Vicario de Cristo — haya causado la muerte del Papa Bonifacio VIII. Es cierto que Francia permaneció nominalmente católica tanto antes como después de la revuelta protestante, pero nunca, como nación, realmente volvió jamás, aun en sus períodos de resurgimiento católico, a su antigua pureza de fe y su antigua devoción filial a los Papas, que había sido la joya de su corona antes de la atrocidad [el atentado de Anagni] y la muerte de Bonifacio VIII en 1303. 


Fue la voz de Francia la que, en el siglo quince, por conducto de la Universidad de París, y sus hijos, Juan Gerson y Pedro d'Ailly, era la más vociferante en proclamar inferior al Papa con respecto a un concilio general de la Iglesia y, por consiguiente, sujeto a tal concilio. Fue la "Sanción Pragmática de Bourges" de Francia la que no sólo insistía en la supremacía de un concilio por encima del Papa, sino que prácticamente privaba al Papa de toda jurisdicción sobre la iglesia francesa. El 'Galicanismo' o lo equivalente de lo que podría llegar a ser una iglesia nacional francesa independiente de la Santa Sede, no estaba muy lejano después de eso.


Fue la traicionera ambición política de Francia lo que afincó permanentemente el protestantismo en Europa. Fue Richelieu (1585-1642) cardenal francés, Primer Ministro y gobernante verdadero del país bajo el reinado de Luis XIII, quien, para alcanzar la victoria política de Francia en Europa, tomó partido del lado de los príncipes protestantes de Alemania contra el emperador católico Fernando II, en el momento más crítico de la Guerra de los Treinta Años entre las fuerzas del protestantismo y las del catolicismo. El Cardenal Richelieu contrató al genio militar protestante Gustavo Adolfo por cinco tinajas de oro (algo así como dos millones de dólares), para que entrara a la guerra contra los católicos. La derrota de Fernando hizo imposible para siempre su sueño de una Europa unida nuevamente como una familia por la fe, tan cerca de haberse realizado de no ser por la traición del cardenal francés.


Fue Francia la que, en 1682, bajo el monarca absoluto Luis XIV y su clero subordinado, más leal a su rey que a su Dios, promulgó los famosos Cuatro Artículos Galicanos, los cuales no solamente sustrajeron nuevamente a Francia de la jurisdicción del Papa, sino que declararon que el Papa no es infalible. Y aun cuando después de que dos papas los hubieran condenado y que a su país le hubiera sido impuesta una interdicción, Luis  XIV haya derogado los artículos, el Galicanismo para entonces ya estaba profunda y firmemente afianzado en el pensamiento del pueblo. Junto con la herejía jansenista (una especie de calvinismo dentro de la iglesia) — y la escandalosa laxitud en la moral tanto de Luis XIV como de su bisnieto y sucesor Luis XV, de sus cortes y de la sociedad francesa en general  — debilitan desastrosamente la fe y preparan a Francia para el escepticismo religioso y libre pensamiento, ya para entonces prevaleciendo en Inglaterra y Alemania.


En las manos literarias del francmasón Voltaire y del escritor igualmente anticristiano Rousseau, junto con los enciclopedistas franceses que estaban a la paga de Federico el Grande de Prusia, también francmasón, este "libre pensamiento" daría entrada a la "Era de la Ilustración" en Francia y conducir directamente al total ateísmo y a la diabólica mofa de Dios en la terrible Revolución Francesa.


Francmasonería Moderna

Fue precisamente en esa hora de la historia cuando Francia, para entonces la más adelantada nación del mundo, estaba dándole a ese mundo el espectáculo de un rey católico disoluto, Luis XV, quien, junto con su corte, llevaban unas vidas de tan desvergonzada corrupción que rivalizaban en depravación aun con las notoriamente malvadas cortes de Catarina de Rusia y de Federico de Prusia  — cuando los vicios de la realeza pasaron hacia abajo a los nobles, a la burguesía y hasta a los pobres, y la semilla de Lucifer daba toda la apariencia de haber triunfado sobre la semilla de María — fue que Dios permitió que una plaga cayera sobre Europa así como había permitido que la plaga del mahometanismo devastara al herético y pecaminoso Oriente en el siglo séptimo y posteriores.


Ciertamente, la peste que hizo acaecer el castigo temporal de Europa en el Siglo XVIII, aunque cruzó el Canal y entró al continente ataviado de nuevo ropaje cuidadosamente estilado y confeccionado en Londres, tuvo sus orígenes muy definitivamente en Oriente. Sus símbolos, sus ceremonias, su vestimenta, sus tradiciones, sus rituales eran todos orientales. William Thomas Walsh, en su libro Felipe II escribe acerca de los grados y rituales de la Francmasonería que "están  impregnados de simbolismo judío: el candidato [a ingresar a ella] va hacia el Oriente, hacia Jerusalén, va a reconstruir el Templo, destruido en cumplimiento de la profecía de Cristo ... El escudo de armas oficial de la Gran Logia de Londres, aun en nuestros días, es el hecho por el Rabino Jacob Jehuda Leon en 1675, conocido como Templo, que pasó de Holanda a Inglaterra en ese año."


La Francmasonería moderna — pues tal es esa peste — fue fundada en Inglaterra en 1717, cuando un antiguo gremio católico de albañiles de oficio, protestantizado en Inglaterra desde mucho tiempo antes, pero existente durante varios siglos en la Gran Bretaña y en Europa, fue renovado; su carácter profesional fue abandonado, y emergió como sociedad secreta filosófica, pseudo religiosa, sus fórmulas, ceremonias, y tradiciones todas ellas apuntando a un origen judío, aun cuando sus nuevas constituciones y rituales fueron formulados por un ministro presbiteriano escocés, James Anderson, y un ministro hugonote refugiado, John T. Desaguliers, y en 1722 su Gran Maestro fue el despilfarrado y enteramente inmoral Duque de Wharton, quien por todas partes tenía la reputación de "exento de ningún vicio".


Fue en 1725 cuando la nueva francmasonería se extendió a París, en 1728 a Madrid, en 1729 a Irlanda, en 1731 a La Haya, en 1733 a Hamburgo, en 1736 a Alemania y así sucesivamente, llegando a Italia.


Voltaire se hizo francmasón en Inglaterra alrededor de 1727 y, a su regreso a Francia hizo todo lo que estaba a su alcance para propagarla entre los nobles y los intelectuales. Inmoral al extremo, tanto en su vida como en sus escritos, íntimo de Federico El Grande gracias al uso que Federico podía hacer de su extraordinaria habilidad para escribir, Voltaire comulgaba con el odio incontenible que tenía el rey prusiano a Jesucristo y a la Iglesia Católica. Era su constante grito de guerra "La religión Cristiana es una religión infame. Debe ser destruida por un ciento de manos invisibles (sic). Es necesario que los filósofos recorran las calles para destruirla de igual menera como los misioneros recorren tierra y mar para propagarla. Deben atrevere a todo, arriesgar todo, aun ser quemados en la hoguera para destruirla. ¡Aplastemos a la infame! ¡Aplastemos a la infame! Écrasez l'infame!


Espíritu Satánico de Revuelta

La francmasonería se propagó como incendio incontrolado por toda Europa. Arrasó en París. La nobleza y algunos miembros del alto clero quedaron perversamente fascinados por las doctrinas de la francmasonería y se unieron a las logias en grandes números. En Francia especialmente, donde el Galicanismo y el Jansenismo en el siglo anterior habían, como lo hemos visto, preparado el terreno para la perpetua ridiculización de la religión y de todas sus instituciones, incluyendo el santo matrimonio que en los años 1700 estaba al orden del día. Después, muchos de ellos, cuando sus sueños teóricos se habían vuelto realidad, en lo más álgido de la Revolución, se vieron subiendo los sangrientos escalones que llevaban a la guillotina, encarando por fin la amarga realidad de aquello por lo que ellos habían conspirado, junto con el derrocamiento del Papa y del orden existente, conspiraron para su propia destrucción-


Las enseñanzas de la masonería se propagaron por todas partes, el espíritu de sublevación no sólo contra la autoridad del Vicario de Cristo, sino también contra la autoridad del Estado. en el tercer cuarto de siglo de los años 1700s, un nuevo y más siniestro elemento fue agregado. Éste fue el así llamado "Iluminismo" de Adam Weishaupt, profesor de derecho canónico en la Universidad de Ingolstadt, en Baviera, quien dio a la masonería el molde y la forma duradera por la cual, a pesar de toda oposición, ha llegado hasta nuestros días y por la cual "avanzará hasta que su conflicto final con el cristianismo habrá de determinar si Cristo o Satanás habrán de reinar sobre la tierra hasta el fin del mundo"


Engaño Sistemático

La manera de Weishaupt, que aun es la manera como proceden las logias masónicas de ahora, es inducir a hombres a que se unan a la organización en sus grados mas bajos. Como lo explicó Monseñor Dillon en sus famosas conferencias de Edimburgo:


Un hombre, aunque esté en la masonería, pudiera no desear hacerse ateo o socialista por algún tiempo, por lo menos. Puede tener en su corazón una profunda convicción de que Dios existe, y alguna esperanza de volver a Dios antes de su muerte. Puede haber ingresado a la masonería para satisfacer su ambición, por motivos de vanidad, o por mera ligereza de carácter. Puede seguir rezando y rehusarse, siendo católico, de olvidar a la Madre de Dios y alguna práctica piadosa que él practicara desde su juventud. Pero la masonería es un sistema capital para hacer que un hombre vaya dejando gradualmente estas prácticas. No de inmediato negará la existencia de Dios, no de inmediato atacará el orden cristiano. Empieza por darle a la idea cristiana de Dios una fácil y casi imperceptible sacudida. Hace en el nombre de Dios todos sus juramentos. Le llama, sin embargo, no Creador sino simple arquitecto — el Gran Arquitecto del Universo. Evita cuidadosamente mencionar para nada a Cristo, a la Santísima Trinidad, a la unidad de la fe. Protesta un respeto de las convicciones de todo hombre, del idolatra parsi, del mahometano, del hereje, del judío, del cismático, del católico. Poco a poco, en los grados más altos le da otra más fuerte sacudida a la creencia en una Deidad y, gradualmente, induce a favorecer el naturalismo.


Conforme pasa el tiempo, el hombre que manifieste cualquier verdadera profundidad religiosa o señales de conciencia, jamás avanzará más allá de los grados inferiores. Permanece entonces como miembro de las bases de la masonería, del frente respetable que se le presenta al mundo, pero a él y a los de su clase nunca se le confía el verdadero secreto. Por otro lado, aquéllos que cumplen los requisitos de la masonería, que no poseen finas sensibilidades morales, proceden en el camino de la irreligión, inmoralidad, espionaje, y ciencias ocultas hasta que llegan a los grados avanzados y se les hace participar en más y más de los terriblemente guardados secretos de la Orden 


Pero, y esto es más cierto que nunca en nuestro tiempo, los dirigentes visibles de la masonería — y de todas las sociedades secretas que no son más que subsidiarias de ella — ¡nunca son los verdaderos dirigentes! Pues más allá de los dirigentes visibles existe un círculo cerrado, organizado sobre bases masónicas, cuyos miembros están ocultos y son desconocidos por el público. Más arriba de este círculo cerrado hay otro y aún más secreto círculo. Por último, en la mera cúspide está el individuo que constituye la cabeza de todo y su pequeño grupo de seis, por lo mucho, consejeros que dirigen el gobierno invisible, no sólo de la masonería, sino del mundo. Estos hombres son desconocidos salvo por muy pocos en toda la Tierra.


Realidad luciferina

En la gran reunión de los cuerpos masónicos de todo el mundo, el así llamado Congreso de Wilhelmsbad del 16 de julio de 1782, Adam Weishaupt consiguió el control de todas las sociedades secretas del Congreso, las cuales en esa época — sólo sesenta y cinco años después de la transformación moderna de la masonería — representaba un asombroso total de ¡tres millones de miembros! Weishaupt después logró aliar el Iluminismo con la Francmasonería, alianza que ha resultado tener la más obscura significación para el mundo. Es imposible exagerar las profundidades de su poder para hacer el mal, pues quien ha dominado el mundo tras la máscara de la masonería iluminista desde ese día hasta ahora es nada menos que el mismo Lucifer.


Éste es el enemigo que el papa vio en la visión que le causó desmayarse de terror por el mundo. Este es el enemigo a quien mencionó en su encíclica Humanum Genus, en la que les escribió a sus hijos, los obispos:


Deseamos que sea su regla en primer lugar arrancar la máscara de la francmasonería para dejar que sea vista como es realmente, y mediante sermones y cartas pastorales instruir a la gente acerca de los artificios empleados por las sociedades de esta tipo para seducir a los hombres y persuadirlos a ingresar a sus filas.


Fue esto lo que motivó al Papa San Pío X a clamar en la primera de sus encíclicas:

Tan extrema es la perversión general, que hay razón para temer que estamos experimentando el anticipo y comienzo de los males que han de venir al final de los tiempos, y que el Hijo de la Perdición de quien habla el Apóstol, ya ha llegado a la tierra.


Fue esto lo que motivó al editor de los Acta Sanctae Sedis, escribiendo para el número de julio 13 de 1865 decir:

Si uno toma en consideración el inmenso desarrollo que han alcanzado estas sociedades secretas, el largo tiempo en que han perseverado en su vigor, su furiosa agresividad, la tenacidad con que sus miembros se aferran a su asociación y a los falsos principios que profesan; la perseverante cooperación mutua de tantos tipos diferentes de hombres en la promoción del mal, uno difícilmente puede negar que el Supremo Arquitecto de estas asociaciones (viendo que la causa debe ser proporcional al efecto) puede ser nada menos que aquél que en las Sagradas Escrituras es llamado Príncipe del Mundo y que el propio Satanás, inclusive con su cooperación física, dirige e inspira por lo menos a los dirigentes de estas organizaciones, cooperando físicamente con ellos.


Fue en el Congreso de Wilhelmsbad cuando la masonería se volvió "una masa atea organizada, aunque se le permitía que asumiera muchas formas fantásticas." Los Caballeros Rosacruces, los Templarios, los Caballeros de la Beneficencia, los Hermanos de la Amistad, y muchas, muchas más, subversivas e irreligiosas como lo era cada una por su propio derecho, ahora quedaban unidas a la organización de la Francmasonería Iluminista. Todas tendrían bajo cualquier nombre y forma que eligieren, el mismo falso respeto a la religión, la misma aparente aceptación de la Biblia, el mismo celo exterior por el cuidado de viudas y huérfanos, de los enfermos y los menesterosos. Todas tendrían los mismos juramentos de guardar secreto, todas tendrán alguna variación de los mismos fantásticos ceremoniales, asiáticos, hebreos y turcos, "a los cuales se les podría dar cualquier significado, desde el más inane hasta el más profundo y obscuro." Todas tendrían los mismos grados de avance, aunque el número podría variar, y todas tendrían la misma temible pena de muerte por la violación de secretos, por indiscreción, y por traición.


Todos los iniciados de alto nivel tendrían, desconocido por sus hermanos, el mismo programa para la aniquilación de toda religión, de todo amor a la patria y de toda lealtad a  los soberanos. Todos tendrían que luchar por la abolición de la monarquía y del gobierno con orden. por la abolición de la propiedad privada y de las herencias, la abolición del matrimonio y de la moral y por la institución de la educación obligatoria de los niños por el gobierno. (Como bien lo sabemos, este plan está siendo llevado a efecto plenamente en nuestros días.)


Judeo-Masonería

Fue en el congreso de Wilhelmsbad cuando los judíos fueron emancipados como resultado de una cuidadosamente producida ola de pro-semitismo que irrumpió por toda Europa a resultado de la huella que dejó un libro, Sobre la Mejora Civil de la Condición de los Judíos, escrito por un hombre de nombre Dohrn bajo la dirección de Moisés Mendelssohn, publicado en agosto de 1781. "Este libro", se nos dice, "tuvo una influencia considerable sobre el movimiento revolucionario. Es el toque de trompeta de la causa judía, la señal para el paso adelante," 


Los judíos, cuya función de incitadores y fiscalizadores del nacimiento de la Francmasonería y del Iluminismo habían sido desempeñados en el papel de sirvientes privilegiados, fueron entonces, en el Congreso de Wilhelmsbad, admitidos con plena igualdad al círculo de la familia. Y la influencia judía, como lo pone en descubierto el Padre Edward Cahill, S.J. en su libro Francmasonería y el Movimiento Anti-Cristiano, pronto se volvió una de las mayores fuerzas impulsoras detrás de la masonería. Es la influencia que ahora domina la organización entera.


En Wilhelmsbad se decidió trasladar la dirección de la francmasonería iluminista a Fráncfort, de manera significativa en esa época estaba ahí también la dirección de las finanzas judías, con el familiar nombre de Rothschild ya bien a la cabeza. Fue en Fráncfort donde los increíbles planes de revolución mundial fueron perfeccionados, con Francia seleccionada como primera en la lista e Italia a seguir poco después. Fue en Fráncfort donde se resolvió la muerte de Luis XVI de Francia y de Gustavo III de Suecia. 


Letanía de Revoluciones Demoníacas.

¡La diabólica certeza con que todas estas maquinaciones de los enemigos del cristianismo se produjeron exactamente conforme a lo programado es de asombrar! Lograron producir la Revolución Francesa, y fue la más atroz, cruel y sangrienta masacre que el mundo hubiera visto jamás hasta entonces. En 1792, año en que nació Pío XI, en las "Masacres de Septiembre," tres mil asesinos de los barrios bajos de París y de las cárceles de París, furiosos con drogas y alcohol y deseo de sangre, masacraron sólo en París, en medio de indescriptibles orgías y de abandono satánico al Arzobispo de Arles, a dos obispos, a cuatrocientos sacerdotes y monjes, a mil nobles católicos, y a ocho mil ciudadanos, En Meaux, Châlons, Rennes y Lyon estaban teniendo lugar escenas semejantes.


Durante todo el siglo siguiente, estos enemigos de Jesucristo — particularmente en 1830, 1848 y 1870 — causaron revoluciones por toda Europa y alrededor del mundo. Atacaron Italia. Tomaron los Estados Pontificios y conquistaron Roma. Se jactaban de que el Papado había dejado de existir, y en eso estaban, y siempre estarán, abrumadoramente equivocados, pero sí llevaron su revolución programada a Rusia en 1917, y a la revolución sin paralelo que fue la Primera Guerra Mundial en 1914 en la que veintisiete naciones se unieron en sangriento combate y 37,508,680 hombres fueron muertos, heridos, discapacitados y tomados prisioneros, cuando la masónicamente concebida Liga de las Naciones le fue impuesta al mundo por el Presidente de los Estados Unidos, el francmasón Woodrow Wilson bajo la influencia de sus compañeros masones. el Coronel E. Mandell House y el Sr. Bernard Baruch. Desde entonces, el Sr. Baruch, como publicitado "Veterano Estadista y Consejero de Presidentes" tras bambalinas ha dirigido el gobierno de los Estados Unidos, sea Demócrata o Republicano.


Ellos, estos terribles enemigos de la Iglesia, lograron la revolución de la Segunda Guerra Mundial en 1939 y su resultado, producto cuidadosamente dirigido, esa hermano gemelo de la Liga de las Naciones, la aún más siniestra Organización de las Naciones Unidas, mediante la cual todo país del mundo se halla en inminente peligro de perder su soberanía y de volverse parte del por largo tiempo planeado, y diabólicamente maquinado Gobierno Mundial Único, cuyo objetivo es finalmente esclavizar al mundo entero.


1789: descristianización masónica:

El que la Revolución Francesa de 1789 fue tramada y llevada a cabo por los francmasones iluministas no necesita ser probado, ya que los masones abiertamente se jactan de ello. Todos los apóstoles y dirigentes de la Revolución eran masones: Voltaire, Rousseau, Lafayette — el  héroe de la Guerra Revolucionaria Americana — de quien María Antonieta, después de muchas traiciones al Rey a manos de él, clamó, "Mejor morir que ser salvada por Lafayette", Talleyrand — el apóstata obispo católico que consagró a los primeros obispos constitucionales de la Revolución a pesar del decreto del Papa Pío VI de 1791 que declaraba la inmediata suspensión de todo sacerdote u obispo que hiciera el juramento de mantener la Constitución Civil del Clero, redactada por el Gobierno Revolucionario con el único propósito de someter completamente a la Iglesia de Francia al dominio del Estado. "Separación Iglesia-Estado" ha siempre significado para los revolucionarios nada menos que control de la Iglesia por el Estado y para ese fin han popularizado con éxito su consigna "Separación entre la iglesia y el Estado", hasta que los católicos llegaron a tomarla casi como un dogma.


Los miembros del terrible Círculo Jacobino de París y dirigentes del Reinado del Terror, Danton, Marat y Robespierre fueron todos masones. El trono fue traicionado por Felipe, Duque de Orleans, el primer Gran Maestro de la Logia del Gran Oriente de Francia, y pariente sanguíneo del Rey Luis XVI.


Era bien sabido en todo país europeo que la causa de la Revolución Francesa no podía atribuirse a abusos del antiguo régimen, En Luis XVI y María Antonieta — a pesar del cúmulo de calumnias que se lanzaron contra la bella Reina de Francia por los poderosos enemigos masones que tramaron la caída del país a través de la caída de esta vivaz y encantadora hija de la Emperatriz María Teresa de Austria, calumnias perpetradas por la ridícula y sesgada literatura inglesa mediante la cual la historia de su vida ha llegado a los Norteamericanos — Francia por fin gozaba de un rey y una reina enteramente buenos. Eran buenos católicos, estos trágicos marido y mujer, buenos soberanos, y buenos padres de sus amados hijos. Y habían trabajado duramente, el Rey para eliminar abusos, y la Reina para hacer caridad entre los pobres, a quienes amaba. Jamás, en ningún momento, dijo ella de los pobres esas inanes palabras que, en Norteamérica son una mofa que se dice siempre que su nombre es mencionado, "que coman pastel."


El propósito de la Revolución no era eliminar los abusos sino destruir la monarquía y derribar la sociedad cristiana. Y logró ambas cosas. La Revolución quitó la vida al Rey y a la Reina, ambos de los cuales murieron noblemente. "Perdono a los autores de mi muerte", dijo Luis "que mi sangre jamás sea vengada sobre Francia." Y se dice de María Antonieta que durante los últimos días de su vida y durante las horas terribles antes de su ejecución se condujo con la heroica fortaleza de un mártir y la calmada dignidad de un santo. Su hijo pequeño, Luis XVII, murió después, en condiciones miserables, en el taller de un zapatero.


Norteamérica se enteró, por lo menos en 1798, de la causa de la Revolución Francesa. Luego de que el Terror se había desgastado — luego de la terrible descristianización de Francia, cuando sus iglesias habían sido desacralizadas y cerradas, el adorable Sacramento del Altar había sido blasfemado, una notoria prostituta había sido adorada como la Diosa Razón en el altar principal de Notre Dame, cuando "mujeres de la calle vestidas de casullas, y burros cargados de reliquias sagradas, habían pasado por las calles," cuando los ríos y los caminos corrían rojos de la sangre de los guillotinados, cuando Danton y Marat y Robespierre por fin habían seguido, uno tras otro, a la muerte que, día tras día, habían dado tan inmisericordemente a incontables pobres víctimas, Cuando la Convención Nacional había cedido su lugar al Directorio y el Directorio estaba por ceder su lugar al Consulado de Napoleón — Timothy Dwight, Presidente de Yale, se dirigió así al pueblo de New Haven:


Ningún interés personal o nacional ha quedado [en la Revolución Francesa] sin ser invadido; ningún sentimiento impío de acción contra Dios ha sido escatimado, ninguna hostilidad maligna contra Cristo y Su religión ha quedado sin intentarse. La justicia, la verdad, la bondad, la piedad y la obligación moral no sólo han sido pisoteadas universalmente ... sino ridiculizadas, desdeñadas e insultadas... ¿Para qué fin habremos de estar relacionados con hombres de los cuales es éste el carácter y la conducta? ... ¿Será que nuestras iglesias habrán de volverse templos de la razón, nuestro Sabbat una década, y nuestros salmos de alabanza los himnos de la Marsellesa? ... ¿Habrán de volverse nuestros hijos discípulos de Voltaire o sicarios de Marat, o nuestras hijas concubinas de los Illuminati?


Pasión de dos Papas

Fue tal mundo en revolución en el que el Papa Pío IX se formó como hombre. En 1798, cuando no tenía más que seis años, que un ejército francés se abrió paso en Italia por tercera vez en dos años. Entró a Roma, pronunció depuesto al Papa Pío VI como soberano temporal, y proclamó como república a los Estados Pontificios. Mientras el Papa pedía a sus captores que se le permitiera permanecer y morir en Roma — ya tenía entonces ochenta años de edad — y sus enemigos, habiéndole negado eso insolentemente, estaban saqueando su recámara y arrancando el anillo episcopal de su dedo, afuera, en las calles de Roma una estatua de la diosa libertad hollando la tiara papal y los sagrados símbolos de la fe bajo sus pies, estaba colocándose a la entrada del Puente de Sant'angelo; el escudo de armas papal estaba siendo pintarrajeado en medio de alaridos e indecentes carcajadas en el telón de un teatro popular romano; las vasijas sagradas que habían sido robadas de los altares de las iglesias estaban siendo utilizadas en orgías escandalosas que estaban ocurriendo por toda Roma para celebrar la República. La Revolución ciertamente había pasado de París a Roma de acuerdo con el plan.


El Papa Pío VI murió en 1799 en Valence sobre el Río Rhone, prisionero de los franceses. Y los corazones estaban dolidos de tristeza y de premonición en el castillo de los Mastai-Ferretti, al norte en Senigallia sobre el Mar Adriático, en el Estado Pontificio de Marches.


El Papa Pío VII, cuyo pontificado inició el 14 marzo de 1800 y terminó con su muerte el 20 de agosto de 1823 cuando tenía ochenta y tres años de edad, habría de probar ser un muy amado padre y amigo de Giovanni-Maria Mastai Ferretti. El Papa Pío VII, como su predecesor cuyo nombre había adoptado, también habría de sufrir exilio y aprisionamiento a manos de los amos de la revolución. Y durante los largos y trabajosos veintitrés años del pontificado de Pío, Giovanni María Mastai-Ferretti — como escolar de trece años en el colegio de Volterra en la Toscana, como muchacho de 17 años siendo atacado de epilepsia en el ápice de toda su juvenil promesa — habría de percatarse dolorosamente del sufrimiento, humillación y tribulación de su Santo Padre, poco imaginándose que él habría de seguir la misma senda, soportar las mismas cargas, aun ocupar el mismo obispado de Imola, en su camino al obispado de Roma.


El Papa Pío VII habría de sufrir, como lo había sufrido el Papa Pío VI y como lo habría de sufrir el papa Pío IX, la pérdida del patrimonio que durante quince siglos había pertenecido a los Papas, los salvadores de Roma y fundadores de la Civilización Occidental. Pero a Pío Nono, como afectuosamente era llamado por todo el mundo, el patrimonio de San Pedro no le sería devuelto.


Napoleón: Creatura de la Logia

Aun cuando popularmente se ha dicho que la Revolución Francesa y su programa anti-cristiano llegaron a su fin con el ascenso de Napoleón y la restauración que produjo él de la práctica de la fe católica, que había estado prohibida bajo el Directorio, como había sido planificado para todo el mundo, la Revolución estaba muy lejos de acabar en 1800 cuando inició el pontificado de Pío VII y el consulado de Napoleón Bonaparte. Pues Napoleón, por más genio militar y notable dirigente de hombres que pudiera haber sido, era francmasón, miembro de la Logia de los Templarios, la extrema Logia Iluminista de Lyon. Había sido creado por la masonería y debe obedecerla. Mientras permaneciera obediente a sus amos, Francia sería suya, toda Europa sería suya. Sus ejércitos habrían de hallar éxitos fabulosos que desde entonces han sido tema de conversación en todo el mundo pues, unido a sus dotes extraordinarias, el ojo que todo lo ve, que todo lo conoce de la masonería habría de encargarse de ello como dice el Padre Dillon:


... los recursos de los enemigos de Napoleón nunca estaban disponibles, los designios de los generales austríacos y de otros generales opuestos a él eran boicoteados, la traición era frecuente en sus bandos, e información fatal a sus designios era comunicada al comandante francés... Pero cuando la Masonería tuvo razones para pensar que el poder de Napoleón podría perpetuarse, cuando su alianza con la Familia Imperial de Austria, y sobre todo, cuando la consecuencia de esa alianza, un heredero al trono causaba peligro para la república universal ... cuando, también, empezó a manifestar una frialdad hacia la secta y buscó medios para evitar la propagación de sus objetivos diabólicos, entonces ella se convirtió en su enemiga, y el fin de él no estaba lejos. ... sus oponentes comenzaron a obtener aquel tipo de información sobre sus movimientos que él anteriormente había obtenido de los de ellos. Miembros de la secta lo apremiaron a emprender esa disparatada expedición a Moscú. Sus recursos fueron paralizados; y fue vendido por invisibles, secretos adversarios a manos de sus enemigos. 


De modo que vemos que no fue por el honor y la gloria de Dios que en 1802 Napoleón había vuelto a hacer legal la práctica del culto católico sino más bien por que la misión que se le encomendó era la de restaurar el orden nuevamente en el país, y él sabía que solamente con la ayuda de la iglesia que él, por lo pronto, sería capaz de lograrlo. Es interesante observar que entre los decretos que Napoleón agregó al Concordato de 1802 entre Francia y la Santa Sede (adiciones que, sin embargo, jamás fueron aceptadas por el Papa Pío VII) aparecen los Artículos Galicanos de 1862, que tendrían que ser enseñados en las escuelas de teología ¡el clero que violara estos artículos habrían de ser castigados por el estado!



Orgullo y Caída Napoleónica.

De hecho, a pesar de la prohibición de los Papas, loa Artículos Galicanos en esos tiempos eran enseñados en las escuelas teológicas francesas, y es al Galicanismo que el gran católico francés, el Conde de Maistre, culpa del "decadente catolicismo en Francia y de todos los males que le han acaecido y, por conducto de ella, a toda Europa. " ¡Galicanismo ciertamente! Galicanismo, el antiguo pecado de Lucifer, cuyo "¡No serviré!" es el grito de batalla del Infierno. El Galicanismo pavimentó extensamente los grandes caminos que condujeron a la masonería judaizada del siglo dieciocho y subsiguientes,


Y así, no es de sorprender hallar que el objetivo entero de Napoleón, luego del Concordato, fue afianzar para el Estado el pleno control sobre todas las relaciones entre la Iglesia francesa y la Santa Sede. Insultos al Santo Padre siguieron tras insultos. En 1809, las tropas de Napoleón — habiendo él dejado de ser Primer Cónsul y siendo ya Emperador desde 1804 — ocupó los Estados Pontificios, que entonces comenzaron a formar parte del Imperio Francés. Luego de eso, el Papa Pío VII excomulga a Napoleón, y el Emperador, enfurecido, le escribió a Eugenio, hijo de Josefina su mujer, a quien había nombrado Virrey de Italia, "¿Qué, no sabe que los tiempos han cambiado grandemente? Me está confundiendo con Luis el Débil? o ¿cree él que sus excomuniones harán que las armas caigan de las manos de mis soldados?"


Cuatro años más tarde, en 1813, las armas sí cayeron de las manos de los soldados de Napoleón, vueltos demasiado débiles o demasiado helados como para seguir sosteniéndolas, conforme el inmenso frío y la prolongada inanición de la terrible retirada de Moscú hizo estragos no sólo en sus armas sino también en sus vidas. Y en abril de 1814, Napoleón Bonaparte, que había aprendido mal la sabiduría del antiguo proverbio francés: "¡Qui mange le Pape, meurt!" (¡Quien muerde al Papa muere!). firmó su abdicación en el mismo castillo de Fontainebleau donde por tanto tiempo había mantenido prisionero al Vicario de Cristo, el Papa Pío VII,


Ascenso de Pío XI y el Liberalismo Religioso

El mes siguiente a la abdicación de Napoleón, el Papa Pío VII regresó triunfante a Roma. Había hecho una parada en Senigallia en su camino, donde fue tratado con gran reverencia por la familia Mastai-Ferreti. Giovanni-Maria acompañó al heroico Pontífice por el resto del camino y se regocijó cuando la partida del Papa desvió su camino para hacer una parada en la Santa Casa de Loreto, a hacerle un homenaje a la Madre de Dios, pues fue en su propia pequeña casa de Nazareth, ahora tiernamente enclaustrada en la hermosa basílica construida en Loreto para conservarla, donde Nuestra Señora había respondido milagrosamente a las oraciones de Giovanni-María y de su madre, y había curado su epilepsia.


Fue el Papa Pío VII quien, en 1819, cuando la ordenación de Giovanni María estaba en cuestión por razón del impedimento de la epilepsia, le dijo mientras esperaba su decisión final, "queremos concederte lo que pides, amado hijo, porque es nuestra convicción que este mal nunca más habrá de afligirte." Y nunca más volvió la temida enfermedad a perturbar la vida de Giovanni-María Mastai-Ferreti — nunca durante todos sus años siguientes, como sacerdote en Roma, como consejero del delegado apostólico en Chile, como prelado doméstico, como Arzobispo de Spoleto, como Obispo de Imola, ni como cardenal-arzobispo.


Era muy querido por su gente en cada una de estas designaciones. Cuando fue transferido de Spoleto a Imola en febrero de 1833, la gente de Spoleto estaba tan desconsolada de perderle que mandaron una delegación de ciudadanos a Roma a rogarle al Papa Gregorio XVI que enviara a algún otro obispo a Imola y dejara con ellos a su muy querido pastor. Pero el Santo Padre estaba forzado a rechazarla, porque la elección del Obispo de Spoleto para ocupar la sede de Imola había sido hecha muy cuidadosamente. Imola y todo el norte de Italia estaban agitadas con rebelión — la reacción a las revoluciones masónicamente planificadas que habían ocurrido por toda Europa en 1830 — y era de la más urgente necesidad el enviar a las ciudades turbulentas a obispos que fueran capaces de ganarse el cariño de la gente y mantenerlos a salvo de los designios de las sociedades secretas.


Pues Italia estaba salpicada de sociedades secretas por todos lados. La masonería había hecho su tarea con admirable éxito. Los círculos revolucionarios, que surgían todos los meses en alguna parte de los estados italianos durante la niñez de Giovanni-María y los muchos movimientos revolucionarios planificados dentro de los Estados Pontificios habían adoctrinado gradual pero completamente al pueblo italiano. Por todas partes ahora, en 1833, las falsas ideas del liberalismo — nombre por el cual el movimiento revolucionario anti-cristiano era más conocido popularmente —  habrían de convertirse ciertamente en el aliento y sostén y pensamiento y músculo de la que en su tiempo había sido el alegre y feliz pueblo italiano. Y conforme avanzaba el siglo, se abrían nuevos frentes liberales. Liberalismo intelectual, económico, social, político y religioso, todos fusionados juntos para hacer del Siglo diecinueve la "Era del Liberalismo".


Las raíces del liberalismo han ciertamente de encontrarse en el derrocamiento de la autoridad papal por Felipe el Hermoso de Francia, en el espíritu del Renacimiento, y en la Reforma, pero el maligno brote llegó a plena floración bajo el eje satánico de la francmasonería. Libertad, en el sentido masónico de licencia para hacer todo lo que uno quiera en cualquier campo de la vida — sin restricciones espirituales — en manos de los propagandistas católicos, derribó una tras otra todas las antiguas instituciones de la Cristiandad. En vano dijeron los Papas: La libertad humana no significa el derecho de hacer cualquier cosa que uno desee. Significa más bien, libertad de restricciones para hacer lo que uno debe hacer, libertad para hacer lo que es correcto; libertad para obedecer las leyes que Dios ha establecido en la Revelación Divina y como ha sido interpretada por Su Vicario, Su voz en la tierra, el Santo Pontífice Romano.


El liberalismo religioso, quizás debamos hacer una pausa para decirlo, tiene tres formas.

La primera, el Liberalismo Religioso Absoluto, que viene directamente del francmasón Rousseau y es el cumplimiento de todo lo que siempre había implicado el galicanismo y sus contrapartes en otros países. ¡Aboga por la subordinación de la Iglesia al Estado, siendo la Iglesia permitida a existir siempre que sirva a la prosperidad temporal del Estado!


La segunda forma es el Liberalismo Religioso Moderado. Su consigna, "una Iglesia libre en un Estado Libre," es contra el que el Papa Pío IX luchó tan esforzadamente durante todos los largos años que siguieron a su exilio en Gaeta. El Liberalismo moderado no habla de subordinar a la Iglesia bajo el Estado. Habla solamente de separarlos, concepto que ha sido condenado una y otra vez por el Papa Pio IX, como veremos.


La tercera forma es el Liberalismo Religioso, el Liberalismo Católico, condenado muchas veces por el Papa Pío IX, aun en su encíclica Qui pluribus, escrita el 9 de noviembre de 1846 cuando del Liberalismo Católico dijo, "... Hacia este fin está dirigido el terrible sistema de indiferencia religiosa ... por el cual estos hombres arteros, haciendo a un lado toda distinción entre la virtud y el vicio, la verdad y el error, la honorabilidad y la bajeza, engañosamente pretenden que los hombres pueden alcanzar la salvación eterna en la práctica de cualquier religión, como si pudiera haber concordia entre la justicia y la inequidad, o cualquier confraternidad de la luz con la obscuridad, o algún acuerdo de Cristo con Belial,,,"


Cuando todavía era Patriarca de Venecia, Pio X advirtió a sus clérigos:

Que los sacerdotes se mantengan en guardia contra aceptar doctrina alguna del liberalismo que, bajo el pretexto de hacer el bien, tiene por objetivo efectuar una reconciliación del bien con el mal.


Los católicos liberales  son los grandes devotos interreligiosos, los que propugnan por la idea de que una religión es tan buena como la otra, los que tienen "buenos amigos masones y, no obstante los pronunciamientos papales en contra, pueden meter la mano al fuego por ellos en lo individual o colectivamente, de estar por arriba de todo reproche." Conocen a muchos judíos que, no obstante estar sin bautizar y ser infieles, están seguros de que irán al cielo.


Un Pontífice Liberal

Y, sin embargo, de Pío IX se dice que, aun cuando una designación a la sede  de Imola las más de las veces había equivalido a una promesa de ascender al cardenalato, el Papa Gregorio XVI esperó ocho años antes de nombrar al Arzobispo Mastai-Ferreti Cardenal-Arzobispo (lo cual hizo en 1840), porque Roma estaba inquieta de su reputado liberalismo. Y es cierto que, cuando el dieciséis de junio de 1846, en el quincuagésimo quinto año de su vida y vigésimo-octavo de su sacerdocio, el Cardenal Mastai-Ferreti, sobradamente bien parecido, agraciado, amable, sonriente, y abundantemente dotado con la gentil, arrebatadora cortesía de un verdadero italiano, fue elegido Papa, el mundo liberal — el mundo de la Revolución — se regocijaba, y el mundo verdaderamente católico gemía. 


¡La revolución del mundo se regocijaba de que por fin un Papa liberal había llegado a la Silla de Pedro! El mundo católico ortodoxo gemía porque de larga experiencia había aprendido la trágica lección de la cual Pío Nono parecía no estar enterado, específicamente, que no es posible ganar mediante forma alguna de amabilidad a las hordas satánicas que, con el engañoso señuelo de las reconfortantes y seductoras promesas de progreso, democracia, constitucionalidad, libertad, igualdad y fraternidad, estaban arrebatando de su trono a todo rey católico de la Cristiandad, aboliendo monarquías porque las monarquías siempre habían sido el apoyo de la individualidad, estaban reduciendo a nivel de ordinario todo elevado ideal cristiano, estaban confiscando monasterios, cerrando conventos, legislando la educación de los niños por el gobierno, enviando sacerdotes a universidades estatales, dictando qué cursos de estudio debían seguirse en los seminarios, cubriendo sedes episcopales sin autorización del Papa — a fin de llegar con el tiempo a controlarlas completamente — estaban adulando al "pueblo" diciéndole que el mundo le pertenecía para que lo gobernara por derecho divino, le pertenecía separado de toda influencia o restricción por parte de la Iglesia, Iglesia que, le aseguraban, había siempre sido su enemiga.


Y cuando, inmediatamente después de su elección, Pío Nono dio órdenes de que se dejara salir a los judíos del ghetto, cuando vació las cárceles de miles de prisioneros políticos que habían sido metidos ahí para seguridad de la sociedad, y dejó libres en el mundo a hombres incorregibles que, enteramente entregados a la revolución y al demonio, no se detendrían ante la oportunidad de hacer cualquier tipo de maldad — asesinatos masivos, tortura, violación, sacrilegio, incendios, calumnia, intriga, adoración del demonio — para conseguir la caída del Papa, de la Iglesia y de todo el orden cristiano, y cuando las muchedumbres, en un frenesí de gratitud y equivocando por completo su pleno propósito, deambulaban en la noche frente al Qurinal esperando la bendición de Pío Noveno, llenando el aire con sus gritos de "Eviva Pio Nono" las mentes sabias de Europa se doblegaban en temor y consternación.


Cuando el Papa Pío IX hubo nombrado Secretario de Estado al notoriamente liberal Cardenal Gizzi; cuando sus reformas — además de incluir excelentes providencias para el bien de los Estados Pontificios y para la educación de los niños — hubieron incluido una ley que establecía la prensa libre, sin apenas percatarse de que los cientos de periódicos que habrían de salir inmediatamente a la luz bajo el control de la masonería judaizada y habrían de llegar a ser mayormente responsables de la caída de su propia autoridad civil como gobernante de los Estados Pontificios así como de los malévolos ataques dirigidos contra su poder espiritual; cuando hubo relajado las restricciones impuestas por sus predecesores sobre los judíos y hasta les hubo permitido tomar parte en organizaciones pontificias de beneficencia — los mismos judíos que posteriormente habrían de unirse a los revolucionarios contra él; cuando hubo cedido ante los deseos de los liberales de que laicos reemplazaran a clérigos en puestos gubernamentales del papado; cuando hubo aprobado un nuevo Consejo de Estado formado de prelados jóvenes, cuando hubo instituido una reforma tras otra, en las cuales los revolucionarios más exaltados habían metido mano solapadamente — los mundos liberal y protestante aplaudieron. Inglaterra lo elogió hasta el cielo, y se volvió el ¡hombre más fantásticamente aclamado y popular en el mundo entero!


Y al norte, en Austria, su anciano, sabio y prudente canciller, el Príncipe Metternich, quien desde el Congreso de Viena de 1815 prácticamente solo y sin ayuda había evitado la esclavización de la Iglesia Católica y las de las naciones europeas, no obstante que ello llevó a que le llamaran reaccionario, sacudió su experimentada cabeza. Emitió advertencia tras advertencia a su Santo Padre, Papa Pío XI, todas las cuales fueron desechadas y acerca de las cuales, años después un Pío Nono descorazonado vivió para percatarse de que, de haberle hecho caso, habría podido evitar la tragedia de perder los Estados Pontificios.


Finalmente, cuando el Papa Pío IX concedió a Roma una guardia civil, hasta el propio Cardenal Gizzi renunció, dándose cuenta de lo que el Papa, en su crédulo entusiasmo no veía, que en esa época, el dar armas a la gente equivalía a armar a los revolucionarios. Metternich perdió toda esperanza. Tampoco las relatos de la angélica vida personal del Papa, de su pureza, de su caridad, de su predicación y devociones lo consoló. El anciano estadista, desde lo profundo de su angustia, escribió en 1847:


El Papa cada vez más se revela carente de sentido práctico. Nacido y criado dentro de una familia liberal, ha sido formado en una mala escuela. Siendo buen sacerdote, nunca ha vuelto su mente hacia asuntos de gobierno... desde que asumió la tiara se ha dejado atrapar y enredar en una maraña de la cual ya no sabe cómo desenredarse. Y si ahora las cosas siguen su curso natural, será arrojado fuera de Roma.


Se Reafirma la Doctrina Ortodoxa

Tan trágico y deplorable como esto es, — pues la profecía de Metternich se hizo realidad — tenemos el gran alivio de que el liberalismo de Pío Nono era de orden político, no religioso, excepto por dos fogonazos de declaraciones desafortunadas que, característico de él, nadie las lamentó más que él mismo, y nadie se esforzó más duramente que él por enmendar.  Y aún cuando, siendo el hombre uno e integral, la vida jamás puede ser departamentalizada de manera que el pensamiento en un terreno no fluya a otro terreno y lo influencie, no obstante, en su alocución Ubi primum, dada en consistorio secreto el diecisiete de diciembre de 1847, el Papa Pío IX se mostró profundamente angustiado haber sido declarado liberal en cuestiones de fe.


Muchos enemigos de la fe católica en nuestros días dirigen sus esfuerzos principalmente a poner opiniones monstruosas y extravagantes al mismo nivel que las doctrinas de Cristo. Y por ello fraguan la propagación cada vez más de ese sistema impío de indiferentismo religioso. Finalmente — espantoso es decirlo — hay algunos que han lanzado un insulto tal a nuestro nombre y dignidad apostólica que no vacilan en hacernos aparecer como colaboradores en sus locuras y como célebres promotores de este perverso sistema. Esta gente ... concluye que entretenemos sentimientos amables hacia toda clase de hombres, de manera tal que creemos que no solamente los hijos de la Iglesia, sino también otros, por más ajenos que se mantengan de la unidad católica, están igualmente en el camino de salvación y pueden alcanzar la vida eterna. Nos faltan las palabras, de puro horror, para detestar y aborrecer este nuevo y horrible insulto hacia nosotros ... 


Dejad, por lo tanto, a aquéllos que deseen ser salvados, acercarse al pilar y fundamento de la verdad ... a la verdadera Iglesia de Jesucristo que posee, en sus obispos y en la Suprema Cabeza de todos ellos, el Romano Pontífice, una nunca interrumpida sucesión de autoridad apostólica, cuyo primer oficio es predicar, conservar, y proteger con todo el poder a su alcance la doctrina predicada por los Apóstoles conforme al mandamiento de Cristo; [iglesia] que ha crecido desde el tiempo de los Apóstoles en medio de dificultades de todo tipo y ha florecido y sido reconocida por toda la tierra por el esplendor de sus milagros, engrandecida por la sangre de sus mártires, ennoblecida por las virtudes de sus confesores  y de sus vírgenes, fortalecida por los testimonios de y escritos más sabios de sus Padres, y florecerá en todos los rincones de la tierra, y alumbrará a la perfección en la unidad de la fe, de sus sacramentos y de su sagrado gobierno. Nos que, aun sin merecerlo, gobernamos en esta suprema Silla de Pedro el Apóstol, en quien Cristo Nuestro Señor puso la fundación de Su Iglesia, deberá jamás en tiempo alguno abstenerse de sufrir dolor y esfuerzo alguno por traer, por la gracia del mismo Cristo, a aquéllos que son ignorantes o yerran, a este solo y único camino hacia la verdad y la salvación.


Que, además, aquéllos que están contra nosotros recuerden que ciertamente Cielos y Tierra pasarán, pero que nada de las palabras de Cristo pasará jamás, ni nada puede ser cambiado en la doctrina que la Iglesia Católica recibió de Cristo para conservar, proteger y predicar.


El Papa Pío IX ya había en su primera encíclica, Qui pluribus, del 9 de noviembre de 1848, renovó las condenaciones que sus predecesores habían hecho contra "aquellas  perniciosas sectas secretas que han salido de la obscuridad para la ruina y la devastación de Iglesia y Estado" y en la misma encíclica condenó: "las horribles doctrinas ... por las cuales los hombres creen que pueden alcanzar la salvación eterna en la observancia de cualquier religión en absoluto."


Después exhortó a sus obispos a que promovieran en todo mundo, con gran firmeza, la "unión con la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación, y obediencia a la Silla de Pedro, en la cual, como sobre cimiento firme, descansa la Fe entera de nuestra santísima religión"


Palmerston: Orquestador Masónico 

Estas son pruebas de ortodoxia de lo más reconfortantes, sin indicio alguno de liberalismo religioso. Al iniciar el año 1848, sin embargo, el Papa Pío IX estaba genuinamente alarmado. Pues 1848 fue nuevamente año de Revolución, fechada cuidadosamente, minuciosamente planificada y diabólicamente llevada a cabo. Y el Papa, para su profunda consternación, se vio aclamado por todas partes del lado de los revolucionarios, considerado como uno de ellos en todas partes, pues dondequiera que los insurrectos avanzaban lo hacían al grito de ¡Viva Pío Nono! En el año 1848 trono tras trono era derrocado. Gobernante católico tras gobernante católico, estuviera ocupando el trono o fuera presidente de algún país, era forzado a huir.


Pues la orden había sido emitida, la mecha había sido encendida, por el secreto jefe supremo de la francmasonería, que no era otro que el, en toda apariencia altamente respetado, exquisitamente arreglado, última persona en el mundo de quien sospechar ¡el Primer Ministro Británico, Lord Palmerston! Era Lord Palmerston quien hacía y deshacía a los gobernantes  masónicos de Europa. Fue él quien impulsó y derribó al Francmasón Emperador Napoleón III de Francia, sobrino de Bonaparte. Fue él quien quien hizo y destruyó a Mazzini — ése de los grandes ojos tristes, de expresión ascética, de figura enjuta, porte de místico y visionario, pero en realidad capaz agente primero de Lucifer, cabeza de la temible sociedad secreta de los Carbonarios, único fundador de la vehementemente anti católica organización Italia Joven, y sucesor del corrupto noble italiano que se daba a conocer con el nombre asumido de Nubius (de quien se dice que fue envenenado por Mazzini), quien fue Gran Maestro de la Alta Vendita, la cual, como nos dice Monseñor Dillon, "gobernaba la francmasonería más obscura de Francia, Alemania e Inglaterra"


Fue Lord Palmerston quien auxilió en el extraordinario surgimiento del Canciller Príncipe Otto Von Bismarck de Prusia, y armó el escenario para su victoria sobre Napoleón III en la Guerra Franco Prusiana, guerra que dio a luz el Imperio Germano de los Kaisers a costa de las derrotadas Austria y Francia católicas. Fue Lord Palmerston quien proveyó al Francmasón Cavour, Primer Ministro de Cerdeña, el dinero por el cual ese pequeño y pobre estado italiano que comprende la Cerdeña y el Piamonte habría de emprender posteriormente la guerra contra Pío Nono, anexaría los Estados Pontificios, toda la Italia, y finalmente la misma Roma, y puso en el lugar del Papa-Rey al rotundo y bigotudo hombrecillo, Vittorio Emmanuel, quien, al tiempo que afirmaba ser católico ¡le robaba, como un ladrón común cualquiera, al Santo Padre el patrimonio que pertenecía a San Pedro!


Fue la Inglaterra de Palmerston la que abriría sus brazos y daría una bienvenida de héroe a Mazzini y Garibaldi, frescos del pillaje y saqueo y devastación de Italia. Garibaldi, cuya cara era "tan parecida a la del Cristo de los cuadros del Renacimiento que los estudiantes en Italia no podían evitar seguirlo" y de quien el infame catecismo revolucionario de 1866 en Italia expresaba la siguiente terrible blasfemia en forma de parodia diabólica:


"Haced la señal de la cruz: En el nombre del Padre de mi nación, del Hijo del pueblo y del Espíritu de libertad, Amén. Decid:

P. ¿Quién os creó como soldados?

R, Garibaldi me ha creado como soldado.

Q. ¿Quién es Garibaldi?

R, Garibaldi es un espíritu de lo más generoso, bendito en el Cielo y en la Tierra.

P. ¿Cuántos Garibaldis hay?

R. Hay un solo Garibaldi.

P. ¿Cuántas personas hay en Garibaldi?

R. En Garibaldi hay tres personas verdaderamente distintas: el Padre de su nación, el Hijo del pueblo y el Espíritu de libertad.

P. ¿Cuál de las personas se hizo hombre?

R. La segunda, el Hijo del pueblo.

P. ¿Cómo se hizo hombre?

R. Tomó el cuerpo y el alma como nosotros lo hicimos, del bendito vientre de una mujer del pueblo.


1848. Se le abren los ojos

Alguna horrible premonición de todo esto estaba en el corazón de Pío Nono conforme el año 1848 comenzaba a revelarse. En enero se desató una revuelta en Sicilia, avanzó de ahí hacia Nápoles, y finalmente incluyó prácticamente toda ciudad italiana desde la Lombardía hasta la punta de la península. La revolución en París, que durante un tiempo amenazaba rivalizar los días de 1789, irrumpió el veinticuatro de febrero. En marzo llegó la Revolución a Viena y la lucha y final de la vida de Metternich. De uno en uno, los gobernantes de los pequeños reinos y ducados y repúblicas que formaban Italia — y sobre la precaria existencia de la cual el Supremo Directorado de los Masones habían fincado sus esperanzas para la, con el tiempo, absorción de los Estados Pontificios en una Italia unida, controlada por la masonería bajo una cabeza cuidadosamente seleccionada — fueron forzados a conceder constituciones, primer paso del plan completo. Los dirigentes de la Revolución razonaban que, una vez que el poder temporal del Papa se hubiera acabado. su poder espiritual pronto le seguiría, y la institución del papado dejaría de existir.

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Finalmente, también en marzo, el extremadamente generoso y confiado Papa, despertando tristemente a lo que pasaba, fue él mismo forzado a ceder. El 15 de marzo de 1848, otorgó una constitución a los Estados Pontificios. ¡Y el final estaba a la vista! En abril, el General Piamontés, Durando, hizo una proclama ante sus tropas, poniendo al Papa, deliberadamente y por su propia autoridad, detrás de una guerra contra Austria (calculada para tomar ventaja de la Revolución que estaba ocurriendo en ese país), y nombrándole dirigente de una cruzada de toda Italia contra extranjeros, con el fin de que Italia se tornara en una república unida ¡con el Papa como Presidente!


Durante todo abril los asuntos fueron de mal en peor. Los ministros laicos del gobierno papal pidieron al Papa que declarara la guerra contra Austria. Los Cardenales en consistorio se opusieron a ello. Los ministros renunciaron, y Roma fue inmediatamente atestada de hombres armados y de apiñadas muchedumbres revoltosas ¡Las masas fueron pronto acrecentadas por la Guardia Civil del Papa! Pío Nono era virtualmente un prisionero en el Quirinal, y fue necesario poner una guardia en las residencias de los Cardenales día y noche. La prensa y los círculos masónicos, que en mucho se asemejaban a los círculos Jacobinos de la Revolución Francesa, discutiendo abiertamente una alianza con el Gobierno Piamontés y ¡la necesidad de abolir en ese lugar y momento, el gobierno papal!


Fue en ese momento cuando se le abrieron los ojos al, hasta entonces, profusamente querido y popular "Papa Liberal", Pío Nono. Fue en este momento que las diversas máscaras cayeron de la cara de la conspiración anticristiana entera, y el Papa Pío IX vio detrás de los frentes Liberal, Radical, Progresista, Socialista-Comunista la Cosa que detrás de todos ellos estaba tramando por conseguir las almas de todos los hombres y derrocar la Iglesia con malicia maligna y odio incontenible. Y el Santo Padre por fin se percató que no se podía tener paz con ellos, nunca podrían ser convertidos, nunca podían ser bautizados, pues la elección del Padre de las Mentiras, el Progenitor del Mal y el Dador de Deformaciones Espirituales, en cada una de sus formas monstruosas, espantosas y repugnantes está por siempre fijado contra Aquél Que es Todo Verdad, Todo Belleza, y Todo Bondad.

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Pio Nono ya nunca volvió a ser el mismo. En los treinta años que habrían de pasar le presentó a las hordas del antiguo enemigo de su amada Santa María Virgen una cara de tan constante, implacable resistencia, que se hizo tan odiado universalmente por liberales, protestantes y radicales alrededor del mundo como antes había sido elogiado por ellos mismos.