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lunes, 4 de mayo de 2020

Filósofo del Corazón

Dificultades por Todos Lados

Filósofo del Corazón

¿Puede Kierkegaard decirnos cómo vivir?

Por Christopher Beha

Tomado de Harper's Magazine, Mayo 2020: https://harpers.org/archive/2020/05/difficulties-everywhere-soren-kierkegaard-philosopher-of-the-heart-clare-carlisle/
Traducido del inglés por Roberto Hope


En este ensayo se hace una reseña del libro 'Philosopher of the Heart: The Restless Life of Søren Kierkegaard (Filósofo del Corazón: La vida inquieta de Søren Kierkegaard), por Clare Carlisle, publicado por Farrar, Strauss and Giroux. 368 páginas US$28.

A lo largo de la historia, la filosofía ha estado marcada por personajes que buscaban demoler los sistemas intelectuales que predominaban en su época — practicando una "filosofía con martillo" como lo dijo Federico Nietzsche — a fin de ver con ojos frescos los problemas humanos más apremiantes. Como lo describió Platón en sus primeros diálogos, Sócrates despotricaba contra los sofistas profesionales, que cobraban honorarios por ocuparse en lo que equivalía a juegos de retórica. En contraste, él simplemente caminaba por el ágora planteando cuestiones incisivas acerca del significado de la vida a cualquiera que le quisiera escuchar. Insistía en que no tenía conocimientos nuevos que impartir: su sabiduría radicaba enteramente en reconocer su propia ignorancia. Dedicó su energía a desconcertar creencias comúnmente sostenidas, más que a imponer las suyas propias, y se describía a sí mismo como una molestia, un tábano que picaba a la complaciente sociedad ateniense. Para mucha de esa sociedad, él era motivo de burla, pero también atrajo un importante número de discípulos, para quienes su ejemplo personal — su temperamento irónico, su resignación ante la pobreza, su desprendimiento de los asuntos mundanos, y en especial su ecuanimidad ante la muerte — significaba por lo menos tanto como el contenido de su pensamiento.

Desde entonces, los filósofos advenedizos han tendido a tomar a Sócrates como norma. Al igual que Platón, han difuminado la línea que separa los escritos filosóficos de los literarios, y han demostrado un talento para el tipo de perspicacia aforística que el público general ha llegado a esperar de los filósofos. Aun cuando con frecuencia son hostiles a la religión, todos se han interesado profundamente en lo que podríamos llamar "la cuestión de Dios". ¿Existe un Dios? Y realmente ¿qué significa para nosotros aquí en la tierra esa existencia o inexistencia? Han tenido relaciones ambiguas, o de plano adversarias, con los académicos, y en vida han sido frecuentemente ignorados o tratados como objetos de burla. En desafío de una disciplina que premia la imparcialidad y la objetividad, han reconocido abiertamente la conexión entre sus ideas y su experiencia. Una proporción asombrosa de ellos han muerto jóvenes, y con frecuencia son recordados más por sus intentos de vivir su filosofía auténticamente que por su filosofía propiamente. Como el campo se ha vuelto cada vez más especializado y sistematizado en la era moderna, estos personajes han sobresalido de manera más conspicua, llegando a representar una tradición en sí misma.

Nuestra época parece estar particularmente desesperada por encontrar lo que sea que esta tradición tenga que transmitir — la década pasada ha visto una superabundancia de libros sobre este tema. Libros tales como Examined Lives: From Socrates to Nietzsche de James Miller; Hiking with Nietzsche de John Kaag; I Am Dynamite (también sobre Nietzsche) de Sue Prideaux; A life Worth Living (sobre Alberto Camus) de Robert Zaretzki; The Weil Conjectures (sobre Simone Weil) de Karen Olsson; At the Existential Café (sobre Camus y Weil, y diversos personajes de la Rive Gauche) de Sarah Bakewell; The Existentialist Survival Guide (sobre más o menos todos ellos) de Gordon Marino; no son ni biografías convencionales ni tratados académicos. En lugar de ello, escrutan las vidas personales de estos pensadores buscando lecciones sobre "Cómo Vivir" (como el título de la vida de Montaigne del libro de Sarah Bakewell)

Søren Kierkegaard — sujeto de Philosopher of the Heart: The Restless Life of Søren Kierkegaard — es un ejemplo de la tradición de filósofo advenedizo, en cierto modo el fundador de la cepa moderna. Casi todos los libros enumerados arriba lo citan como precursor, y puede trazarse una línea directa de él a cada uno de los sujetos de esas obras. Aunque Nietzsche nunca lo leyó, Kierkegaard se adelantó medio siglo a las críticas de Nietzsche del cristianismo racionalizado de la Ilustración, y de la moral universal. Un biógrafo narra que Weil "no podía leer a Kierkegaard sin sentirse conmovida". Camus le debe a Kierkegaard su idea más influyente, el concepto de lo absurdo, y mucho del existencialismo francés puede entenderse como un intento de rescatar el pensamiento de Kierkegaard, salvo que prescindiendo de la creencia en Dios alrededor de la cual había sido construido. Ludwig Wittgenstein — otro filósofo advenedizo cuyo sitio en el panteón de los filósofos fue alcanzado de manera póstuma — lo calificó como "por mucho el pensador más profundo del siglo" (el diecinueve).

Entonces ¿por qué se ha tardado en recibir el pleno trato de "Cómo Vivir"? A pesar de la gran urgencia y de la excitación que producen sus obras, y del hecho de que escribió para el público en general, Kierkegaard se resiste a popularizarse. Su ideas están tan enlazadas con la forma de sus escritos que son casi imposibles de parafrasear. Su uso de pseudónimos sustitutos — en algunos de sus libros hasta cinco o seis sirven de personajes, autores y editores — hace difícil determinar cuáles de esas ideas siquiera tuviera él la intención de reclamar para sí. (Esto es una característica común del irónico modo socrático, pero es especialmente llamativo en el caso de Kierkegaard). Sus escritos son formidablemente complejos, principalmente porque así los ideó. "Todo esfuerzo en la era moderna, escribió, está dirigido a hacer la vida más fácil". Reconociendo que no estaba equipado para contribuir a este gran esfuerzo, encontró otra tarea: "crear dificultades por todos lados."

Sin embargo, para aquéllos que quieran hacer la tarea, Kierkegaard tiene tanto que decirnos como cualquiera de sus descendientes intelectuales. Como lo observa Carlisle, parte del gran atractivo de Kierkegaard es que parece ser el primer gran filósofo que asiste a la experiencia de vivir en un mundo reconociblemente moderno, de periódicos, trenes aparadores, parques de diversiones, y grandes cúmulos de conocimientos y de información.

Escribe de la ansiedad que viene de vivir en ese mundo: enfrentando decisiones sin fin, sospechando que ninguna de las opciones que se le presentan a uno importa verdaderamente; siendo abrumado de información sin saber cómo cualquier parte de ella pudiera uno poner en uso en la vida, exhibiéndose constantemente ante un mundo que lo observa pero sospechando que la verdad más profunda de uno permanece desconocida.

Kierkegaard nació en Copenhague en 1813. Su padre, Miguel, había sido criado en extrema pobreza en la Jutlandia danesa, donde su familia labraba las tierras de un pastor de almas luterano (el nombre que tomaron para ellos significa atrio de iglesia y, por extensión, camposanto; hecho que se hace todavía mas sugestivo cuando uno se entera de que Søren es una corrupción de Severinus, que significa severo.) Uno de sus tíos maternos rescató a Miguel de su miseria y lo llevó a la capital para hacerlo aprendiz de calcetero. Luego de que se hubo establecido en su oficio, se hizo importador de mercancías de las colonias danesas, en lo cual demostró ser lo suficientemente exitoso como para poder retirarse a la edad de cuarenta años. Dedicó el resto de su vida a estudiar teología y filosofía alemana, que aparentemente comprendía con gran agudeza, a pesar de su total falta de una educación formal. Alrededor de la época en que se retiró, murió su primera esposa sin haber tenido hijos. Pronto después se casó con Ane Lund, una pariente lejana que había sido traída de la Jutlandia a trabajar en la casa de los Kierkegaard. Su primer hijo nació cinco meses más tarde, y lo siguieron seis más durante la siguiente década y media, de los cuales Søren Aabye fue el último.

En el año en que nació Kierkegaard, Dinamarca sufrió un crac financiero, pero Miguel Kierkegaard había invertido su fortuna en instrumentos financieros respaldados en oro, que mantuvieron su valor en medio de una inflación rampante, y salió de la crisis como uno de los hombres más ricos de la ciudad. Estrictamente pietista, con gran curiosidad intelectual pero sin sentido estético, mantenía un firme control sobre su familia, creando una atmósfera más bien triste. Kierkegaard más tarde habría de hablar con admiración de la devoción religiosa de su padre, pero también habría de describir su niñez bajo el cuidado de Miguel como una desesperadamente triste.

A insistencia de su padre, Kierkegaard estudió teología en la Universidad de Copenhague. Su hermano mayor, Peter Christian, había terminado ahí siendo el primero en su clase, camino a una distinguida carrera clerical. En comparación, Søren fue un estudiante indiferente, para quien la vida universitaria representaba en primer lugar libertad. "Se lanzó con impaciencia y de manera extravagante a los brazos de su recién descubierta ciudad." escribe Carlisle. "Cenaba fuera, bebía demasiado café, fumaba puros caros, se compraba ropa nueva, y socializaba con energía."

La atmósfera intelectual de Copenhague estaba infusa con el romanticismo que una generación anterior de estudiantes había traído de regreso de sus viajes a Alemania, y Kierkegaard acogió este espíritu con entusiasmo:."La doctrina cristiana, la exégesis bíblica y la historia de la Iglesia le interesaban mucho menos que los nuevos tipos de literatura que descubrió en la universidad," nos dice Carlisle. Comenzó a escribir, en una forma algo inconexa, aportando artículos reaccionarios contra la emancipación femenina y la libertad de prensa de los periódicos locales.

Pasaron años durante los cuales Kierkegaard tuvo poco progreso hacia su titulación, mientras su padre lo observaba preocupado. "Lo que realmente necesito es llegar a comprender claramente lo que debo hacer," escribió en su diario, "no lo que debo saber, excepto en cuanto a que el conocimiento debe preceder todo acto." A la edad de veinticuatro años, conoció y se enamoró de una quinceañera llamada Regine Olsen, y hacía visitas frecuentes a la casa de su familia, cortejándola de manera ambivalente mientras seguía viviendo su vida de café. Diversos proyectos literarios zozobraron sin llegar a buen término, incluyendo un largo ensayo sobre Hans Christian Andersen, a quien Kierkegaard culpaba de carecer de una "cosmovisión" apropiada. Durante esta época, nos dice Carlisle, la tendencia innata de Kierkegaard hacia una hiper-reflexión se nutría de una cultura intelectual empapada en tres décadas de filosofía idealista e ironía literaria; su experiencia y sus sentimientos estaban envueltos en incontables pliegues de reflexión, llenos de significación poética y bañada con dudas existenciales. (En justicia, hay que considerar que también perdió a su madre, a dos de sus hermanas y a su hermano más cercano en estos tres años, hechos que ciertamente contribuían a su angustia.)

En 1838 había pasado casi una década en la universidad y todavía no obtenía su título cuando murió su padre, dejándolo a él y a Peter Christian como únicos supervivientes de lo que había sido una familia de nueve miembros. Quizás no es de sorprenderse el que ambos hermanos hayan sufrido una depresión crónica — como la había tenido su padre y como la sufrieron los hijos de Peter, uno de los cuales se quitó la vida. En el corto plazo, la muerte de Miguel sacudió la indolencia de Kierkegaard y le hizo entregarse al tipo de vida que su padre había querido para él. Terminó su crítica de Andersen, que publicó en la forma de un libro intitulado 'From the Papers of One Still Living'. Luego de que finalmente aprobó sus exámenes, le propuso matrimonio a Regine, se inscribió en el seminario, y comenzó la disertación que habría de otorgarle el grado de maestro y hacerlo candidato para trabajar de pastor en la iglesia danesa.

Estos acontecimientos estaban relacionados estrechamente entre sí: casarse significaba adoptar una profesión, tener hijos, y desempeñar un papel público en la sociedad de Copenhague. "Su vida sería comprendida — sería calificada y juzgada — de conformidad con una forma bien establecida de estar en el mundo," escribe Carlisle, "moldeada por una configuración precisa de deberes, costumbres, y expectativas."

Casi tan pronto como se había comprometido, Kierkegaard reconoció que había sido un error. Amaba a Regine sinceramente, y pensaba que el matrimonio podría traerle felicidad y satisfacción, pero dudaba que él hubiera estado hecho para ser feliz y obtener satisfacción. Como mucha de la gente que sufre depresión, entendía que su condición ofrecía alguna percepción esencial sobre la condición humana. Luchar de manera auténtica con el sentimiento daba la apariencia de una especie de vocación.

Con su herencia, podía vivir de manera independiente durante una o dos décadas, hasta su muerte temprana a la cual se creía destinado. Podría dedicarse a seguir un proceso de tratar de entender el significado de su ansiedad y desesperación: Pero eso, por supuesto, sería imposible para un hombre que viviera una respetable vida burguesa. En una sociedad protestante, que carece de una tradición monástica o de un clero célibe, el matrimonio era la vocación más alta del hombre, y Kierkegaard tomó esa vocación de manera muy seria. No estaba tratando de escapar de los rigores del matrimonio para retornar a los placeres superficiales de la soltería. Estaba, por el contrario, llamado a algo todavía más riguroso. Una vez que hubo obtenido su título, y publicado su disertación, Sobre el Concepto de la Ironía con Referencia Continua a Sócrates, — en otras palabras, una vez habiendo hecho todo lo necesario para embarcarse en la vida matrimonial — procedió a romper su compromiso.

El sacrificar su propia felicidad en aras de una visión severa era una cosa, sacrificar la de Regine era otra distinta. Entonces Kierkegaard — que podría ser psicológicamente demasiado sutil pare el bien de cualquiera, trató de hacer que Regine creyera que era un canalla que había estado jugando con el corazón de ella y no un amante fiel que encaraba una tarea todavía más elevada que el matrimonio. Así ella, en buena conciencia podría decir que estaba terminando la relación ella misma, que, creía él, sería mejor para ella tanto social como psicológicamente. El caso fue que ella no cooperó, se rehusó a tomar la responsabilidad de la ruptura, le rogó que no la dejara, amenazó con quitarse la vida si lo hacía, y actuó de todas maneras como una mujer engañada, lo que exactamente fue.

Durante el escándalo público que siguió después, Kierkegaard huyó por seis meses a Berlín. Allí asistió a conferencias de Schelling sobre Hegel, que descubrió en una carta como "insensatez sin fin, tanto en un sentido extensivo como en un sentido intensivo," aun cuando tomó notas copiosas de ellas. Hegel había muerto una década antes, pero sus ideas permanecieron como una fuerza dominante en la vida intelectual europea, y Kierkegaard oponía una feroz reacción negativa hacia ellas.

El Hegelianismo — al menos como lo entendió Kierkegaard de Schelling y de los intelectuales daneses que lo habían llevado a Copenhague — trataba la historia como un proceso inteligible por el cual la humanidad progresaba hacia un estado de libertad espiritual. Este proceso se desarrollaba de manera dialéctica, conforme las contradicciones existentes en un estado daban origen a una reacción opuesta en la cual quedaba absorbida. El hombre moderno, llegando más bien tarde en el día, estaba en posición de reconocer este proceso, de verlo como si fuera desde la cima, y de esta manera la historia se hacía consciente de ella misma como historia.

Para Kierkegaard, esta aplastante perspectiva teleológica no dejaba lugar para la acción humana. Esto es, podríamos estar libres para elegir, pero las elecciones que hiciéramos no podrían importar en el gran orden de las cosas. Si todas las cosas acabaran resolviéndose en sus opuestos — si el mundo fuera una serie de relaciones de "ambos / y" — el elegir una opción siempre significaría elegir la otra. Sin embargo, su experiencia con Regine había enseñado a Kierkegaard que algunas opciones — precisamente las que importan más a una persona — realmente excluyen a sus alternativas. Lo que es más, en tanto que el Hegelianismo nos alentaba a ver a la humanidad desde una gran altura, no podíamos dejar de involucrarnos en nuestras propias vidas. Cualquiera que fuera la verdad que la perspectiva lejana pudiera revelarle a la humanidad, allá no podría ayudarnos.

Mientras estaba en Berlín, Kierkegaard inició una obra que habría de demostrar, en palabras de Carlisle, "que la lógica dialéctica que conformaba el pensamiento de Hegel, y que se reproducía a cada nivel de su filosofía enciclopédica, se torna ridículo cuando se adopta como una perspectiva de vida. "Uno u Otro" fue su tercer libro publicado, pero fue el verdadero inicio de lo que Kierkegaard consideraba ser "de mi autoría." Es una obra larga y extraña, construida sobre elementos aparentemente dispares. Un prefacio firmado por el pseudónimo "editor," Víctor Eremita (el eremita victorioso), explica que lo que seguía eran documentos hallados en un escritorio que había comprado en una tienda de segunda mano. Un primer conjunto de papeles pertenecían a un escritor conocido solamente como 'A'. un joven brillante pero desorientado, un tanto parecido a Kierkegaard antes de proponérsele a Regine. Los papeles de 'A' incluyen una colección de aforismos y una serie de ensayos sobre asuntos tales como el trato del tema de Don Juan dado por Mozart y la tragedia del drama moderno. Tomados en conjunto, estos papeles pintan un cuadro de una vida enfocada estéticamente, una en que una persona pudiera elegir una de un número de opciones — a quién amar esa noche, qué espectáculo ir a ver — ninguna de las cuales haría que algo cambiara. ("Cuélgate y lo lamentarás. No te cuelgues y también lo lamentarás").

Esta sección del libro culmina con el "Diario de un Seductor," que se encontraba entre los papeles de 'A' pero adjudicado a otro autor, Johannes, quien ha "tratado de lograr la tarea de vivir poéticamente." Johannes describe con vergonzoso detalle su seducción de una joven mujer. Siente un amor genuino por ella, un amor que aprecia como podría apreciar un bello poema o una pieza musical. La induce a devolverle su amor, y eventualmente consuman ese amor. "Pero ahora ya ha terminado," escribe al final, "y jamás quiero volverla a ver otra vez."

El segundo conjunto de papeles consiste en cartas dirigidas a 'A' por un juez de nombre William, quien se ha embarcado, como Kierkegaard no pudo hacerlo, en un proyecto de matrimonio, y que insta a 'A' que haga lo mismo. En tanto que 'A' representa el estadio estético a la vida, el juez arguye por el estadio ético, en el cual nuestras decisiones nos comprometen a algo, tienen consecuencias reales, y por lo tanto son opciones reales. Hay cierta petulancia en el hombre, quien está feliz con su matrimonio y su cómoda vida pública, pero no cabe duda de que Kierkegaard considera ésta la más admirable de las dos opciones. Sólo al final del libro comenzamos a ver la posibilidad de un tercer estadio, sugerido en un sermón que William le envía a 'A', escrito por un quinto autor, sobre el tema: 'contra Dios, todos estamos equivocados.'

Uno u Otro creó una gran revuelta en Copenhague al ser publicado, y en toda su vida permanecería como su único libro comercialmente exitoso. Publicado en dos tomos, fue ampliamente incomprendido; mucha gente no llegó al segundo tomo, y tomó el primero como una expresión pura de la perspectiva estética de la vida, más que una crítica de ella. Los lectores se escandalizaron particularmente con el "Diario de un Seductor," y tendían a tratar a Johannes como un sustituto del autor (quien muchos sospechaban no era otro que Kierkegaard). De hecho, Kierkegaard parece haber tenido la intención de que fuera para Regine o que, por lo menos, ella tomara el libro de esta manera, para que le ayudara a olvidarse de él. Una vez más, su estratagema fracasó: en la cúspide de la notoriedad de Kierkegaard, Regine lo saludó en la iglesia, en un oficio de Pascua, con un movimiento de cabeza, sugiriendo que ella conocía la verdad de su corazón; él respondió huyendo nuevamente a Berlín.

En este segundo viaje, Kierkegaard escribió el que probablemente es ahora su libro más leído. Aun cuando es la única de sus primeras obras escritas bajo un pseudónimo, que no toma directamente el tema del compromiso roto, Temor y Temblor es de muchas maneras el más sustentado reconocimiento del trato que le había dado a Regine. Según la propia narración de Kierkegaard, su comportamiento había sido injusto, debería haber cumplido su compromiso con ella. Sin embargo, tenía la certeza de haber hecho lo correcto. ¿Cómo puede esta paradoja hacerle sentido a uno? Kierkegaard seguía creyendo que el matrimonio constituía el llamado ético más elevado, y él había faltado al no hacer caso de este llamado. Pero a pesar de su manifestación pública de lo contrario, no había abandonado a Regine por los placeres superficiales e indirectos de la vida estética. Más bien, él se había comprometido con algo más elevado. ¿Qué era esa cosa más elevada? ¿Hacía siquiera sentido hablar de un llamado más elevado que el de la vida ética? Una respuesta tentativa a esta pregunta había sido ofrecida en el sermón al final de Uno u Otro, ahora la intentó nuevamente, y la llevó más lejos, con la narración del sacrificio de Isaac.

La alianza de Dios con su pueblo comienza con la promesa hecha al anciano Abraham, que no tenía hijos, de que sus descendientes serían tantos como las estrellas del cielo. Esta promesa se comienza a cumplir con el nacimiento de su hijo, Isaac, pero Dios le ordena a Abraham sacrificar a Isaac en la cima del Monte Moriah. Desde un punto de vista histórico, sabemos que ésta fue una prueba de la fe. Abraham sube la montaña con Isaac y lo ata para el sacrificio, pero Dios interviene antes de que se lleve a cabo. Sin embargo, está en la naturaleza de una prueba así, el que en ese momento uno no puede saber si se trata de una prueba o no. Abraham debe mostrarse dispuesto a llevar a cabo algo que es inexcusable, y el hecho de que no lo llegue a consumar no viene al caso. Es más, no le dice a nadie — ni siquiera a Isaac — lo que está haciendo. Sufre él solo la ansiedad de la ascensión al Monte Moriah, sufre aun la posibilidad de que pudo haber entendido mal la orden de Dios, de que está por hacer algo imperdonable. Finalmente, habiendo pasado la prueba, desciende la montaña y regresa a su antigua vida, actuando como si nada hubiera pasado — como, de hecho, objetivamente nada pasó.

Para Kierkegaard, ésta era la naturaleza de una vida verdaderamente religiosa. Entrañaba un tornar interior hacia Dios, uno que no podía reducirse a una ley moral. En las décadas precedentes, se había desplegado un gran esfuerzo por racionalizar el cristianismo y situarlo como fundamento de un código de ética universalmente obligatorio. El problema, desde la perspectiva de Kierkegaard, era que Jesús no nos pidió obedecer un conjunto de reglas; nos pidió amar. No puede ser que la adhesión a un código de ética sea la vida más elevada, porque es posible obedecer cada una de las reglas que se le pongan a uno enfrente, sin jamás sentir amor en el corazón. A la vida estética y a la ética se agregaba una tercera categoría, la religiosa, que estaba más arriba que las otras dos.

Colocados en esta relación tripartita, lo estético, lo ético, y lo religioso, parecen casi representar una progresión Hegeliana, pero una etapa no lleva inevitablemente a la siguiente como lo hacen en el sistema de Hegel. No hay una contradicción interna en la vida estética que nos lleve fuera de ella. Debemos elegir ser éticos como un acto de la voluntad individual. Y ya que eligiendo de esta manera, y manteniéndonos en nuestra elección, debemos en cierto sentido ya estar viviendo en la esfera ética para hacer esa elección. Nada en la esfera estética — que es precisamente la esfera en la cual esas opciones no pueden ocurrir — pudiera hacernos éticos por grados. (De los papeles de 'A': "La experiencia nos demuestra que no es para nada difícil para la filosofía comenzar... Pero siempre es difícil para los filósofos y para la filosofía el parar.") Lo que se requiere es un salto cualitativo de un estado al otro.

Un salto semejante debe movernos del plano ético al religioso. El plano ético nos da la satisfacción de nuestra adhesión a un código, vista en la petulante complacencia del Juez Williams, y por lo tanto no nos empuja hacia algo más grande. Sin embargo, seguimos teniendo momentos de ansiedad o desesperación, como cuando sentimos que ninguna cantidad de comportamiento honorable cambiará el hecho de que todos nosotros y todos a quienes queremos estamos destinados a morir, o cuando reconocemos que nuestro código ético está construido en el aire, que no tiene — ni puede tener — una base universal, que la historia cristiana sobre la cual ésta dice estar construida no puede ser racionalizada como una síntesis Hegeliana de lo absoluto y lo particular o de lo necesario y lo contingente, sino que tiene que ser aceptada como una paradoja, un absurdo.

Al parecer de Kierkegaard, es precisamente esta ansiedad la que hace posible el tornarnos hacia adentro. Es en esta ansiedad donde comenzamos a ser verdaderamente religiosos. Pues la vida religiosa no se despliega según algún código universal. Como Abraham, no podemos saber por anticipado si lo estamos haciendo correctamente. Debemos entregarnos a ella, como lo dice San Pablo en su primera carta a los Corintios, con gran temor y temblando. Este es el famoso salto de fe por el cual a Kierkegaard, quizás se le conoce mejor (aunque jamás usó esa expresión). La frase a veces se entiende como que debemos lanzarnos a creer aunque carezcamos de una base intelectual para hacerlo. En realidad, significa que no importando cuánta consideración filosófica ni cuánto comportamiento ético, ese tornar hacia el interior, que se requiere para una vida religiosa, puede generarse.

Otro aspecto de este tornar hacia el interior consiste en que lo falsificamos cuando tratamos de ponerlo en exhibición de la misma manera como pudiéramos hacerlo con nuestro comportamiento ético. Por supuesto, el escribir acerca de lo religioso era precisamente una forma de esta clase de exhibición objetivada. Kierkegaard estaba consciente de esta contradicción, y tenía una relación ambivalente con su propia obra. (Parece nunca haber tenido relación alguna que no fuera ambivalente.) Esto explica en parte su utilización de pseudónimos, la cual no solamente era un artificio de escritor. Durante algunos años, tuvo gran cuidado de mantener oculta su identidad literaria. Se propuso, en medio de sus obras, a hacer largos paseos para poder ser visto por le gente de Copenhague, que conocía su peculiar figura, y se presentaba en los teatros durante los intermedios para dar la impresión de que había pasado la velada en la función, antes de escabullirse a casa a reanudar su trabajo. Hacía lo imposible por hacer parecer que todavía estaba atrapado en la etapa estética.

Unos meses después de que apareciera Uno u Otro, Kierkegaard había publicado bajo su propio nombre una colección de "discursos edificantes" — esencialmente sermones cristianos, aunque no los presentó bajo ese concepto por carecer de la autoridad del púlpito. Durante toda la siguiente década, publicaría de manera prolífica, a veces múltiples títulos en un mismo día o con semanas de separación entre uno y otro, y frecuentemente publicaba una obra bajo un pseudónimo y una colección de discursos firmada por él, en rápida sucesión. Parece esto haber sido en parte pare evitar que la gente le siguiera la pista. 

Cuando finalmente reconoció su autoría de las obras publicadas bajo pseudónimos, declaró simultáneamente que en ellas:
"no hay una sola palabra mía. No tengo opinión alguna acerca de ellas excepto como un tercero, ningún conocimiento de su significado excepto como lector, no la más remota relación con ellas, ya que es imposible tener una con una comunicación reflejada doblemente."
Declaró su autoría una vez más, aunque fue después de algunos años que lo hizo nuevamente.

Sus libros se vendían en número muy pequeño, y el costo de transcribirlos, corregirlos, tipografiarlos, e imprimirlos era mayor que el ingreso que recibía de su herencia, de manera que pronto agotó el capital. Esto no le preocupó a Kierkegaard, que permaneció confiado de que estaba destinado a morir joven. Fue forzado a vender la casa de su familia y vivir como inquilino. De todos modos, siguió publicando a un ritmo prolífico, y escribió aun más en sus diarios, que preparó para la posteridad. Al mismo tiempo, insistía que sus discursos cristianos, junto con sus cada vez más estridentes ataques contra la iglesia oficial danesa, contenía su obra "verdadera", en tanto que sus textos bajo pseudónimos eran una clase de curiosidad estética. Esto siguió siendo el consenso sobre el legado de Kierkegaard ya llegado el siglo veinte.

En el otoño de 1855, quince años después de haber empezado a escribir, Kierkegaard se desmayó en la calle. Unas semanas después, murió a la edad de cuarenta y dos años. Había pensado originalmente, que viviría una o dos décadas después de que muriera su padre; ya había alcanzado los diecisiete años. Una nota en su escritorio explicaba que los bienes que le quedaran deberían pasar a la Sra, Regine Schlegel; si rehusara aceptarlos, debería pedírsele que los administrara para los pobres. Como acabó ocurriendo, todo lo que había dejado sirvió sólo para pagar su entierro.

Philosopher of the Heart comienza con el segundo viaje de Kierkegaard a Berlín. A primera vista, ésta parece ser una elección extraña, ya que la ruptura con Regine y el viaje anterior son muy claramente el punto de inflexión de la carrera de Kierkegaard. Pero Carlisle se ha propuesto a escribir una "biografía Kierkegaardiana de Kierkegaard," que quiere decir que no puede tomar la forma típica de mantenerse complacientemente alejada de los acontecimientos de la vida de él, narrándolos cronológicamente, con el conocimiento retrospectivo del historiador de lo que ellos significan y a dónde habrán de llevar. Una de las percepciones más famosas de Kierkegaard era que la vida — que los filósofos nos enseñan que sólo puede entenderse viéndola hacia atrás — debe no obstante vivirse hacia adelante. Carlisle intenta hacerle justicia a esta idea, tomando la vida de Kierkegaard en diversos momentos de incertidumbre, colocándonos con él en esos momentos y utilizándolos como miradores, desde los cuales podamos contemplar el pasado.

Teóricamente, es un enfoque sensato, pero el resultado es, en algunas ocasiones, complicado. En tanto que la obra de Kierkegaard estaba íntimamente unida a su experiencia, muchos de las acontecimientos importantes de su vida fueron interiores. (Ciertamente, el pensaba que así es en todas las vidas.) Esto quiere decir que algunos de los capítulos están estructurados alrededor del "acontecimiento" de un largo recorrido en tren, o una hora empleada mirando afuera desde una ventana. Es difícil ver lo que este enmarcado biográfico añade a la comprensión de su obra. Aunque Carlisle hace énfasis en la importancia del movimiento en el pensamiento de Kierkegaard, su libro puede ser algunas veces curiosamente estático.

Está en su mejor momento cuando proporciona una explicación más directa. Carlisle es profesora de filosofía y teología, y es autora de un estudio más convencional (y excepcionalmente bueno) de los primeros libros que Kierkegaard escribió bajo un pseudónimo. Posee un absoluto dominio de la vida y obra de Kierkegaard. Al mismo tiempo, es una escritora lúcida y con buen estilo, que comparte algunas de las sospechas de su biografiado sobre el enfoque académico. Ella lo hace maravillosamente bien en lo que, obviamente, es su meta principal, que consiste en darnos una percepción de por qué la tarea de Kierkegaard era de una importancia tan urgente para él y por qué puede ser importante para nosotros. Carlisle seguramente estará de acuerdo en que cuando se trata de entender el pensamiento de Kierkegaard — y de reflexionar sobre lo que podría significar poner en práctica ese pensamiento — no puede haber substituto para el leer su obra, con toda su extraña dificultad. Espero que tome como un halago cuando digo que la mayor virtud de Philosopher of the Heart es que probablemente habrá de inspirar a algunos de los lectores a hacer precisamente eso.

Bueno ¿y qué es lo que Kierkegaard tiene que decir a nuestro tiempo?

Es ahora casi una verdad de perogrullo, el que cada uno de nosotros está llamado a tomar nuestra vida como un proyecto creativo, para hacer de ella lo que queramos, pero nuestra cultura trata este proyecto como un tipo de actuación, a ser juzgada por otros conforme a las apariencias. El concepto de interiorización de Kierkegaard nos da esta tarea en una forma enteramente diferente. Ninguna cantidad de 'likes' o de 'clicks' nos podrá decir si estamos viviendo la vida a la cual hemos sido realmente llamados. De hecho, el proceso de someter nuestra vida a la aprobación pública puede sólo socavar nuestros esfuerzos. ¡Qué desilusión con la sociedad contemporánea! — no sólo la selección pública a través de los medios sociales, sino la cultura de consumo que nos presenta una corriente infinita de opciones, ninguna de las cuales importa en última instancia — está ideada para distraernos de la verdad de nuestra situación existencial. Kierkegaard nos dice que debemos siempre tener esta verdad en mente, para movernos adelante, no eludir, la ansiedad y desesperación que necesariamente ha de seguir al haberla reconocido.

Pero quizás lo más grande que Kierkegaard tiene que decir a nuestro tiempo es que debemos dejar de pensar de nosotros en absoluto como ocupantes de una era — dejar de pensar que el significado de nuestra vida está determinado por fuerzas históricas impersonales que están fuera de nuestro control, o que nuestro objetivo primario de la vida es responder a los desafíos particulares del momento. En 1848, las revoluciones liberales que recorrieron Europa llegaron a Dinamarca, transformando la monarquía absoluta en una democracia constitucional. "Allá afuera todo está agitado," escribió Kierkegaard en sus diarios. "Estoy sentado en un cuarto en silencio (sin duda pronto tendré una mala reputación por mi indiferencia a la causa de la nación) — sé de sólo un riesgo, el riesgo de la religiosidad."

Este es el riego que él creía que todos debemos tomar en nuestros propios términos. Ya que nadie puede tomarlo por nosotros, no importa qué tan tarde en la historia hayamos llegado a él. Estamos llamados a la misma tarea fundamental como en todas las épocas anteriores, y ella es aprender a amar. "Cualquiera que sea la cosa que una generación aprenda de otra," escribió Kierkegaard, "ninguna generación aprende lo genuinamente humano de una generación anterior."

Ahora todos somos Hegelianos, seguro que los problemas que encaramos no sólo no tienen precedentes sino son sistémicos. demasiado grandes para ser abordados por un individuo. Un sentido de gran urgencia se combina con un sentido de aguda desesperanza. Creemos al mismo tiempo que el mundo desesperadamente necesita cambiar y que no estamos equipados para hacerlo. Kierkegaard nos dice que comencemos por cambiar nuestros propios corazones. 




Christopher Beha es el editor de Harper’s Magazine. Su nueva novela, The Index of Self-Destructive Acts (El índice de Actos Auto-destructores), será publicada este mes por Tin House Books.

lunes, 11 de julio de 2016

On the Secret Power

On the Secret Power

By Father Leonardo Castellani (1899 - 1981)

Originally published in Dinámica Social, number 136, May 1962
Translated from the Spanish by Roberto Hope

That the secret power is money is something well known. It is an open secret: already in his time Saint Paul said: “pecunia, cui obediunt omnia…” He did not say: ”cui obediunt OMNES”; he said “to which all things render obedience”, not “all men” since not all men pay obedience to money, and those who do obey it servilely are things rather than men. The miser is not a man, said Aristotle: there are three lives (good or bad depending on how they are employed) the life of pleasure or puerile; the “political”, or life of action, and the life of contemplation, “theoretikós bios”; but the life of the miser is not human life, since money, which is a means, is converted into an aberration when turned into an end. These three Aristotelian lives correspond more or less to the aesthetic, ethical, and religious lives of Kierkegaard's.

Some believe that the secret power is women, but these are still less secret. All of us, I agree, to a greater or lesser extent are slaves of those absurd creatures, unless we are tyrants. For a Christian, they are simply sisters, said Saint Paul, But it happens that Saint Paul is no longer in Casa Rosada.

But nowadays others think that some secret power, not good at all, moves the puppets of current history behind the scenes, at least in part. If the French Revolution derailed, which had started on the right foot; if a terrible civil war occurred in Spain and two other worse, World ones, those and other calamities proceed from the World Secret Power, the WRM (World Revolutionary Movement) or the “Illuminati” as they are called by commander William Carr. Are they the Jews? They are not the Jews. Are they the masons? Not entirely. Are they the so-called Frozen Finance Sharks?  Is it Communism? Is it Capitalism? It is something still more secret than this, which serves itself, and takes advantage of, the ones and the others.

The books by Commander Carr are not to be dismissed; he has written at least five on this topic, which obsessed him. William Carr was a Catholic Canadian, a member of the British Intelligence Service (counterespionage) during the Second World War, and in the first one, he had commanded a schooner and served as a submarine crew member. He died a short time ago in a US hospital after having to undergo patiently a paralysis of many years. I have translated from the English language the main one of his books, “The Pawns in the Game”, with the Spanish title of “Los Títeres en el Tablado”; unfortunately, it has not yet been possible to publish it.

Some may say that it is an exaggerated or fanatical book. It must be granted that it is somewhat simplistic on some points, But those points in which he provides direct, primary source information (for example, that on the Spanish war, where he had been) merit great consideration. He is a man who because of his job would have known and find out hidden matters, and he practiced his trade for many years.

Carr claims that a secret lodge of powerful men exists in the World at the present time, which plots, mainly by means of money, and with all types of maneuvers, even criminal ones, to further what he calls the “World Revolutionary Movement” WRM. The ultimate end of this lodge is to attain an Atheistic World State presided by them. To trace them, Carr goes back to the early stages of the French Revolution, showing in it the influence of secret directives, a matter which French historian Augustin Cochin has also exposed and proven clearly in his powerful books, and some others. The same thing happened in the Spanish Revolution; which has been partially found out by Franco partisans. As well as in the two world wars. In sum, his thesis is that the disastrous events in contemporaneous history, including communism, did not happen by chance, but are coordinated and connected. Whether the unifier and coagulator are what he calls “Illuminati” or some other power, group, or society, it is an arguable matter. Be it what it may, he calls it, not without reason, satanic.

The most talked-about and best-written book on this topic is that of Hungarian Louis Marschalko, which has made a “sensation” in North America, titled (in its English edition) The World Conquerors, published in London in 1958. The work, of 300 packed pages, circumscribes itself to Communism, was written as a response to the bloody crushing of Hungary by Russia, and it swarms with concrete data on contemporary history. Its reading dismays. At the end of the first chapter he stamps this phrase:
"In this manner, the world conquerors began their march with the intention of subjugating the Globe and make themselves the lords of all nations”
At the end of his book, as a manner of an epigraph, he wraps up with three quotes: from Disraeli, from Winston Churchill and from Oscar Levi (who was Queen Victoria's Prime Minister, builder of the Empire and descendant of an Italian Jew). Disraeli's quote, taken from his book The Life of Lord Bentnick is:
“The People of God cooperate with the atheists; the most gifted amassers of money ally themselves with the Communists; the Chosen and Separated Race touches the hands of the sordid and humiliated castes in Europe; and all this because they wish to destroy this ungrateful Christianity who owes even its name to them, the tiranny of which they can bear no longer.”
This quote from Disraeli agrees with that of Bernard Lazaré, a Jew who was a friend of Charles Peguy and who wrote a book on the dispute between Dreyfus and Drunimond in France at the end of last century (the nineteenth) L'Antisemitisme. The following appears on page 350:
“The Jew is not satisfied with dechristianizing, he judaizes. He destroys the Catholic or protestant faith, fosters religious indifferentism, mostly to impose its own idea of the world, mores and life on those whose faith he has ruined. He works on his secular task: the annihilation of the religion of Christ”
Marschalko's book is anti-semitic, or at least tips the scale against the Jews; those of William Carr are not. Carr believes that in the sinister conventicle which plots to destroy Tradition and foster Total Revolution in the World, there are, certainly, Jews or, better said, those that descend not from Judah but from Judas, which is to say bad Jews, the same as there are apostate Christians and Protestants, but not the entire race is compromised, as it has righteous and well-intentioned men, not less than many unharmful or indifferent... Which seems obvious.

As incredible as this may seem, it happens to coincide with a report to the Holy See by Monsignor Michel D’Herbigny, author of two admirable books: A Russian Newman and De Vera Religione, founder of the Collegium Russicum, who mastered the Russian language and traveled in Russia, in whose secret report on a World Conspiracy against the Church concludes that it does exist. I do not have the text of that report at hand, but I believe clearly that he concludes affirming that somewhere or in several places in the World, a group of powerful (a bankers' trust these days yields a brutal amount of power: it can channel a huge amount of money, that does not belong to it but which it amasses without risking anything, to produce a revolution in Mexico, for example), devoted with diabolical energy and cunning to demolish the ancient tower created by the “gens romana” on the rock of a Jewish fisherman and a word from Christ, in order to create an inverted imitation of it. They are men which command an immense financial power, practically unlimited pecuniary resources, great ability for political maneuvering; possessed (for one reason or another) of relentless hatred of Catholicism. It is not properly Freemasonry, although it is possible that they make use of it. It is not the Jewish race as such, although it may be the Judas mentality. It is not one of the religions or philosophical schools visibly established in the World. It is a secret conventicle or mafia which unifies and guides the disordered anti-religious movements which happen to emerge ... This mafia, according to the French nobleman, supported with money and men the “imperial” establishment of Bolshevism. Its action is secret: not so much as to make it impossible to be discerned sometimes. It wants to remain secret.

It does not seem to be impossible. When there are movements directed to the same end, their unification or alliance is easy; it suffices that a leader emerges, like Solano Lima, who wants to “coordinate” conservatives and Peronistas, Holy Smokes! but nobody follows him.

Joking aside, I strongly believe that of D'Herbigny when I have nightmares... The Catholic Church is one (though with a unity now weakened), because Christ has a Vicar on Earth: why could not the devil also have his vicar to unify his troops? “All this is mine and whom I wish I give it”, seems to be what the devil told Christ on this First Sunday of Lent; and Christ answered. “Liar!”

The devil is God's most beautiful creature, and we Catholics believe, with Dante, that all evil derives from him.
If he was once as handsome as he now is ugly and,
despite that, raised his brows against his Maker, one can
understand how every sorrow has its source in him! 
That is to say, just as there is an intention in the so tangled events of this world, which we shall call Providence; it can well be, and there must be, a counter-intention, but the instruments of these two contrary intentions are not but one, their cause also has to be one.

Those who do not believe in the devil, the spiritists, the Coca-Cola salesmen, and the Readers' Digest distributors, say that all things that happen, even those that seem to be of the devil, just happen by chance. I would ask them how is it possible that, just yesterday, I had to lose the key to my apartment, the day when the doorman was on leave, when my nephew, who keeps a duplicate, was on a trip to Rosario, when I call a locksmith and the phone just does not work (a miracle in Buenos Aires!) and that I am falling asleep in the “Buen Reposo” hotel, I am given a bed with bedbugs. And some other worse things that have been happening to me in the past. Luckily, they all have passed; and as an optimist of the Foreign Affairs Ministry used to say, the best that this life has is to have passed.

Joking aside, things happen in this world which... Well, it is time to finish. Demonic, that is perverse, men have always existed in the world; that they can unite themselves, even if by their tails (like Samson's foxes) is in no way impossible; that they have plenty of money, or “the ability to amass property” (as Disraeli exquisitely put it) is just and adequate; that they devote their money (a part of it), their ability and their passion (in its entirety) to try to build in today's world the Babel Tower of a borderless, classless, religionless society without privations, is the eternal dream of the fallen and revolted humanity; and it now carries the name of Revolution. And you may see the ideas of Carr, Marschalko, and D'Herbigny supported in bundles by the facts.

And now the Roman Church is an enormous obstacle in their way. Lenin said so.

This I thought last night, being unable to sleep, but as soon as the Sun rose, I became aware that nobody would believe it, but nevertheless, being my need or obsession to write articles, no one in the World could forbid me to make out of my dream or insomnia a humorous essay. And it is up to you not to believe it, and if you don't believe it, as the Galician orderly said to the Foreign Affairs optimist on ... Well; enough of jokes

My friend, you are entering into the plain crime of genocide

domingo, 19 de junio de 2016

El Credo Conciliar de la Iglesia del Hombre

El Credo Conciliar de la Iglesia del Hombre


Por Louie Verrecchio

Tomado de: https://harvestingthefruit.com/the-conciliar-creed-of-the-church-of-man/
Traducido del inglés por Roberto Hope

En su Audiencia General del 28 de octubre de 2015, Jorge Mario Bergoglio, también conocido como Papa Francisco, dictó la que pudiera ser considerada una concisa 'Profesión de Fe' de la Religión Mundial Única de la Roma Apóstata; llamémosla el Credo Conciliar de la Iglesia del Hombre.

Por cierto, Francisco no es el primer obispo vestido de blanco en abrazar la Iglesia del Hombre que emergió después del Concilio Vaticano II, y sus principios antropocéntricos, pero él ha sido su más audaz evangelista hasta ahora.

Como tal, es más bien franco (por lo menos para los que tienen oídos para oír) en su deseo de sonsacar a las almas ingenuas para alejarlas de la Roma Eterna y de la Santa Madre que nutre a sus hijos de esperanza celestial,  y de darles a cambio los confines sofocantes de una religión terrenal que ofrece poco más que tiernos sentimientos fugaces, nacidos de puro sentimentalismo.

En este punto, examinemos este Credo Conciliar de la Iglesia del Hombre a través de los ojos de un así llamado “tradicionalista”, también conocido como católico.

Citando el quincuagésimo aniversario de Nostra Aetate – la Declaración sobre la Relación de la Iglesia Católica con las Religiones no Cristianas –del Concilio Vaticano II,  Francisco abrió su discurso así:

El Segundo Concilio Vaticano fue un tiempo extraordinario de reflexión, diálogo y oración, que buscaba renovar la mirada de la Iglesia Católica sobre ella misma y sobre el mundo. Una lectura de los signos de los tiempos con la mira hacia una actualización orientada en una doble fidelidad: fidelidad a la tradición eclesial y fidelidad a la historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Uno observa con gratitud la claridad con la que Francisco habla del propósito para el cual se convocó al Concilio; renovar la mirada de la Iglesia Católica sobre ella misma y sobre el mundo.

Antes que nada, sea dicho que la Iglesia nunca ha sido llamada a mirar sobre sí misma o sobre el mundo; ¡más bien, está llamada a ver hacia Cristo para cooperar con Él en la redención del mundo!

Dicho eso, Francisco dice algo de verdad.

A diferencia de los veinte anteriores concilios ecuménicos de la Iglesia, el Vaticano II nada tuvo que ver, en absoluto, con su misión real; la de responder a cuestiones doctrinales de honda importancia, y mucho menos la de tratar de evitar cualquier tipo de crisis eclesial. En vez de ello, el Concilio fue convocado para “poner al día” a la Iglesia conforme a las exigencias del hombre moderno.

Esta puesta al día, según Francisco, se llevó a cabo no en fidelidad a su Fundador y Cabeza, Cristo Rey, ni de la misión que Ël le dio, sino más bien a “los hombres y mujeres de nuestro tiempo”

¡Por supuesto! De dientes para afuera mencionó la “tradición eclesial” pero, seamos claros: La auténtica tradición eclesial está siempre y en todo lugar ordenada a la cristianización de todo el mundo para la salvación de las almas, o sea bautizando a todas las naciones, enseñándoles a observar todo aquéllo que Jesús mandó.

Como Francisco pasó a aclarar, sin embargo, no es ésta la misión de la Iglesia del Hombre, la cual él gobierna; más bien es la de promover la Religión Mundial Única de la Roma Apóstata.

Tomando de Nostra Aetate, Francisco habla de los siguientes puntos “siempre actuales”.

La creciente interdependenca de los pueblos ... la búsqueda humana del significado de la vida, del sufrimiento, de la muerte, cuestiones que siempre acompañan nuestro viaje ,,, religiones en busca de Dios o del Absoluto, dentro de nuestras diversas etnicidades y culturas.

Como para pasar por alto cualesquier cuestiones que lógicamente pudieran surgir concernientes a los peligrosos errores que permean a todas las religiones no católicas, habló de la “mirada benévola y atenta de la Iglesia” hacia estas religiones, repitiendo con el Concilio, “ella nada rechaza de lo que es bello y verdadero en ellas.”

Tocando ahora uno de los principales principios del Credo Conciliar de la Iglesia del Hombre, cita  Nostra Aetate. diciendo:

La Iglesia considera con estimación a los creyentes de todas las religiones, apreciando su entrega espiritual y moral.

¿Qué más claro puede decirse?

El centro primario de la Roma Apóstata y de la Iglesia del Hombre es el hombre mismo, es al hombre a quien esta iglesia prodiga con estimación

En contraste, la Santa Madre Iglesia se centra en Cristo Rey como su foco primario. Como tal, su “mirada benévola y atenta” y su estimación es siempre y en todas partes dirigida hacia Él, y no, como Francisco orgullosamente profesa en nombre de la Iglesia del Hombre, a todas las religiones del mundo, sin distinción alguna.

Para el verdadero seguidor de Cristo, o sea para el ciudadano de la Roma Eterna, no puede expresarse “aprecio” por la “entrega espiritual y moral” de aquellos hombres que rechazan a Nuestro Bendito Señor. Hacer eso no sólo sería una grave ofensa contra Cristo, lo cual tendría que ser nuestra preocupación primaria, sino que también consignaría a todos los que así se entregan, a la muerte eterna. ¡Cómo osaríamos hacerlo!

Francisco continúa:

La Iglesia, abierta al diálogo con todos, es al mismo tiempo fiel a las verdades en que ella cree, comenzando con la verdad de que la salvación que se ofrece a todos tiene su origen en Jesús, el Único Salvador, y que el Espíritu Santo está obrando, como fuente de paz y amor.

No se dejen arrullar por el indebido uso de frases familiares robadas de la tradición Católica, más bien céntrense en el mensaje medular que se está transmitiendo, que es esencialmente éste:
Jesucristo y la Santa Iglesia Católica, Su Cuerpo Místico, no es tanto el único camino de salvación fuera del cual nadie se salva, en lugar de ello, la salvación simplemente tiene su “origen” en Jesucristo.

Esta es una distinción clave, una que permite a aquéllos que viven en la Iglesia del Hombre afirmar que la salvación puede ser alcanzada por aquéllos que rechazan la fe católica a favor de alguna comunidad religiosa que esté claramente fuera de la Iglesia,

Esto queda perfectamente claro en el Decreto sobre Ecumenismo del Concilio Vaticano II, Unitatis Redintegratio, que dice, acerca de las “Iglesias y Comunidades Separadas”, o sea de las comunidades heréticas y cismáticas, demasiado numerosas para enumerar.

Pues el espíritu de Cristo no se ha abstenido de usarlas como medios de salvación que derivan su eficacia de la misma plenitud de gracia y de verdad confiada a la Iglesia.

De nuevo aquí, no se dejen ustedes arrullar hacia la complacencia por el calificativo “que derivan su eficacia de la misma plenitud de gracia y de verdad confiada a la Iglesia”

Estas comunidades no tienen eficacia alguna,  como comunidades, con respecto a la salvación.

Aun así, el mensaje del Concilio se ha hecho perfectamente claro desde entonces, en el comportamiento de los clérigos, aun de los cargos más elevados; la Iglesia Católica se percibe ahora sólo como una comunidad de salvación entre muchas otras a las que uno pudiera pertenecer.

Los Capitanes de la Nueva Iglesia se sienten justificados en mantener esta falsedad porque no están dispuestos a ir más allá que decir, como lo proclamó Francisco, que la salvación tiene su origen en Jesús, lo cual es muy diferente a profesar que la salvación sólo puede alcanzarse en Cristo Jesús y por consiguiente en Su Cuerpo Místico que está presente aquí en la tierra, la Iglesia Católica.

Los modernistas son en verdad muy sutiles, pero es reduciendo a Nuestro Señor a “origen de salvación” como se convencen a sí mismos y a otros de que el camino a la salvación no está confinado a su Cuerpo Místico.

En todo caso, Francisco no se contenta con hablar sólo de los bautizados más bien parece decir que todos los hombres están destinados al mismo final. cuando cita “el origen común y el destino común de la humanidad”.

¿Comparten los pecadores un mismo destino con los mártires y los santos?

¡Ciertamente que no!

Dicho eso, para verdaderamente entender la mente de Francisco y el Credo Conciliar de la Iglesia del Hombre, que él profesa con candor, debemos tener presente el hecho de que aquéllos que viven en la Iglesia del Hombre no están preocupados por la salvación de las almas; éste es un interés del católico que ellos ya dejaron de compartir.

Vean ustedes, la Religión Mundial Única de la Roma Apóstata ve la salvación como algo ya dado; y por lo tanto se ocupa sólo de inquietudes meramente temporales

Escuchemos a Francisco una vez más:

El Concilio, con la Declaración Nostra Aetate, ha indicado el camino: “Sí” a redescubrir las raíces judías del cristianismo; “no” a toda forma de anti-semitismo, de culpar a los judíos por todo mal, de discriminación o de persecución derivada de ello. Conocimiento, respeto y estimación de uno al otro son el camino. En verdad, si esto aplica en particular a las relaciones con los judíos, aplica también de la misma manera a las relaciones con otras religiones.

Vaya,pero si se expresa tanta perspicacia hasta en la menor de las palabras para aquéllos que se afanen en escudriñar todas las cosas a través de un cristal católico.

Nótese que Francisco proclama como camino el “conocimiento, respeto y estimación” de todas las religiones, hasta aquéllas que de plano rechazan a Cristo.

Mis amigos, dándose cuenta o no, Francisco está afirmando llanamente lo que todo católico digno del nombre ha reconocido desde hace mucho tiempo ― para la Roma apóstata ¡Jesucristo ya dejó de ser el Camino para llegar al Padre! ¡Ha sido reemplazado rudamente por esfuerzos terrenales dirigidos a glorificar al hombre!

Aquéllos que verdaderamente creen que Jesucristo es el Camino no pueden sino contener su “respeto y estimación” por aquellas religiones que rechazan a Cristo.

Una vez más, me veo obligado a reiterar que la Iglesia del Hombre no se preocupa de la misión que Cristo dio a Su Iglesia. Francisco deja esto perfectamente claro cuando dice:

El diálogo que necesitamos [entre todas las religiones del mundo] no puede sino estar abierto y ser respetuoso, y de esa manera probar ser fructífero. El respecto mutuo es la condición y, al mismo tiempo, es el objetivo del diálogo interreligioso: respetar el derecho de los demás a la vida, a su integridad física, a las libertades fundamentales, explícitamente a la libertad de conciencia, de pensamiento, y de religión.

¿Cuál es el objetivo?

Ciertamente no es la salvación de las almas; tampoco es el alcanzar la verdad ni la vida, sino simplemente el “respeto” humano ordenado sobre un falso “derecho” a la “libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión y de religión.”

Continuando, el Papa Francisco se extiende con algún detalle sobre la misión terrenal de la Iglesia del Hombre diciendo:

El mundo, viéndonos a los creyentes, nos exhorta a cooperar entre nosotros y con los hombres y mujeres de buena voluntad que no profesan religión alguna, pidiéndonos respuestas efectivas respecto a numerosas cuestiones: paz, hambre, la pobreza que afecta a millones de personas, la crisis ambiental, la violencia, especialmente aquélla cometida en nombre de la religión, la corrupción, la decadencia moral, la crisis de la familia. de la economía, de las finanzas,y especialmente de esperanza.

Para Francisco, “creyentes” son no sólo los cristianos, sino los judíos, los musulmanes, así como otros que dicen practicar cualquier tipo de “religión”. Esto se hace claro conforme continúa:

Nosotros los creyentes no tenemos recetas para resolver estos problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración. Los creyentes rezamos. Debemos rezar. La oración es nuestro tesoro, de la cual obtenemos conforme a nuestras respectivas tradiciones, la petición de los dones a los que aspira la humanidad.

No dejen engañarse por el llamado a la oración.

Como lo deja claro la abominación que tuvo lugar en los jardines del Vaticano en Junio de 2014 por orden de Francisco, no toda oración es recta. (Para aquéllos que pudieran haberlo olvidado, un clérigo musulmán entonó una oración del Corán que pide a Alá que conceda la victoria sobre los infieles.)

Por un lado, uno pudiera ser movido a enojarse ante estas palabras.  ¿Cómo puede este hombre, adorado por muchos en todo el mundo como el “Papa del Pueblo”, declarar que la Iglesia no tiene “una receta” para los problemas del mundo?

¡Es una atrocidad!

Por otra parte, debe reconocerse que Francisco está siendo enteramente franco, y eso sorprendentemente, si sólo estamos dispuestos a escuchar.

Nos está diciendo lo que cree. Está recitando, no la fe de la Iglesia, sino el Credo Conciliar de la Iglesia del Hombre. Además, está diciendo la verdad ― ¡la iglesia que él desea construir encima y contra la Iglesia de Cristo no tiene una cura para la condición humana!

Lo más que Francisco puede ofrecer, por lo tanto, es una invitación para unírsele enfocándose en el hombre, en su supuesta “dignidad” y sus “derechos”, haciendo del hombre un ídolo, y su condición temporal la preocupación predominante de la vida.

Es una invitación muy distinta de la de San Pedro (y de sus fieles sucesores) que exhortaba a los enemigos del Señor:   Haced penitencia y sed bautizados cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo, por la remisión de sus pecados.Y habréis de recibir el don del Espíritu Santo (Hechos 2;38)

Con cada día que pasa, parece ser, está haciéndose más y más difícil para los hombres de buena voluntad y de inteligencia moderada negar que Roma ha caído de hecho en apostasía, y el cabecilla de la manada en este momento es Francisco.

En conclusión, propongo una predicción basada en las siguientes palabras dichas por Francisco durante su audiencia:

Ha habido tantos acontecimientos, iniciativas, relaciones institucionales o personales con las religiones no cristianas en estos últimos 50 años, que es difícil recordarlos todos. Un acontecimiento particularmente significativo fue la reunión en Asís el 27 de octubre de 1986. Fue deseada y promovido por San Juan Pablo II... La llama encendida en Asís se ha esparcido por todo el mundo y es un signo permanente de esperanza.

Antes de que pase a lo obvio, observe cómo la flama del Espíritu Santo que vino a la Iglesia en Pentecostés, la verdadera e inextinguible señal de “esperanza” para la humanidad como se imparte en el bautismo, ha sido corrompida al servicio de la Religión Mundial Única de la Roma Apóstata.

¡Es engañosa y repugnante!

Ahora, mi predicción:

No puede haber duda de que Francisco pronto habrá de anunciar su intención de convocar a Asís IV, y las abominaciones que uno pudiera esperar que tengan lugar ahí serán nada menos que espeluznantes.

Aun cuando algunos pudieran ver esto como malas noticias, yo me inclino a verlo como buenas noticias, porque habrá una nueva ocasión para que todos puedan atestiguar la única bendición que tiene por ofrecer este desastroso pontificado; específicamente, evidencia incontrovertible que da fe, tanto de la magnitud de la crisis de la Iglesia de hoy, como del hecho innegable de que entre los hombres no hay mayor peligro para las almas que transitan en la tierra en estos momentos que un tal Jorge Mario Bergoglio.

martes, 25 de marzo de 2014

Un Tercer Testamento

Un Tercer Testamento

Malcolm Muggeridge

Un moderno peregrino
explora las correrías
espirituales de
Agustín, Blake,
Pascal, Tolstoy, Bonhoeffer,
Kierkegaard, y Dostoyevski.

Copyright © 2004 del original en inglés por
The Bruderhof Foundation, Inc.
Farmington, PA 15437 EUA
Todos los derechos reservados

Traducido por Roberto Hope

Introducción

¡No, No, No! Ven, vayamos a prisión:
Cantaremos los dos solos como pájaros en jaula...
Y nos arrogaremos el misterio de las cosas
Cual si fuéramos espías de Dios.

El Rey Lear

Con frecuencia sucede que la razón para hacer algo sólo aparece claramente después de haberse con­cluido, siendo la intención consciente y todas las varias consideraciones prácticas que van con ello nada más que la punta del iceberg de una intención inconsciente. En todo caso, como se ha señalado con fre­cuencia, el propio tiempo es un continuo, y no es divisible en tiempos pasado, presente y futuro. Así pues, no fue hasta después de concluir la serie de programas de televisión cuyos guiones aparecen aquí coleccionados, que se me pidió que explicara por qué había escogido a San Agustín, Blas Pascal, Wil­liam Blake, Søren Kierkegaard, Fyodor Dostoyevski, León Tolstoy y Dietrich Bonhoeffer como sus personajes, cuando comprendí plenamente la materia a la que todos ellos pertenecen. Anteriormente a ello, los había visto separadamente como siete personajes en busca de Dios, y como tal, de gran interés y como influencia formativa de mi propio pensamiento y de mi propia búsqueda.

Considerándolos como grupo, me resultó claro que, aun cuando todos ellos eran por excelencia hom­bres de su época, tuvieron en común un rol especial, que no era otro que el de relacionar su tiempo con la eternidad. Esto tiene que hacerse de cuando en cuando; de lo contrario, cuando el señuelo de la auto­suficiencia se hace demasiado atractivo, o la desesperación demasiado abrumadora, nos olvidamos de que los hombres deben ser llamados de nuevo a Dios para redescubrir la humildad y con ella la espe­ranza. En el caso de los judíos del Antiguo Testamento, eran los profetas quienes de esa manera los llamaban de vuelta a Dios -- y ¿cuándo hubieron voces más poderosas y más poéticas que las de ellos? Luego vino el Nuevo Testamento, que trata de cómo Dios, por medio de su Encarnación, se hizo Su propio Profeta. Ni aun fue eso el final de los profetas y de los testamentos. Entre las fantasías del ego y la verdad del amor, entre la obscuridad de la voluntad y la luz de la imaginación, siempre habrá la necesidad de un puente, así como de una voz profética que nos llame a cruzarle. Esto es lo que mis siete bus­cadores de Dios fueron llamados a hacer, cada uno de su propia manera y con relación a su propia épo­ca.

Así llegué a verlos como los espías de Dios, apostados en territorio ocupado por el enemigo; el enemi-go siendo, en este caso particular, el Demonio. Sucede que yo mismo participé en operaciones de espio­naje en la Segunda Guerra Mundial, cuando servía en el MI6, la versión de tiempos de guerra del Servi­cio Secreto Británico, o SIS. Teníamos, por ejemplo, lo que se conocía como espías nativos en la Fran­cia ocupada por Alemania, a quienes se les exigía mantenerse con bajo perfil hasta que las circuns­tan­cias surgieran en las cuales pudieran hacerse útiles reuniendo y transmitiendo inteligencia u organi­zan­do sabotaje. Mientras esperaban a ser activados, era esencial que no se hicieran notar, que se mez­claran en el escenario político y social, y que, en sus opiniones y actitudes hicieran eco del consenso del mo­mento. Así pues, era apropiado para un espía nativo apostado en Vichy, por ejemplo, el aparecer como Petainista en política, Católico de religión, y burgués en su forma de vida, evitando cualquier asocia­ción con organizaciones de resistencia o, igualmente, con las más fervientemente pro-nazis. De esta manera, podría esperarse que se estableciera como un leal partidario del Mariscal Pétain, para así, cuan­do llegara el momento, estar en mejor disposición de actuar de una manera efectiva por la causa de los Gaullistas beligerantes y de sus aliados Anglo-Americanos.

Quienes dirigen nuestros servicios de inteligencia no están bendecidos con la clarividencia o la visión de Dios -- aunque a veces a ellos les da por así suponerlo. Ni son nuestras calamidades a los ojos de Dios lo que parecen ser a los nuestros. No hay imagen posible que pueda transmitirnos siquiera la semejanza de Dios; menos aún predecir Sus propósitos: el siquiera conocerlo se lo debemos a la gran misericordia de la Encarnación. Aun así, al considerar el lugar de San Agustín en la historia, es posible ver su papel como un espía nativo, apostado por un espía en jefe celestial, en un Imperio Romano que se colapsaba, con la instrucción de promover la supervivencia de la Iglesia como depositaria de la reve­lación Cristiana. Ciertamente, nadie podía haber estado mejor calificado para ese papel que el famoso Obispo de Hipona, vehemente admirador como lo era de la civilización Romana, como sólo un norafri­cano podía serlo, y devoto ferviente de la ortodoxia católica como sólo un converso y anterior­mente hereje maniqueo podía serlo.* Sus credenciales mundanas eran impecables -- un cargo de pro­fesor de retórica en la Universidad de Milán, cargo que ya en sus días de regenerado llamaba su Cáte­dra de Mentiras; amigos y conocidos en los círculos más elevados, y sus trabajos ocasionales de escri­tor de discursos para el propio Emperador. En lo referente a sus pièces justificatives, como la policía francesa llama a la documentación sustentante ¿quién podría pedir nada más que sus Confesiones, la primera gran autobiografía y todavía reconocida como una de las más grandes que existen, su Ciudad de Dios, que estableció la guía de los cristianos, primero para sobrevivir, y luego para erigir una nueva civiliza­ción, que habría de llegar a conocerse como la Cristiandad?

Cuando San Agustín murió, los bárbaros ya estaban a las puertas de Hipona, y estaban saqueando e in­cendiando la ciudad cuando su cuerpo yacía en la basílica esperando a ser enterrado. Sus servicios a la Iglesia, sin embargo, no concluyeron con su vida, sino que siguieron durante la Antigüedad Tardía y la Edad Media, definiendo y fortaleciendo la fe que tanto había venerado, facilitando de esa manera su avance hacia Occidente y dejando un rastro de catedrales como la de Chartres para marcar su progreso.

"Si San Agustín hubiera surgido en nuestros tiempos, y hubiera tenido tan poca autoridad como la que ahora tienen sus defensores, nada habría logrado. Dios guió bien a Su Iglesia enviándole antes, e invistiéndole con el grado de autoridad apropiado."

Así escribió Blas Pascal unos diez siglos después de la muerte de San Agustín. Para entonces, nuevos peligros acechaban. El gran torrente de creatividad desplegada por el Cristianismo parecía ahora estar rebasando sus márgenes, arrastrando consigo los diques y represas que habían sido diseñados para encauzarla. En vez de una Nube de Ignorancia entre Dios y nosotros, se estaba formando una Nube de Conocimiento; ahora, la amenaza era de luz, no de obscuridad -- una luz deslumbrante, cegadora. Esta vez, el dedo de Dios señaló inexorablemente al propio Pascal. Era él a quien se le habría de requerir contraponerse a un doble ataque: por una parte, un clamor de auto-indulgencia, de liberación de toda restricción, de licencia para, en sus propias palabras, "lamer la tierra"; y, por otra parte, los primeros fragores de los hombres de ciencia carentes de Dios que, tan engreídos con sus logros y con las potencialidades tan asombrosas que con ellos se abrían, comenzaban a creerse dioses, capaces de moldear su propio destino y de crear un reino de los cielos aquí mismo en la tierra.

Las credenciales de Pascal como espía de Dios en estas circunstancias particulares no eran menos im­pecables que lo que habían sido de Agustín en la situación creada por la caída de Roma. Ostensible­mente, él de manera suprema fue un hombre de su tiempo; en virtud de sus logros matemáticos y cien­tíficos en la misma categoría que Newton, como pensador en condiciones iguales que Descartes, y como elegante polemista, diestro para lanzar efectivos dardos a Montaigne. Como simpatizante del jansenismo,* Pascal estaba sumergido en las controversias que la Reforma hizo surgir, y estuvo a punto de ser excomulgado -- algo que por cierto suele sucederles a los espías de Dios en toda época, sea en manos de la Inquisición, de la policía política, o de su variante más reciente, los amos de los medios de comunicación. Sus Lettres provinciales, que atacaban con veneno a los rastreros Jesuitas, eran por con­senso universal obras maestras de demolición e ironía, y en todo parecía haber toda razón para conside­rarlo un producto sobresaliente y característico del Renacimiento y un precursor de la Ilustración que estaba por llegar.

Sin embargo, todo esto no pasaba de ser lo que Pascal llamaba "distracciones," que tenían el propósito de, como lo dijo él, "entretenernos y llevarnos imperceptiblemente a la muerte." La instrucción divina ya había sido dada, y él sabía exactamente lo que tenía que hacer, que era nada menos que utilizar cada trocito de conocimiento que había adquirido, sus exploraciones y experimentaciones científicas, todos los dones intelectuales y de imaginación con que Dios lo había dotado, para producir su gran obra ma­estra, su majestuosa apología de la propia fe cristiana, póstumamente llamada sus Pensées. Aun más, por una gracia singular, debida a su temprana muerte a la edad de treinta y nueve años, dejó este es­pléndido ejercicio de fe en su aspecto más duradero y de intelecto en su aspecto más perspicaz, en la forma de notas escritas en pedazos de papel, más que en la forma del largo tratado, conscientemente pulido y posiblemente tedioso, que él había concebido.

Las notas, que revelan como lo hacen, el funcionamiento de su mente brillante, han sido singularmente efectivas en su impacto: verdaderas bombas antipersonal que estallan de manera impredecible en vez de hacerlo con una sola y devastadora explosión: Más aún, la tarea imposible de acomodar las notas en el orden en que podría presumirse que Pascal tenía la intención de hacerlo ha mantenido ocupados a los eruditos que, de otra manera, pudieran haber encauzado su atención a reinterpretarlo o hacerle criticis­mo de forma en vez de sólo ordenar lo que Pascal escribió. Si tan solo algún ejercicio similarmente inocuo hubiera ocupado a los eruditos bíblicos contemporáneos, especialmente a los comentaristas del Nuevo Testamento, como los Bultmanns, Küngs y Robinsons, ¡qué bendita liberación habría sido! Fue ciertamente significativo que los logros mundanos de Pascal hayan incluido el inventar el computa­dor, que se ha convertido en la máxima efigie del hombre del Siglo XX, ante la cual mansamente se postra y cuyas revelaciones acepta cual si vinieran del oráculo de Delphos. Los Servicios de Pascal como espía de Dios fueron correspondientemente ilustres -- nada menos que la exposición y celebración de la ver­dadera fe cristiana, con palabras tan luminosas que siguen brillando desde entonces con su propia luz interior, como un cuadro de El Greco.

Vuelvo mis ojos a las escuelas y universidades de Europa
y veo ahí el telar de Locke,
cuya urdimbre atroz brama,
por los rodeznos de Newton bañada:
negra la tela
en pesados festones sobre toda nación se retuerce:
crueles factorías
de muchas ruedas veo, rueda sobre rueda,
con tiránicos dientes,
moviéndose unas a otras por coacción, no como aquéllas del Edén
que, rueda adentro de rueda, giran libremente en armonía y en paz.

Estas líneas del Jerusalem de William Blake fueron escritas como siglo y medio después de Pensées, y en la manera inimitable de Blake expresan un sentimiento semejante al de Pascal , de que el conoci­miento no es más que un vasto callejón sin salida, y que la tecnología que de él se deriva no es más que una pavorosa servidumbre, tiránicas ruedas dentadas que se mueven por coacción en vez de girar en armonía y paz como en el Paraíso. No pudo haber dos seres humanos tan distintos en sus antecedentes e intereses, en su posición social y en su crianza y en las épocas en que vivieron como Blake y Pascal. Sin embargo, estaban el uno con el otro en su percepción compartida de los enormes peligros que sur­gen cuan­do el hombre se aventura a la Nube del Conocimiento. Pascal llegó a la conclusión de que la única búsqueda seria aquí en la tierra era la búsqueda de Dios, y que el camino hacia Él era el indicado en el Antiguo Tes­tamento, señalizado en el Nuevo e iluminado por la fe. Blake, de manera semejante, insis­tía en que sólo la imaginación era capaz de comprender de qué se trataba la vida, y nunca se cansó de atacar a los ideólogos de su época, como Rousseau, Voltaire y Newton, o de burlarse del saber con­tem­poráneo -- por ejemplo, de Locke su Ensayo sobre el Conocimiento Humano y de Bacon su El Avance del Conocimiento.


Sólo Dios pudo haberse atrevido a reclutar a una persona tan rara, inspirada y errática como Blake para arrostrar por cuenta de Él los tumultuosos años que siguieron a la Revolución Francesa y su equivalente literario y artístico, el movimiento romántico. Entre muchos de sus contemporáneos pasaba por loco y en sus modos y declaraciones era tan excéntrico e impredecible, como para ser lo que en términos hu­manos se llamaría un riesgo de seguridad. Dios, sin embargo, al seleccionar a sus espías nativos ve más allá que lo que ven los mortales jefes de inteligencia, y sabía que el archipartidario de la exhube­rancia y del exceso habría de hacer del evangelio de Jesús, de amor y abnegación, un arcoiris que brille en el cielo tormentoso, y mantenga viva la esperanza de ser liberado de las satánicas factorías de todo tipo y de sus mentiras y contaminación.

Como Pascal, Blake fue un hombre de su tiempo, temperamentalmente fue un revolucionario, que se regocijó de que la Revolución hubiera ocurrido, usó la gorra roja de los Muchachos de la Libertad en las calles de Londres hasta que el Reino del Terror lo llevó a dejarla a un lado, y frecuentaba la mesa de Joseph Johnson, el editor, donde conoció a luminarias revolucionarias como William Godwin y Tom Paine, sin mencionar a Joseph Priestley, el descubridor del oxígeno, a quien inmortalizó como Inflam­mable Gas the Wind-Finder (personaje de An Island in the Moon, N.del T.). Tuvo también una relación pasajera con Mary Wollstonecraft, conocida como la hiena en enaguas, quien satisfizo su noción de Temible Simetría al convertirse en la esposa que Godwin se merecía, procreando a su hija María, la esposa que Shelley se merecía.

Blake también pertenecía temperamentalmente al movimiento romántico. De hecho pudiera decirse que lo introdujo con sus encendidos versos y pinturas, que no le debían nada a ninguna moda o escuela, y que muchos, como yo, consideran que son su mejor producción. Estos escritos y cuadros, con toda su belleza y conciencia espiritual siguen contrarrestando a las pomposas creaciones de los artistas y poetas románticos posteriores, avanzando todos ellos hacia una total irracionalidad e incoherencia -- un Logos del Diablo por el cual la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros sin gracia y colmada de mentiras.

Allá en Dinamarca, de todos los lugares, se elevó otra voz profética -- la de Søren Kierkegaard -- para hacer eco y proyectar aún más las voces de Pascal y de Blake. Kierkegaard conoció y admiró lo que Pascal escribió, pero aun cuando su vida coincidió en parte con la de Blake (tenía catorce años cuando Blake murió), es extremadamente improbable que algún día haya oído hablar de él. Lo que él y Blake tenían en común era un desprecio del tipo de sociedad materialista-colectivista que veían venir. Vién­dolos en términos de sus predecesores, los profetas hebreos, Blake era el Isaías y Kierkegaard el Amos; ambas sus voces alzándose en admonición contra el mal que vendría si los hombres decidieran prescin­dir de Dios y dejar de buscar establecer Su Reino aquí en la tierra, con las leyes, moralidad y estableci­mien­tos eclesiásti­cos apropiados.

De todos los espías de Dios, de cualquier forma un género variopinto, Kierkegaard es seguramente el más raro. Vagando interminablemente por las calles de Copenhague, con una pierna del pantalón más corta que la otra, tenía a la gente en los cafés haciéndose señas y guiñándose el uno al otro cuando lo veían pasar. ¿Cómo pudo comprender anticipadamente, de la manera como lo hizo, el gran engaño que es el sufragio universal, de manera que son sus agudas frases y no las elaboradamente estructuradas de Jef­ferson, Bagehot o Bryce las que se invocan en Westminster o en el Capitolio? ¿Cómo pudo su in­quieta mente haber presentido, como lo hizo, las salas de prensa, los estudios de radio y televisión, los satéli­tes de comunicación que nutren de muzak y newzak a todas horas alrededor del mundo? ¿Cómo haber previsto tan claramente esas voces cantando consignas al unísono en las universidades, en la Plaza Roja y en dondequiera que la uniformidad se hace pasar por unanimidad? O escuchen esto: "Una era apa­sionada, tumultuosa derroca todo, arrasa todo; pero una era revolucionaria que a la vez sea reflexiva e insensible, deja todo en pie pero, astutamente, lo vacía de significado." ¿Qué descrip­ción tan perfecta de los sucesos revolucionarios de ahora, que tienen lugar silenciosamente, invisible­mente, con los me­dios de comunicación adormeciendo a todo el mundo, hasta que la gente despierte -- si llegan a hacerlo -- para encontrar que los Honorables y Muy Honorables Miembros que entran y salen de las salas del Sí y del No son fantasmas que votan en pro o en contra de nada; que los entunica­dos sacerdotes en el altar mayor están rezándole a nadie por nada y distribuyendo vino y hostias tan yertos como la levadura rancia; que los billetes que se imprimen en la casa de moneda han perdido su valor entes de salir de la prensa, así como las palabras que se despachan de la sala de composición han perdido su significado antes de ha­berse impreso. En tales circunstancias ¿qué necesidad hay de una revolución? Sería como hacer un ataque relámpago sobre Pompeya -- cosa que realmente ocurrió en la campaña italiana durante la Segunda Guerra Mundial, aunque nadie se dio cuenta de ello. Esa perspi­cacia no es de este mundo; en el interminable juicio por traición que es la historia, a Kierkegaard se le declara convicto de haber trabajado como agente secreto de Dios.

Dostoyevski, notoriamente un eslavófilo, cristiano, monarquista, y anti-marxista incurable,cae perfec­tamente en la categoría de espía de Dios; previó con extraordinaria claridad cómo el terrible orgullo y dinamismo de los hombres sin Dios que buscaran construir un paraíso terrenal, infaliblemente probaría ser destructivo para ellos, sus congéneres los seres humanos y, en última instancia, para lo que llama­mos la Cristiandad.

Cuando estuve en Rusia por primera vez, en 1932, Dostoyevski todavía era anatema debido a su visión religiosa de la vida, como lo expresó en El Príncipe Idiota y en Los Hermanos Karamazov, y debido a su repugnancia a los revolucionarios y sus ideologías, en especial al marxismo, como lo expresó en Los Endemoniados, su tumba en San Petersburgo, cuando yo la visité, estaba descuidada y difícil de encon­trarse, y sus libros, aun cuando no estaban prohibidos específicamente, no podían conseguirse. En todo caso, Lenin había atacado a Dostoyevski y sus obras, lo que en esa época impedía todo intento de resta­blecer su reputación. Especialmente ofensivo en el clima del régimen Soviético fue el famoso discurso que dio en 1880, el año anterior al de su muerte, en ocasión a la develación de la estatua de Pushkin en Moscú. En su discurso, Dostoyevski condenó las perspectivas revolucionarias y nihilistas que, alegaba él, venían a Rusia desde Occidente. Habló en términos místicos exaltados del gran destino de Rusia, de unir a la humanidad en una hermandad basada en el amor cristiano como antídoto del poder, en vez de el poder como antídoto de la desigualdad, la injusticia y la opresión bajo la cual en todas partes bregan los pobres.

En ese momento, el discurso fue recibido con entusiasmo. Traerlo a mi comentario requería citar pala­bras de él que, de haber sido enunciadas en ruso por un ciudadano soviético, lo habría llevado directa­mente al Archipiélago Gulag. Equipado con un micrófono de radio y hablando esas palabras mientras caminaba por una hacinada calle de Moscú, me dio una especie de éxtasis como rara vez he experimen­tado. Ninguno de los transeúntes oía lo que yo iba diciendo o lo habría entendido si lo oyera; a sus ojos yo no era más que un extranjero musitando para sí mismo. Mas sin embargo, cuando conjuraba en mi mente la respuesta extraordinaria a las palabras de Dostoyevski cuando las dijo, yo sabía de alguna ma­nera, sin sombra de duda, que su visión del evangelio de amor de Cristo triunfando sobre el evangelio de poder de Marx habría de llegar a cumplirse cierta y finalmente algún día.

Filmamos el programa de Dostoyevski en Rusia justamente cuando la marea había retrocedido y se había vuelto aceptable hacerlo. En preparación para la celebración del aniversario de su muerte, se había publicado una gran edición de su colección de obras que había probado ser enormemente popular. Fue fascinante observar cómo los libros de Dostoyevski, producto de una mente opuesta diametralmen­te a todo lo que el régimen Soviético representaba, pudo, gracias a acrobacias ideológicas, moldearse en forma de algo que fuera compatible con la línea partidista del momento -- algo así como descu­brir en la vida y obra de Gandhi a otro Genghis Khan, o en la de Mussolini a otro San Francisco de Asís.

El caso de Tolstoy en mi galaxia de espías de Dios es particularmente interesante, tan solo porque per­manece, como si fuera, en su puesto, de manera que su desempeño está abierto al escrutinio de un ojo severo. Esto era muy evidente mientras filmábamos en Rusia el programa sobre Tolstoy en lugares asociados con él -- su casa en Moscú, su casa de campo en Yasnaya Polyana, cerca de Tula, y en la pequeña y desconocida estación del tren en Astapova, donde él murio. En cierto grado, yo me había preparado para la experiencia cuando entrevisté para televisión de la BBC a un escritor ruso llamado Anatoly Kuznetzov, que había defeccionado y buscado asilo en Inglaterra. Al hablar con él, me dí cuenta de que su manera de ver la vida tenía un claro trasfondo cristiano. Cuando le mencioné esto, me dijo que poco después de haber nacido, su abuela ucraniana se había encargado de que fuera bautizado. Aun así, le planteé, difícilmente podría haber tenido una educación cristiana bajo el régimen soviético, militantemente ateo. ¿Los evangelios, por ejemplo? Sin duda no se podían conseguir. Sí, dijo, así fue, y luego pronunció una memorable observación -- específicamente, que Stalin había cometido un error muy grande al no haber prohibido las obras de Tostoy y Dostoyevski.

Percibí el punto, desde luego, y seguí maravillándome de la casualidad extraordinaria -- de haber sido casualidad -- por la cual las obras de los dos más grandes escritores cristianos de los tiempos modernos hubieran seguido circulando en el primer estado declaradamente ateo. Después de todo, entre los dos autores se cubre todo el terreno, de los espléndidamente lúcidos comentarios de Tolstoy sobre el nuevo testamento, la crónica de su conversión en su Confesión, y sus cuentos, cada uno de ellos una parábola de consumada maestría, a la devastadoramente penetrante exposición del pecado, del sufrimiento y de la redención que hace Dostoyevski. Suponiendo que le pidieran a uno que nombrara los dos libros mejor calculados para darle al escéptico de hoy una clara noción de lo que se trata el Cristianismo ¿po­dría uno dar una mejor respuesta que Resurrección y Los Hermanos Karamazov? Kuznetzov, sin duda, estaba en lo correcto en su apreciación de que, permitiendo que circularan las obras de Tostoy y de Dos­to­yevski, Stalin, sin saberlo, contrarrestó, de la manera más efectiva posible, todos los esfuerzos que la maquinaria de propaganda soviética llevó a cabo, con sus museos anti-Dios, sus publicaciones y exhor­taciones equivalentes, y sus galimatías científicos, por extirpar la práctica, y aun la memoria, de la reli­gión cristiana entre el pueblo ruso.

Hablar frente a la cámara no es una actividad que de ordinario yo encuentre particularmente agradable, pero de alguna manera, a la luz de los pensamientos que mi conversación con Kuznetzov hizo venir a mi mente, mi expedición a la Unión Soviética para filmar en busca de Tolstoy me pareció verdadera­mente fascinante. Esto fue especialmente cierto durante los días que pasamos en Yasnaya Polyana, lugar que, en un clima perfecto de otoño, parecía un sitio encantado. Parado junto a la tumba de Tols­toy, viendo hacia la barranca donde de niño él creía que estaba escondido el palo verde que tenía labra­do en él el secreto de la eterna felicidad, y hablando ahí de la hermosa manera como Tolstoy había escrito sobre el Nuevo Testamento en relucientes palabras, tan claras y reveladoras, que bien podían haber sido concebidas para mentes que de otra manera habrían permanecido ignorantes o que estaban deliberadamente cerradas al tema; hablando también de su empedernida desconfianza del poder y de aquéllos que lo ejercían, no obstante sus apa­rentemente bien dispuestas intenciones, yo mismo me sentía alentado. Mi auditorio, por cierto, no era más que una enorme cámara, con mi propio equipo de gente rodeándola, junto con algunos rusos agregados para un propósito u otro, pero me pareció captar una mirada de otra presencia que acechaba entre los abedules plateados que él había plantado un siglo atrás, barbado, con altas botas y su ancho cinturón ceñido en su familiar cami­sa de campesino. ¿Pudie­ra ser..., sería posible que estuviera favoreciendo­me con un guiño clara­mente pícaro?

Inmediatamente después de filmar junto a la tumba de Tolstoy, yo iba a ser entrevistado por la estación local de televisión de Tula. Mi entrevistador, un individuo agradable en pantalones de cuero, ya estaba parado junto a mí, y me planteó solamente una pregunta -- ¿Por qué admiraba yo a Tolstoy? -- lo cual me pareció bastante justo. Mientras caminaba de un lado a otro pensando qué iba yo a contestar, el ruso que iba a actuar como traductor se puso a caminar a mi lado, y con una voz suave y persuasiva, en lo que a mí me pareció ser un tono de burla, observó que Tolstoy había sido un gran pacifista ¿o no? Yo estuve de acuerdo, aunque sin agregar que por ello se había ganado el desprecio de Lenin. En ese caso, siguió el intérprete, se apreciaría mucho si se señalara que la política de Brezhnev de détente podría ser considerada como la realización del pacifismo de Tolstoy.

Era difícil mantener una cara impasible, pero en consideración al intérprete me contenté con decir que la política de détente tenía que ver con la diplomacia, un campo altamente minado, el cual no me atre­vía a hollar. Ahí quedó el asunto, y cuando llegué a contestar la única pregunta de por qué admiraba a Tolstoy me concreté a mis tres puntos -- su grandeza como escritor, su singular calidad como vocero de Cristo, y su perdurable desconfianza de los gobiernos, independientemente de su color y de sus aparen­tes objetivos. Ningunas otras palabras que yo jamás hubiera enunciado, creo, me han dado más satis­facción que éstas, aun cuando estaba seguro de que nunca se transmitirían. Era como un éxtasis estar diciéndolas en esas circunstancias y en ese lugar. Como lo había previsto, todo lo que llegó a aparecer en las pantallas de televisión fue algo del rodaje mudo de nosotros, filmando en Yasnaya Polyana, pero sentí que lo que había dicho también persistiría entre los abedules plateados.

En Moscú filmamos frente a la oficina principal de la Unión de Escritores Soviéticos. Esa casa era la que Tolstoy había identificado como la residencia de la familia Rostow en La Guerra y la Paz, y una gran estatua suya domina su fachada. Nuevamente, al igual que en Yasnaya Polyana, yo estaba cons­ciente de la presencia de Tolstoy. Mirando a la estatua, que desde un punto de vista artístico no es particularmente buena, pero su parecido es suficiente -- vi en su cara de bronce lo que el escritor ruso Máximo Gorki había descrito tan bien: algo perdurable, cercano y lejano, divinamente terrenal e ino­centemente viejo.

Nos queda Dietrich Bonhoeffer, quien, para mí, no encaja en el rol de espía de Dios tan clara y sucinta­mente como los otros, sin duda por ser el más cercano a nuestra época. Los espías de Dios, por la natu­raleza del caso, tienen que ser vistos desde una cierta perspectiva para entenderse y apreciarse plena­mente. Bonhoeffer sigue estando enredado en el presente y en cierto grado participa de sus incertidum­bres y equivocaciones. Por ejemplo, tomó su gran decisión de participar en una conspiracion para ase­sinar a Adolfo Hitler, aun cuando él reconocía que hacerlo pudiera ser un pecado mortal. En otras pala­bras, consideraba que liberar a Alemania del régimen nazi era más importante que el salvar su propia alma. Nosotros, que hemos visto las consecuencias de la liberación de Alemania de Hitler, pudiéramos cuestionar la decisión de Bonhoeffer; pero se libró de esas angustiosas dudas con su martirio justo antes de la derrota final de Alemania.

Me parece interesante el que, en Londres, Simone Weil, otra de los espías de Dios, colaborando con los Gaullistas y volviéndose cada vez mas escéptica de lo que, en términos de sus valores, habría de ser la ya cercana así llamada liberación de Francia, fue también librada de ver el nada edificante espectáculo de la Quinta República de De Gaulle, de manera igual como Bonhoeffer fue librado de ver la Republica Federal de Alemania. En el caso de ella, hay que reconocer que su muerte en 1943 puede considerarse haber sido en cierto grado auto-inflingida, dado que su causa evidente fue el rehusarse a comer. El efecto, sin embargo, fue el mismo que que el del martirio de Bonhoeffer -- que no vivió para ver la vacuidad de la victoria de los aliados que tanto había esperado y en la que tan apasionadamente había creído. Y ¡cuánto más hubiera ella preferido morir como Bonhoeffer, en un cadalzo nazi, que de desnu­trición en un hospital de Kent!

Parado ante el Muro de Berlín, traté de imaginar lo que habrían sido los sentimientos de Bonhoeffer si, en vez de haber sido martirizado, hubiera vivido en la Alemania dividida de la post-guerra. Hacia el este, podía yo ver la conocida escena de desolación y opresión, las casas desaliñadas, las tiendas vacías, el tráfico y la gente en la calle de alguna manera enmudecidos; hacia el occidente, la otra clase de deso­lación y de opresión, igualmente conocida, el brillo del neón y del vidrio, las exhortaciones a gastar y a consumir, los bancos como templos y la erótica como sueños. La búsqueda del poder versus la búsque­da de la felicidad, la televisión en blanco y negro versus la de color, los puños levantados versus los falos erectos, el armamento antes que la mantequilla versus la mantequilla antes que el armamento. Y entre ellos, la tierra de nadie o limbo de centinelas vigilantes en torres de vigía, los perros y las minas terrestres, las patrullas armadas. ¿Había algo aquí por el cual arriesgarse a la condenación eterna? ¿o aun por el cual vivir? Los antros de strip-tease y los estridentes carteles que anunciaban los impresio­nantes éxitos del triunfante proletariado alemán, igualmente de fantasía. Carne de plástico y estadís­ticas fraudulentas -- ¿dónde está la diferencia? Quizás, después de todo, el limbo es el lugar, acechan­do entre las minas de tierra.

El servicio activo de Bonhoeffer como espía de Dios termina, pues, con una pregunta no respondida. Quizás su serenidad perfecta cuando iba a ser ejecutado se debía en parte a que ahora ya no tendría que responderla -- por lo menos no en este mundo. Mientras tanto, podemos estar seguros de que otros espías han recibido instrucciones y han sido enviados a sus puestos. Sería tonto aun especular sobre su identidad y ubicación. Como ya se ha dicho, el deber primordial del espía nativo es adquirir el color de la escena contemporánea. Una cosa es segura, sin embargo; quienesquiera que sean y dondequiera que estén, de ellos se requerirán grandes servicios, y grandes peligros los rodean.


*Jansenismo, herejía derivada del Agustinianismo de Cornelio Jansen, que en el tiempo de Pascal era Obispo de Yprez. Sostiene que la gracia es irresistible, y por lo tanto ha sido considerado determinista y en línea con el Calvinismo. Sus seguidores, quienes incluían a los religiosos de Port Royal, y entre ellos a la hermana de Pascal, Jacqueline, practicaban un ascetismo extremo.

Nota del traductor:  Espero en un futuro indeterminado poder terminar la traducción del resto del libro.  Cuando la termine, será publicado en este mismo medio