Mostrando entradas con la etiqueta Virtud. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Virtud. Mostrar todas las entradas

sábado, 3 de enero de 2015

Nuestro Deber en Tiempos de Persecución Religiosa

Nuestro Deber en Tiempos de Persecución Religiosa


Por Reverendo Padre Pierre de Clorivière

tomado de: http://www.sspxseminary.org/publications/rectors-letters-separator/rectors-letter/537.html

Traducido por Roberto Hope

Suponemos que algún día va a haber alguna interrupción de los males de esta revolución (suposición basada en el estudio de las Sagradas Escrituras). Pero debido a que el mal ha crecido a un punto tal que, sin una intervención maravillosa de Dios -- tan maravillosa que no hay ejemplo anterior de ella -- nuestro País nunca podría nuevamente levantarse, y debido a que esta interrupción no parece que vaya a suceder pronto, sino que habrá de ser concedida a tiempo para la conversión de los judíos y de los infieles, no hablaremos de esta interrupción como de algo incuestionable. Antes de proponer opinión alguna sobre este asunto, expondremos lo que parece ser apropiado para el caso de que no se restablezca un orden de cosas que sea favorable para la religión.

En tiempos de persecución menos violenta, pero durante los cuales la religión y quienes la profesan permanecen no obstante en un estado de opresión y sufrimiento, varias cosas son especialmente necesarias.

Para mantener entre el pueblo Cristiano el orden y la pureza de la fe y la uniformidad de comportamiento, y para lograr auxilio y consolación para los fieles, debe mantenerse el orden jerárquico. Este orden permite el apoyo y la propagación de la religión en un país, y es la principal contribución para restablecer el reino de Dios y la preservación de la fe de muchos. El celo de nuestros obispos les hará, de ser necesario, desdeñar el peligro y las inconveniencias de una vida de pobreza como la de los primeros discípulos de Jesucristo. Por su parte, los fieles por su amor a la religión y aun a riesgo de sus vidas, reconocerán su propia obligación de proveer para el sustento de la jerarquía con todo lo que sea necesario para el ejercicio de su ministerio pastoral.

Otro cuidado importante será el de proveer a esta infeliz nación con un número suficiente de sacerdotes, y no hay trabajo más esencial que el de dar a los candidatos al sacerdocio los medios para que se preparen perfectamente. Será necesario hacer todo lo posible por mantener el interés por la salvación de las almas, no sólo entre los clérigos sino también entre los fieles. Los cristianos, y especialmente los sacerdotes, deben estar preparados para sacrificarse por el bien espiritual de sus hermanos, especialmente cuando la necesidad es más urgente. Si no tienen el valor para hacer el sacrificio, se harán responsables ante Dios por la sucesión de males que, con un poco de interés, habrían atajado. Que todos los que se sientan más fuertemente atraídos a Dios se apresuren a mostrar este celo, pues los primeros en dar el ejemplo merecen una corona más gloriosa. Pero deben aspirar sólo a la gloria de Dios y estar preparados para sufrir. Su valor debe aumentar conforme los obstáculos se multipliquen, y deben encontrar su fuerza en el abandono total en la manos de Dios. Aquéllos que propondrían objetivos puramente humanos y que buscarían descansar no están aptos para la obra de Dios. Lo que se necesita son trabajadores que cuenten solamente con Dios y que, sin preocuparse de las cosas visibles, tengan sus ojos puestos constantemente en las cosas eternas. La empresa es muy grande y, tenga el éxito que tenga, podrá ser muy feliz sólo para aquéllos que se dediquen a ella. Y no basta trabajar para la generación presente, es también necesario pensar en las generaciones futuras para preparar los medios para la salvación de ellas.

Debemos insistentemente recomendar a los fieles que tengan cuidado constante en la educación de sus hijos. La preservación del depósito de fe depende de este cuidado, y sin él todos los demás cuidados serán inútiles. Este cuidado debe extenderse a todos los niños, de ambos sexos, desde una edad temprana hasta que estén enteramente formados.

Deben ser instruidos cabalmente acerca de las verdades y la evidencia de la religión cristiana, y no quedarse satisfechos con una instrucción rutinaria y superficial, como suele hacerse con demasiada frecuencia. Es necesario que los niños, de acuerdo con las capacidades de su edad y de su espíritu, sientan algo de la belleza, de lo sublime, de la admirable coherencia, y de la excelencia de todas las verdades cristianas, y que conciban lo deplorable que es la ceguera y la desventura de aquéllos que rechazan estas verdades para acoger mentiras. Todos aquéllos que, entre los fieles, tienen algún talento, no hallarán una mejor manera de emplearlo para el bien de la Religión y el agrado de DIos, que poniéndolo al servicio de la instrucción de los jóvenes, para inspirarlos con sentimientos cristianos que los preserven de la corrupción e incredulidad de nuestros tiempos.

Sería muy deseable que todos nosotros tuviéramos la misma forma de ver, hablar y comportarnos. Eso sería posible si todos permaneciéramos constantemente unidos a principios verdaderos, que no varían y son iguales para todo tipo de gente. Pero ¿cómo podemos esperar tal cosa, si desde los comienzos de la Iglesia San Pablo se quejaba de que aun entre los ministros del Evangelio, había muchos que se le oponían, que preferían sus propios intereses por encima de los de Jesucristo, y que adulteraban la palabra de Dios?

La debilidad, los sentimientos humanos, una falsa compasión, el ejemplo y el peso de la autoridad de personas que han caído en el error ellos mismos -- todos estos factores alejan a gran número de personas de los principios verdaderos y los conducen a desviaciones de las cuales les cuesta mucho trabajo apartarse.

Aquéllos que están de lleno en el camino de la verdad deben aguantar pacientemente a aquéllos que son engañados a fin de evitar romper la unidad, mientras la Iglesia no los haya condenado y su error no sea tal que lleve obviamente a las almas al abismo. Pero la condescendencia de los que siguen la verdad no puede llegar hasta transigir con doctrinas erróneas y perniciosas; deben tratar de apartar de ellas al mayor número posible de almas. Deben esparcir la luz verdadera, oponerse a mentiras y engaños, y todo esto en un espíritu de gentileza y caridad, con cuidado de exculpar al prójimo y de ser indulgente hacia aquéllos que muestren un deseo de volver a la verdad.

Los verdaderos principios son aquéllos que fueron enseñados siempre en la Iglesia Católica, aquéllos que se conforman con las doctrinas del Sumo Pontífice, aquéllos que están basados en razones sólidas y luminosas.

Aquéllos que no sostienen los principios verdaderos se dejan gobernar por sus propias debilidades, sus temores, o por ejemplos o decisiones acordes con sus inclinaciones naturales. El mal que resulta de ello es incalculable; son seducidos a hacer lo que es pernicioso y, sin quererlo, cooperan con los enemigos de la religión. Una conducta firme y valiente hubiera atajado el contagio, por lo menos parcialmente. La mayoría ha errado más por debilidad que por malicia. Recemos por que puedan admitir su error. Quisiéramos exculparlos tanto como fuera posible, y sería con gran alegría con que los viéramos reconsiderar sus pasos y les ayudáramos a reparar el daño que se han hecho a sí mismos y a los fieles por haberse alejado de la rectitud evangélica.

Que el pasado nos enseñe; el enemigo no cesará de ponernos trampas, uniendo el engaño a la violencia, a fin de turbar por seducción a aquéllos a quienes él perdió la expectativa de dominar por miedo. Convenzámonos de que el único medio de preservarnos de estos obstáculos es hacer una profesión abierta y valiente de nuestro apego a la religión, aceptando por adelantado todo el sufrimiento que esta profesión pudiera traernos, y hasta considerándolo un gran bien.

Virtudes necesarias en tiempos revueltos.
En una época en que la Iglesia no está menos confrontada por la furia de sus enemigos que en sus primeros años, se requiere una gran virtud en sus hijos, Una virtud mediocre no puede bastar para seguir siendo discípulos de Jesucristo; se necesitan de mayores gracias, mayores luces, en proporción a la multiplicación de los enemigos visibles e invisibles contra los cuales debe defenderse en todas partes. Como el objetivo que esos enemigos buscan es siempre perverso, estarían muy débiles para la conquista si no se armaran de mentiras. Hijos de la vieja serpiente, se enrollan en palabras que parecen inofensivas, y atrapan a los imprudentes en redes de ambigüedades. Aun así, se necesita gran discernimiento para reconocer, de entre aquéllos que gozan de alguna reputación de ciencia y de piedad, a aquéllos que deben ser consultados, qué grado de confianza merecen, y qué tan lejos podemos ir siguiendo su consejo. Por no haber hecho esto, muchos que han seguido ciegamente a guías ciegos han caído con ellos. Aun con relación a cosas que son abiertamente malas o falsas, podemos ser llevados al engaño por la autoridad personal de aquéllos que los apoyan o defienden, por el ejemplo de la mayoría o por miedo de hacernos demasiado notorios. Comenzamos por dudar: lo que antes nos parecía una verdad incuestionable ahora nos parece más problemática, acabamos adoptando lo que inicialmente nos horrorizaba.

Sólo la luz divina y una gran iluminación, una ayuda muy poderosa, puede protegernos contra esos peligros. Qué deberíamos hacer para obtener esa gran iluminación, esas fuertes y abundantes gracias? En épocas en que se clama la Justicia Divina por una magnitud desbordante de crímenes, debemos, conforme a las reglas de equidad, hacer nuestra parte por satisfacer su Justicia Divina, y no podemos esperar que Dios nos distinga por los efectos particulares de su misericordia, si no nos distinguimos por una fidelidad más generosa en servicio Suyo.

Debemos excitarnos por la gloria de Dios y la caridad hacia el prójimo. Tener una virtud que sólo sea común pudiera bastar para salvarnos a nosotros mismos, pero no salvaremos a otros. Es necesario adquirir mayor mérito ante Dios mediante una vida más santa, por el peso que el entusiasmo y la confianza darán a nuestras oraciones, y atraer la misericordia de Dios por medio de un desdeño generoso del tipo de vida y de todo lo que el mundo busca. Un acto de ardor de Phineas obtuvo el perdón para su pueblo; Aaron, con incensario en mano, detuvo la venganza divina; cinco hombres justos habrían salvado a Sodoma.

Ciertas virtudes son necesarias más particularmente en tiempos de persecución, para vivirlos sin debilitarnos. Primera de todas es la pobreza de espíritu tan recomendada por los Santos Evangelios. Aun cuando desprenderse de corazón de las cosas de este mundo es requerido de todos los cristianos, hay circunstancias en que se hace necesaria la renuncia. Esto era muy frecuente en los primeros tiempos de la Iglesia, cuando se amenazaba a los fieles con perder sus bienes y ser reducidos a la indigencia si no adoraban a los ídolos. Vivimos en una época en que el espíritu de pobreza será más necesario de lo que ha sido en muchos siglos. La razón es obvia, ya hemos visto el comienzo de los sacrificios necesarios. Pero, por otra parte ¿cuántos llamados cristianos han seguido la bandera de la impiedad por temor a pérdidas temporales, por el amor a sus bienes que reina en sus corazones? Es por lo tanto muy necesario mantener un desprecio sincero por estos bienes que no hacen a un hombre más grande; poseer estos bienes sin apego, que requiere que nos ejercitemos en privarnos de ellos; usar estos bienes con sobriedad y sin hacernos esclavos de la comodidad que nos proporcionan; saber cómo cuidarlos con esmero pero sin ansiedad, y estar preparados para separarnos de ellos sin lamentarlo. Estos bienes son como la lana del borrego, de la cual es bueno que se le descargue cuando se hace demasiado pesada. Para el cristiano que entiende y acepta el tesoro de la pobreza evangélica el mundo no posee los mismos peligros y, cuando es tentado, obtendrá victorias gloriosas.

domingo, 28 de diciembre de 2014

La Doctrina Cristiana del Trabajo

La Doctrina Cristiana del Trabajo


La siguiente es una conferencia dictada por el muy Rev. P. John Canon McCarthy en el Congreso de la Catholic Truth Society de Irlanda de 1954


Traducido del inglés por Roberto Hope

En el mundo de ahora se están haciendo intentos, consciente o inconscientemente, de departamentalizar la vida humana, para acordonarla en áreas separadas, y de evitar o negar la comunicación entre estas áreas.  En particular, se dice con frecuencia que la vida religiosa del hombre constituye una esfera aparte, confinada a los momentos de oración, a las iglesias y a los domingos; que sólo constituye un adorno en el tejido general de la vida humana.  Este no es el verdadero concepto cristiano de la vida, que considera al hombre en su totalidad, con todas sus aspiraciones y esperanzas, en todas sus actividades externas e internas, en todas sus relaciones y combinaciones con las estructuras sociales. El cristianismo no es una cuestión doctrinaria. Ni es tampoco una mera filosofía de vida de medio tiempo.  Es un modo práctico de vida que afecta y encauza todas las áreas de actividad humana.  Un principio básico del cristianismo es que el destino último del hombre es la visión cara a cara con Dios en el cielo, y que esta vida terrena, con toda su diversidad de funciones, con sus esfuerzos y tensiones, es un período de preparación para, y de alcanzar merecimiento de, esa espléndida visión.  Aquí no tenemos una ciudad que perdure. Buscamos una que está por venir. Buscamos esa ciudad, tratamos de alcanzarla, de ameritarla, conociendo y sirviendo a Dios aquí abajo.

Este servicio inteligente de amor no se restringe a una esfera particular de actividad, a momento particular alguno o a lugar especial alguno.  Debe entrar en nuestro modo de vida cotidiano, en los talleres, en las oficinas y en las reuniones.  Ésta, en breve, es la visión íntegra y plan de vida y de sus fines que nos presenta el cristianismo: no hay área de vida humana a la cual no apliquen sus doctrinas e ideales.

A la luz de este ámbito del cristianismo, que lo permea todo, debe haber una actitud específicamente cristiana hacia el trabajo, una filosofía cristiana del trabajo — y mi tarea esta noche es la de explicarla ante la presencia de este distinguido auditorio.  Permítaseme decir que nuestro tema “La Doctrina Cristiana del Trabajo” es de gran importancia en virtud de que tiene un impacto y lleva un mensaje para todos.  Y sin embargo muchos desconocen sus implicaciones y muchos son demasiado renuentes a vincular sus ocupaciones y actividades cotidianas con la religión, con el cristianismo y con Cristo.  Es mi privilegio y mi alto deber el tratar de precisar esta relación y, en mi intento de hacerlo, presentaré ante ustedes el concepto cristiano del trabajo y de su lugar en la vida humana, bajo tres encabezados principales: como un servicio a Dios, como un servicio al individuo y como un servicio a la sociedad — un servicio ennoblecido, en todo nivel y en toda forma, por el ejemplo viviente y vivificante de Cristo.  No podemos pensar en el cristianismo separadamente de Cristo: es Cristo-céntrico.  Se centra en Cristo en toda esfera y a todo nivel.  Debo recordar que no me ocuparé en este momento de las relaciones entre los empleados y los patrones, con la cuestión de los salarios o aun con el trabajo como un problema meramente técnico o sentimental, sino como un problema filosófico y religioso que llega hasta las raíces de la naturaleza humana y a los grandes fines fundamentales asignados a ella por Dios.

En el diseño divino, el propósito de toda creación, racional e irracional, animada e inanimada es la de manifestar la grandeza y gloria del creador externamente.  La creatura irracional logra este propósito por su propia existencia. Coeli ennarant gloriam Dei ('Los cielos proclaman la gloria de Dios') — cantaba el salmista,

Los signos y maravillas de los elementos
Hablan de Dios y llenan la tierra con alabanzas
Samuel Taylor Coleridge

Es dado al hombre, dotado de un alma racional, servir consciente y libremente a Dios y proclamar su gloria maravillosa.  En el hombre se alcanzó el punto más alto de la actividad creadora de Dios “Lo hiciste poco menos que los ángeles, lo coronaste con gloria y honor y lo pusiste arriba de todas las obras de tus manos,  Has sometido todas las cosas bajo sus pies, todos los corderos y bueyes, también las bestias de los campos, los pájaros del aire y los peces del mar” (salmo 8).  El servicio del hombre al Creador sería primariamente a través del trabajo.  Fue creado y dirigido a laborar sobre los recursos naturales de la tierra, que fueron puestos a su disposición para cultivarlos y cuidarlos, a someterlos, desarrollarlos, y moldearlos.  “En consideración a la dignidad del hombre, Dios dejó algunas cosas inconclusas, para que el hombre pudiera tener el privilegio de completarlas.  Hasta en la tarea más humilde y baja podemos sentir que estamos desempeñando nuestro papel para desarrollar y perfeccionar la obra de Dios y cumplir sus designios” Cardenal D'alton, Pastoral de Cuaresma, 1953)

El trabajo es una ley de la vida humana.  El hombre nació para trabajar, como el ave para volar.  Aun si Adán hubiera permanecido fiel, el trabajo hubiera seguido siendo un deber de la humanidad.  Es la voluntad de Dios que la naturaleza deba ser fértil y deba proporcionar alimento no sólo para el hombre, sino con los esfuerzos del hombre.  Es cierto que como resultado del pecado de Adán el descargo de este deber de trabajo se hizo más oneroso, que de ahí en adelante el trabajo habría de tener el propósito adicional de doblegar la voluntad, el corazón y el cuerpo del hombre al yugo que vino al mundo por ese pecado.  En el libro del Génesis leemos la sentencia de Dios a Adán:  “Maldita será la tierra por tu causa, con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida. Comerás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado” (Génesis 3:17 y 19).  Pero el trabajo mismo es natural al hombre y no un castigo por el pecado — lo son sólo el sudor, la sangre y el esfuerzo que lo acompañan desde la Caída.

Primero que todo, pués, el trabajo en sus varias forma debe ser visto como la vocación general de todos los hombres, como el servicio humano fundamental a Dios, que fluye, como obligación, desde la creación como el modo primario del hombre de cooperar con la actividad creadora de Dios.  Esta dignidad del trabajo es enriquecida más y de manera incalculable con el ejemplo de la vida de Cristo.  En su propia persona, Cristo es el ejemplar dinámico viviente del servicio perfecto a Dios.  Vino a la tierra a hacer una gran labor sublime:  redimir a la humanidad y revelar más claramente los modos de Dios con el hombre, y el camino del hombre hacia Dios.  San León Magno explicaba la economía divina que culminó con la encarnación, con estas palabras: “Dios, a quien debíamos, seguir no se le puede ver.  Al hombre, que podía verse, no podíamos seguir.  Por lo tanto, a fin de que Dios pudiera ser visto por el hombre y ser seguido por el hombre, Dios se hizo hombre” (Sermón de Navidad).  Al final de su estancia en la tierra, Cristo pudo decir a Su Padre Celestial, 'He concluido la obra que me diste a hacer' (Juan 17:4).  Como preparación para el logro final de su sublime propósito, Cristo vivió la mayor parte de su vida terrena en las formas humildes de un taller de artesano en Nazareth, como el carpintero, el hijo de María, y de esa manera santificó y ennobleció y puso el sello de dignidad en la baja tarea del trabajo manual.  Hizo todo esto para darnos un ejemplo, para iluminar para nosotros la verdadera forma de servicio a Dios y a los hombres en las tareas cotidianas de la vida.  Pues Él es el camino, la verdad y la vida, y la luz.

El trabajo humano, que es el servicio fundamental del hombre al creador y que, como tal, ha sido enriquecido tanto por el ejemplo de Cristo, es también el medio establecido por Dios, por el cual debemos servir nuestras propias necesidades.  En su gran Encíclica, Rerum Novarum, el Papa León XIII dice: “laborar es esforzarse uno mismo a fin de procurarse lo que es necesario para diversos propósitos de la vida, y el principal de todos es para la auto-preservación”.  El Papa León procede a señalar que el trabajo humano tiene dos características esenciales: es personal y es necesario.

Es personal:  El hombre, el trabajador es el hombre entero, la persona humana completa. No es meramente un brazo o un engrane en el mecanismo de producción, sino un ser compuesto de un cuerpo y de un alma espiritual, con objetivos, hambres y aspiraciones que trascienden la esfera material; que tratan de alcanzar las cosas del espíritu, a Dios.  El hombre fue hecho para Dios y no podrá descansar hasta que descanse en Dios.  La capacidad del hombre para el trabajo está unida a su personalidad. En el trabajo encuentra su realización, una forma de expresarse, de desarrollo personal, de cuerpo, mente y alma, facultades que de otra manera permanecerían improductivas, un sentido de logro, de dependencia en uno mismo, un sentido de valor.   El trabajo dota a la vida humana de un significado y nobleza, y de un gozo al vincularlo, como hemos dicho, con la actividad creadora de Dios. La tragedia de hoy en día es que muchos hombres han perdido el contacto con Dios en su trabajo.  En consecuencia, tratan de escaparse del trabajo tanto como sea posible; a desatenderlo.  Sin embargo, este trabajo puede, y debe, ser el medio de llevar al hombre a los pies de Dios y a su destino eterno en el cielo, a la realización final de su personalidad y de su fin — pues los hombres no son ni pueden ser salvados aisladamente de su forma de vida, sino por una fidelidad como la de Cristo a sus deberes de estado, mediante el fiel desempeño del trabajo, cualquiera que éste sea, que les haya sido encomendado.  En esto nuevamente tenemos el ejemplo vivificante de Cristo, quien, en las formas simples y en las tareas más humildes de su vida en Nazareth “crecía en sabiduría y en edad y en gracia con Dios y con los hombres” (Lucas 2;15)

El trabajo humano es necesario.  Sin los frutos de su trabajo el hombre no puede sobrevivir, y la auto preservación es una ley primaria y un instinto de la naturaleza.  El hombre está obligado a tomar los medios ordinarios para conservar su vida y las vidas de aquéllos que son dependientes directamente de él. Estos medios ordinarios se ganarán mediante el trabajo humano.  No hay lugar para el parásito humano.  En su segunda carta a los tesalonicenses San Pablo escribió: “Ni hemos comido de balde el pan de nadie a cambio de nada, sino con trabajo y esfuerzo laboramos noche y día para no ser gravosos a ninguno de ustedes ..... si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (Tes 3;8,10) La provisión de sus necesidades cotidianas mediante esfuerzo personal, de acuerdo con su capacidad y sus oportunidades es, entonces, un deber imperioso para el hombre. Y cuando decimos necesidades pensamos no meramente en las cosas materiales, sino también en las cosas del espíritu, pues sabemos que no sólo de pan vive el hombre.  Una vez más, permítanme recordar el ejemplo de Cristo y la vida de Nazareth y la aportación de su trabajo diario en el taller y en el hogar.

El trabajo también lo estableció Dios como el medio por el cual el individuo contribuye al bienestar de la comunidad y de la sociedad a la que pertenece.  Y sobre esto pensamos, naturalmente, antes que en nadie, en la familia — la unidad fundamental de organización social. Es ciertamente obvio que el jefe de la familia está obligado por toda ley a emplear todos los esfuerzos razonables para proveer el sustento y el bienestar de los demás miembros que dependen de él.  Pero debe agregarse que se espera que también ellos ayuden, cada uno a su propia manera, como lo hizo Cristo en el hogar de Nazareth.  El Papa Pío XI escribió: “Es ciertamente apropiado que el resto de la familia contribuya de acuerdo con su capacidad al mantenimiento común, como sucede en los hogares rurales o en muchas familias de artesanos y de pequeños comerciantes”. (Quadragessimo Anno)  Debemos también pensar de las comunidades extendidas y en las sociedades de las cuales el hombre es miembro, la persona humana entera.  Y es necesario recordar que la persona humana, a pesar de los derechos y dignidades individuales a que es acreedora, no vive ni puede vivir como una unidad aislada.

El hombre es un animal social. De Dios, el autor de su naturaleza, recibe el deseo, la capacidad, y la necesidad de sociedad, para unirse y combinarse con otros hombres con el fin de lograr el proposito común.  El hombre tiene que vivir y labrar su salvación como miembro de la comunidad y de la sociedad a la que pertenece.  En adición, pues, a sus derechos y deberes como individuo, tiene derechos y deberes como miembro de la sociedad. Está obligado a contribuir al bienestar de la sociedad. Ésta es una enseñanza social fundamental, pero frecuentemente no se reconoce o se pasa por alto en el proceso egoísta de la vida moderna. De hecho, mucho del desorden e inquietud social surge de una falta de reconocer y honrar este doble aspecto, el individual y el social, de la vida humana, de las instituciones humanas y del esfuerzo humano.  En nuestra enseñanza sociológica enfatizamos la necesidad social y el valor del esfuerzo humano.  Pero, desde luego, no debemos exagerar estos aspectos.  Hacerlo sería caer en el error totalitario y pasar por alto o depreciar los valores personales individuales del trabajo.  En todo este contexto, la enseñanza verdadera cae en un punto medio entre el individualismo extremo o egoísta y el colectivismo bestial.  Los valores individuales y sociales del trabajo humano son complementarios, ni son contradictorios ni están en conflicto.

Por su trabajo un hombre no sólo puede meramente desarrollar su propia personalidad y proveer para sus necesidades, sino que también puede contribuir al bienestar de la sociedad y de la humanidad.  Esto tiene él obligación de hacer.  Él está implicado en la estructura social. Tiene la obligación de desempeñar su parte, de ser un miembro útil dentro de esa estructura.  La sociedad necesita hombres que estén conscientes de sus deberes sociales y que estén preparados para honrarlos.  Necesita trabajadores, no zánganos.  Necesita para su supervivencia del trabajo honesto, del servicio leal de los buenos ciudadanos — de hombres y mujeres que tengan la determinación y el deseo de contribuir a, así como de participar en, el bienestar común.

A la luz de la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, este aspecto social del trabajo está investido de una mayor dignidad, y está salvaguardado por una mayor aprobación.  La doctrina del Cuerpo Místico implica la hermandad de los hombres bajo la Paternidad de Dios. Significa que entre los miembros individuales de la Iglesia y Cristo, así como entre uno y otro de los miembros mismos, hay una unión y una solidaridad íntima y vital, obradas por el Espíritu Santo; que Cristo y Sus miembros forman un solo cuerpo con con una fuente de vida común, intereses comunes y objetivos comunes.  Hay una pluralidad y diversidad de miembros del Cuerpo Místico.  Cada miembro tiene su papel que desempeñar, su contribución que dar, al bienestar del Cuerpo entero. “Así como en un mismo cuerpo tenemos muchos miembros pero cada uno con distintas funciones; también nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los otros” escribió San Pablo en su epístola a los Romanos (12; 4, 5)

Este bosquejo de la doctrina del Cuerpo Místico enfatiza elocuentemente la necesidad y el valor social del trabajo — que se presenta como el medio por el cual los hombres pueden cooperar con Cristo y unos con otros en el desarrollo de los fines de la Encarnación y Redención.  Los varios miembros del Cuerpo Místico están destinados a trabajar juntos, a ayudarse el uno al otro hacia el objetivo de alcanzar el destino sobrenatural común de la humanidad.  Conforme a esta enseñanza cristiana somos los guardianes de nuestros hermanos, los asistentes de nuestros hermanos.  Estamos obligados a soportar unos las cargas de otros.  A menos que hagamos esto, nos advierte San Pedro, no cumplimos la ley de Cristo. Estamos unidos por un gran mandamiento de amor — amor a Dios y amor al prójimo. Podemos cumplir mejor y más efectivamente este mandamiento con una apreciación de la necesidad, potencialidad y valor, en el orden social, del trabajo que nos toca hacer, y dirigiendo ese trabajo no solamente a nuestro beneficio individual, sino al bienestar de nuestros semejantes, y en especial para ayudar y socorrer a aquéllos que están necesitados en lo temporal y en lo espiritual.  Es obvio, entonces, que la doctrina del Cuerpo Místico no deja lugar, en una verdadera filosofía de la vida o del trabajo, para un individualismo egoísta.  La doctrina exige que todos en la comunidad o sociedad de los fieles debe, en interés común, contribuir su parte con la tarea que le toca hacer — cualquiera que ésta sea. Y esto es exigido no meramente con base de la solidaridad natural de las organizaciones sociales y de las sociedades, sino en virtud de la solidaridad sobrenatural de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo.

Les he presentado lo que yo concibo que es la filosofía cristiana del trabajo como un servicio a Dios, como un servicio al individuo, como un servicio a la sociedad.  Difícilmente es necesario decir que estos aspectos no pueden mantenerse enteramente distintos o aislados.  Son más bien facetas del cuadro completo de las actividades del hombre — del hombre total, del ciudadano del tiempo y de la eternidad.  Permítaseme ahora referirme a algunas conclusiones prácticas que deben surgir de una consideración de esta enseñanza cristiana sobre el trabajo.  Ya hemos hecho de paso referencia al valor del trabajo humano como una forma de cooperación en las actividades divinas de Creación y Redención, como un medio de desarrollo y realización personal del fin último de la vida, como una contribución al bienestar de la sociedad.  Estos valores, también, están entretejidos unos con otros. Todo este tiempo he hablado del trabajo en general.  No puedo particularizar. El trabajo puede tomar una variedad casi infinita de formas. El curso que sigue el trabajador es trazado en una multitud de circunstancias diferentes.  Pero el trabajo honesto, de cualquier tipo y en toda circunstancia, si es motivado y dirigido adecuadamente, puede alcanzar los fines y valores que he mencionado.  En las filosofías paganas, las ocupaciones manuales y el trabajar por un salario era visto como cosas de las que uno debiera estar avergonzado — pero según la enseñanza cristiana, como lo enfatiza el Papa León XIII, son formas de vida honorables y dignas de crédito.  Dentro de la unidad del Cuerpo Místico — como en un cuerpo físico — hay muchos miembros con diferentes funciones, algunas de menor importancia que otras pero todas contribuyendo, haciendo una aportación necesaria al bienestar del cuerpo entero.

Es quizás difícil para aquéllos que están dedicados a las monótonas formas de ocupación aparentemente bajas y serviles, darse cuenta de que en el desempeño fiel de las tareas cotidianas estamos cumpliendo con una vocación y un propósito divinos. Sin embargo, esto es irrefutablemente cierto. Tenemos la prueba en mucha formas.  La tenemos particularmente en el ejemplo de Cristo el carpintero, de María el ama de casa, de Pedro el pescador, de Pablo el constructor de tiendas y de innumerables otros santos cuyas vidas fueron dedicadas y santificadas en el desempeño de tareas humildes y de las, así llamadas, insignificantes.

Es supremamente importante que los trabajadores de toda clase y condición deban tener una visión clara de la vida, que puedan ver en sus ocupaciones una vocación divina y que tengan una actitud correcta hacia, y el correcto motivo de, su trabajo.  Las consecuencias de todo esto serán de valor incalculable, en el tiempo y para la eternidad.  Si los trabajadores se mentienen en contacto con Dios en sus varias ocupaciones, si sus tareas cotidianas se relacionan y se orientan hacia Dios, la aburrida y apagada monotonía se transmutarán en una alegría de servir. Las tareas, no obstante cuán bajas y deprimentes, serán investidas de un renovado interés y dignidad.  El sudor y sangre y esfuerzo asociados con mucho del trabajo humano como consecuencia del pecado de Adán, pueden ligarse con la gran ofrenda de Cristo y de esa manera asumirán un valor sacrificial.  Todas estas consideraciones deben ayudar e inspirar inconmensurablemente a los trabajadores a tener un orgullo legítimo en el trabajo bien hecho y en perfeccionar sus métodos, técnicas y productos, para rendir una utilidad honrada a sus patrones — no por merecer un crédito meramente material o terreno sino por el deseo de prestar a Dios el mejor servicio de que son capaces.

En estos días de mecanismo o maquinismo los aspectos humanos y personales del trabajo pueden fácilmente ocultarse y olvidarse. Y la tragedia es que esto sea así con tanta frecuencia.  Con el inicio de la era industrial y del sistema de fábricas, con el arreo como manada de grandes grupos de trabajadores, máquinas que operan automáticamente en la producción masiva de productos indiferenciados, el trabajador individual llegó a ser considerado unas meras manos, un mero engrane en el equipo y organización total.  Las fábricas y los hornos eran como monumentos arrojando sus largas sombras sobre la sociedad, dejando ver la esclavización del hombre y el ritmo sombrío de las vidas humanas.  Que esto haya pasado fue en gran medida falta de quienes controlan el vasto sistema industrial.  No puedo hablar de eso aquí salvo por recordar la condena del Papa León XIII de que “es vergonzoso e inhumano el tratar a los hombres como propiedad personal para hacer dinero o verlos no más que como músculo y fuerza física.”  Los trabajadores mismos no están faltos de culpa en permitir la deshumanización y despersonalización de su trabajo.  Ningún control externo, ningún sistema puede dictar sus actitudes de mente y de corazón.  Los trabajadores pueden, a pesar de la mecanización, de la repetición y de la monotonía, dirigir sus actividades a los niveles más altos, al desarrollo de su personalidad, hacia el servicio de Dios y de los hombres.

Es particularmente necesario en esta época de socialismos materialistas y de paternalismos de estado, que los trabajadores entiendan la importancia de adquirir y mantener por sus propios esfuerzos, una competencia y robusta independencia.  Este es, en efecto, el precio de su libertad final. Nada hay más atrofiante y desmoralizante, tanto en la esfera social como en la individual, que el que los ciudadanos voluntariamente se resignen a depender del Estado o de la subvención pública para satisfacer sus necesidades de vida.  Dios ha dado al hombre energía y facultades para el trabajo, que el hombre debe utilizar para proveerse, para la satisfacción de sus necesidades.  Es menos que hombre, es enteramente falto a su derecho natural quien, pudiendo proveerse con esfuerzo razonable, no lo hace y se contenta con ser una carga para el erario público. De  esta manera se abre el camino al estado servil en su forma más virulenta, pues — no se hagan ilusiones — la medida de apoyo del estado pronto se torna en la medida del control estatal.  La función primaria del estado, en este contexto, es proveer las condiciones y oportunidades en las que cada ciudadano pueda, por su propia iniciativa y esfuerzo, y trabajando de acuerdo con sus capacidades, alcanzar una competencia razonable y una medida de prosperidad.  No es función del estado el suplantar o hacer innecesario el esfuerzo individual. No es función del estado el mantener a aquéllos que, siendo capaces, no quieren buscar y aprovechar las oportunidades disponibles de trabajar para sostenerse ellos mismos. Si el estado fuera a ejercer estas funciones sería culpable de un gran crimen social.  Hacerlo implicaría un injusto dispendio de la hacienda pública, sería destructor de la fibra moral del pueblo, explotaría a los ciudadanos que trabajan duro y de manera honrada y pondría un premio a la ociosidad, la pereza y la imprevisión.

Antes de concluir debo señalar que la enseñanza cristiana, que enfatiza tanto la necesidad y los valores del trabajo, está lejos de excluir de la vida el ocio. Hay, debe haber, un lugar y un tiempo para el ocio; no, sin embargo, tomando el lugar del trabajo, ni implicando una emancipación del deber básico de trabajar, sino complementario al trabajo, completando y dando dimensión y visión a la vida humana. “Trabajamos para poder tener tiempo para el ocio” escribió Aristóteles. Hay, en efecto una doble necesidad del ocio. Primeramente, es necesario para que el trabajador pueda mantener o recuperar su fuerza física y que pueda funcionar eficientemente en su tarea particular.  En segundo lugar, y aún más importante, el ocio es necesario para el bienestar racional y espiritual del trabajador, a fin de que pueda vivir su vida más plenamente como persona humana.  En esto nuevamente volvemos al concepto de que el trabajador es el hombre total, la personalidad humana completa.  El hombre no es una mera máquina.  Sus actividades como trabajador, sin importar lo que pudiera ser su trabajo, deben ser de un orden superior al meramente mecánico.

Es una paradoja cruel de la vida moderna, con su extenso aparato de mecanización que debiera proporcionar oportunidades más abundantes de verdadero ocio y de un desarrollo humano más pleno, que haya más bien tendido a deshumanizar y a despersonalizar el trabajo del hombre.  Si el trabajador ha de llevar en verdad una vida humana, debe alzarse por encima de lo meramente material y secular. No sólo de pan debe vivir, de raciones o de programas seculares. Necesita cosas del espíritu. En verdad vive de la religión, de la fe y del amor.  Debería poder ver la vida como un todo, ver más allá de los estrechos confines de sus limitadas tareas, tener una visión más amplia y más clara de la vida.  Para todo esto el ocio es necesario.  En breve, el ocio es necesario a fin de que el trabajador avance a ser un hombre en el verdadero y pleno sentido de la palabra.  El Papa León XIII tenía esto en mente cuando escribió: “Como principio general puede decirse que el trabajador debiera tener tiempo de ocio y de descanso que sea proporcional al desgaste de su fuerza; pues el desgaste de la fuerza debe ser reparado dejando el trabajo pesado. En todos los contratos entre patrones y empleados debe haber siempre la condición expresa o tácita de que debe permitirse el debido descanso para el cuerpo y el alma. Contratar en condiciones distintas sería contrario a lo que es correcto y justo, pues nunca puede ser correcto o justo exigir por una de las partes o prometer por la otra parte, el renunciar a estos deberes que el hombre tiene con Dios y consigo mismo.” (Rerum Novarum)

El Santo Padre en un discurso ante un grupo de Turín el 31 de octubre de 1948, resumió la actitud cristiana ante el trabajador y en el trabajo en los siguientes términos: “Ni el trabajo por sí mismo ni su organización más eficiente ni las herramientas más potentes son suficientes para moldear y garantizar la dignidad del trabajador — sino más bien la religión y todo lo que la religión ennoblece y hace santo.  El hombre es la imagen del Dios Triuno y es por lo tanto, una persona, hermano del Hombre-Dios, Jesucristo y con Él y por Él heredero de la vida eterna: ahí es donde verdaderamente radica su dignidad...  Si la Iglesia siempre insiste, en su doctrina social, sobre el respeto debido a la dignidad inherente del hombre, si pide un salario justo para el trabajador en su contrato de trabajo, si exige que se satisfagan sus necesidades materiales y espirituales por medio de una ayuda efectiva, lo que la mueve para esta enseñanza no es el hecho de que el trabajador es una persona humana, que su capacidad productiva no sea considerada y tratada como mera mercancía, que su trabajo siempre represente un servicio personal.... Sólo este ideal religioso del hombre puede llevar a una concepción unificada del nivel de vida que debe mantener. Cuando Dios no es el principio y el fin, cuando el orden que reina en Su creación no es una guía y medida para la libertad y actividad de todos, la unidad del hombre no puede alcanzarse”

Permítanme volver a mi punto de partida. El cristianismo es una filosofía completa de la vida.  Da significado y valor a la vida humana y sus actividades en todo nivel y en toda esfera, en las carreteras y en las veredas.  Cristianismo significa seguir a Cristo, imitarlo, trabajar para Él. Con Cristo, el tremendo rompecabezas de la vida humana, con todas sus inequidades y su aparente irregularidad y carencia de forma halla su patrón, su significado y encaja en su sitio.  Sin Cristo y sus enseñanzas ¿qué tenemos sino un maremágnum de contradicciones y confusiones, tensiones ininteligibles e incontrolables? las filosofías de frustración, desilusión y desesperación.  El trabajador que es honesto en todas las esferas, pero especialmente en las ocupaciones humildes, es muy querido por el corazón de Cristo. Cristo es el Dios-Hombre. Él sabe. Él entiende. Él ha vivido y andado los caminos humildes de esta tierra. Si las tareas de día con día se vinculan con Su vida, si se hacen por Él, seguramente ganarán recompensas y galardones que serán más duraderos que el polvo cotidiano de la tierra. Y debo decir en conclusión que una vida de trabajo honesto, no obstante cuán bajo sea su nivel, si es dedicado a Cristo, será el mejor seguro contra la desilusión, la duda y el temor en el anochecer de la vida.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Reflexiones de una Esposa y Madre Conversa a la Fe Católica

Algunas Reflexiones de una Esposa y Madre y Conversa a la Fe Católica

por la Dra. Maike Hickson

Reseña del libro The Family under Attack de Don Pietro Leone


Tomado de http://rorate-caeli.blogspot.com/2014_12_01_archive.html
Traducido del Inglés por Roberto Hope

Como traté de argumentarlo en un artículo reciente que me publicó Christian Order[1], cuando la Iglesia trata del tema del matrimonio y de la familia, debe primera y persistentemente estar muy atenta a Los Pequeños, aquellos niños vulnerables que no pueden defenderse por ellos mismos y que por lo tanto requieren de la protección de la Iglesia en su misión de ayudar a los pobres – y de esa manera también a los “Pobres entre los Pobres” (en las palabras del Cardenal Gerhard Müller): los hijos de padres divorciados; los “huérfanos por divorcio.”

Como lo expliqué en el citado artículo de Christian Order, lo que me motivó a sentarme a escribir sobre estos temas fue, en parte, el que, como mis propios padres se divorciaron cuando era yo apenas una niña, puedo hablar desde el fondo de mi corazón sobre el sufrimiento que un divorcio trae en la vida de los hijos.  Por otra parte, debido a que, además, soy una conversa a la fe católica, habiendo vivido una buena parte de mi vida en una atmósfera atea y secular y dentro de ese ambiente social, puedo también hablar con convencimiento sobre la importancia de la enseñanza moral tradicional de la Iglesia Católica y de cómo, a nosotros que estábamos perdidos, nos ayuda a llevar una vida mejor, no aquella vida más restringida y más inhumana que, con frecuencia, indirecta y peyorativamente se insinúa en algunos de los argumentos que nos llegan de los mismos que se profesan ser reformadores de la Iglesia. Cuando esos reformadores nos dicen que la actual enseñanza moral de la Iglesia no responde de manera suficiente a las necesidades de la gente de nuestro tiempo, se desprende necesariamente que ellos piensan que las leyes de Dios son insuficientes; que el mismo Cristo aparentemente carecía de una visión a suficientemente largo plazo para prever todo esto.

En la reflexión siguiente, me propongo a comentar sobre dos partes del libro de Don Pietro Leone; aquéllas que también se relacionan con temas que son cercanos a mi propia experiencia.

Empezaré con sus comentarios (contenidos en el Capítulo 6) sobre el aumento de la impureza en nuestro alrededor y en la intrusiva sociedad secular.  Nuestro autor columbra  la conexión que hay entre la pérdida de la fe y el aumento en la impureza – una devastación moral que finalmente, así como tan gravemente, afecta a los hijos, como bien lo sabemos. El autor dice: “... el rechazo de Dios ha engendrado una ceguera al significado objetivo y a lo bueno de la castidad, del matrimonio y de la procreación, así como otra ceguera a las gracias sobrenaturales [actual, sacramental y santificante], que son asequibles y necesarias para su cumplimiento.” (155)  Lo que ahora se entiende de la castidad, del matrimonio y de la procreación ha sido enturbiado en su significado de esa manera.  Lo que el Padre demuestra es que, cuando el amor no es gobernado y dirigido por la razón y por una enseñanza moral clara, pronto resulta reducido a su parte sensible, a su parte inmoderadamente pasional y, por lo tanto, pronto se embrutece y se degrada.  De hecho, pronto resulta en una forma egoísta de amor que deja de ser solícito con la otra parte, y más bien busca satisfacer los deseos propios.

 Debido a que un mundo sin Dios es, en todas sus esferas, más inhumano, el amor será buscado más y más como una forma de consolación.  El autor demuestra cómo aquellos padres egoístas que dejan de seguir las leyes morales de Dios, tienden a “descuidar y abandonar a sus hijos, y a abusar de ellos” (157) de distintas maneras; y de esa forma efectivamente infunden en sus propios hijos el anhelo de una forma superior de amor, porque en el propio ambiente sensible de ellos, nunca lo han experimentado. Hasta pueden quizás esperar, por lo tanto, poder hallar las formas de amor más generosas (un amor de benevolencia, no sólo uno de concupiscencia).  El amor, sin embargo, es ahora más y más probablemente percibido y concebido en sus formas meramente sensibles y pasionales, que llegan de manera inmediata a los sentidos. Un amor más hondo, más calmo, mas sereno, que esté colmado también de un sentido del deber y de una responsabilidad formativa y protectora es, por lo tanto, más probable que falte en ellos.

Don Pietro Leone mismo lo expresa tan bien en su libro, y nos da, asimismo, tantos argumentos y tan buenos, donde se contrapone a la idea prevalente de que en relaciones extramaritales pueda haber “elementos buenos” . Aun cuando admite que estas uniones ilícitas (y con frecuencia adúlteras) puedan traer algún alivio al corazón, dadas las heridas infligidas por una falta de cariño en el pasado, de todos modos esas heridas no pueden sanar completamente, sino que hasta explícitamente agregan nuevas lesiones, en cuanto a que en la pareja no se respetan el uno al otro de una manera tan completa, como lo hacen las personas que se unen la una a la otra mediante un voto (que hasta constituye una promesa irrevocable hecha ante Dios) en un matrimonio sacramental. El Padre agrega: “Y ya que la relación extramarital falla en cuanto al trato con el debido respeto entre las partes, o sea con el pleno amor marital, las maltrata y abusa de ellas y les inflige nuevas heridas.” (160)   También describe este amor como un amor que es gobernado en gran medida por el deseo sexual y que lo despoja de las leyes morales del amor, o sea la castidad, el matrimonio y la procreación.  Tales relaciones extramaritales en su mayor parte evitan tener hijos, pues sólo duran mientras las pasiones subsisten, quizás unos cuantos meses, quizás unos cuantos años” (161) Sin embargo, sólo el verdadero matrimonio puede ser perdurablemente fructífero y bueno.  “La procreación sólo es lícita dentro del contexto del matrimonio, pues sólo el matrimonio puede proveer el soporte para la educación de hijos felices y bien equilibrados.” (164 nota al calce).  El Padre muestra aquí nuevamente su interés especial por los hijos, por su protección y su formación.

El problema general de las “relaciones amorosas” sin una unión matrimonial y sin intención alguna de procreación de hijos (como fruto de un amor mutuo y leal) es que se intensifica por los medios modernos de comunicación, que de múltiples maneras excitan e incitan los deseos de tener placeres sexuales. Además, los programas de “educación sexual” tales como los que promueven las Naciones Unidas, fomentan una “visión puramente hedonista de la sexualidad”.(163)  El mundo moderno de esa forma rebaja aun la dignidad natural del hombre y desprecia la capacidad del hombre de formar toda union matrimonial leal y duradera y de sostener una más alta disciplina y cultura, promoviendo sus tradiciones más profundas y nobles y su perseverancia fiel. Se nos trata de reducir a meros seres sensoriales, casi como animales, incapaces de cumplir nuestra palabra o de establecer una unión honorable – o de hacer un voto verdadero (una promesa irreversible).

Cuando pasamos al capítulo sobre la contra-concepción (Capítulo 5) nos damos cuenta de cómo la orientación hacia la bendición que son los hijos, da al matrimonio su dirección fructífera y perdurablemente significativa. Don Pietro Leone muestra cómo, lamentablemente,  la enseñanza reciente de la Iglesia ha sido alterada, fundamentalmente en lo que concierne a los Fines del Matrimonio, y alterada en detrimento de éste, piensa él.  Por ejemplo, el Papa Pablo VI, así como el Papa Juan Pablo II, el Nuevo Catecismo y el Nuevo Derecho Canónico, afirman todos ellos que el fin primario del matrimonio es el “amor” y ya no, como se afirmaba tradicionalmente, la procreación de los hijos.  El bien mutuo de los esposos ahora va antes que el bien de los hijos.

Citando al Papa Pío XII, el autor nos ilustra de cómo esta inversión de prioridades había sido rechazada anteriormente por el Magisterio, mostrando cómo la perfección del marido y la mujer debía estar subordinada a la procreación, y la educación de los hijos debía ser cultivada y sostenida.

Nuestro autor también hace referencia a la Sagrada Escritura (especialmente al Génesis) donde se muestra claramente que Dios creó al Hombre y a la Mujer, y les ordenó “Creced y multiplicaos y henchid la tierra..” con hijos, e hijos bien educados.  En este sentido, el amor sexual no es más que un medio para un fin más alto y un bien mayor, y este amor conyugal y apoyo mutuo deben subordinarse a otros bienes más grandes, específicamente “la conservación de la especie". (138)  El Padre nos recuerda sabiamente que las características físicas y psicológicas del hombre y de la mujer los preparan para la procreación; específicamente “el hombre tiene una propensión natural a trabajar por el sustento de la familia y en cambio la mujer tiene una propensión hacia el cuidado y la educación de los hijos.” (138)

Asimismo, Don Pietro Leone describe de manera contundente el sutil cambio que han sufrido los Fines del Matrimonio durante el Siglo XX, comenzando ya desde la Encíclica Casti Connubis (del 31 de diciembre de 1930).  El Padre presenta una crítica clara y convincente de una evolución ligeramente novedosa que se infiltró en la redacción del Magisterio Papal y que ha traído muchos malos frutos.

Varios elementos de Personalismo Magisterial están en evidencia aquí: el subjetivismo, junto con una preocupación con la psicología, el amor y la persona; el desdeño de la objetividad junto con el de la tradición y de las enseñanzas del Magisterio anterior; así como de los argumentos basados en la Sagrada escritura y en la Ley Natural.

La razón de por qué este giro tiene tantas consecuencias es la siguiente: cuando los esposos contraen matrimonio con el propósito principal de satisfacerse y hacerse felices a ellos mismos, pierden de vista el sentido del deber y de la apertura hacia la vida.  Sólo estarán abiertos a recibir hijos si les conviene a sus necesidades, y a su tiempo, y si sienten que no les impide inmoderadamente, ni les es incómoda para, la felicidad que perciben.  En pocas palabras, dadas las propensiones pecaminosas de nuestra naturaleza caída, tal concepto tenderá a promover el subjetivismo y el egoísmo.  Por contra, cuando los matrimonios se contraen con un claro sentido de la misión a largo plazo, específicamente de “poblar el cielo” y de esa manera también dar mayor gloria a Dios, proporcionándole más almas que le alaben y le agradezcan en la Beatitud de la Vida Eterna, comenzarán sus matrimonios sacramentales con una actitud muy diferente, una de generosidad y también de sacrificio.  Estos esposos se orientarán hacia lo que Dios quiere de ellos; no al revés, lo que quieren de Dios o lo que quieren para ellos mismos.

Por lo tanto, el Padre pone correctamente lo que desarrolla acerca de los Fines del Matrimonio, en el mismo capítulo en el que trata de la contra-concepción. Una vez que el propósito primario del matrimonio ha sido alejado del de tener hijos, es sólo cuestión de tiempo para que los católicos comiencen activamente a utilizar medios para evitar tenerlos.  Pero si tenemos un abundante amor a Dios, y estamos agradecidos a él por habernos creado y somos hijos leales de Dios que seguimos sus mandamientos, no querremos hallarnos carentes en nuestra generosidad recíproca.  ¡Las familias grandes son una bendición! ¡Muchos hijos son una bendición!  Hablamos  del Bonum Prolis, lo bueno de la prole, lo bueno de los hijos-  Don Pietro Leone muestra de manera muy hermosa en varios de los pasajes que cita cómo, desde tiempos  antiguos, la Iglesia había mantenido esta actitud de generosidad que así llevó, correlativamente, a su muy restringida regla en lo concerniente a los “cálculos” del control natural de la natalidad.  Como lo enseñó el Papa Pío XII, el uso continuado del acto marital sin apertura a la procreación no teniendo una razón grave para ello “sería un pecado contra la propia naturaleza de la vida matrimonial” (147).  Además, como de manera importante lo señala el Padre Pietro Leone, por sí solo, el hecho de que uno de los cónyuges, desde el inicio de un putativo matrimonio, haya tenido la intención de evitar tener hijos, hace al matrimonio inválido desde su inicio (y con más razón cuando haya resuelto a hacer el matrimonio enteramente infértil.)

Finalmente, el Padre Pietro Leone también contrapone una vez más la enseñanza novedosa con la enseñanza tradicional de la Iglesia en lo concerniente a los Fines del Matrimonio, analizando la encíclica “pro-vida” Humanae Vitae emitida por el Papa Pablo VI en 1968.  El autor resume su análisis previo y más completo de la siguiente manera:

Observamos que Humanae Vitae propone un uso extendido del control natal natural. Hemos visto en el resumen anterior cómo elogia esta práctica en términos radiantes.  Observamos también que al proponer un uso extendido del control natal natural, jamás amonesta contra un uso excesivo, como lo había hecho Pío XII, y eso en tonos solemnes (150).

Para concluir mis pocas observaciones sobre el verdaderamente excelente libro de Don Pietro Leone, me gustaría afirmar una vez más lo importante que es la enseñanza moral tradicional de la Iglesia para llevar una vida buena en esta tierra, y cómo una preparación que fortalece para la mayor aventura (y riesgo) de alcanzar la Beatitud. Aun visto en un plano puramente natural, la doctrina de la Iglesia hace mucho sentido, y hace sentido sabiamente porque viene de Dios que nos creó a todos (la ley moral podría verse como algo análogo a las “instrucciones del fabricante” para que las cosas funcionen bien como fueron diseñadas.)  Esto es lo que yo misma llegué a ver mucho antes de que recibiera el don de la gracia de la fe sobrenatural.  Después de experimentar la belleza de la liturgia tradicional, lo que llegué a ver es la belleza de la enseñanza moral de la Iglesia. ¡Era tan convincente en su sabiduría y verdad!  Se confirmó en mi propia vida en un mundo secular, que había sido tan permeado de una atmósfera de gente cohabitando, abortando y divorciándose. Como lo expresa tan claramente Don Pietro Leone, una vida así desordenada y escuálida, de no corregirse, sólo lleva hacia abajo, no hacia arriba.  Agradezco a Dios el haberme conducido fuera de este lodo y de esta constriñente asfixia, hacia Su vastedad espiritual y belleza y felicidad; y agradezco también a Don Pietro Leone por presentar estos argumentos en defensa de la enseñanza tradicional de la Iglesia, tan claros, y accesibles a tanta gente – no sólo a la gente ilustrada – tanto católica como no católica, para que puedan finalmente encontrar la verdadera felicidad – sin recurrir a estratagemas o a su autoengaño.

Considero que el libro del Padre es una hábil forma de apologética – que desde el comienzo se basa en premisas naturales, no sobrenaturales, (como la apologética de Santo Tomás con los musulmanes en su Summa Contra Gentiles) – en relación con la enseñanza moral de la Iglesia Católica, que tanto se necesita en estos días.  El libro de Don Pietro Leone debería imprimirse y distribuirse ampliamente y ser entregado a todos los que participaron en el pasado Sínodo del 2014 y a los prospectos a participar en el aún más importante Sínodo de Obispos que se celebrará en el 2015.  El libro del Padre Leone nos proporciona el razonamiento y los argumentos efectivos para convencer a muchos del mundo pecador e inatento de ahora, sobre cómo la guía moral tradicional de la Iglesia Católica podría (y debería) llevar a todos a una vida más fructífera, más satisfactoria, y finalmente más feliz en esta tierra (y todavía más feliz en la vida de eterna Beatitud prometida en adelante)

[1]    Maike Hickson, “Mercy For the Little Ones,” Christian Order, Septiembre de 2014.

domingo, 29 de junio de 2014

Magisterial Dis-orientations

Magisterial Dis-orientations

The instrumentum terroris of the Synod on the Family


by Father Terzio

Taken from: http://exorbe.blogspot.mx/2014/06/desorientaciones-magisteriales-el.html  of  Thursday, June 26, 2014

Translated from the Spanish by Roberto Hope

Every time some minutia on the coming Synod on the Family is made known, apprehensions among conscientious Catholics increase, alerted (alarmed!) by the pre-synodal deed of Kasper and his lobby. Presentation of the synodal instrumentum laboris confirms our nefarious predictions, anticipating that all which may come from the first Francis synod has already been cast in concrete, all set simply for its presentation, discussion formality, approval and publication.
Although it is said that Kasper insists in denying what he has postulated, which is pictured to us in rainbow colors (so that each of us may choose the color of the crystal through which he wants to look at it), what Kasper has postulated has already been granted. It will be disguised under canonicist-pastoralist technicisms, but it will be granted, and a permissive (lenient?) sacramental praxis will be articulated for those who have incurred in post-divorce marriage disorders.
The synods (the Synod of Bishops) were conceived, in a certain sense, as a continuation of the Council, an exercise in collegiality and a revised renewal of Vatican II's.directions. The conciliar-synodal concordance is so great that even definitions are repeated identically. Concerning the instrumentum laboris (and of the expected synodal document, of course) it is said that “it has the nature of a pastoral document, not a doctrinal one, the ideas are not altered, only the manner in which delicate situations are dealt with is modified”. That equivocating ambiguity which was denounced by Romano Amerio is maintained. For example, on the very grave topic of homosexuality the following is said (and then recanted):
... There is no foundation at all to assimilate or establish analogies, not even remote, between homosexual unions and God's design over marriage and family, Nevertheless, men and women with homosexual tendencies must be accepted with respect, compassion, tenderness. Regarding them, all unjust discriminatory gesture should be avoided.
The tactical scheme is the arch-hackneyed statement which condemns in the first part but approves/grants in the second part, an exercise of exquisite rhetorical perfidy which was consecrated, passim, in quasi all conciliar documents.
Note, on the other hand, that the quotation of the instrumentum laboris follows the line which was established in the Catechism of the Catholic Church. On the topics regarding the sins against sextum, the homosexual praxis is not listed in the enumeration of sins catalogued under the caption of offenses against chastity (lust, masturbation, fornication, pornography, prostitution and rape), but under a different epigraph titled “Chastity and homosexuality”, another example of the textual equivocality to which I alluded above. A first paragraph picks up the condemna­tion, proven with quotations from Sacred Scripture, calling them sins contra-natura, but is followed immediately by:
A considerable number of men and women exhibit deeply rooted homosexual tendencies. This leaning, objectively disordered, constitutes for the majority of them an authentic trial. They must be accepted with respect, compassion and tenderness. With respect to them all signs of unjust discrimination should be avoided. These persons are called to do God's will in their life and, if they are Christian, to unite the Lord's sacrifice on the Cross to the difficulties which they might encounter on account of their condition. cfr. C.C.C. nn. 2351-2356 y 2357-2359
The instrumentum laboris of the Synod expresses itself with the same words as the Catechism: “... men and women with homosexual tendencies must be accepted with respect, compassion and tenderness. With respect to them all signs of unjust discrimination should be avoided.”
The deed (the sensitive opening-up to those affected) took place already in Saint Wojtyla's time. Now, Pope Franciscus' men just advance one more step, make a new pull. What may follow is as dantesque as one may dare imagine.
I cannot understand, however, how, having all opinion favoring them, all submissive and enthusiastic, the entire world cheering and applauding, how they do not dare simply and plainly sanction the expiration of Humanae Vitae, of Familaris Consortio, of the morality of the Patriarchs, the Prophets and the Apostles, including proclaiming "out" the Sacred Family of Nazareth, such awful, politically incorrect example of family non-model.
It would be shorter and everyone would understand better (and cheer still more)
Although we already know it is part of the game that they do not become aware and go on applauding, fascinated, while ruin advances at an accelerated pace.

Tu autem, Domine, miserere.

domingo, 27 de abril de 2014

Virtud Prosaica y Bondad Poética

Virtud Prosaica y Bondad Poética

Por Mitchell Kalpakgian

Tomado de https://www.catholicculture.org/culture/library/view.cfm?recnum=8009


Traducido por Roberto Hope

Santo Tomás de Aquino describe lo bello como “el aspecto atractivo del bien,” pues la virtud no es aburrida o simple sino atrayente, cautivadora, encantadora e irresistible. La buena moral se expresa en modales agracia­dos, y los bellos modales reflejan una mente noble, un corazón caritativo y la reflexiva consideración de agra­dar y honrar a los demás. Cuando la bondad se hace pomposa, mojigata, puntillosa o criticona, pierde su belle­za y se vuelve repulsiva en vez de llamativa. Los discípulos que respondieron al llamado de Cristo cuando los invitó “vengan y síganme” fueron atraídos no sólo por su enseñanza moral, sino también por la belleza de su bondad: “Inmediatamente dejaron sus redes y lo siguieron” (Mat. 5:20). Las primeras comunidades cristianas también irradiaban la atracción de la bondad, que inspiraba la famosa observación: “Miren cómo se quieren unos a otros.” La bondad, pues, trasciende el cumplir con la letra de la ley, cumplir las obligaciones y pagar las deudas. Aun cuando estos deberes revelan un sentido de responsabilidad y un respeto a la justicia, no alcanzan a evocar asombro, inspirar al corazón o lograr un efecto poderoso. El esplendor de la virtud hace lo máximo, no lo mínimo, como lo ilustran los milagros y los sacrificios de Cristo. La verdadera bondad posee una natura­leza poética y nunca luce prosaica.

Aun cuando los fariseos honraban el Sabbath, cumplían la Ley, y rezaban en las sinagogas, no revelaban el hermoso corazón del padre que perdona a su Hijo Pródigo o la generosa caridad del Buen Samaritano. Aun cuando Malvolio, en Como Gustéis de Shakespeare es un mayordomo ordenado y puntilloso, que obedece las órdenes con una diligencia escrupulosa, se comporta con una gravedad pomposa y carece de todo sentido de alegría, lo que provoca la famosa observación de Sir Toby: “¿Crees tú que, porque eres virtuoso, ya no habrá más pasteles ni cerveza?.” La chocante displicencia (“¿no tienen inteligencia, modales u honestidad, para estar vociferando como hojalateros a estas horas de la noche?”) estropea una inocente diversión y no cultiva amistad alguna. Cuando Pamela, una simple muchacha sirviente y heroína de la novela epistolar de Samuel Richardson (1740), defendió su castidad y se ufanó de su virtud, resistió la seducción del aristocrático lord por razones mercenarias, más que morales, a fin de recibir su oferta de matrimonio y adquirir el estatus de una dama. “La Virtud Premiada”, subtítulo de la novela, insinúa que Pamela se sometió una vez que lo que se ponía en juego se volvió suficientemente lucrativo. En otra imagen poco halagadora de la bondad, Isabella, en Medida por Medida de Shakespeare describe la frigidez de la virtud. Aunque parece noble al rechazar la proposición luju­riosa de Lord Angelo, de librar a su hermano de una sentencia de muerte a cambio de su virginidad, traiciona su frialdad al no mostrar compasión alguna por el cruel castigo de su hermano y al resignarse pasivamente a su ventura. “Es mejor que mueras rápidamente.” Así la hipocresía de los fariseos, el pomposo orgullo de Mal­volio, la gazmoñería de Pamela y la frialdad de Isabella no se ganan el corazón de nadie ni inspiran a emularlos. Aun cuando estos personajes cumplen con las leyes y no cometen pecados mortales, no tienen atractivo porque no tocan el cora­zón de nadie ni evocan la admiración de nadie. Su virtud autocomplaciente permanece restringida y limitada y sus buenos actos no revelan el gran amor que evoca el asombro de lo bello.

La virtud pierde su esplendor cuando luce mezquina, tacaña o escasa a costa de la magnanimidad y de la caridad. El amor de Cristo no conoció límites y abundó en la generosidad de milagros, tales como el milagro de las cinco hogazas de pan y los dos pescados cuando “doce canastos llenos de los pedazos de pan que quedaron” (Mateo 14.20). La espléndida unción de los pies de Cristo con caros perfumes por Magdalena le ganaron el elo­gio de Dios: “Ella había amado mucho.” La virtud de liberalidad caballerosa da y sirve sin escatimar gene­rosidad ni sacrificio, como lo ilustran los nobles caballeros de “El Cuento del Caballero” de Chaucer. Teseo, el caballero que organiza el torneo “no escatimó costo alguno en preparar los templos y el teatro” para decidir la competencia entre dos caballeros rivales ambos buscando la mano de Emilia en matri­monio. Arcite, el victorio­so que accidentalmente se cae del caballo y sufre una lesión mortal, alienta magnáni­mamente a su amada Emi­lia a que se case con su rival: “Si algún día decides casarte, no olvides a Palamon, aquel noble caballero.” La grandeza de la virtud, entonces, trasciende la moralidad convencional al superar estrechos límites y aspirar a los ideales más altos. La belleza de la bondad surge en un corazón que abunda en generosidad inagotable – abundancia que epitomizan los hospitalarios corazones de Baucis y Filemón en “La Jarra Milagrosa” de Haw­thorne, pues su casa siempre recibe con gusto a los viajeros con una amabilidad pro­fusa. Su bondad es tan bella y conmovedora que los dioses griegos, viajando disfrazados de mendigos, llaman su comida néctar y ambrosía, y le regalan la jarra milagrosa que se vuelve a llenar siempre que se vacía – un regalo que corres­ponde a los corazones generosos de la anciana pareja que daba sin cesar. Sin esta copiosi­dad, la virtud per­manece simplemente insípida e incolora, y no gloriosa y maravillosa.  La belleza de la virtud se manifiesta no sólo en la caridad, la magnanimidad y la hospitalidad que sobrepasa límtes y restricciones, sino también expresa su atractivo en los modales, “la poesía de la conducta” como se refería C.S. Lewis a la virtud de la urbanidad.

Como lo escribe Henry Fielding en Tom Jones, uno no sólo debe ser bueno sino también parecer bueno para que los modales exteriores complementen a la moral interior. El pulcro decoro, las palabras corteses y la con­ducta refinada le dan a la moralidad una calidad “poética” que adorna a la virtud con un bello ropaje que llama la atención de inmediato y es poderosamente atractivo. Por ejemplo, el caballeroso Don Quijote no sólo era un valeroso caballero en la batalla, sino también un verdadero gentilhombre en su lenguaje y en su acción, honran­do siempre a las mujeres con decorosa elocuencia. “non fuyan vuestras mercedes, nin teman desaguisado al­guno, ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas don­cellas como vuestras presencias demuestran.” En Orgullo y Prejuicio, de Jane Austen, Elizabeth Bennet, el epí­tome de cortesía, rechaza la propuesta de matrimonio del aristocrático y apuesto Darcy porque le ofendió su grosera conducta y deplorables modales, al haberse rehusado a bailar o a entablar una cortés conversación con ella. La desagradable primera impresión que él le causó lo hizo aparecer mal educado aun cuando más tarde probó tener un noble carácter. Así pues los buenos modales corresponden al bello ropaje, la apariencia exterior o primera impresión que adorna, atrae y convida. Sin afabilidad o modales, la belleza de la bondad se asemeja a la lámpara escondida bajo un cajón.

En La Idea de una Universidad, el Cardenal Newman identifica las marcas especiales de un caballero que ejem­plifican la poesía de conducta. Primero, “es aquél que no inflinge dolor,” una persona que mide sus palabras para evitar “cualquier cosa que pueda causar un sobresalto o consternación en la mente de aquéllos con quie­nes trata.” Actuando siempre con el mayor tacto y respeto por los sentimientos de otros y pensando en agradar a otros en todo asunto, el caballero busca crear una atmósfera hospitalaria: “siendo su gran preocupa­ción el hacer a cada unos sentirse cómodo y tranquilo.” Toma un interés personal en cada uno: “es amable con el tími­do, gentil con el reservado, y misericordioso con el absurdo.” Al mismo tiempo no es oficioso ni entrometido, dejando que el fluir social de la ocasión tome su propia espontánea dirección: “se ocupa principalmente de qui­tar los obstáculos que entorpecen el actuar libre y desembarazado de aquéllos que lo rodean.” El caballero posee el arte de la conversación, sabe cuándo hablar y cuándo permanecer en silencio, tiene la habilidad de in­troducir temas generales de conversación y de evitar asuntos personales y temas desagradables. Nunca domi­na la conversación, recurre al chisme ni habla de sí mismo sin cesar: “se cuida de hacer alusiones impertinen­tes o de tocar temas que pudieran irritar; raramente predomina en la conversación, y nunca es pesado.” La cor­tesía de un caballero evita la frialdad, la melancolía, el resentimiento o la arrogancia en sus relaciones. Perma­nece siempre el hombre magnánimo que “interpreta todo en el mejor sentido” y trata de hacer amigos aun de sus enemigos, siguiendo el proverbio que dice “debemos conducirnos siempre con el enemigo como si algún día fuera a llegar a ser nuestro amigo.” En la compañía de gente descortés o desagradable siempre mantiene su compostura. Siempre paciente y condescendiente, “es demasiado sensato como para sentirse afrontado ante insultos, está demasiado ocupado como para acordarse de injurias, y es demasiado indolente como para actuar con malicia." En una palabra, el caballero pone a otros por delante y se coloca a sí mismo atrás; honra a las per­sonas con señales especiales de consideración y subordina sus propias preferencias, placeres, opinio­nes y conveniencia por el bien de la felicidad de otros. No tolera la mezquindad, la obsecación, la intemperan­cia o la vileza, pues su sentido de lo que Newman llama “meticulosidad,” o buen gusto, “se hace enemigo de toda clase de extravagancias” y “se refrena de lo que se llama berrinche.” El ideal del caballero de Newman, pues, ilustra la importancia tanto de ser bueno en lo moral y parecer bueno en modales, de manera que la belle­za se refleje en la bondad y la bondad en la belleza,

San Francisco de Sales (1567-1622), obispo de Ginebra que se dedicó a la conversión de los calvinistas, impre­sionaba a todo mundo con su cortesía, gracia, amabilidad y encanto. Sus modales exquisitos ilustraban el que una gota de miel hace más maravillas para las relaciones humanas que un galón de vinagre: “Nada se gana nunca con dureza.” Alegre y amiguero por naturaleza, San Francisco disfrutaba de la compañía y conversación de reyes, nobles, cardenales, y gente ordinaria que todos sentían la belleza de sus modales – lo que un biógra­fo llama su “constante alegría,” “tremendo encanto,” “recia gentileza,” y “sensibilidad social y delicadeza.” Este santo francés, un maestro del savoir faire, practicaba el arte de lo que San Pablo llamó la habilidad de “volverse todo para todos, adaptándose a los diferentes temperamentos y a la naturaleza individual de cada persona.” De hecho, como estudiante en la Universidad de Padua, se propuso a nunca evitar una conversación con nadie, sin importar cuán apático, aburrido o anodino fuera: “Nunca habré de menospreciar a nadie, ni de plano evitarlo principalmente porque eso daría la impresión de ser orgulloso, altivo, severo, arrogante, crítico.” Así pues, el arte de la conversación agradable es uno de los bellos atributos de la bondad. En su famoso clasico Introduc­ción a la Vida Devota, el santo de la cortesía da muchos consejos prácticos sobre la importancia de la conversa­ción educada y enseña que la bondad es atractiva por su atención a las pequeñeces. El amar al prójimo como a uno mismo exige que las personas no eviten la compañía de otros o eviten conversaciones: “Ser demasiado reservado y rehusarse a tomar parte en conversaciones parece como una falta de confianza en los demás o algún tipo de desdén.” Es deber de una persona el cumplir con sus obligaciones sociales y no ser acusado de mala educación: “Si te visitan o si te llaman a sociedad por alguna razón justa, ve como alguien que fue envia­do por Dios y visita a tu prójimo con corazón benevolente y buena intención.” Todas estas amenidades dan a la virtud una apariencia que convida, un atractivo natural y un encanto irresistible.

En particular, debido a que el vestido y el lenguaje manifiestan especialmente la belleza de la bondad, San Fran­cisco no pasa por alto la importancia del atuendo y de la propiedad en el uso de las palabras. Debido a que el vestido impropio evidencia una falta de respeto a los demás e insulta su dignidad, los humanos están obligados a presentarse de una manera elegante y con buen gusto cuando estén en compañía. El vestido her­moso es perfectamente compatible con la modestia y la elegancia complementa la simplicidad. "Para mí, la gente devota, sean hombres o mujeres, debe ser siempre la mejor vestida de un grupo pero la menos afectada y pomposa." La modestia en el lenguaje, que refleja la pureza del corazón y la sensibilidad hacia los senti­mientos de los demás y evita dar ofensa, debe acompañar a la modestia en el vestido: "Tengan cuidado de nun­ca dejar que una palabra indecente salga de tus labios." Este tacto en el hablar y gusto en el vestir forma el cimiento de toda vida social, cultiva amistades verdaderas, y desarrolla corazones afectuosos. La bondad es bella al comunicar amabilidad y amor y esparcir felicidad. "Qué bueno es amar aquí en la tierra como se ama en el cielo y aprender a querernos unos a otros en esta vida como lo haremos eternamente en la siguiente."


Para que la bondad sea bella, no sólo debe transmitir la generosidad del amor real, la magnanimidad de la noble­za y la consideración de la graciosa cortesía, sino también poseer una cualidad de la que las hadas en El Sueño de Una Noche de Verano de Shakespeare son la epítome  ̶  un amor a la bondad por la bondad misma. En la comedia de Shakespeare, las hadas juegan por el puro amor de jugar y se deleitan como niños, a los que les gusta jugar como un fin en sí mismo. Cuando dejan sus retozos de la noche al llegar el amanecer, adornan al mundo con joyas de gotas de rocío: "Y yo sirvo a la Reina de las Hadas, / Para esparcir su rocío en el césped"