lunes, 6 de septiembre de 2021

Historia e Historiadores

                              Historia e Historiadores


por Revilo P. Oliver





Un conservador es en esencia un hombre dispuesto a aprender de la experiencia acumulada del género humano. Debe esforzarse por observar objetivamente y sin apasionamiento, y debe leer de sus observaciones con plena conciencia de los límites de la razón. Y debe, por encima de todo, tener el valor de confrontar las realidades desagradables de la naturaleza humana y del mundo en que vivimos.

Esa es la razón de por qué la historia, la amplia crónica de la prueba y error humanos, es una disciplina para los conservadores. Necesariamente yace fuera de las capacidades emocionales e intelectuales de los niños, de los salvajes, y de los "intelectuales liberales," quienes, como por instinto, huyen de la realidad para vivir en un mundo de los sueños, en el que las leyes de la naturaleza pueden suspenderse mediante la intervención de hadas, encantadores, o 'sociólogos.'

La historia es una disciplina ardua, en la que siempre es necesario reunir y sopesar datos complejos, y muchas veces imprecisos, y en los que, como pasa en muchos otros campos de investigación, tenemos que contentarnos muchas veces con un cálculo de probabilidades más que con una certidumbre. Y cuando tratamos de extraer de la historia las leyes del desarrollo histórico, acabamos encontrándonos con tener que calcular una probabilidad de probabilidades – tarea tan difícil y delicada como puede la mente humana imponerse a sí misma.

Por fortuna para nosotros, en los asuntos prácticos de este mundo, la prudencia y el sentido común (aun cuando éstas sean características poco comunes) constituyen una guía adecuada, y no dependen de las respuestas a las grandes cuestiones de la filosofía. Un hombre puede aprender a evitar que le den gato por liebre sin necesidad de hallar una solución al problema epistemológico que Hume planteó tan claramente y que sigue sin resolverse. Podemos aprender mucho de la historia sin tener que resolver las cuestiones últimas.

Nuestras mentes, sin embargo, por su propia naturaleza aspiran a una filosofía coherente que sea capaz de explicar la totalidad de la realidad percibida. Y vivimos en una época en que nos vemos constantemente confrontados con afirmaciones, algunas de ellas mera propaganda, pero otras planteadas seria y sinceramente – de que este o aquel acontecimiento habrá de tener lugar en el futuro porque es "históricamente necesario." Más aún, vivimos en una época en la que todos menos los más irreflexivos perciben que nuestra misma civilización está siendo erosionada por fuerzas extendidas y obscuras que, si no se les pone un alto, pronto habrán de destruirla por completo – fuerzas que podemos identificar y entender solamente si podemos determinar cómo y por qué están moldeando nuestra historia. Y aquí nuevamente, muchas veces se nos dice que esas fuerzas representan un destino inherente a la misma civilización y que por lo tanto son irresistibles e ineludibles.

Esa es la razón por la que el desarrollo de una hipótesis de filosofía de la historia es tanto la tarea más urgente como la más difícil del pensamiento del siglo veinte.

Grecia y Roma

La historia como una crónica razonada del cambio político y social es producto de la mente griega. Ciertamente podría argumentarse que la capacidad de relatar la historia en ese sentido es propiedad exclusiva de la cultura occidental que crearon los griegos y que nosotros heredamos de ellos – pero sería una argumentación más bien larga. No podemos entretenernos en ella en este espacio, como tampoco podemos emprender un estudio de los antiguos historiadores. Pero debemos observar que las dos concepciones básicas del proceso histórico, de entre las cuales la mente moderna tiene que elegir, fueron ambas formuladas en la Antigüedad Clásica. Menciono aquí meramente a dos historiadores que ilustran el contraste.

Si consideramos su casi sobrehumano desapasionamiento y objetividad, el poder intelectual que le permite extraer lo que es esencial de grandes masas de detalles, y de esa manera escribir concisamente de acontecimientos altamente complejos, y su lúcida presentación de la evidencia incluida por teoría de tesis, debemos considerar a Tucídides el gran historiador de todos los tiempos. Con precisión perfecta nos dice lo que sucedió y cómo sucedió; ve la realidad con ojos que nunca se nublan con una lágrima por el destino de su país; y la lucidez implacable de su intelecto no se perturba más por una teoría a ser demostrada que lo que se perturba por la tentación, que ningún otro escritor podría haber resistido, de agregar por lo menos unas cuantas palabras para explicar o defender su propia conducta como general o para mencionar sus propios infortunios. No podemos leer a Tucídides sin una profunda emoción, pero la emoción es nuestra, no de él, no podemos leerlo sin ponderar las lecciones de la historia, pero son lecciones que debemos extraer de los hechos, no aceptarlas pre-hechas por el escritor.

El futuro se asemejará al pasado porque la naturaleza humana no cambia; los hombres siempre serán activados por los mismos deseos y motivos básicos; las limitaciones de la razón humana y de la voluntad humana para razonar constituye una clase de fatalidad, pero los acontecimientos de la historia siempre son el resultado de decisiones humanas, de sabiduría o estupidez, al tratar asuntos que no pueden calcularse por anticipado con certeza porque el resultado en cierta medida depende del azar – de factores que no pueden predecirse. Las naciones, como los hombres, tienen que sufrir las consecuencias de sus propios actos – consecuencias que muchas veces no se prevén y que a veces son imprevisibles, pero no hay fuerza histórica alguna que les obligue a decidir cómo habrán de actuar: no están sujetos, por lo tanto, a destino específico alguno, fuera de aquél que está inherente en las limitaciones de sus recursos físicos, mentales y morales. La historia es trágica, pero es tragedia en el sentido estricto de la palabra, resultado de la ceguera humana.

Esa concepción de la historia contrasta fuertemente con otra, que puede ser descrita ya sea como más cobarde, pues traspasa la responsabilidad, o más profunda, porque trata de dar cuenta de las decisiones. El viejo Séneca, al escribir su historia de las guerras civiles que siguieron a la caída de la República Romana y el establecimiento del principado, ciertamente fue influenciada por la concepción estoica de un universo que funciona por una estricta necesidad mecánica en amplios ciclos de una ekpyrosis a otra, repitiéndose perpetuamente. Séneca vio en el pueblo romano un organismo comparable a un hombre y, como los hombres, sufriendo una clase de desarrollo biológico. Roma pasó su infancia bajo los antiguos reyes; ya adolescente, la nación estableció una república y, con el infatigable vigor de un organismo en crecimiento, extendió su mando sobre regiones adyacentes a Italia; con la fuerza y resolución de la madurez (iuventus), Roma conquistó prácticamente todo el mundo que valía la pena tomar; y luego, por fin cansada, y sintiendo la declinación de sus poderes, incapaz de desplegar la fuerza y resolución para gobernarse a sí misma, en su edad provecta (senectus) se resignó a dejar su existencia y sus asuntos en manos de un guardián, cerrando su carrera de la misma manera como la comenzó, bajo la tutela y gobernación de un monarca.

Desafortunadamente, el fragmento que subsiste de la historia de Séneca no nos dice lo que pensaba acerca de qué tan pronto seguiría la muerte después de la decrepitud. Ni siquiera podemos tener certeza de qué tan estrictamente aplicaba el fatalismo implícito en la analogía; parece haber creído que la naciones, como los hombres, podrían en su madurez apresurar o retrasar la aparición de la senilidad a través del cuidado que ponían en sí mismos. Pero, en el mejor de los casos, la voluntad y la sabiduría humanas pueden afectar muy poco la necesidad biológica que inexorablemente lleva a la tumba a todos los seres vivientes. Séneca pensaba en Roma, más que en la civilización clásica en conjunto, pero esta analogía preveía lo esencial de lo que ahora llamamos la concepción orgánica o cíclica de la historia. 

El Dilema Moderno.

La historia moderna comienza con el Renacimiento, una época que pensaba de sí misma, como lo indica el nombre, como una vuelta a nacer de la antigüedad clásica. Por largo tiempo, las energías del hombre se habían concentrado en un esfuerzo por ascender al nivel de alta civilización representado por las grandes épocas de Grecia y de Roma. La metáfora más común describía el cambio cultural en términos de día y noche: La civilización había alcanzado su zenit en la era de Cicerón y Virgilio, la decadencia del Imperio Romano fue el crepúsculo que precedió a la larga noche de la Edad Obscura; el resurgimiento de la literatura y de las artes que comenzó con Petrarca era el amanecer de un nuevo día – el retorno del sol para iluminar la tierra y despertar las mentes de los hombres. Esta metáfora tenía el propósito de marcar contrastes, no de extraer una analogía. La cultura no viene al mundo igual como el sol sale y se pone, en forma independiente del esfuerzo humano; por el contrario, la literatura, la filosofía (incluyendo lo que ahora llamamos ciencia) y las artes fueron producto de la más alta y más intensa creatividad de la mente humana. De ahí que la civilización fuera esencialmente el cuerpo de conocimientos acumulado y mantenido por el intelecto y la voluntad de los hombres. Este sentido de esfuerzo constante impide una concepción cíclica o determinista de la historia, en tanto que la conciencia de que el hilo de la civilización se había casi roto durante la Edad Obscura impedía la presencia de un optimismo simplista e irreflexivo.

Desde la aurora del Renacimiento hasta los primeros años del Siglo Veinte, se pensaba de la historia de la civilización como un continuo que podía ser reducido a una línea en una gráfica. La línea comenzaba abajo en alguna parte de la prehistoria antes de la época de Homero, subía constantemente a una cima en la gran era de Atenas, caía un poco y luego subía nuevamente en la Edad de Oro de Roma, luego descendía constantemente hacia el cero que casi alcanzó en la Edad Obscura, subía un poco a finales de la Edad Media, y con la Reavivación del Conocimiento se elevaba marcadamente hacia una nueva cima. La historia así concebida se dividía en tres edades: la Edad Antigua, la Edad Media y la Edad Moderna.

Esa concepción lineal de la historia simplemente se daba por hecha por los historiadores. Guicciardini, Juan de Mariana, Thuanus, Gibbon y Macaulay difieren mucho en su perspectiva entre uno y otro, pero todos consideran apodíctica esa concepción lineal. 

Surgen Dudas

El Siglo Diecinueve trajo a Occidente la convicción de su superioridad militar sobre todos los demás pueblos del mundo. Parecía cierto que el hombre blanco, gracias a su tecnología, gobernaría el mundo y sus numerosas poblaciones para siempre. Y de esta confianza surgió una descabellada euforia, una noción bizarra de que el progreso era inevitable y automático; que la civilización, en vez de ser una criatura valiosa y frágil que los hombres deben esforzarse mucho por mantener, y trabajar aún más duro por mejorarla, se había vuelto auto-perpetuante y auto-acrecentante; y que la línea en la gráfica, habiendo subido más arriba que la cima más elevada alcanzada en la antigüedad, estaba destinada a avanzar hacia arriba por los siglos de los siglos. Esa ilusión infantil no se impuso ciertamente en las mejores mentes del siglo (v.gr. Burckhardt) pero, como un vino que se sube a la cabeza, intoxicó a muchos escritores (v.gr. Herbert Spencer) que pasaban por pensadores serios en su época. Y sirvió para inducir a mentes reflexivas a cuestionar si hay o no hay un destino inherente en la naturaleza del proceso histórico mismo, como algo distinto de la sabiduría o insensatez de las decisiones que hacen los hombres.

Hacia finales del siglo, dudas profundas que ya no podían reprimirse hallaron expresión en trabajos tales como "La civilisatión et ses lois" (La civilización y sus leyes) de Theodor Funck Brentano, "The Law of Civilization and Decay" (La Ley de la Civilización y la Decadencia) de Brooks Adams, y "The Degradation of Democratic Dogma" (La Degradación del Dogma Democrático) de Henry Adams. Nadie pensó en dudar de la supremacía o perpetuidad de Occidente, pero los hombres comenzaron a cuestionarse si la civilización no estaría cayendo a un nivel más bajo. Y para encontrar una respuesta buscaron establecer una "ciencia de la historia" – lo que ahora se llama 'historionomy' en inglés, 'metahistoire' en francés y meta-historia en español – que identificara las leyes naturales que gobiernan el desarrollo de la civilización.

En la víspera de la Primera Guerra Mundial, unas cuantas mentes privilegiadas que preveían la catástrofe que se aproximaba, formularon la cuestión histórica en términos más drásticos y fundamentales: ¿Será mortal la civilización de Occidente y estará ya haciéndose vieja? ¿Meditaría en un futuro algún viajero proveniente de alguna civilización extraña caminando entre las ruinas derruidas de Nueva York, Londres y París, como Volney había meditado entre las ruinas de Babilonia, Baalbec y Persépolis – y, quizás como Volney, tranquilizarse con ilusiones de que su civilización perduraría, aun cuando todas las que le precedieron habían dejado no más que montones de piedras rotas para atestiguar que alguna vez ahí existieron?

El poder en el mundo 

Debemos entender que la cuestión así planteada era en esa época, y permanece todavía ahora, enteramente una cuestión de decadencia interna – de una enfermedad o debilidad de la mente y de la voluntad Occidental. No era entonces, y todavía no se había vuelto una cuestión de fortaleza relativa al resto del mundo. El poder de las naciones de Occidente era y es simplemente avasallador.

En 1914, los hombres debatían acerca de si Rusia era parte del mundo occidental. Suponiendo que no lo fuera, era obvio que en el mundo sólo había dos naciones no occidentales que poseyeran la capacidad militar e industrial para ofrecer una seria resistencia hasta a una nación occidental de tamaño medio. Y ni Rusia ni Japón podían haber esperado derrotar a cualquiera de los principales poderes de Occidente, excepto formando una alianza con algún poder principal de Europa o de América. Y a pesar de todos los esfuerzos de Occidente de destruirse a sí mismo por medio de guerras fratricidas y exportando su tecnología y su riqueza a otros pueblos, eso sigue siendo en gran parte cierto en nuestros días.

La retirada de Occidente ha sido autoimpuesta, y no debemos permitir el chillido de los 'liberales' para distraernos de ese hecho obvio y fundamental. Gran Bretaña, por ejemplo, en ningún sentido estaba compelida a abandonar a la India como colonia. Durante el gran Motín de la India de 1857, cincuenta mil tropas británicas se abrieron paso a través de todo el Subcontinente Indio, y en poco más de un año redujeron a total sumisión a una población de más de cien millones de personas. Y esto fue, nota bene, en una época en que la única arma básica de guerra era el rifle, de modo que a un hombre con un rifle en un bando correspondía a un hombre con un rifle en el otro bando, excepto en la medida en que la disciplina y la inteligencia individual pudiera hacer alguna diferencia en el uso de un arma ordinaria disponible universalmente. En 1946, Gran Bretaña, con todo el armamento que, por su misma naturaleza, es monopolio de las grandes naciones, podía haber acabado en unas cuantas semanas la más formidable revuelta que Nehru y sus seguidores pudieran concebiblemente haber instigado y organizado.

El poder es todavía nuestro. Una gran parte del mundo está abierta para que la tomemos. Si nosotros como nación nos resolviéramos a tomarla. A pesar de todos los esfuerzos frenéticos que se han hecho en Washington por sabotear a los Estados Unidos durante los últimos treinta años, está fuera de toda duda de que si así estuviéramos dispuestos, podríamos, por ejemplo, simplemente tomar todo el continente africano, exterminar la totalidad de la población, y convertir esa extensa y rica área en una nueva frontera para la expansión de nuestro pueblo. Ningún poder sobre la tierra – y ciertamente no los soviéticos a quienes tan diligentemente hemos nutrido y hecho crecer con nuestros propios recursos – se atrevería a oponérsenos. Ciertamente, existen buenas razones para no anexarnos el África, pero si hemos de pensar claramente acerca de nuestro lugar en el mundo, debemos entender que la falta de poder no es una de ellas.

Que el mundo occidental, con un monopolio virtual de los instrumentos del poder, hubiera de encogerse servilmente ante las hordas por las cuales sólo sentía menosprecio cuando era menos fuerte de lo que es ahora, es una prueba evidente de que nuestra civilización está sufriendo de un mal potencialmente fatal o de una decadencia que nos ha privado – temporal o permanentemente – de la inteligencia y voluntad de vivir. Toda filosofía de la historia o, si lo prefiere, todo sistema de meta-historia es simplemente un esfuerzo de diagnosticar nuestra enfermedad – para decirnos, en efecto, si la debilidad y enervamiento del Occidente es el resultado de un mal curable o de un deterioro irreversible.

Comprensión histórica

Las cuestiones sociales y políticas de nuestro día son primariamente problemas históricos. Para pensar racionalmente sobre ellos, debemos comenzar por consultar la relación de la experiencia humana del pasado. Y pronto nos daremos cuenta de que, si supiéramos lo suficiente de la historia – y la entendiéramos, – habríamos de tener respuesta a todas nuestras preguntas.

Los acontecimientos singulares son siempre incomprensibles. Y todo cambio es singular en tanto no se repita con suficiente frecuencia para ser reconocido como algo que forma parte de un patrón inteligible. No podríamos identificar una sensación tan simple en nuestros propios cuerpos como es el hambre de no haberla experimentado mil veces y observado que una buena comida invariablemente la abolía – por un rato.

Ningún hombre vive tanto tiempo como para contemplar con sus propios ojos un patrón de cambio en la sociedad. Es como un mosquito que nace en la tarde y muere al anochecer, y que, por lo tanto, no importando cuán inteligente pudiera ser, nunca podría descubrir o sospechar siquiera que el día y la noche llegan con una alternancia regular. A diferencia del mosquito, sin embargo, el hombre puede consultar la experiencia de las comparativamente pocas generaciones de su especie que lo han precedido durante el comparativamente breve período de cinco mil años, en el cual los seres humanos han tenido el poder de dejar registro para la instrucción de su posteridad.

Eso, desafortunadamente, no es historia suficiente para dar respuestas positivas e indudables a muchas de nuestras preguntas – pero eso es todo lo que tenemos. El historiador de ahora está muchas veces en la posición de los filósofos griegos que trataban de decidir si el sistema solar es geocéntrico o heliocéntrico, y no podían alcanzar una conclusión definitiva simplemente porque en el mundo no había una relación de observaciones suficientemente exactas registradas durante un período de tiempo suficientemente largo. El historiador moderno que trata de explicar el surgimiento y caída de las civilizaciones puede posiblemente hallar la explicación correcta, pero si la halla – y es verdaderamente un historiador – sabrá que, en el mejor de los casos, estará en la posición de Aristarco, quien por primera vez sistematizó y formuló la teoría heliocéntrica, y que debió haber sabido que la teoría no podía ser probada mientras él viviera ni durante muchos años por venir (o sea no hasta que el paralaje anual de por lo menos una estrella fija se hubiera determinado, lo cual fue logrado por primera vez por Bessel en 1838 – tres siglos después de Copérnico). Lo que Aristarco no pudo prever, por supuesto, fue que el grado de civilización fluctuaría tanto, que tomaría veintiún siglos para que los hombre pudieran estar ciertos de que él había estado en lo correcto.

El meta-historiador, aun cuando consciente de que su hipótesis debe permanecer como hipótesis durante su época, puede sacar una analogía en términos de certidumbre histórica. Cuando la humanidad civilizada perdió interés en el problema que Aristarco trató de resolver con su inverificable teoría, se dirigía hacia una Edad Obscura en la cual los hombres olvidaron los datos que habían sido determinados – una edad tan anquilosada, que los hombres ya habían olvidado que una vez habían sabido que el mundo era un globo, y así retrocedieron a la noción primitiva de que era plano. 


Acerca de Autor

Revilo P. Oliver (1910-1994), un erudito americano de estatura internacional, fue maestro de literatura clásica en la Universidad de Illinois durante 32 años. Sabía doce idiomas, y escribió artículos en cuatro de ellos para publicaciones académicas en los Estados Unidos y en Europa. Obtuvo un doctorado en la Universidad de Illinois en 1940, y en 1947 empezó su carrera magisterial en el Departamento de Clásicos de esa universidad. Durante principios de los 1950s fue a la vez becario Guggenheim y Fulbright.

De un estilo brillante y meticuloso, los escritos de Oliver podían ser elegantes y eruditos o sarcásticos y mordaces. Entre 1955 y 1959, fue un colaborador frecuente del National Review de William Buckley. Ayudó a organizar la anticomunista Sociedad John Birch, y por algunos años sirvió como miembro de su Consejo Nacional. Oliver era un colaborador frecuente de American Opinion, órgano principal de esa sociedad, hasta 1966, cuando renunció luego de un desacuerdo sobre la política societaria con el fundador Robert Welch.

Fue amigo y colaborador del Institute for Historical Review (IHR). Desde 1980 hasta su muerte fue miembro del Comité Asesor Editorial del Journal of Historical Review del IHR

Este ensayo apareció en su idioma original en el Journal of Historical Review de Sep-Oct de 1994 (Vol 14 N° 5), págs 23-27. Viene de un escrito más extenso, publicado por primera vez en 1963, que fue reimpreso en la antología America's Decline: The Education of a Conservative (1982), págs 182-183, 187-189, 190-191 y 212-213.