El Socavado de la Iglesia Católica
por Mary Ball Martínez
Tomado de https://ia902908.us.archive.org
Traducido del inglés por Roberto Hope
[Nota del traductor: Ésta es la traducción de sólo el primer capítulo del libro The Undermining of the Catholic Church por Mary Ball Martínez]
I Metamorfosis
A los Tradicionalistas, aquéllos católicos romanos dispersos alrededor del mundo que han estado resistiendo todo esfuerzo que se hace por arrebatarles la fe de sus padres.
En Roma, en las horas que preceden al amanecer nunca hace calor, aun en verano. Era la vigilia de Pentecostés y prácticamente ya era verano (las grandes fiestas movibles llegaron tarde en el año 1971), cuando unas cuatro mil personas, hombres y mujeres de muchas partes del mundo, arrodilladas toda la noche sobre las frías baldosas, abajo de los escalones de la Basílica de San Pedro, en el inmenso círculo de la plaza, tenuemente iluminada por una luna borrosa y unas cuantas bombillas eléctricas ocultas arriba entre las columnas de Bernini que lo abrazan todo, habrían parecido desde arriba, aun en tal número, como pequeñas sombras apretujadas. Enfrente, como si fueran el objeto de sus oraciones, la gran fachada, firme arriba de sus treinta y nueve escalones, inmutable ahora ya por 400 años, sus magníficas piedras, sucesoras de las piedras menores que se dice que cubren los huesos del pescador galileo Simón, llamado Pedro. Aquí estaba el centro de la Cristiandad, la Roca y la señal tangible de la permanencia de la Iglesia. Para los arrodillados peregrinos, la misma obscuridad agregaba dimensión y asombro al muro que constituía la Basílica, un muro que no solamente atajaba la aurora que pronto habría de llegar del este, sino también un muro para atajar todas las falsas doctrinas que existen en la tierra. Difícilmente un puñado de personas de entre esa multitud habrían sabido que, detrás de esa desafiante fachada, ya por más de medio siglo había estado en marcha un proceso de vaciamiento que había ido carcomiendo la fuerza y la sustancia; que la Iglesia Católica había estado siendo minada.
Todos ellos veían que algo andaba mal, de otra manera no se habrían unido a la peregrinación. En Francia, en Alemania, en Inglaterra, en la Argentina, en los Estados Unidos, en Australia, cada uno en su propia parroquia, habían sido sacudidos por un repentino cambio, por las órdenes de dar culto a Dios de una extraña nueva manera. Casi la mitad de los peregrinos provenían de Francia, habiendo llegado en trenes fletados desde París, y todos habían venido a pedirle al Santo Padre que les devolviera la Misa, los Sacramentos y un catecismo para sus hijos.
Si cualquiera de ellos hubiera mirado más allá de las columnas y arriba a su derecha, habrían podido ver las ventanas con postigos cerrados de los apartamentos del papa ¿Estaría el Papa durmiendo? ¿Podría dormir sabiendo que ahí abajo estaban ellos? Desde donde yacía, las Aves y Paters de las quince décadas del rosario no podían haber sonado mucho más fuerte que la caída del agua en la antigua fuente de la plaza.
En latín y en francés un sacerdote francés conducía una década, un abogado del Canadá la segunda, un campesino de Baviera una tercera. A la medianoche, todos se levantaron para dar paso al Vía Crucis. Llevando velas encendidas, dejaban caer su sombra mientras se movían en lenta procesión entre las enormes columnas. Sin imágenes que les recordaran los sufrimientos de Cristo, un joven en uno, luego otro en otro de los idiomas de los principales grupos, leían una descripción de cada estación.
Cuando el viento se tornó más frío, se ofrecieron teteras con café caliente. Alguien llevó tasas a los carabinieri que se hallaban sentados en su Fiat a discreta distancia. Se notaba que los postigos detrás de los cuales Pablo VI dormía, o no dormía, permanecían bien cerrados. Meses más tarde se supo que el obispo que hubiera dado una voz resonante a la súplica de estos peregrinos había dormido profundamente durante esa noche de junio, en una modesta celda de convento, en alguna parte de ese laberinto de callejuelas medievales al otro lado del Tíber. En el verano de 1971, Monseñor Marcel Lefebvre, obispo misionero al África Francesa, ya disidente clericalmente, no estaba todavía preparado para manifestarse públicamente.
No había tales titubeos por parte del Papa Pablo VI. Su inflexible rechazo a recibir a los peregrinos "tradicionalistas" cuando en esa misma semana él, como de costumbre, se hacía disponible para una serie de audiencias privadas, era una manifestación que nadie podría malinterpretar. Había sido seis años antes cuando los más o menos setecientos millones de católicos dispersos por todo el mundo habían experimentado la primera sacudida del cambio. En un cierto domingo en los tardíos años 1960s (la fecha variaba de un país a otro) habían ido a su iglesia para descubrir que el altar, la liturgia, el idioma y el ritual habían sufrido una total metamorfosis. Les habían estado llegando rumores, y virtualmente todo católico, desde los miembros de parroquias en Long Island hasta las capillas techadas de paja en el Congo, sabían que se estaban teniendo reuniones de alto nivel en Roma. Sin embargo, nada de la información que habían captado entre los rumores y ni siquiera algo que hubieran leído en la prensa, los había preparado para lo que encontraron en su iglesia esa mañana de domingo.
En los meses que siguieron, la perplejidad se desvaneció tornándose en resignación, muy ocasionalmente en satisfacción. De cuándo en cuándo surgía una aguda protesta, como cuando el novelista italiano Tito Casini denunció ante su obispo, el Cardenal Lercaro de Bolonia, quien casualmente encabezaba la Comisión Pontificia para la liturgia: "Ustedes han hecho lo que los soldados romanos no se atrevieron a hacer: Ustedes han rasgado la túnica sin costura, el lazo de unión entre los creyentes en Cristo, pasados, presentes y futuros, dejándola hecha jirones." La carta abierta de Casini corrió alrededor del mundo en una docena de traducciones. En Alemania, el historiador Reinhardt Raffalt escribía: "Aquéllos de otras creencias están viendo con horror cómo la Iglesia Católica ha echado por la borda aquellos antiguos ritos que han revestido de inmortal belleza los misterios del cristianismo." De Inglaterra llegó una súplica apasionada, casi amargada, al Papa Pablo VI de que "trajera de vuelta la Misa como se expresaba tan magníficamente en latín, la misa que inspiró innumerables obras de Misticismo, de pintura, de poesía, de escultura y de música: la misa que pertenece no solamente a la Iglesia Católica y a sus fieles, sino a la cultura del mundo entero." La petición venía firmada por varias veintenas de escritores, artistas filósofos y músicos basados en Londres, que incluían a Yehudi Menuhin, Agatha Christie, Andrés Segovia, Robert Graves, Jorge Luis Borges, Robert Lowell, Iris Murdoch, Vladimir Ashkenazy.
Entre los fieles, la disensión empezó, como era de esperarse, en los círculos intelectuales de Francia, Jean Madiran, que publicaba una pequeña pero efectiva revista, Itineraires, ya estaba recogiendo las desviaciones a la ortodoxia desde las primeras sesiones del Concilio. Escribiendo en la revista de Madiran, el estudioso de economía política Louis Salleron preguntaba si la Iglesia no se estaría volviendo arriana, una referencia a la ola de herejía que ocurrió en el siglo IV. Él percibía una persistente degradación de Cristo implícita en la recién publicada traducción del credo en su versión francesa. Ante lo cual, los filósofos Etienne GIlson y Gustav Thibon se unieron al novelista Francois Mauriac para plantear la cuestión en una carta abierta a los obispos de Francia.
Así pues, antes de que el Vaticano II llegase a su clausura, un público considerable de Francia ya se había percatado del alcance de la transformación. El joven sacerdote Georges de Nantes, había comenzado a publicar una carta de noticias atrevidamente intitulada La Contre-Reforme Catholique. La Herejía del Siglo XX de Madiran y la Subversión de la Liturgia de Salleron salieron a la luz junto con la obra de mayor envergadura del filósofo belga Marcel de Corte. Definiendo la nueva orientación como una "degradación espiritual más profunda que cualquier cosa que la Iglesia haya experimentado en su historia, una enfermedad cancerosa en la que las células se multiplican rápidamente a fin de destruir lo que está sano en la Iglesia Católica" las llamó "un intento de convertir el Reino de Dios en el Reino del Hombre, de sustituir a la Iglesia consagrada al culto a Dios con una iglesia consagrada al culto a la humanidad. Ésta es la más espantosa, la más terrible de todas las herejías."
Mientras tanto, un cura de aldea en la Borgoña, Lous Coache, que detentaba un grado en derecho canónico, publicaba un periódico agudamente crítico, al que le dio el nombre de Cartas de un Cura Rural, y estaba reviviendo una costumbre que había caído en desuso, la procesión de Corpus Christi en espacios públicos. La gente comenzó a llegar, por los cientos, de toda Francia al poco conocido pueblo de Montjavoult en la fértil campiña de Borgoña, para caminar en procesión solemne detrás de la Hostia Consagrada en su reluciente custodia, cantando y rezando mientras diáconos iban balanceando el incensario y niñas pequeñas esparcían flores a lo largo del camino. Para la tercera procesión de Corpus Christi, el obispo del Padre Coache (como en el caso de Juana de Arco, era el obispo de Beauvais) ya había tenido suficiente de periodismo crítico y de devociones anticuadas. Ordenó un alto a las celebraciones y suspendió al abbé "a divinis". Bajo este interdicto se les prohíbe a los padres ejercer sus funciones sacerdotales. Impertérrito, el Padre Coache no solamente siguió diciendo misa, fundó una casa de retiros en el cercano pueblo de Flavigny. La participación francesa en la peregrinación a Roma de 1971 fue en gran medida debida a los esfuerzos del Padre Coache y fue él quien cinco años después persuadió a Monseñor Ducaud-Bourget y a su grey que emprendieran la dramática ocupación de la iglesia parisina de San Nicolás-du-Chardonnet.
Ya para finales de los 1960s, la revolución, por tanto tiempo en etapa de socavación, ya estaba claramente afianzada. Había sido una operación relativamente tranquila, gracias al hecho de que había sido llevada a cabo no por los enemigos declarados de la Iglesia Católica sino por quienes profesan ser sus devotos. A diferencia de la casi incautación que había ocurrido en el siglo XVI, con su violento clamor de ruptura, el derrumbe ocurrido en el siglo XX había sido logrado con comparativo sigilo en medio de una ordenada combinación de amañados informes de postura, informes de situación, agendas de conferencia, proyectos curriculares, todos los cuales transitaron por comités, comisiones, grupos de trabajo, sesiones de estudio, discusiones y diálogos. Una vez que se inauguró el Concilio Vaticano II el derrumbe fue asiduamente promovido mediante artículos, conferencias de prensa, entrevistas, exhortaciones, encíclicas, y todo ello en una atmósfera de prudencia y discreción eclesiástica,
Habiéndose clausurado el Concilio les tocó el turno a los comentaristas. En rápida sucesión en Europa y en América aparecieron un artículo tras otro, un libro tras otro, tratando de explicar lo que había pasado, Crónicas detalladas admirablemente de cada sesión del Concilio pretendían identificar el momento preciso en el cual se habían efectuado los cambios. Mucho de lo escrito fue hecho por teólogos y laicos liberales que elogiaban lo que llamaban "la gran obra de abrir la Iglesia al mundo." Todavía más fue escrito por conservadores que, aunque aceptando la legitimidad del Vaticano II, trataban de demostrar la manera cómo habían sido distorsionadas sus valiosas intenciones. Estos escritores fueron especialmente rudos con lo que ellos llamaban "el grupo del Rhin", un conjunto de cardenales y obispos de mente liberal y sus peritos, principalmente de Europa del Norte, quienes, se argumentaba, dominaron los debates, monopolizaron la atención de los medios, y acabaron influyendo en la mayoría silenciosa de los Padres del Concilio para que votaran aprobando sus propuestas "progresistas."
Los comentaristas que acabaron siendo llamados "tradicionalistas" se inclinaban por desconocer de plano el Concilio, afirmando ver en él un intento de destruir a la Iglesia. En todos sus escritos, el protagonista era el Concilio Vaticano II ("El concilio del Papa Juan", lo llamaban). Lo que ocurrió en el piso de la Basílica de San Pedro entre octubre de 1962 y diciembre de 1965 era toda la trama. El propio Vaticano impulsó la idea y la sigue impulsando hoy en día, opinando sobre virtualmente todo problema que surja "según el Concilio". En un sentido muy real, los documentos del Vaticano II se han convertido en la nueva Sagrada Escritura.
Es en esta artificiosa magnificación de la importancia del Segundo Concilio Vaticano donde el presente estudio rompe con los escritores de Derecha así como con los de Izquierda y con la pretensión del Vaticano porque, como el buen amigo del Papa Pablo, Jean Guitton, hombre de letras francés, escribió en l'Ossservatore Romano, "Fue mucho tiempo antes del Concilio cuando se comenzaron a proponer nuevas formas de espiritualidad, de misión, de catecismo, de lenguaje litúrgico, de estudio bíblico y de ecumenismo. Fue mucho tiempo antes del Concilio cuando un nuevo espíritu nació en la Iglesia."
Fue mucho tiempo, ciertamente. Por más que el valor de choque de la fisonomía y el sonido de los nuevos tipos de culto, haya sido tan sorprendente tanto para los católicos como para los no católicos a finales de los 1960s, era solamente la marejada en costa lejana producida por una explosión que había detonado un cuarto de siglo antes. Hay teólogos Jesuitas que señalan el 29 de octubre de 1943 como la fecha del "big bang". El padre Virgilio Rotondi, S.J., editorialista de Civilta Cattolica, una voz semi-oficial del Vaticano estaba eufórico. "Todos los hombres honestos y todos los hombres inteligentes que sean honestos, reconocen que la revolución tuvo lugar con la publicación de la encíclica Mystici Corporis de Pío XII. Fue entonces cuando se plantaron las bases para la 'nueva era´, de la cual habría de surgir el Concilio Vaticano Segundo.”
Como jesuita de nueva era en los años 1970s, el Padre Rotondi estaba naturalmente señalando con orgullo el acontecimiento histórico que él y sus colegas veían como la culminación afortunada de la agitación que durante ya medio siglo había estado ocurriendo al interior de la Compañía, comenzando con el converso del anglicanismo George Tyrrell, y continuada aún más abiertamente con las desconcertantes fantasías de Pierre Teilhard de Chardin. El colega jesuita Avery Dulles explica la naturaleza de la explosión. "El modelo jurídico y societario que la Iglesia había mantenido en pacífica posesión hasta junio de 1943 fue de pronto reemplazado por el concepto del cuerpo místico." La designación no era nueva. Había sido presentada a los Padres de Concilio Vaticano Primero setenta años antes. Lo habían rechazado de plano por razón de ser "confuso, ambiguo, vago e inapropiadamente biológico,"
Ciertamente, había sido la creciente proliferación de todo un conjunto de conceptos teológicos nebulosos lo que en primer lugar había llevado a Pío XI a convocar un concilio. Una vez en sesión, los obispos de 1870 plantearon sus pareceres sobre la naturaleza de la Iglesia en términos nada imprecisos. "Enseñamos y declaramos que la Iglesia posee todas las marcas de una verdadera sociedad. Cristo no dejó esta sociedad sin una forma fija. Más bien Él Mismo le dio existencia y Su voluntad determinó su constitución. La Iglesia no es parte ni miembro de sociedad otra alguna. Es tan perfecta en sí misma que se distingue de todas las demás sociedades y está muy por encima de todas ellas."
Quien estaba gobernando la Iglesia en 1943, estaba usando otro lenguaje muy diferente. No pudo, dijo él, "hallar una expresión más noble y más sublime que 'cuerpo místico de Cristo"'. Los católicos estuvieron de acuerdo. La frase, utilizada en un sentido pastoral, no jurídico, puede encontrarse tan atrás en el tiempo como en San Pablo. Irremediablemente anticuada para los teólogos progresistas de ahora, esa definición sigue siendo apreciada por los católicos conservadores. El que ya haya dejado de ser útil para el Vaticano post-conciliar se ve claramente leyendo la reciente encíclica de Juan Pablo II Ut Unum Sint. Refiriéndose a la Iglesia una o más veces en cada una de las 114 páginas del texto, ni en una sola de ellas utiliza el término "cuerpo místico ̈.
En tanto que, en realidad, la carta encíclica de los 1940´s tendía a degradar a Dios al mismo tiempo que elevaba a Sus criaturas, la concepción actual de que el término es 'excluyente' lo haría de escasa utilidad para promover el principal énfasis de Ut Unum Sint, que es un llamado a los católicos a que unan sus manos a las de los no católicos en lo que llama la "búsqueda de la verdad", como si la Revelación nunca hubiera ocurrido o, por lo menos, que ni el Papa de Roma ni sus cientos de millones de seguidores hubieran jamás oído de ella.
Difícilmente hallado en escritos católicos anteriores a 1943 y de ninguna manera en la imagen de la Iglesia en la liturgia, la frase "cuerpo de Cristo" para San Pablo quería decir simplemente los cristianos de su época. Tres siglos más tarde, San Agustín usó el término paulino agregando al "cuerpo" a todos los justos desde Abel. Para Santo Tomás de Aquino las palabras significaban "los católicos vivientes en estado de gracia".
Aparentemente, lo que inspiró a Pío XII a darle al término un status quasi canónico, elevándolo a "místico", fueron los escritos de su contemporáneo, Emile Mersch. Haciendo caso omiso de las objeciones expresadas en el Concilio Vaticano Primero, este jesuita belga presentaba un nuevo concepto, identificando a la Iglesia con el cuerpo humano, agregándole, como lo haría la encíclica, dos Personas de la Santísima Trinidad. En la analogía, Nuestro Señor es tomado como la cabeza, los papas y los obispos como los huesos y ligamentos, el Espíritu Santo como la fuerza que le da vida. Aun cuando son difíciles de encontrar impresos hoy en día, se sabe que un número considerable de teólogos en 1943 habían hecho eco de las protestas del Vaticano I, señalando un abandono de la realidad en el intento de hacer divina a la Iglesia y lo inapropiado de las referencias biológicas.
Si la jactancia de los neo-jesuitas de Civilta Cattolica al decir que la encíclica de Pacelli abrió el camino al Vaticano II pareciera estar tirada de los pelos, considérese el hecho de que, hasta entonces, el Magisterio había insistido en que Dios es Dios y nosotros somos sus criaturas, siendo los cristianos de entre nosotros el grupo o cuerpo de Cristo. El cuerpo que Pío XII visualizaba debe escribirse con mayúsculas y elevarse a un estado místico, pues él declaró que incluye a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo.
¿Por qué los todavía ortodoxos padres del concilio de 1870 rechazaron esta arbitraria nueva colocación de Dios y el hombre? Porque reduce el Dios trascendente a un Dios inmanente, la antigua herejía. Sin esa reducción como base de nuevas actitudes, la aceptación, veinte años más tarde, de cambios radicales, habría sido impensable. El concepto de cuerpo místico diviniza a los hombres, en línea con la falsa promesa que la Masonería siempre ha ofrecido. Los escritos masónicos están repletos de referencias a "la chispa divina que se encuentra en cada uno de nosotros."
Como lo dijo la satanista masónica Elena Blavatsky, "mientras más pulido esté el espejo, más clara se verá la imagen divina." Y Pablo VI, en la navidad de 1960: "¿Estáis buscando a Dios? ¡Lo encontraréis en el Hombre!" La obra Everyman's Encyclopedia (1958) toma las definiciones precisas de la encíclica Pascendi de Pío X: "Inmanencia es un término filosófico usado para denotar el concepto de que la Divinidad permea el universo, que Su existencia se expresa solamente por el desenvolvimiento del cosmos natural. Su opuesto es el trascendentalismo, que enseña que la Divinidad tiene una existencia aparte del universo, el cual no es más que una expresión subsidiaria de Su actividad."
Manipular la trascendencia del Dios Todopoderoso, aun cuando sea de "un modo noble y sublime", ha llevado a monjas de Chicago a danzar alrededor de un caldero negro, en adoración de la "madre tierra"; y al Cardenal Ratzinger, Prefecto para la Doctrina de la Fe, a llamar 'insensatas' las visitas al Santísimo Sacramento.
El que el sacerdote o laico promedio de los 1940s haya visto algo importante para la Iglesia en la publicación de Mystici Corporis puede ser descartado. En tiempos normales, las encíclicas papales son estudiadas por teólogos, leídas por un número limitado de obispos y sacerdotes y dadas un vistazo por suscriptores a revistas religiosas.
Sin embargo, el año 1943 no fue un año normal. Marcó el período más terrible de la Segunda Guerra Mundial. En todo caso, el énfasis papal en la frase, para el católico promedio que, sí hubiera leído el documento, le habría parecido que naturalmente estaba en línea con designaciones veneradas tales como "Cordero de Dios", "Sagrado Corazón" o cualquiera de la larga lista de títulos exaltados que se le dan a la Virgen María en su letanía. Ciertamente, jamás habría podido entrar en su mente que esas dos palabras habrían de llegar a agitar la milenaria Barca de Pedro.
Para el estudioso serio de teología, sin embargo, quedaba claro que la frase "cuerpo místico" en la mente del Papa Pío XII llegaba más lejos que una simple designación piadosa. Utilizada como él la usó en la encíclica, la frase le arrancaba a la iglesia su carácter institucional de casi dos milenios, haciendo a un lado su añeja identidad para lanzarla hacia el futuro.
Casi inmediatamente, la encíclica del Papa Pacelli dio lugar a una nueva disciplina intelectual. El término eclesiología, que hasta 1943 había significado el estudio de la arquitectura y la arqueología de la Iglesia, fue adoptado para significar el estudio de la manera como la Iglesia se percibe a sí misma. Durante más de 1900 años, no había existido un nombre para un estudio así, porque no existía tal estudio. La Iglesia Católica Romana sabía lo que era, también lo sabían la jerarquía y los fieles. De pronto, confrontados con la nueva imagen definida en la encíclica, parecía urgente cuestionar qué es lo que la Iglesia realmente piensa de sí misma. De la noche a la mañana, tuvo que inventarse un nuevo tipo de teólogo, el eclesiólogo, e instalarse en los seminarios, universidades y consejos de redacción de publicaciones Católicas.
En poco tiempo, estos eruditos se percataron de que tenían mucho por hacer. La transición abrupta de Sociedad Perfecta a Cuerpo Místico resultó ser sólo el inicio. No pasó mucho tiempo para que este cambio de paradigma, por emplear la jerga de los eclesiólogos, dio paso a otro más. "Muy pronto", escribe el P. Dulles, los eclesiólogos se estaban preguntando '¿es el Cuerpo Místico una pura comunión en la gracia o es visible? ¿No sería más apropiado usar Pueblo de Dios?
Dulles pasa a explicar que, todavía no se había secado la tinta desde que 'Pueblo de Dios' fuera aceptado (era el favorito en el Vaticano II), cuando el influyente dominico francés, Yves Congar, apuntó a su debilidad. "¿No suena egoísta y monopolístico? Qué tal si llamamos a la Iglesia un Misterio?". Fue entonces cuando el Padre (posteriormente cardenal) jesuita De Lubac, de la Universidad Gregoriana, optó por 'Sacramento de Dios'. ¿Su razonamiento? "Si Cristo es el Sacramento de Dios, entonces la Iglesia es el Sacramento de Cristo." Qué importa que desde tiempo inmemorial se les haya enseñado a los católicos que solamente hay siete sacramentos, y ni la Iglesia ni Cristo es uno de ellos.
Los no católicos comenzaron a jugar el juego de los paradigmas. Karl Barth, el calvinista suizo a quien Pío XII había llamado su teólogo favorito, sugirió que los católicos llamaran a su iglesia Heraldo-del-Mundo, en tanto que los protestantes radicales, Harvey Cox y Dietrich Bonhöffer, recomendaron que la Iglesia de Roma se llamara Servidora.
Los usualmente imperturbables jesuitas se alarmaron. Sus eclesiólogos no encontraron precedente alguno de imagen de Servidora en las Sagradas Escrituras. Además objetaron ¿no presenta ciertas ambigüedades esa connotación de servilismo? Ciertamente, de Sociedad Perfecta "muy por encima de todas las demás" a Iglesia como Servidora, los teólogos habían andado un largo camino en el proceso; justo como los Padres del Vaticano I lo habían predicho, habían erosionado la identidad de la Iglesia Católica Romana.
Avery Dulles lo admite, "La Iglesia de nuestros días está convulsionada por cambios de paradigma, de manera que nos encontramos con fenómenos de polarización, incomprensión mutua, inhabilidad de comunicación, frustración y desaliento. Cuando cambia el paradigma la gente de pronto se da cuenta de que el suelo se hunde bajo sus pies. No pueden comenzar a pronunciar el nuevo lenguaje sin comprometerse con un nuevo conjunto de valores que pudiera no ser de su gusto. Se ven gravemente amenazados en su serenidad espiritual”.
Dulles habla como sacerdote dirigiéndose a otros sacerdotes. Aun cuando los detalles de los confusos cambios difícilmente penetran al hombre o a la mujer que va a la iglesia, por lo menos no hasta que llegue el siguiente cambio, los fieles están dolorosamente conscientes de lo que puede pasar con la serenidad espiritual de sus pastores cuando notan la defección generalizada del clero. Se estima que en los Estados Unidos cerca de diez mil sacerdotes y hasta cincuenta mil religiosos masculinos y femeninos han abandonado su vocación. La mitad de los cerca de quinientos seminarios han cerrado sus puertas y la edad promedio del clero está arriba de los sesenta años.
Las defecciones sacerdotales en todo el mundo siguen siendo alrededor de cuatro mil al año. En Francia, antiguamente promediando mil ordenaciones por año, hay ahora menos de cien. Conforme la serenidad va esfumándose del sacerdocio, los fieles se han esfumado de las iglesias. En París, la asistencia a Misa ha bajado a sólo el 12% de la población. Hasta en la tan católica España sólo el 20% de los ciudadanos asisten regularmente a Misa y sólo el 3% de los sacerdotes son menores de 40 años. Según el National Opinion Research Service basado en Chicago, la caída en el número de católicos practicantes entre los años de 1972 y 1973 bien puede haber constituido el colapso de devoción religiosa más dramático de toda la historia de la Iglesia.
El actual periodismo popular dice que los sacerdotes han defeccionado por la insistencia del Vaticano en la regla de celibato, y que los laicos han defeccionado por la prohibición del Vaticano del control artificial de la natalidad. Forzados a reconocer que esas restricciones han sido parte de la forma de vida católica a lo largo de los siglos, esos escritores han argumentado con la tesis de que el hombre moderno, aun el hombre moderno católico ha alcanzado un grado tal de "conciencia de sí mismo" que no puede, ni debe, tolerar control alguno sobre su libertad.
La teoría es espúrea y está divorciada enteramente de la realidad. Los verdaderos creyentes admiten cualquier disciplina. La Historia demuestra que pueden soportar la carencia de iglesias, de sacerdotes y de sacramentos, aguantan fuertes dosis de persecución, y aun de martirio. Lo que no pueden aguantar es la remoción de sus certezas espirituales. Las provocaciones que provienen de fuera pueden fortalecer su fe, pero cuando las provocaciones, las dudas, provienen de adentro, sus creencias y, consecuentemente, su fortaleza, vacilan. A la primera insinuación de duda por parte de sus maestros ¿qué joven no comenzará a preguntarse si posee la categoría de fe necesaria para soportar la vida sacerdotal? Las pruebas que trae el celibato de pronto parecen demasiado difíciles.
Lo que produjo el alterar la tradición en los católicos fue despojarlos de su Iglesia-como-institución, aquella sólida y añeja estructura con la que siempre habían contado para recibir apoyo en la delicada tarea de creer y en la difícil tarea de vivir como católicos. Despojados están, no por las restricciones impuestas, sino por la carencia de ellas.
Los hombres y las mujeres que vinieron a Roma en 1971 para rezar toda la noche frente a la Basílica de San Pedro oraban por que esa estructura se mantuviera firme y que los debilitantes decretos del Vaticano II fueran revocados. Igual que los autores que estaban produciendo libros y artículos en esa época, pensaban que el problema era atribuible al Concilio. La idea de que una encíclica emitida veintiocho años antes pudiera haber sacudido la serenidad espiritual por todo el mundo, que su autor haya sido el Papa que reverenciaban sobre todos los demás, les habría parecido de plano increíble.
Con la esperanza de poder hacer de lo aparentemente increíble no sólo algo creíble sino obvio, este estudio pasará por alto al Segundo Concilio Vaticano como causa y tratarlo como efecto, el inevitable efecto de una decidida línea de acción, iniciada décadas antes de que Juan XXIII convocara a los obispos de todo el mundo a que se reuniesen. Su llamamiento será visto no tanto como una invitación para consultarlos sino como una petición de firmas. Con muchas de las transformaciones ya llevadas a efecto y muchas otras ya bien elaboradas en papel, la bienvenida de Juan a la larga y lenta procesión de altos mitrados esa mañana de octubre de 1962 será vista como el cumplimiento de un proyecto amplio y persistente. En perspectiva, el Concilio parece haber sido el traer a la Jerarquía a Roma a fin de enseñarles lo que ya había estado sucediendo, darles la satisfacción de una muy limitada participación, y luego ejercer presión moral sobre ellos para que pusieran sus nombres en todos y cada uno de los documentos que resultaron de las hábilmente dirigidas deliberaciones. Las firmas eran de la mayor importancia, dando, como lo hicieron, credibilidad a los cambios, haciendo de esa manera más fácil para los obispos el dar la cara a sus feligreses cuando regresaran a sus diócesis cargando una maleta llena de novedades. Que el Segundo Concilio Vaticano sea considerado punto de partida para tantos comentaristas, puede entenderse.
Mientras que una mirada a los acontecimientos de años anteriores podría serles útil para captar el hilo de los cambios, también significaría tener que contender con la figura de Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII, prospecto incómodo tanto para liberales como para conservadores. Para la Izquierda, con el paso de los años, si no en vida de él, Pacelli es un archi-conservador, tristemente poco ilustrado, y probablemente anti-semita. Para la derecha, a esta distancia, un santo. En ambos casos su vida y sus obras se han visto revestidas de mitos piadosos e impíos.
Quizás no haya habido un papa tan incomprendido en la historia. Ha sido reverenciado y menospreciado, amado y odiado por cosas que no hizo jamás ni jamás fue. Ningún papa en la historia hizo tanto por transformar la iglesia; sin embargo los católicos conservadores lo ven como el último pilar firme de la ortodoxia. Ningún papa en la historia hizo tanto por los judíos y, sin embargo, los escritores judíos siguen acusándolo de indiferencia con su suerte. Ningún papa en la historia hizo tanto por complacer a los marxistas; sin embargo, en Occidente es reconocido como un héroe anti-comunista de la Guerra Fría.
En sus largos años como diplomático del Vaticano, cuando fue el primero que aplicó lo que llegó a llamarse Ostpolitik, en sus diez años de fungir como el Secretario de Estado de Pío XI, en sus casi veinte años como Sumo Pontífice, a ser continuados en su extensión durante el pontificado de su protegido y escogido heredero, Gian Battista Montini, la obra de Pío XII abarcó casi un siglo.
Si los hechos de la transformación de la Iglesia han de ser explicados honestamente, entonces los hechos de la contribución de Pacelli a esa transformación tienen que formar parte de esa explicación. Se dispone de material extenso. Con tanto tiempo de haber terminado la Segunda Guerra Mundial, los archivos norteamericanos y alemanes han sido abiertos y se han estado publicando las memorias de figuras importantes de esa época. El sigilo del Vaticano, sin embargo, puede ser, y muchas veces es, pertinaz. Fue sólo la acusación levantada contra Pío XII de su presunta indiferencia con los judíos lo que hizo que una sección limitada de los archivos fuera abierta a cuatro estudiosos jesuitas en los años 1970s. Sin embargo, con o sin la cooperación del Vaticano, hay todavía un cúmulo de material disponible sobre Pacelli, suficiente para dejar sólo a los insensatos, que sigan aferrados a los viejos mitos.
Admitido que Eugenio Pacelli haya sido un gigante entre los papas y que su período de actividad haya sido desusadamente largo, uno puede preguntar qué es lo que un papa tiene que ver con una revolución. En el caso de la Iglesia Católica Romana, todo. Aun cuando sería difícil encontrar un movimiento de guerrilleros, sean las Brigadas Rojas de Italia o el Sendero Luminoso del Perú, que no haya sido inspirado y dirigido por estudiantes y profesores universitarios, en la Iglesia, con su inflexible estructura jerárquica, la cima intelectual, el nivel al que se mueven los teólogos, no es lo suficientemente alto. Cualquier mutación en la doctrina o en la práctica, debe venir de la misma cúspide, del propio papa. No hay otra forma.
Aun cuando Eugenio Pacelli fue la figura dominante en el proceso de socavamiento, no lo hizo solo. Cuatro otros italianos participaron en su empresa. Giacomo Della Chiesa, Angelo Roncalli y Giovanni Battista Montini fueron papas, en tanto que Pietro Gasparri, como Secretario de Estado, condujo su fase de la operación como si lo fuera. Lo que los cinco lograron no fue nada desdeñable, siendo esto la transformación del mayor cuerpo religioso del mundo, un cuerpo que había permanecido virtualmente sin cambio durante casi dos mil años.
Sin cambio alguno había superado la gran escisión de cuatrocientos años antes, aun ganando del golpe una cierta fortaleza mediante la redefinición forzada de su propia identidad. La sacudida protestante había constituido una separación. Lo que ha pasado en nuestros días no ha sido una separación, sino un vuelco provocado desde adentro, algo enteramente más drástico.
Medido contra lo que se había considerado que era la identidad católica durante diecinueve siglos, la Iglesia socavada de ahora es algo bastante nuevo. En tanto que las estructuras exteriores del reducido volumen se han vuelto más rígidas que nunca, ha ocurrido un vaciamiento de casi todas las antiguas verdades que habían sido su vida..
Socavamiento, dice el diccionario, se refiere a la remoción de un cimiento por medios clandestinos. En lo que toca al católico promedio, lo que fue removido de su Iglesia fue ciertamente removido en forma clandestina, aun cuando no todo el sigilo haya sido de manera intencional. Los cambios que estaban teniendo lugar bajo la dirección papal entre los clérigos cercanos, simplemente no se compartían o publicitaban, en tanto que los fieles, continuamente privados de enseñanza teológica, tendían a recurrir a su propia piedad, cosa que los transformadores tuvieron cuidado de no perturbar. Como resultado, el católico promedio permaneció ignorante de que había estado ocurriendo una revolución, hasta que los medios de comunicación echaron luz sobre las sesiones del Concilio. Su reacción natural, una vez que la Nueva Misa fue impuesta, fue suponer que fue el Concilio el que había cambiado las cosas.
Los siguientes doce episodios en una cronología de seis décadas tratará, por primera vez, de eslabonar la cadena de maniobras del Vaticano, algunas de ellas clandestinas, algunas otras proclamadas abiertamente, que forjaron el extraño NeoCatólico y la extraña NeoIglesia Católica.