Abril de 2024
La francmasonería en la vida y tiempos del Papa Pío IX
2a ParteConclusión de una historia oportuna
Por el Padre Leonard Feeney
Tomado de Christian Order
Traducido del Inglés por Roberto Hope
El 29 de abril de 1848, en un acto de suprema valentía, con noticias llegándole de revolución, pareciendo venir desde todos los rincones de la Tierra, el rugido de ella llegando a sus oídos de la manera más amenazante desde abajo de sus propias ventanas en el Quirinal, el Papa Pío IX publicó la alocución que congeló las sonrisas de adulación de las caras de los liberales y radicales, convirtiéndolos, en cuestión de segundos, en enemigos nefastos, mortales y peligrosos. Ya que el Papa no sólo se rehusó a declararle la guerra a Austria, pues el pueblo austriaco era uno en un "sentimiento indivisible de su amor paternal", sino que también desconoció conexión alguna con los planes maliciosos de Mazzini, de formar una república italiana, y rompió, de una vez por todas, con el Risorgimento, nombre dado al movimiento nacionalista italiano
Advirtió a los italianos contra los "pérfidos designios y consejos de hombres que los desprenderían de la obediencia que le deben a sus respectivos soberanos. En cuanto a nos", siguió diciendo, "declaramos de la manera más solemne, que todos nuestros pensamientos, nuestros cuidados, nuestros esfuerzos como Romano Pontífice, se dirigen a agrandar continuamente el Reinado de Cristo y no a extender las fronteras de los principados temporales que la Providencia ha conferido a la Santa Sede para la sola dignidad y ejercicio libre de su supremo apostolado."
Violencia dio lugar a violencia cuando se vio plenamente que Pío Nono había dado al mundo noticia de que ni consciente ni inconscientemente era él el dirigente del liberalismo. Italia Joven y las sociedades secretas al mando de Mazzini rabiaban, conspiraban y tramaban. Lo mismo hizo Cavour, Primer Ministro de Cerdeña, por los intereses de los Piamonteses. Lord Palmerston obró abiertamente a través de su enviado en Roma, Lord Minto, cuya política se dirigió a agitar a los revolucionarios más peligrosos de Italia. Pío Nono estaba plenamente enterado de todo esto, y a aquéllos que habían tenido la honestidad y el valor de reprocharle por la insensatez de su anterior crédula y pueril confianza en el éxito de su "programa de reformas", su vana creencia de que mediante la bondad podría ganar en lo que su predecesor, el Papa Gregorio XVI había fracasado mediante la severidad, y su desacertada confianza en la "gratitud de la gente", respondía simplemente que él era "mucho como los imprudentes y consentidores padres que antes de su muerte han traspasado sus bienes a sus hijos y ¡acaban siendo sacados de su propio hogar y casa en la ancianidad!"
"Soy como el pastorcito," dijo, "que por compañero tenía a un gran nigromante. El pastorcito lo había visto una y otra vez invocar al demonio, y se había aprendido la fórmula de encantamiento. Así, una noche intentó probar el poder del encantamiento. El maligno apareció a su llamado y el espantado niño de buena gana habría querido deshacerse de él, pero no había, sin embargo, aprendido la fórmula para ahuyentar al demonio, quien de ahí en adelante se le aparecía y le atormentaba."
Asesinato
Llego septiembre, en ese espantoso año de 1848 y el día dieciséis de ese mes, Pío Nono nombró como primer ministro suyo al Conde Pellegrino Rossi, ese hombre extraordinario que, no obstante haber nacido en la Toscana, había sido en su oportunidad, revolucionario, exiliado político, político suizo, profesor de derecho en París, miembro de la Cámara de los Comunes de Francia, embajador de Francia en Roma hasta que se desató la revolución de 1848 en París, confidente y amigo cercano de Pío Nono, y ahora su Primer Ministro. Y para septiembre, mes aparentemente tan favorecido por los revolucionarios la "guerra del pueblo" de Mazzini se había puesto en marcha en las calles del norte, revolucionarios a sueldo estaban masacrando a funcionarios gubernamentales a la vista del pueblo. Se estaban cazando hombres cual bestias, sus cadáveres siendo abandonados ahí donde habían caído.
No obstante, el Conde Rossi pudo dedicar largas horas de trabajo a enderezar los asuntos de los Estados Pontificios. Durante todo octubre, conforme la guerra avanzaba del norte hacia el sur y Roma estaba siendo agitada con todo tipo de rumores frenéticos e intrigas políticas. El ambiente estaba tenso de misterio y de premonición de mal. A principios de noviembre se le advirtió a Rossi que una revuelta sangrienta y terrible estaba programada para el día quince, fecha establecida para la apertura de las Cámaras en el Palacio de la Cancillería.
Y conforme avanzaba el mes y el número de calumnias que circulaban alrededor de él se multiplicaba — pues los revolucionarios sabían que él era fuerte y constituía la mayor oposición a sus planes de tomar los Estados Pontificios — y conforme la gente por todas partes, en la calle, en restaurantes, en cantinas, en el ejército, era cada vez más engañada por las inflamatorias mentiras, las advertencias a Rossi se hacían más y más frecuentes y alarmantes. Pero el valeroso Ministro permaneció firme en su resolución de abrir el Parlamento en el día designado, y de abrirlo él mismo a nombre del Papa-Rey.
A manera de precaución, pasó revista a los Carabinieri — la tropa montada — el día catorce en la plaza abierta frente a San Pedro, y los hizo desfilar por las calles de Roma, poco sospechando que ¡cada hombre había sido ganado para la causa del enemigo! En la noche del día catorce, advertencia tras advertencia le llegaba, "¡No se aparezca en la sala del consejo! La muerte le espera ahí" escribió la Condesa de Menon. "¡No salga de su casa! Será asesinado" le rogó la Duquesa de Rignano. Pero él siguió hasta tarde en la noche para añadir los toques finales del discurso que había preparado para dar en la mañana.
Y allá, en los arrabales del Trastevere, al lado opuesto del Tíber, dos dirigentes de la mortífera Italia Joven de Mazzini, el Dr. Pietro Sterbini y Luigi Brunetti, este último, hijo del artero y perverso "Ciceruacchio" en quien, en tiempo pasado, en ignorancia, Pio Nono había confiado, estaban practicando en el cadáver de un italiano recientemente asesinado, dónde y cómo asestar el golpe de manera que la gran arteria yugular se dividiera y así asegurar la muerte instantánea de la víctima.
Llegó la mañana, y con ella más advertencias a Rossi y a su pobre atormentada esposa. El Papa también había sido advertido y amenazado, Trató de disuadir a su Ministro de acudir al Parlamento, y cuando al final fracasó, le rogó, "Al menos, no seáis imprudente y os expongáis innecesariamente. ¡Debéis privar a los enemigos de un grave crimen, y a mí de una pena que nada podría remediar!"
"No tengo miedo, Su Santidad," contestó Rossi. "Estos hombres son cobardes y no se atreverán a llevar a cabo sus amenazas. Sólo bendígame, su Santidad, y todo saldrá bien".
"Yo defiendo la causa del Papa", le dijo al Monseñor que lo detuvo en la puerta con todavía otra advertencia." "y la causa del Papa es la causa de Dios. Debo ir, e iré."
A las doce y cuarto, su carruaje retumbaba en el patio del Palacio de la Cancillería. Un batallón de la Guardia Civil estaba reunido en la plaza. Y, en el patio, una multitud que abucheaba vociferante, totalmente hostil, lo veía apearse y con porte calmado, sin perturbarse, y a paso firme, se dirigió a la escalera que conducía a la Cámara del Consejo, Inmediatamente se le amontonaron a su alrededor. De algún lado se oyó un grito pidiendo ayuda, y mientras la atención de la guardia se dirigía hacia donde venía el grito, el hijo de Ciceruacchio, Lugo Brunetti, enderezó su impaciente puñal directo a la garganta del valiente Ministro de los Estados Pontificios.
Pero un hombre se apresuró a ayudarle, Righetti, el Ministro de Finanzas suplente, que le había acompañado. Lo levantó en sus brazos, el enorme hoyo abierto en su cuello a la vista de todos, y lo llevó cargado a los cercanos salones del Cardenal Guzzoli. Un sacerdote de una iglesia vecina lo alcanzó a tiempo para administrarle la extremaunción. Y unos momentos más tarde, murió.
Entonces Righetti, con valor tremendo, cabalgó entre la multitud enloquecida en el patio y en la plaza, al Quirinal, al angustiado Papa, con la sangre del difunto Premier aún húmeda en su ropa, sus brazos y su cara. Esa noche, para evitar que el cadáver fuera a ser ultrajado, secretamente enterraron al caído defensor del Vicario de Cristo. Y también esa noche, el asesino de su esposo fue paseado triunfante frente a la casa de la Condesa Rossi, anonadada y deshecha, reclinada con sus hijos, La muchedumbre obligó a la servidumbre a encender las luces de toda la casa en celebración de su fechoría, mientras veneraban el puñal que había logrado su propósito.
Reino del terror
El Papa Pío IX quedaba ahora en manos de sus enemigos. Estaba enteramente bajo el poder de la cuidadosamente planificada Revolución, que buscaba no sólo su muerte, sino la muerte del papado. De uno en uno, su gobierno lo había abandonado. Los Carabinieri se habían pasado al lado de la Revolución, allanado las cárceles y soltado criminales frenéticos y violentos sobre la ciudad, ansiosos de derramar sangre de uno o más por dinero. Los Senadores romanos, nobles italianos, magistrados y funcionarios, todos los cuales de una manera u otra le debían su posición al Santo Padre, lo abandonaron y huyeron a sus propiedades en el campo. Solamente el cuerpo diplomático le fue fiel, al unísono acudieron a reunirse con el Papa Pío IX, dispuestos a entregar la vida en protección del Papa — todos, dicho sea de paso, ¡con la excepción de los ministros de Gran Bretaña, Cerdeña y Estados unidos de Norteamérica! que estuvieron conspicuamente ausentes.
Los embajadores llegaron al Quirinal justo a tiempo. Cuando los diputados republicanos, encabezados por Galletti, el amigo cercano de Mazzini, y el notorio Sterbini, ahora dirigente de Italia Joven, junto con su "guardia de honor" (veinte mil de las propias tropa del Papa) irrumpieron sobre el Papa — determinados a forzarle a aceptar las imposibles exigencias que habían redactado, cuyo consentimiento significaría el fin de los Estados Pontificios y la cooperación con el régimen anti-cristiano de Mazzini — lo encontraron rodeado de los tristemente pocos que en toda Roma le permanecieron fieles en esta hora terrible: cien de los Guardias Suizos, dos Cardenales — uno de ellos el valiente Cardenal Antonelli, que acompañaría al Santo Padre en el exilio y le serviría como su Secretario de Estado a lo largo de los desesperados y llenos de amargura años que vendrían después — unos cuantos sacerdotes, unos cuantos sirvientes. Pío Nono caminaba de un lado a otro en medio de ellos, preparado a morir antes que ceder.
Se rehusó a hacer trato con los revolucionarios, "Idos, señores," dijo el furioso Embajador de España, Martínez de la Rosa, y luego "Y decidles a los dirigentes de esta revuelta que si persisten en su odioso proyecto tendrán que pasar sobre mi cadáver para llegar a la sacra persona del Soberano Pontífice, Pero decidles también que la venganza de España será terrible."
Galletti salió, y en el mismo punto donde Pío Nono acostumbraba darles su bendición durante el tiempo en que ellos creían que el Papa les daría todo lo que quisieran — aun entregarles la Iglesia que Jesucristo había fundado para durar hasta el fin de los tiempos — el amigo íntimo de Mazzini informó a la gente que el papa se había rehusado a sus demandas. Inmediatamente se desató un reino de terror. El aterrador ruido de los tambores se oía por todo sector de la ciudad. Llegó a oídos del papa y sus pocos amenazados compañeros, resonando por encima del atronador ruido de la chusma. Soldados de a pie y de a caballo, guardias civiles, ejércitos fogueados vueltos de la guerra, todos ellos asaltaron el palacio Papal. La chusma trepaba por altas escaleras. los muros del Quirinal. Dos veces intentaron ponerle fuego. Se disparaban balas a las ventanas y los valientes guardias suizos devolvían el fuego.
Un grupo de francotiradores lanzó una lluvia de municiones sobre las ventanas de la antesala del Papa, y a las cuatro de la tarde, cayó muerto de un tiro el Obispo Palma, cuando se asomó por un momento a la ventana de su departamento. A las ocho de la noche, luego de que la guardia civil hubo llevado dos piezas de artillería pesada y apuntado hacia la entrada del frente. El Papa recibió una embajada que le llevaba el "ultimátum del pueblo," que consistía en que, si no consentía en la adopción de los cinco puntos que se le habían indicado previamente, allanarían el Quirinal y pasarían a cuchillo a todos los que encontraran adentro con la sola excepción del Papa mismo.
Escape
Fue entonces cuando el Papa Pío IX se dirigió a los embajadores. Les anunció que, para evitar el derramamiento de sangre y crímenes aún más horribles, se veía forzado a ceder a la elección de los ministro que sus enemigos habían seleccionado, que incluían al amigo de Mazzini, Galletti como Premier y Sterbini como Ministro de Comercio. "Pero, al mismo tiempo," el Santo Padre declaró en una protesta formal, "quiero que vosotros y toda Europa sepan que yo, ni siquiera nominalmente, tomo parte alguna en el gobierno, y que permanezco absolutamente ajeno a sus actos. He prohibido todo abuso de mi nombre . Hasta he prohibido que en el futuro se usen las fórmulas ordinarias."
El Santo Padre no había estampado su firma en el programa de cinco puntos; eso jamás lo haría. El dieciocho de noviembre, el gobierno revolucionario había despedido a los guardias suizos a pesar de sus protestas, y el Vicario de Cristo quedó bajo el cuidado de los asesinos que conformaban la Guardia Civil. En la noche del veinticuatro de noviembre, el embajador francés, el Duque d'Harcourt, llegó al Quirinal y exigió tener una audiencia con Su Santidad sobre asuntos urgentes. Se le admitió al departamento del Papa y trabó de inmediato una conversación seria con él,
En ese momento salió de las habitaciones del Pontífice un sencillo cura en compañía del sirviente de Pío Nono, Fillipani. Ambos pasaron muy calladamente, a un largo y sinuoso pasadizo que conducía a una pequeña puerta que abría hacia un rincón obscuro y poco frecuentado del patio del Quirinal, en donde esa noche esperaba un viejo carruaje tirado por caballos,. Pero antes de poder llegar al carruaje era necesario abrir la puerta, y las dos figuras silenciosas se encontraron en muy malos momentos al percatarse de que el sirviente había olvidado recoger la llave y nada le quedaba fuera de volver a las habitaciones del Papa y tomarla.
Fillpani corrió de regreso y rápidamente volvió corriendo por el afortunadamente desierto pasadizo y, cuando tuvo a la vista el viejo patio, vio frente a su compañero al Papa arrodillado en adoración del Santísimo Sacramento que llevaba en su pecho, en el ciborio en que un Papa anterior a él, el Papa Pío VI, había llevado a su Señor en cautiverio. Pues era Pío IX el Obispo de Roma y Vicario de Cristo en la Tierra, quien disfrazado y poniendo en riesgo u vida, adoraba a su Dios en el momento más tenso de su pontificado. Ya en el carruaje, Filippani guio al conductor entre espías y centinelas y, ya fuera, por calles poco frecuentadas de la ciudad, al lugar donde el embajador de Baviera, el Conde Karl von der Spaur y su cazador, ambos fuertemente armados para el combate, los esperaban. Dejaron atrás al fiel Filippani y procedieron hacia Albano, donde la Condesa von der Spaur con su hijo, y el tutor de éste, los aguardaban desde temprano en la mañana (para entonces ya eran las nueve de la noche), durante lo que ella más tarde describiría como las horas más tortuosas de su vida. Después de haber pasado un arduo cuestionamiento por los guardias en Lariccia, los fugitivos viajaron a alta velocidad hacia la frontera de los Estados Pontificios y de ahí hacia Gaeta, en el Reino de Nápoles — y la libertad.
Atrás, en Roma, en el apartamento de Su Santidad en el Quirinal, el magníficamente valeroso Embajador de los Franceses, el Duque d'Harcourt, siguió durante dos largas e interminables horas, leyendo en voz muy alta a las reverberantes paredes de un salón vacío. Luego, le avisó al guardia apostado en el corredor de afuera, que su Santidad ya se había retirado para la noche y no deseaba ser molestado. Salió del palacio en su habitual paso ligero y nuevamente en su diligencia, flanqueado por su escolta y sus portadores de antorchas, se encaminó rápidamente hacia el camino que llevaba al mar.
No fue hasta la siguiente mañana que Roma descubrió que el Papa, disfrazado de simple sacerdote, había huido durante la noche y puéstose bien fuera del alcance de aquellos hombres que odiaban a Dios, quienes con su maligna posesión, habrían hablado al mundo y a los fieles católicos de todo el mundo, arrebatándoles artera y sutilmente su fe y su tradición en nombre del Vicario de Jesucristo.
A poca distancia afuera de Gaeta, unos días más tarde, después de la misa celebrada por el superior del Santuario de la Adoradísima Trinidad, a la que asistían el Rey y la Reina de Nápoles, los príncipes, cardenales y ministros extranjeros, el Papa Pío IX, en el momento reservado para su bendición solemne, caminó en vez de ello al altar, y arrodillado ahí, rezó en voz alta.
Eterno Dios, mi augusto Padre y Señor, mirad a Vuestros pies a Vuestro inmeritorio Vicario, quien Os suplica con todo corazón que sobre él derraméis desde Vuestro eterno trono Vuestra divina bendición. ¡Oh Dios mío! dirigid sus pasos, santificad sus intenciones, guiad su mente, gobernad sus acciones, Esté él aquí, donde Vos lo habéis conducido en Vuestra admirable Providencia, o en cualquier otra porción de Vuestro aprisco a donde él pudiera ir, un valioso instrumento de Vuestra Gloria y de la Iglesia, que ¡ay! está asediada por Vuestros enemigos. Si, para calmar Vuestra ira, tan justamente atizada por las muchas indignidades que se Os presentan, de palabra, de acción, y por el abuso de la prensa, su propia vida pudiera ser un holocausto agradable a Vuestro Divino Corazón, él se consagra a Vos desde éste momento. Vos se la habéis dado, sólo a Vos pertenece el derecho de quitarle la vida cuando Os plazca; pero ¡Oh Dios mío! haced que Vuestra gloria triunfe, haced que Vuestra Iglesia sea victoriosa. Preservad lo bueno, soportad a los débiles, y que el brazo de Vuestra Omnipotencia excite a todos los que están dormidos en la obscuridad y las tinieblas de la muerte. .. Bendecid a los cardenales, a los obispos, y a todo el clero, a fin de que logren, de los pacíficos modos de Vuestra ley, la santificación del pueblo. Entonces, durante nuestro mortal peregrinaje podremos esperar no sólo ser librados de las trampas los impíos y de las maquinaciones de hombres perversos, sino poder alcanzar ese sitio que otorga la seguridad eterna.
La congregación lloró audiblemente, como niños, hasta que pensaron que se les rompería el corazón, de amor, de pena, de gozo — de percatarse de Dios.
Intransigente Retorno
El Papa Pío IX regresó a Roma el 12 de abril de 1850 bajo la protección del Ejército Francés luego de que la República de Mazzini hubiera caído. Tomó su residencia ya no en el Quirinal, sino en el Palacio del Vaticano. Hizo al Cardenal Antonelli su Secretario de Estado, y durante los siguientes veintiocho años de su pontificado extraordinariamente largo, el Papa Pío IX, esfumada toda huella de su anterior liberalismo, atacó, en alocuciones, encíclicas, y pronunciamientos infalibles, a los más que nunca activos enemigos de la Iglesia.
Trajo para sí, por su pronunciamientos directos, enérgicos, y sin compromisos, el amargado odio de los revolucionarios. Tanto protestantes como liberales, pero se ganó en todo el mundo católico, el duradero y devoto cariño del pueblo. De todo el mundo se juntaban en masa en Roma, en peregrinación tras peregrinación, para darle honor. Se levantaron a hacer la batalla en su favor cuando sus enemigos lo oprimían lo más fuertemente. Lo vieron con pesar cuando la existencia de la Roma de Pío Nono se veía cada vez más amenazada con cada año que pasaba conforme los ejércitos de Cavour del Rey Vittorio Emmanuel, con el apoyo secreto de Lord Palmerston de Inglaterra y del despreciable Napoleón III (quien, como católico que era, traicionó a su Santo Padre) se engullían los Estados Pontificios uno tras otro hasta que el 13 de marzo de 1861 se proclamó el Reino de Italia con Vittorio Emmanuel como rey y Florencia como capital temporal y el Papa se quedó con sólo el Ducado de Roma, el antiguo patrimonio de San Pedro.
Sin embargo, todo esto estaba todavía en el futuro cuando en 1850 el Papa Pío IX, para intenso descontento de gran número de ingleses que desde 1848 creían muerto y enterrado el Papado para siempre, restableció una jerarquía eclesiástica en Inglaterra con Nicholas Wiseman como Cardenal-Arzobispo de Westminster y cabeza de los nuevos obispos. Después, el Santo Padre repitió lo mismo en Holanda, con las mismas demostraciones anti-católicas en ese país.
El 8 de diciembre de 1854, habiendo pasado toda su santa vida — su juventud, su sacerdocio, su obispado, su cardenalato y su papado — a los pies de la Madre de Dios, la Santísima Virgen María, y habiendo también considerado profundamente, durante su exilio en Gaeta, las serias peticiones de católicos de todo el mundo en pro de ello, el Papa Pío XI definió, ex cátedra, en la gloriosa Basílica de San Pedro, ante ciento setenta obispos e innumerables peregrinos venidos literalmente desde los lejanos confines del mundo, el divino dogma de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. La voz del Soberano Pontífice se quebró y sus ojos se llenaron de lágrimas cuando hizo una pausa para enunciar las palabras infalibles:
"Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, al primer instante de su concepción, por un privilegio y gracia singular del Dios Omnipotente, en virtud de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmaculada de toda mancha de pecado original, ha sido revelado por Dios, y por lo tanto debe creerse firme y constantemente por todos los fieles.
Cuando el Santo Padre acabó de hablar, el cañón del Castillo de Sant' Angelo tronó y las campanas de las basílicas e iglesias de Roma sonaron largo rato anunciando las gloriosas noticias, que dieron entrada a la Era de María — la era final del mundo. Los fieles católicos se regocijaron, y la gracia inundó sus almas cuando rezaban la oración que Nuestra Señora misma había enseñado veinte años antes a Catarina Labouré, "Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos."
En mayo de 1860, aun cuando la orden insultante de Vittorio Emmanuel de que entregara Umbría y Las Marcas apenas le habían llegado, y también estaba en conocimiento de que Garibaldi se estaba preparando para desembarcar en Sicilia, el Papa Pío XI beatificó serenamente al beato Juan Sarcander, mártir, al Beato Canónico de Rossi, y al Beato Benedicto José Labré. En la fiesta de Pentecostés, el 8 de junio de 1862, ante la presencia de trescientos cardenales, patriarcas, primados, arzobispos y obispos, con el pequeño ducado de Roma ahora amenazado peligrosamente por Vittorio Emmanuel y el sur ya habiendo dejado de ser territorio de su amado hijo, el Rey de Nápoles, quien lo había recibido tan gratamente en el exilio, el Papa Pío XI a pesar de todo eso, solemnemente y con gozo sobrenatural canonizó a los gloriosos mártires japoneses que habían sido crucificados por su fe en Nagasaki en el año 1597, entre los cuales había tres jesuitas japoneses, Pablo Miki, Juan de Goto y Santiago Kisai.
El Syllabus
Y luego, en el décimo aniversario de la definición de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre de 1864, publicó la encíclica Quanta cura y su anexo Syllabus de errores, que sacudió al mundo, tanto católico como anticatólico, y desató una tormenta de odio hacia él que ¡en algunos ambientes hasta ahora, no se ha aplacado plenamente!
El Syllabus, compilado por el Cardenal Bilio de las encíclicas, alocuciones, y cartas apostólicas del Papa Pío IX durante dieciocho años de su pontificado, fue una condena por el Santo Padre de los errores que surgían de los falsos principios y enseñanzas de la era del liberalismo que, inadvertidamente absorbidos por católicos que, creyéndose pilares de la iglesia, estaban carcomiendo los fundamentos de la fe, de todo gobierno cristiano, de toda moral cristiana y, bajo la socapa de " progreso, ciencia e instituciones sociales modernos, de libertad y liberalismo, ilustración y civilización," estaban dando entrada al reino del Anticristo.
No hay duda en la mente de quienquiera que, inocente y castamente, lea los escritos y alocuciones del Papa Pío IX, que él creía, sin salvedad alguna, en la doctrina fundamental de que fuera de la Iglesia no hay salvación.(1) En el año 1863. cuando se enfrentaba a argumentos que los liberales estaban promoviendo contra él, concernientes al pobre nativo ignorante que, por su ignorancia invencible debe ser salvado fuera del cuerpo de la Iglesia, el Papa Pío IX, en su encíclica, Quanto conficiamur, declaró que él conocía, acerca de este ignorante nativo, todos los argumentos a favor de su exclusión de la condenación eterna, había oído todo acerca de esta invencible ignorancia — de la cual los liberales tenían tanta esperanza — pero a pesar de todo esto, sostenía que, a menos que esta ignorancia en una persona de buena voluntad fuera disuelta y aclarada por la luz de la fe, no podría traerle la salvación. Este fuerte e inmutable enunciado de la fe, de que fuera de la iglesia no hay salvación, debe seguirse sosteniendo y enunciarse dogmáticamente aun cuando estemos pensando del nativo ignorante en una isla desierta.
Los liberales modernos, en la vida católica de nuestros días, nunca han puesto atención a otra cosa que el Papa Pío IX haya dicho, fuera de esta pequeña semi-inclinación por caridad hacia el nativo ignorante. Y que el Santo Padre haya sabido que los liberales de su tiempo le estaban malentendiendo, se observa claramente en el Syllabus de Errores, que fue emitido al año siguiente, en el que establece sin salvedad alguna, que aun esperar la salvación de esos hombres sin la fe está condenado.
Nada sino un deseo de vivir cómodamente en una sociedad no católica, no ofendiendo ni haciendo enemigos, y una gradual, muchas veces inconsciente, sumisión a la propaganda perpetua y atractiva de periódicos y revistas producidas por los ricos y poderosos anti-cristianos, puede explicar la selección por los liberales católicos de nuestros días, de dos o tres oraciones gramaticales mal fraseadas en todos los tomos de los enunciados de Pío XI, y el uso de esas oraciones para construir un enteramente nuevo ataque liberal contra un dogma de la Iglesias definido muchas veces, de esa manera contribuyendo a los planes de los enemigos de la Iglesia. El Papa Pío IX, quien, por haber avanzado medio camino políticamente al principio de su pontificado con los enemigos de Cristo, por las concesiones que en ese entonces hizo a los liberales, perdió para sí y para sus sucesores el poder temporal de los papas — y quien aprendió a costo tan amargo que el liberalismo en todas sus formas y el liberalismo religioso en particular, conduce al caos y a la revolución — se esforzó en todos los años de su reinado por presentar ante los fieles las verdades para la salvación.
Su constante mensaje a sus obispos y arzobispos era siempre igual al que escribió en Nápoles en su encíclica Nostis nobiscum:
Ciertamente debéis vosotros cuidar especialmente de que los fieles mismos tengan fijo firmemente en su mente el dogma de nuestra sacratísima religión, en específico, la necesidad absoluta de la fe católica para alcanzar la salvación ... ese dogma recibido de Cristo e inculcado por los Padres y los Concilios, que se halla en las fórmulas de la Profesión de Fe en uso entre los católicos latinos, los griegos y otros católicos orientales...
En noviembre de 1863 le dijo a Werner de Mérode, cuñado del Conde de Montalembert, que es un pecado el creer que hay salvación fuera de la Iglesia.
La Francmasonería es Condenada.
En seis ocasiones diferentes entre 1846 y 1873, condenó a la francmasonería y a sus sectas hermanas. " Sois de vuestro padre, el demonio," dijo de ellas en Singulari quadam, "y son las obras de vuestro padre las que queréis hacer." En noviembre de 1865, en Ex epistola, escribió sobre los gobernantes de varios países que habían omitido suprimir las sectas masónicas: "Hubieran no demostrado tal negligencia en tan serio deber, no habríamos entonces haber de deplorar tales grandes guerra y movimientos de revolución por los cuales Europa ha sido puesta en llamas... " Y pasa a condenar la falsa pero extendida opinión surgida de laa ignorancia de los hechos, de que los francmasones son una organización inofensiva y filantrópica, y que la Iglesia nada tiene que temer de ella.
El 21 de noviembre de 1873, en Etsi multa — deplorando las persecuciones que habían golpeado a la Iglesia en Roma y en todo el mundo, las actividades anti-católicas del gobierno imperial de Alemania (el Kulturkampf de Bismarck y las infames Leyes Falk que, incidentalmente, fueron causa de que tantos alemanes se vieran forzados a huir de su patria), y las revoluciones y movimientos anti-católicos en Iberoamérica — el Papa Pío IX atribuía todas ellas a las sectas masónicas y sus aliadas "de las cuales está formada la Sinagoga de Satanás que está ahora movilizando sus fuerzas en contra de la Iglesia." Conminaba a sus obispos a que señalaran constantemente a su grey la falacia de aquéllos "que, sea que ellos mismos estén engañados o que traten de engañar y entrampar a otros, siguen afirmando que estas obscuras asociaciones buscan solamente el mejoramiento social y el progreso humano y la práctica de la beneficencia," señalando al mismo tiempo que "no es sólo el cuerpo masónico en Europa al cual se refiere, sino también a las asociaciones masónicas en América y en cualquiera otra parte del mundo donde pudieran encontrarse."
El ansioso Papa ya había dado permiso a Jacques Crétinau-Joly (1803-1875) el periodista e historiador, de publicar en su libro La iglesia y la Revolución, copias de documentos y correspondencia que habían sido confiscados por el Gobierno Pontificio del Papa Gregorio XVI. En ese entonces comúnmente se pensaba que la Alta Vendita estaba bajo la dirección general de Palmerston, centro gobernante de la Francmasonería. El programa para la sociedad y las instrucciones para llevarlo a cabo que se revelaba en esos papeles hacía palidecer a buen número de hombres fuertes.
Vaticano I: Furia contra la infalibilidad.
El 29 de junio de 1868, el Santo Papa, habiendo sido testigo de la amarga pasión de la Iglesia en prácticamente toda región de la Cristiandad, y con el acosador ejército de Garibaldi temporalmente hecho retroceder en su ataque sobre Roma, no obstante eso con tremenda valentía el Papa emitió una bula convocando a un concilio ecuménico que se inauguraría en la Basílica del Vaticano en la fiesta de la Inmaculada Concepción, 6 de diciembre de 1869.
En esos tiempos, la furia de los enemigos de la iglesia no conocían límites. La prensa internacional no reconocía restricción alguna en su entremezclado resentimiento, desprecio, odio, rabia, sátira, maldiciones, y nefastas profecías de conspiraciones, complots, y obscuras intrigas papales, y las publicaba extensa y ampliamente.— con toda clase de insinuaciones — de que Pío Nono estaba por proclamar la doctrina de la infalibilidad. Los Liberales y los Radicales, los Ortodoxos Griegos, y los Protestantes pusieron el grito en el cielo, en la prensa y en la tribuna. Qué ¿no sabía Pío Nono que él ya era el último Papa? Y con la no lejana caída del poder temporal ¿no se daba cuenta de que, al fin, el papado llegaba a su desaparición?
Los Galicanos en todos los países volvieron a la vida, y reprodujeron su repertorio, su terca insolencia de la superioridad de un concilio sobre un Papa. Los católicos, por otra parte, argumentaban por turnos que ése no era el momento para convocar un concilio ecuménico, y que nunca hubo un verdadero ataque contra la doctrina de la infalibilidad — suficientemente real para requerir que fuera definido — pues ¿no había el mismo Pío Nono definido ex-cathedra el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854? y ¿no había el Concilio de Florencia proclamado definitivamente la primacía del Papa en 1483?
La gran masa de los fieles católicos en todas partes pensaban solamente en que el año 1869 marcaba el quincuagésimo aniversario de sacerdocio del Santo Padre, y millones de personas ofrecían sus misas y santa comunión por las intenciones del Papa el domingo del Buen Pastor, día en que cayó el feliz aniversario. Sus grandes dificultades le habían ganado más la simpatía de los corazones amorosos de su pueblo. "Ningún Papa ha jamás alcanzado relaciones tan cercanas y universales con el corazón de la humanidad" escribió de Pío Nono el Arzobispo de Colonia ese día.
Y en Roma, durante los meses que precedieron al Concilio, los obispos y los teólogos prepararon los temas que habrían de ponerse a discusión, pero el tema de la infalibilidad no estaba incluido entre ellos. Pues no había sido expresa intención del Santo Padre la de convocar un concilio con el fin de definir la infalibilidad, sino más bien con el objeto de que "un supremo remedio pudiera ser aplicado a los supremos peligros que amenazan al cristianismo." y porque este intrépido Papa estaba resuelto a "construir a la vista de toda la raza humana el edificio del dogma católico de forma tan completa, tan bella, que ... toda la Tierra sepa admirarlo y exclamar que la mano de Dios está ahí"
El gran Concilio Vaticano, primer concilio ecuménico efectuado en la Iglesia desde el Concilio de Trento tres siglos antes, fue inaugurado el 8 de diciembre de 1869, con la participación de más de setecientos Padres procedentes de todas partes del mundo. Ochenta mil personas abarrotaron la Plaza de San Pedro, que, para desencanto de los hostiles enemigos, fue testimonio viviente del espíritu de la Iglesia de Jesucristo, reavivado en cada segundo de su existencia por la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, Dios Espíritu Santo, y constantemente vigilado por su inigualable Esposa, la Santísima Virgen María, tierna Madre de todos los que han sido incorporados al cuerpo y la sangre de su Hijo.
Aun cuando la doctrina de la infalibilidad no estaba incluida entre los temas a discutir, estaba, no obstante, en las mentes de todos cuando el Concilio se inauguró. Cuando se supo que en los proyectos (schemata) preparados para su discusión, no se había dado espacio a la cuestión de la infalibilidad papal, la mayoría de los padres deliberaron si, debido a que grande alboroto había sido publicado por mucho tiempo en la prensa, el dejar de definirlo en esa ocasión no pudiera hacer surgir en muchas mentes un duda de su veracidad. Y entonces, en abril, cinco meses después de la apertura del Concilio — a petición urgente del Cardenal Manning, hablando a nombre propio y de un gran número de obispos — el Papa Pío IX ordenó que se preparara la cuestión de la infalibilidad para consideración inmediata del concilio.
Ni qué decir de que en las discusiones que siguieron ni una sola vez se les ocurrió a los padres debatir sobre la divinidad de la doctrina, el hecho de su revelación divina. Su preocupación era simplemente sobre la cuestión de la oportunidad de la época — anti-católica y revolucionaria — en la cual no para cambiar o añadir al dogma de manera alguna, pues eso no podría hacerse por el papa ni por el concilio, sino para reafirmarla y expresarla en un lenguaje inequívoco.
El 18 de julio de 1870, a pesar de la apabullante, histérica y desesperada protesta de la prensa de todo el mundo, la Constitución Dogmática Pastor aeternus, que define la infalibilidad del Papa, fue adoptada. Ese día el Santo Padre, Papa Pío IX, definió solemnemente:
Adhiriéndonos fielmente a la tradición recibida desde los principios de la fe cristiana, para gloria de Dios nuestro Salvador, la exaltación de la Religión Católica, y la salvación del pueblo cristiano, con la aprobación del Sagrado Concilio, enseñamos y definimos que es un dogma revelado divinamente el que el Romano Pontífice, cuando habla ex-cátedra — o sea cuando en el desempeño de su cargo de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o de moral que debe sostenerse por la Iglesia Universal — por la asistencia divina que le fue prometida a San Pedro, está en posesión de esa infalibilidad con la cual el Divino Redentor quiso dotar a Su Iglesia para definir doctrina con respecto a la fe y la moral, y que, por lo tanto, tales definiciones del Romano Pontífice son por sí mismas irreformables, y no derivan del consentimiento de la Iglesia.
Una violenta tormenta que amenazaba desde temprano en la mañana, se desató sobre Roma justo cuando comenzaba la votación de la doctrina. Durante hora y media truenos resonaron sobre la gran basílica, luz de los relámpagos iluminaba la cara de los Padres cuando cada uno de ellos en su turno se paraba a expresar su asentimiento. El altar surgía de la negra obscuridad al repetirse la luz de los relámpagos, y la gran congregación se llenó de sobrecogimiento cuando las palabras de Nuestro Señor a San Pedro inscritas en la base de la cúpula "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" de pronto se iluminaron claramente para ser leídas por todos. A muchos de los que estaban presentes les recordó los truenos que resonaban y los relámpagos que caían sobre el Monte Sinaí cuando en la cima del monte, en medio de la tormenta, Moisés recibió la Ley del Eterno Dios.
Cuando las voces de la Congregación se elevaron en la gloriosa alabanza del Te Deum, amainó la tormenta y el sol salió de entre las nubes. Brilló con un especialmente dorado fulgor, inusitado aun para Italia, directamente sobre la cara exaltada del Santo Padre, revelando las sensibles facciones de Giovanni-María Mastai Ferreti hechas fuertes con la extrema fuerza que había invocado con la ayuda da la Santísima Virgen María con el fin de llevar a salvo a la preciosa Barca de Pedro a través de las violentas tormentas que durante casi veinte años la habían asolado en todo momento. ¡Esta luz del sol revelaba la santidad personal del "buen Pío Nono"! Y, mediante el gozo sobrenatural que ya era habitual en él, no importando cuan grandes eran las pruebas a que se veía sometido, revelaba los surcos de sufrimiento marcados profundamente en su semblante, pues, de hecho, había sido acertadamente llamado por San Malaquías, "Crux de Cruce," Cruz sobre Cruz.
Aun el hostil Times de Londres, cuyas columnas se habían llenado a diario con artículos que producían mucho dolor en el Santo Padre, fue forzado a informar acerca de la escena trascendentalmente conmovedora: "Siguió la bendición. La congregación entera cayo de rodillas y el Papa los bendijo en esos dulces tonos que se distinguen entre miles."
Prisionero en el vaticano
Y luego, perfectamente conforme con la historia de todo su pontificado, precisamente el mismo día del glorioso triunfo del Concilio Vaticano, el 18 de julio de 1870, le llegaron noticias de que se había declarado la guerra entre Francia y Prusia,
En menos de un mes, Napoleón III había retirado el remanente de las tropas francesas que quedaban en Roma. Esta era la oportunidad que Vittorio Emmanuel y sus consejeros habían estado esperando, y el 20 de septiembre, después de bombardear las puertas de la ciudad, sus tropas por fin entraron a Roma por un hueco producido en la Porta Pía. "Vosotros sois sepulcros blanqueados," dijo el Santo Padre al enviado de Vittorio Emmanuel. "No os conozco ni puedo conoceros ni hacer tratos de manera alguna con vosotros."
Después de eso, Roma dejó de ser la Ciudad de los Papas, esta ciudad elegida por Pedro se había convertido en la capital de una Italia controlada por fuerzas anticristianas. El tiempo llegaría cuando el Gran Maestro de los masones italianos, Crispi, sería Primer Ministro de Italia, y el alcalde de Roma sería un judío, Nathan. Cómo se habrá afligido Pedro, aun en el Cielo, de ver a su Maestro nuevamente crucificado en la ciudad de su predilección, la nueva Jerusalén.
En mayo de 1871, el gobierno italiano promulgó la increíble "Ley de Garantías" que, entre muchas otras cosas, después de despojar al Santo Pontífice Romano de todas sus posesiones, lo proclamó huésped del gobierno y le permitió "disfrutar de los palacios apostólicos del Vaticano y el Lateranense, así como la Villa de Castel Gandolfo" — en tanto que precedió con la inevitable confiscación de monasterios y conventos, la abolición de la enseñanza católica en las escuelas, la legislación sobre el matrimonio, la interferencia en la instrucción de sacerdotes en los seminarios, y el resto del programa entero del régimen anti-cristiano una vez que llega al poder. La Ley de Garantías de hecho hacía del Papa una creatura del Estado.
El Papa Pío IX se rehusó a reconocer la Ley de Garantías, se quedó como preso en el Vaticano, ya que salir afuera significaría cruzar el territorio ocupado por el Gobierno Italiano e implicaría un reconocimiento del derecho de éste sobre ese territorio. El que el aprisionamiento del Papa en el Vaticano fue real así como voluntario, lo sabemos. Cuando el 20 de junio de 1874, en el vigésimo aniversario de su coronación, Pío Nono se apareció en una ventana del Vaticano, las más de cien mil personas en o alrededor de la Basílica en el Vaticano para el Te Deum y Bendición que clausuraban las ceremonias en su honor, se desato en aclamaciones de ¡Viva! al verlo. Tropas de Vittorio Emmanuel se abalanzaron sobre la plaza, dispersando sumariamente a las multitudes, y arrastraron a prisión a todos aquéllos cuyas indignadas almas los habían movido a protestar, entre ellos, damas de las familias más añejas y nobles de Roma. Largas prisiones se impusieron a cuatro hombres que habían gritado “Evviva il Papa Ré!”
Últimos Años y Muerte
El Papa Pío IX suspendió el Concilio Vaticano un mes después de la toma de Roma; nunca después pudo ser reanudado. El gloriosamente intransigente Papa siguió viviendo prisionero en el Vaticano casi siete años más. Cuando sus fieles católicos iban en miles a Roma a hacerle honor y se dirigían a él como Pio el Grande, él respondía que sólo Dios es Grande y rechazaba el título. Cuando le ofrecían un trono dorado, pedía que el dinero se usara para rescatar a estudiantes de teología del servicio militar. Siguió viviendo como siempre había vivido, durmiendo "en una de las más pequeñas del las once mil recámaras bajo su mando," proveyendo a los pobres aun en su propia gran pobreza, pasando largas horas en oración y meditación, aconsejando a los orgullosos y a los intelectuales con palabras semejantes a las que había usado con quienes se había dirigido en la época del Concilio Vaticano, al Obispo Dupenloup de Francia, "Volved, hermano, os ruego, a aquélla sencillez dorada de los pequeños". Mantuvo sus palabras de amor ardiente por los pobres, del calibre de las mujeres pobres de Roma que, en número de trece mil fueron a leerle su discurso "Al Padre de los Pobres". Pusieron a sus pies una cantidad de dinero "formada por los centavos dados amorosamente por manos y corazones a los que Pío IX había colmado benévolamente,"
Instituyó la fiesta de la Preciosa Sangre. Declaró a San José Patrón de la Iglesia Universal. Nombró Doctores de la Iglesia a San Alfonso María de Liguori, a San Hilario de Poitiers y a San Francisco de Sales. Ningún Papa antes que él en la historia de la Iglesia había beatificado tantos beatos y canonizado tantos santos como lo hizo Pío IX. Elevó a la Iglesia de los Estados Unidos del nivel de misión, y estableció entre 1847 y 1853 los arzobispados de San Luis, Nueva York, Cincinnatti, Nueva Orleans y San Francisco. En 1875 nombró cardenal, primero de toda América, al Arzobispo John McCloskey de Nueva York.
El siete de febrero de 1878, a la edad de ochenta y seis años, habiendo servido a su Señor Jesucristo como Vicario suyo sólo cuatro meses menos que lo que duró el pontificado de treinta y dos años de San Pedro, murió el glorioso Papa Pío IX, consolado y confortado hasta el final por ese otro enemigo del liberalismo, el Cardenal Manning. Pío Nono fue llorado por los verdaderos católicos de todo el mundo y odiado hasta el final por sus enemigos — siempre señal de un buen Papa. "He amado la justicia y odiado la iniquidad" había dicho el gran Hildebrando, Papa Gregorio VII, "por consecuencia, muero en el exilio."
Secuela
El Papa Pío IX murió siendo todavía prisionero en el Vaticano, y la verdadera prueba de que su vigorosa y valiente lucha contra los hijos de Lucifer había detenido al mortífero y poderoso enemigo de Nuestra Señora antes de que alcanzara su casi total victoria sobre la Iglesia de Cristo, se evidenció en el odio diabólico y la malicia con la que la chusma endemoniada, inspirada por los círculos masónicos de Roma, atacaron su féretro en un intento de profanar su cuerpo mientras estaba siendo trasladado, tres años después de su muerte, del Vaticano a donde él había elegido para que fuera el lugar del descanso final de sus restos en San Lorenzo Extramuros. La razón de esta atrocidad no fue, como algunos han dicho, que Pío Nono haya permitido a tropas extranjeras (las francesas) que lo protegieran en Roma por tantos años, sino más bien porque se había plantado hasta el final en oposición a los liberales, los radicales, los socialistas y los comunistas, los apóstoles del falso progreso, de la falsa libertad, y del poder ilimitado del Estado — todos los cuales predicaban tan convincentemente, con todo el poder de la prensa mundial detrás de ellos — y porque nunca dejó de denunciarlos cuando quiera que se presentara la ocasión de hacerlo, bajo cualquier nombre que pudieran tomar o detrás de cualquier máscara con que pudieran cubrirse.
La tragedia de todas las tragedias, sin embargo, es que no se ha dejado que el Papa Pío XI descanse en paz. Los católicos liberales, contra los cuales él había librado una guerra sin tregua durante su pontificado, en nuestros días ¡han tratado de hacerlo padre de la herejía moderna! Pero podemos confiar en la Inmaculada Madre de Dios de encargarse de esta adversidad como lo hizo en todas las demás que sufrió su devoto hijo. De uno en uno, vio a sus mayores enemigos, quebrantados y humillados, morir antes que él. Y para ahora, lo que Pío Nono predijo de Vittorio Emmanuel se ha hecho realidad. "Nuevamente os digo," dijo él, "no vais a disfrutar mucho tiempo de vuestra violencia." El Reino de Italia ha dejado de existir. Lo mismo ha pasado con la Alemania Imperial de Bismark. El sol se ha puesto en el Imperio Británico de Palmerston. Ya no hay un Emperador de los Franceses. Europa está pagando el precio de sus pecados contra su antiguo Padre, a quien le debe todo lo que llegó a ser, pues ahora está en manos de los que son los enemigos secretos hasta de la Masonería.
¿Y los Estados Pontificios? Lo que se perdió en 1870 no fue el papado, como lo pensaba y planeaba el mundo anti-cristiano, sino sólo el territorio que había garantizado la independencia del papado en el desempeño de su misión espiritual. Parte de este territorio le ha sido devuelto, y el Papa Pío XII, el Papa de nuestros días está ejerciendo el sublime cargo desde el minúsculo territorio de la Ciudad del Vaticano.
¿Y Pio Nono? El glorioso Papa San Pío X, que tomó su nombre y que siempre tuvo una feliz admiración por su santidad, abrió un proceso de beatificación del Papa Pío IX el 11 de febrero de 1907. Pedimos por que llegue pronto, pues al triunfo de Pío IX es el triunfo de la Iglesia. Fue el pensamiento en la Iglesia lo que llenó sus últimos momentos, y fue acerca de la Iglesia, que dijo sus últimas palabras. "Proteged la Iglesia" dijo a los cardenales arrodillados ante su lecho. "Proteged a la Iglesia que amé tan bien y sagradamente."
(1) Nota del editor: El 9 de agosto de 1949, por orden del Papa Pío XII, la interpretación literal que el Padre Feeney aquí articula — que todos los que no han entrado formalmente a la Iglesia, aun sin falta de su parte, no pueden alcanzar la salvación — fue condenada por el Santo Oficio, que enseño: "no siempre se requiere que uno esté realmente incorporado como miembro de la Iglesia, pero (uno debe) adherirse a ella en aspiración y deseo. No siempre se necesita que sea explícito,,,