domingo, 8 de octubre de 2017

La Revolución, Soros, y el Ataque a Occidente

La Revolución, Soros, y el Ataque a Occidente

por Dr. Boyd D. Cathey

Tomado de: http://angelqueen.org/2017/09/23/the-revolution-george-soros-and-the-assault-on-the-west/
22/09/17
Traducido del inglés por Roberto Hope

A veces mi pensamiento me lleva cuatro décadas atrás a mis años de estudiante universitario. Entre una escuela de graduados y otra, trabajé como asistente del escritor conservador y filósofo Russel Kirk en Mecosta, Michigan. Siendo yo un muchacho sureño, lo significativo que recuerdo acerca del clima de allá, es que el suelo se cubría de nieve — ¡y mucha! — desde cerca del Día de Gracias hasta el mes de abril. Así que, fuera de mis deberes secretariales con el Dr. Kirk, tenía yo mucho tiempo para leer (los Kirk no tenían televisión) y con la biblioteca de Russel, de más de 30,000 libros, tenía la cornucopia de un bibliófilo al alcance de mis manos. No sólo eso, sino que, además, él era uno de los “profesores” más ampliamente leídos que un joven estudiante de post-grado podría jamás tener.

Así, más allá de su vasta colección de historias y biografías, pude leer de la gran literatura, incluyendo algunos clásicos de espiritualidad católica. Además de Jonathan Swift, Sir Walter Scott, Robert Louis Stevenson, estaban las obras de G.K. Chesterton, Hilaire Belloc, y los antiguos. Las vidas paralelas de Plutarco, la Metamorfosis de Ovidio, Dante y, de mayor influencia, escritos que alteran la vida, del místico español San Juan de la Cruz. Los menciono no por jactarme de haberlos leído, sino solamente para decir que mi año con el Dr. Kirk fue muy fructífero de diversas maneras, que sólo ahora alcanzo a comprender por completo.

Cuando reflexiono y escribo ensayos en estos días, vuelven a mi mente escenas y citas de muchos de esos clásicos, y muchas veces parecen encajar y apoyar mi narrativa. Preparando este ensayo, recordé una cita del gran primer ministro conservador británico del siglo XIX Benjamín Disraeli, mencionado prominentemente en la famosa obra de Kirk 'The Conservative Mind'. Viene de una de las novelas de Disraeli, Coningsby. Aquí va: “Así ves pues, mi estimado Coningsby, que el mundo está gobernado por personajes muy distintos de los que se imaginan aquéllos que no están tras los bastidores”

Disraeli escribió esas palabras hace más de 170 años. Pero ahora, conforme exploramos los decadentes restos de una cultura que una vez fue orgullosamente el “Occidente Cristiano”, o sea, la civilización europea que heredamos, que ha estado con nosotros y que nos ha formado y templado durante casi dos milenios — conforme contemplamos los ataques sin límites a este legado, queda aparente que la decadencia y decrepitud ha venido no por accidente, ni siquiera por un ataque frontal. Más bien, el gran éxito que ha tenido la Revolución Marxista ha sido el subvertir e influir para transformar desde adentro la cultura de Occidente, casi de una manera clandestina.

Por ahí por la época de la Primera Guerra Mundial, el filósofo comunista, Antonio Gramsci, formuló una teoría que incluía una disquisición de lo que llamó “hegemonía cultural”. El brillante Gramsci, observando el fracaso del “comunismo bélico” para derribar el orden tradicional de Europa por la fuerza militar, comprendió que la Revolución Marxista nunca podría tener éxito en su campaña contra el Occidente Cristiano histórico por medio del conflicto armado abierto. A pesar de la devastación y de los efectos debilitantes del liberalismo del siglo XIX, aún dominaba un patrón tradicionalista, cultural y religioso — una “hegemonía cultural” —  que guiaba gran parte del pensamiento occidental, fijaba normas y gobernaba la conducta. Esa hegemonía cultural, postulaba Gramsci, debe ser derrocada y reemplazada. Occidente solamente podría ser conquistado si su cultura tradicional y sus bases religiosas, fundadas en una fe cristiana ortodoxa, fueran transformadas.

Y era la Iglesia Católica, y sus enseñanzas sociales y políticas, las que constituían el obstáculo principal al, y el enemigo del, Marxismo. Gramsci entonces enfatizó la infiltración y subversión de la Iglesia como el medio supremo para eventualmente llevar a efecto la Revolución. La cultura occidental — la civilización occidental — estaba basada fundamentalmente en y sobre la Fe, en el valioso legado que vino de Jerusalén, de Atenas y de Roma. Cortar esa conección, contaminar y subvertir ese fundamento, y la transformación cultural llegaría inevitablemente.

A fines del siglo XIX el gran escritor tradicionalista Marcelino Menéndez y Pelayo, en su Historia de los Heterodoxos Españoles apercibió a la España Católica: “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra.”

Como Menéndez y Pelayo, Gramscí entendía esta máxima, esta verdad sobre la Europa y el Occidente. Si se infecta la base de una cultura, se pervierten y llegan a alterarse sus creencias fundamentales, su moral, su concepto del bien y del mal, sus ideas sobre la ley, sus mismos significados lingüísticos  —  si se logran estas cosas, de igual forma se alterará su política y su cultura. Sin la Fe como su “escudo y broquel”, Europa quedaría entonces indefensa ante los asaltos del Marxismo y ante la creación de un Nuevo Orden Mundial, que es uno esencialmente sin Dios, paganizado, y antítesis autoritaria de un orden cristiano que fue establecido con la sangre y devoción de los mártires, los santos y los reyes cristianos.

Este último siglo ha sido testigo de la implantación de esta estrategia por los Marxistas culturales y los revolucionarios entre nosotros. La oposición al Occidente cristiano desplegada por los comunistas soviéticos más conservadores, que desafiaban frontalmente nuestras instituciones y cultura resultaron ser intrascendentes. Pero la subversión interna y la infiltración han sido singularmente exitosas.

La Iglesia, desde el papado de San Pío X, y luego de los de Pío XI y Pío XII, identificó la amenaza apremiante del comunismo y el socialismo. Sin embargo, la estrategia de Gramsci prendió en sus propias filas, primero de manera subrepticia, pero ya en los años 50's y 60's abiertamente con el éxito que tuvo el Personalismo de Teilhard de Chardin y la aceptación de las teorías sobre la Iglesia en la Sociedad propagadas por escritores tales como el Padre John Courtney Murray, y el floreciente 'neo-liberalismo' de Alemania y de los Países Bajos  —  lea 'El Rhin Desemboca en el Tíber' de Ralph Wiltgen. Y con la 'apertura a sinistra' del Concilio Vaticano II  —  esa infame apertura a la izquierda'  —   se le abrieron las puertas de par en par a la Revolución, eclesiástica, política y culturalmente.

En los Estados Unidos, la larga penetración del marxismo 'cultural' en nuestras instituciones comenzó en serio en el medio académico, en nuestras escuelas y universidades. Diversos observadores señalan el tremendamente extendido éxito de la 'Escuela de Frankfurt' de intelectuales marxistas, quienes, siendo judíos fueron expulsados de la Alemania Nacional- Socialista en los años 30´s, y se establecieron luego en los Estados Unidos, en la Universidad de Columbia. Desde ese seguro foro ejercieron una increíble influencia en casi todo aspecto de la vida intelectual estadounidense y europea.

De hecho, como estudiante de post-grado, recuerdo que diversas obras de Herbert Marcuse (en filosofía), Theodor Adorno (en sociología y teoría de la música), Max Horkheimer (en psicología social), Erich Fromm (en psicoanálisis) y Jürgen Habermas (en historia) estaban muy en boga  —  varios de mis profesores nos las imponían a mi y a mis compañeros de la escuela de graduados. De lo que comenzaba a darme cuenta desde entonces, tomado en conjunto, con el soporte ideológico adicional de escritores tan influyentes como Franz Fanon (sobre el colonialismo, el imperialismo y la ‘opresión’ de la raza blanca) y Michel Foucault (sobre la transformación de estructuras políticas y sociales y sobre la teoría crítica), era que estaba ocurriendo el ejercicio de un esfuerzo universal para alterar, no solamente los patrones de pensamiento y los objetivos sociales y políticos, sino nuestro mismo idioma.

Y había muy poca oposición efectiva: la fuerza intelectual dominante en Occidente durante el Siglo XIX y mucha parte del Siglo XX era un blando liberalismo, intelectualmente estéril, incapaz de repeler las desgastantes críticas que se lanzaban contra él por el marxismo cultural. De hecho, podría decirse que el liberalismo preparó el terreno para el éxito marxista.

Aquellos escritores y profesores 'liberales' de antaño habían hecho todo lo posible por desacreditar y desmantelar, política, social y religiosamente, un orden tradicional todavía más antiguo; sin embargo nada tenían con qué reemplazarlo, que fuese mejor o más permanente. Sus teorías acerca de la 'democracia liberal', de la 'igualdad', de los 'derechos civiles' y de la 'liberalización', propugnadas e implantadas para tomar el lugar de la fidelidad a la tradición heredada, de la creencia en una ortodoxia religiosa, de la existencia de órdenes sociales, y del reconocimiento inherente de que la desigualdad es una condición natural de la vida  —  estas panaceas liberales, habiendo debilitado tanto al tejido político como al social de la sociedad occidental histórica, dejaron a Europa y a América abiertas a los atractivos seductores de un marxismo que no era como el soviético, aburrido y cleptocrático.

El futuro del mundo estaba, ya no con esos comisarios septuagenarios que anualmente, el día primero de mayo, se paraban inmóviles en la Plaza Roja para pasar revista al poderío militar soviético. Ahora estaba con los marxistas culturales, quienes durante varias décadas habían estado revolucionando el pensamiento, las aspiraciones, y hasta el mismo lenguaje de Occidente  —  y cuya mentalidad, cuyo patrón, no sólo había revigorizado un marxismo que ya se daba por muerto, sino que había establecido su preeminencia y 'hegemonía cultural' sobre un vasto espectro del pensamiento y de la cultura de todo el Occidente.

Esto, entonces, es con lo que nos enfrentamos aquéllos de nosotros que seguimos siendo fieles a esa mucho más antigua tradición, esa herencia cristiana ortodoxa y occidental. En todo el panorama político y cultural, hasta aquéllos que supuestamente se oponen a este creciente progresismo  —  y a su ataque final a lo que queda del legado que hemos recibido y que peligra severamente  —  esos supuestos opositores, emplean su lenguaje y aceptan tácitamente sus objetivos finales. De esa manera, los así llamados neoconservadores y sus muchos seguidores del bando Republicano, sirven, de su particular y tortuosa manera, tanto para hacer viables como para glorificar las conquistas de los progresistas y los avances marxistas más recientes. De manera semejante, entre la supuesta 'oposición religiosa' a la Revolución, aquéllos que llamamos 'neo-católicos' sancionan y santifican los cambios radicales salidos del Vaticano II y los tratan de defender como conservadores.

Sin embargo, el conflicto universal que parecía que habíamos perdido no ha concluido. El pasado noviembre dio prueba de ello  —  política y culturalmente. El despertar esporádico aquí en los Estados Unidos y el florecimiento de una reacción populista y tradicionalista en Europa, lo ilustran claramente. Y la proliferación de organizaciones y asociaciones dedicadas a la ortodoxia católica y a la defensa de la fe tradicional sigue al compás de la más reciente de las fatuidades que nos llegan de la “Roma ocupada”.

Esa es precisamente la razón por la que vemos la creciente, febril y desenfrenada reacción de polifacéticas fuerzas, tanto las del “Estado Profundo” progresista como las internacionalistas del Nuevo Orden Mundial. Esa reacción toma muchas formas; en los Estados Unidos particularmente, la de una guerra abierta contra el Presidente Trump (y más contra su plan de cambios) librada por los grandes medios de comunicación y sus adeptos de ambos partidos políticos, del medio universitario y de la cultura popular. Y, en el campo religioso, con los intentos de silenciar y marginar a aquel clero católico que se levanta en lucha contra la auto- demolición de la Iglesia.

Entre las 'eminencias grises' que influyen en todo el mundo  — 'padrinos' espirituales y políticos  —  de la ofensiva progresista mundial, está el multimillonario internacional George Soros, cuyos tentáculos alcanzan casi cada rincón del mundo y cuyas Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) laboran sobre el terreno para influenciar y subvertir a toda nación que se resista a incorporarse al Nuevo Orden Mundial, la verdadera y ulterior meta del Estado Profundo, y de esa forma alcanzar la etapa final y el triunfo de la nueva hegemonía cultural concebida por Antonio Gramsci.

La sangrienta visión de Soros coincide, a conveniencia, con los objetivos generales 'globalistas' de la clase dirigente del Estado Profundo. Con su pirámide de fundaciones donadoras escalonadas, sus ONGs y su vinculación estrecha con los dirigentes de la Unión Europea, de Washington, de Wall Street y del Vaticano, impulsa su propio itinerario. Pero en los grandes medios de comunicación jamás va usted a oír o leer una sola palabra acerca de los nefastos tentáculos de influencia de George Soros. Si usted menciona su nombre o hace referencia a su influencia tras bastidores en el campo internacional, inmediatamente lo calificarán de maniático de las “teorías de la conspiración” o de algo peor.

Sin embargo, Soros encaja en la descripción que hizo Disraeli hace 170 años. Si alguna vez ha habido confirmación de esa observación, él la ejemplifica. Él es la epítome de esa cara oculta de la “marea teñida en sangre” de la Revolución contra Dios y el hombre, de la que previno el poeta William Butler Yeats en 1919  —  precisamente en la época en que Antonio Gramsci estaba escribiendo las teorías que habrían de probar ser fatales para Occidente  —  y es la misma época en que San Pío X previno al mundo cristiano del bacilo fatalmente infeccioso del modernismo.

Aquél que conoce la verdad debe actuar conforme a ella. Durante el año pasado, el verdadero carácter, la verdadera cara de la Revolución se ha revelado como quizás nunca antes. Aunque carecemos de muchos de los recursos y de las armas de que goza el Enemigo, aquéllos de nosotros que estemos resueltos no sólo a defender lo que queda de nuestro patrimonio cultural y de nuestra civilización occidental sino, de ser posible, a restaurarlas, debemos ser arrojados y astutos; tan sabios como Robert E. Lee, y tan pacientes y calculadores como nuestros Enemigos, que entienden que, para conquistar lo aparentemente inconquistable, tendrá que tomar tiempo y, sobre todo, persistencia, inteligencia y constancia. Y, para nosotros, el fundamento de todo ello es nuestra Fe.

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