Un Tercer Testamento
Por Malcolm Muggeridge
Traducido del inglés por Roberto Hope
Parte 2
San Agustín
354 - 430 DC
Cuando a principios del
siglo quinto después de Cristo fue Roma saqueada, Agustín estaba en
la cúspide de su fama como Obispo de Hipona en el África del Norte.
Confrontado con la disolución del Imperio Romano, como nuevo Noé,
estaba obligado a construir un arca; en su caso, la Ortodoxia dentro
de la cual su Iglesia pudiera sobrevivir los días obscuros que se
avizoraban en el horizonte.
Gracias en gran medida a
Agustín, la luz del Nuevo Testamento no desapareció con la luz que había dado Roma, sino que permaneció en medio de los escombros del imperio
derruido, para iluminar el camino de una civilización nueva, la
Cristiandad, de la cual ahora somos los legatarios.
Fue como si él hubiera
sido preparado especialmente para esa tarea. Templado en el fuego de
su propia sensualidad, curtido por sus arduas exploraciones de las
herejías de su época, era un maestro de la palabra escrita y
hablada, que él ofreció al servicio de Dios, pidiendo antes a Dios
que le diera los medios para ofrecerlo.
A los ojos de San
Agustín, Roma estaba en el pináculo de la historia. La veía como
un estado secular llevado al grado más alto de perfección,
proporcionando el único marco de vida tolerable para la humanidad.
Si desapareciera de la escena humana, si una catástrofe así de
impensable fuese a suceder, dejaría detrás de sí, no otras
alternativas de civilización, sino un vacío, una obscuridad.
El Norte de África de
la época de San Agustín participaba de esta gloria. La ciudad de
Cartago era una pequeña Roma. Las cosechas abundantes, las ciudades
y los puertos florecientes, las diversiones y los espectáculos, todo
ello significaba su participación en el Imperio Romano, el cual para
Agustín era el mundo entero.
Agustín nació en el
año 354, unos cuarenta años después de que el Cristianismo se
convirtiera en la religión reconocida del Imperio Romano bajo
Constantino.
El lugar donde nació
era un distrito montañoso en el norte de África, la provincia
romana llamada Numidia, en alguno de los muchos pueblos pequeños que
se esparcían en lo que era una campiña rica y exuberante.
Su padre, Patricio,
pertenecía a las clases medias y era razonablemente pudiente,
excepto que era víctima de la muy excesiva imposición de tributos
que caracterizó a esos angustiosos años. Era un hombre rico que
permaneció pagano hasta finales de su vida, cuando ya en sus últimos años fue bautizado como Cristiano.
La madre de Agustín,
Mónica, por otro lado, era una cristiana de una tremenda piedad. Sin
duda, sus devociones y meditaciones llevaron a que Agustín no
cumpliera el deseo de su padre de que llegara a ser un abogado
exitoso o un servidor público, sino que, como ella lo deseaba,
dedicara su vida al servicio de Cristo y de su Iglesia. Ella lo hizo
un santo, y la santidad de él, a su debido tiempo, dio como
resultado el que ella fuera canonizada.
Sus estudios progresaron
con facilidad. Sobresalía y muy pronto se hizo profesor de retórica
— una pretenciosa y vacua disciplina que en esos tiempos era
considerada muy elevada, así como en nuestros días se considera la sociología. Recordando su profesión, la calificaba
despectivamente como de vendedor de palabras. ¡Ay, mi propia
profesión!
Para fines del siglo
cuarto, la decadencia que había aquejado a Roma se había extendido
a las provincias de África, especialmente al gran puerto y metrópoli
de Cartago, en cuya universidad Agustín estudió y luego fue
profesor. De ahí que decidiera pasar a Roma, pues decía que los
estudiantes cartagineses eran demasiado turbulentos — un toque muy
contemporáneo.
Para un provinciano como
el joven Agustín, el Mediterráneo habría parecido como la puerta
al mundo más amplio de Roma. Después de todo, él era un hombre muy
ambicioso, y en su época, como en la nuestra, la eminencia como
hombre de letras o como académico podía llevar a puestos de gran
poder y responsabilidad.
También, creo yo,
quería eludir el ojo vigilante de su madre, Mónica, y gozar
libremente de lo que Pascal más tarde llamaría "lamer la
tierra," y el mismo Agustín, después de su conversión,
describiría como "rascarse la comezón que produce la
irritación de la lascivia." Entonces, para evitar la pena y la
vergüenza de despedirse de su madre, una noche se escabulló y,
atravesando el mar, llevó consigo a su amante y a su hijo,
Adeodato. Desde cualquier punto que se le vea, lo que hizo fue algo
demasiado cruel, y su posterior arrepentimiento por haber hecho eso
fue muy grande.
En Roma, con facilidad
se rodeaba de los personajes más famosos de la época, y le fue
designada la Cátedra de Retórica en Milán. Esa designación lo
puso en contacto con la Corte Imperial, y — aún mas importante desde el punto de vista de su carrera posterior — con el famoso y
santo Obispo, Ambrosio. De manera que a la edad de treinta años,
había alcanzado la cima de una carrera con una perspectiva
deslumbrante ante él. Pero por alguna razón, permanecía
enteramente insatisfecho. Llamaba su designación universitaria su
"cátedra de mentiras", sabiendo en su corazón que Dios
tenía algún otro propósito para él y que, hiciera lo que hiciera,
nunca habría de escapar su verdadera vocación.
Los juegos y el teatro
romanos se habían convertido en espectáculos extremadamente caros, de violencia y erotismo, como son las películas y cada vez más la
televisión en nuestros días. A juzgar por la manera como, después
de su conversión, Agustín perdió una oportunidad de tronar contra
tales espectáculos, es razonable suponer que de ninguna manera era
él inmune a su atractivo. Hay también una narración conmovedora en
la autobiografía de Agustín, las Confesiones, acerca de un amigo
que, con gran esfuerzo, había logrado romper una adicción a los
juegos, fue engatusado para ir a verlos, se animó a abrir sólo un
ojo, y con eso quedó nuevamente enganchado.
Los templos paganos
seguían funcionando, pero pocos eran quienes asistían a ellos o les
hacían caso. Las iglesias cristianas ya bajo el patronazgo del
estado, no eran lo suficientemente fuertes para contrarrestar, o
siquiera para siempre resistir, la atmósfera predominante de lujo,
violencia y auto indulgencia. Con su disposición sensual y su mente
inquisitiva, Agustín estaba poco dispuesto a mantenerse al margen,
aun cuando cierto prurito intelectual y físico le prevenía de
sucumbir totalmente a una forma de vida que seguramente lo habría
destruido.
Es más fácil para
nosotros adentrarnos en la incorregible piel de Agustín que lo que
quizás habría sido para las generaciones que nos separan. La
semejanza de las circunstancias de él con las nuestras es asombrosa,
por no decir que alarmante. Existe la misma fatuidad, que lleva a la
misma insensata pasión por experimentar nuevas sensaciones y tener
nuevas experiencias; la misma fatua credulidad que abre camino a toda
clase de charlatanerías y curanderismos, desde los que adivinan la
suerte hasta los psicoanalistas; la misma combinación siniestra de
enormes riquezas y ostentación sin sentido, conviviendo con espantosa pobreza y
aflicciones desatendidas. Como escribió Agustín, "Oh hombres
avariciosos ¿qué les satisfará a ustedes si Dios mismo no les
satisface?"
Sabemos cómo es.
También sabemos que para un temperamento tan sensual e imaginativo
como el de Agustín, entregarse al placer sexual tiene el mayor
atractivo precisamente porque ofrece una clase de éxtasis
fraudulenta — placeres que expiran cuando se apagan las luces de
gas neón.
"Nada es tan
poderoso," dijo él cuando ya era obispo, "para arrastrar
el espíritu del hombre como las caricias de una mujer." Él
hablaba desde el punto de vista de su experiencia y, por lo que a mí toca, me adhiero a esa
opinión.
Las Confesiones de Agustín son en verdad la primera autobiografía, en el sentido
moderno de la palabra. Por esa razón sabemos más de él que de
ningún otro personaje de la antigüedad. Desde luego, no es sólo
una narración de su vida, también es una relación de su búsqueda
de la verdad: En consecuencia, el punto culminante en él, al menos
desde su punto de vista, es su conversión. Pensaba naturalmente,
como San Pablo, que esta conversión ocurrió en un momento
particular, pero en realidad fue el resultado de un largo proceso que
había comenzado desde antes de que él se diera cuenta de ello.
Conociendo su
naturaleza, Mónica se había apresurado a seguir a su hijo a Milán
para cuidarlo, y orar por la redención de su alma. Además, algunos
de los amigos que hizo entre los divertidos, los cultivados y los
bien nacidos, resultaron ser cristianos, hecho que le llegó como por
sorpresa a Agustín, quien en el Norte de África había asociado al
cristianismo con los pobres y con la gente baja. En Milán un gran
administrador romano, como Ambrosio, podía renunciar a su carrera
para hacerse obispo, y herederas ricas podían deshacerse de todos
sus bienes en favor de la Iglesia.
Fue bajo la influencia
de Ambrosio que Agustín comenzó a estudiar las escrituras,
observando en particular el significado espiritual de las historias
del Antiguo Testamento, que anteriormente habían hecho poca
impresión en él. Esto jugó un papel importante en su liberación
final de la herejía del maniqueísmo, y finalmente en su conversión.
El clímax de la
conversión de Agustín ocurrió en un jardín en Milán, y su
realización en otro jardín en el campo. Creo que le han de haber
gustado mucho los jardines, donde para él la verdad se hacía notar
más claramente. Antes, sin embargo, hubo un episodio en el proceso
que llevó a su conversión, que ameritó mención especial en sus
Confesiones:
Mi miseria era completa y recuerdo cómo un día Tú me hiciste ver qué tan extremadamente malvado era yo. Estaba preparando un discurso elogioso del Emperador, con la intención de que incluyera muchas mentiras, que ciertamente habría de ser aplaudido por un auditorio que sabía bien qué tan alejado de la verdad era lo que quería decir. Estaba muy preocupado por esta tarea, mi mente estaba febrilmente ocupada con los hostigantes problemas. Cuando caminaba por una de las calles de Milán, noté a un pobre mendigo que seguramente, supongo yo, ya había comido y bebido a satisfacción, pues estaba riendo y bromeando.
Contrastando sus dos
condiciones — la de él tan atribulada, y la del mendigo tan alegre
— dijo en desesperación, "¿habré algún día de dejar de poner mi
corazón en las sombras y seguir una mentira?"
Su angustia y contrición
son demasiado actuales para mí, después de más de cuarenta años en
el mismo tipo de profesión.
No obstante lo cual, la
mente de Agustín seguía estando ocupada con pensamientos de fama y
de prosperidad. Estaba planeando casarse con una mujer rica, habiendo
despedido despiadadamente a la amante que se había traído de
Noráfrica y que había vivido con él quince años, quedándose con
su hijo, Adeodato, por quien chocheaba. Luego, las cosas llegaron a
un punto crítico en el jardín de la casa donde vivía. Como el lo
describió: "Ahora me encontraba impulsado por el tumulto dentro
de mi pecho, para tomar refugio en este jardín donde nadie podía
interrumpir esa lucha feroz en la cual era yo mi propio oponente,
hasta que llegó a su conclusión."
En este estado de ánimo,
de pronto oyó la dulce voz de un niño en una casa cercana. Si era
un niño o una niña, no sabría decirlo, pero una y otra vez repetía
"tómalo y léelo." Entonces se apresuró hacia donde había
dejado un ejemplar del Evangelio, abierto en la Epístola de San Pablo
a los Romanos, y leyó: "Nada de fiestas y borracheras, nada de
lujuria y vicios, nada de pleitos y envidias: Más bien revístanse
con el Señor Jesucristo. No gasten más pensamientos en la
naturaleza ni en los apetitos de la naturaleza."
Agustín sigue: "No
tenía deseo de seguir leyendo, ni necesidad de hacerlo, pues en un
instante al llegar al final de la oración, fue como si la luz de la
confianza hubiera bañado mi corazón, y toda obscuridad y duda fue
disipada."
Nadie debe suponer que
esta gran conversión que había tenido Agustín, esta luz que brilló
en su vida y nunca más habría de dejarlo, lo había alejado de este
mundo. Por el contrario, lo hizo más consciente que nunca de sus
gozos y bellezas, más consciente que nunca del tremendo privilegio
que era el habérsele permitido existir en ese tiempo. Hay un pasaje
que me encanta en sus Confesiones, en el que se pregunta: "la
tierra misma, los vientos que soplan, y todo el aire, y todo lo que
vive en él... ¿Qué es mi Dios?" De manera semejante, pregunta
al cielo, a la luna, a las estrellas: "¿Qué es mi Dios?"
Nada de esto es Dios, se le dijo. Continuó hablándoles a "todas
las cosas que están a mi alrededor, todas las que pueden admitirse
por la puerta de los sentidos." Ellas también, se le dijo, no
son Dios. Entonces por fin entendió: su belleza era toda la
respuesta que podían dar, y la única respuesta que necesitaba oír.
Siguiendo su conversión,
Agustín partió de regreso con Mónica hacia el Norte de África,
resuelto a dedicar los años restantes de su vida enteramente al
servicio de Cristo. Llegaron al puerto de Ostia y fueron detenidos
ahí porque el Mediterráneo estaba infestado de piratas y ningún
barco osaba hacerse a la mar.
Qué diferente era el
Agustín que regresaba al África del Norte de aquél que había
partido para Roma. Ahora estaba tan ávido de abandonar el mundo como
lo había estado de lanzarse a él; buscando tan ardientemente la
obscuridad como antes lo había hecho en pos de la fama.
Fue mientras esperaban
en Ostia, que Agustín y Mónica tuvieron una experiencia mística
extraordinaria, que él describe en sus Confesiones con una habilidad y un
arte incomparables. Estaban en la ventana de la casa donde vivían, asomándose hacia el patio de abajo, conversando serena y gozosamente
acerca de la vida eterna de los santos, quienes, concordaban ellos,
"ningún placer corporal, por muy grande que pudiera ser y con
cualquier luz terrenal que pudiera hacerlos brillar, sería digno de
comparación, o siquiera de mención." Conforme hablaban de
temas que abarcaban "todo el confín de las cosas materiales en
sus diversos grados, hasta los mismos cielos" llegaron a sondear
"la Sabiduría eterna, deseándola y esforzándonos por
alcanzarla" dice Agustín, "con toda la fuerza de nuestros
corazones"
Luego extendieron sus
brazos y tocaron esta Sabiduría eterna, la cual, como la eternidad
misma ni está en el pasado ni en el futuro sino simplemente está.
La tocaron sólo para volver, dejando, dice Agustín, "nuestra
cosecha espiritual unida a ella, al sonido de nuestra propia habla,
en que cada palabra tiene un comienzo y un fin; muy, muy diferente de
Tu Palabra, nuestro Señor, Quien permanece en Sí por siempre, y sin
embargo, nunca se hace viejo y da nueva vida a todas las cosas."
Quienquiera haya tratado de expresar, en palabras que tienen un
comienzo y un fin, las perspectivas y la forma de esta creación en
que vivimos, no puede sino sentirse asombrado de que un gran escritor
como lo es Agustín, fuere a sufrir tal predicamento.
Fue después de esta
experiencia, que Mónica le dijo a Agustín que no le quedaba ya nada
por qué vivir: Dios le había concedido todos sus deseos, ahora que
su hijo era Su sirviente, y desdeñaba aquéllos gozos que este mundo
tenía para ofrecer. Nueve días después, había muerto, y Agustín,
dejando sus restos mortales en Ostia, regresó al Norte de África
para emprender lo que después habría de ser la gran obra de su
vida. Esto habría de ser la tarea de nada menos que rescatar la fe
cristiana de un mundo en ruinas, a fin de que pudiera proporcionar la
base de una nueva, espléndida civilización, que habría de crecer en
grandeza y luego, a su debido tiempo, flaquear y malograrse, como
hombres que, olvidando la Sabiduría eterna que Mónica y Agustín
habían columbrado en Ostia, pensaron encontrar en sus propios
cuerpos mortales el placer de vivir y en sus propias mentes mortales
el significado de su vida.
En sus Confesiones, en la
última referencia que Agustín hace a su madre, pide a todos los que
lean el libro que recuerden a "Mónica, su servidora, y con ella
a Patricio, su esposo, que murió antes que ella, por cuyos cuerpos
yo fui traído a la vida." A través de los siglos, Mónica ha
sido debidamente recordada. En cuanto a Agustín, el resto de su vida
lo pasó en África del Norte. Jamás volvió a cruzar el mar.
Su idea era reunir a su
alrededor a unos cuantos amigos similarmente inclinados y compartir
con ellos una vida monástica en su pequeña propiedad en las
montañas donde nació. No habría de ser. Sus dotes eran demasiado
famosas y demasiado preciadas, y la necesidad de dirección en la
Iglesia, demasiado grande para él quedar en paz. Como dijo a su
congregación muchos años después, cuando ya llevaba mucho tiempo
de obispo, había venido a Hipona — uno de los muchos puertos
pequeños que había a lo largo de la costa del África del Norte —
a ver un amigo a quien deseaba persuadirle que se le uniera en la
vida monástica. Como Hipona tenía un obispo, Agustín fue a la
catedral no temiendo amenaza alguna a su propia vida privada, pero
fue reconocido, sujetado, ordenado sacerdote y, a su debido tiempo,
nombrado obispo.
Agustín lloró cuando,
casi obligado, fue ordenado sacerdote. Probablemente habría tenido
dificultad para explicar exactamente por qué esas lágrimas, pero
una de esas causas era ciertamente su sueño perdido de una vida de
oración y meditación, alejado de un mundo atribulado. Tenía
cuarenta y tres años de edad cuando por primera vez ocupó la
cátedra como obispo de Hipona. De ahí en adelante estuvo
interminablemente ocupado en los deberes y responsabilidades de su
cargo y en las frecuentemente irreconciliables controversias de su
época.
Contemplando lo logrado
por Agustín, uno se asombra. Al hacerse su obispo, en verdad se había
vuelto el sirviente de su congregación — aquellos cristianos
volátiles del África del Norte cuyos sentimientos él entendía muy
bien. Predicándoles, con frecuencia a diario, empleando sus mañanas
en adjudicar sus disputas privadas; estando constantemente disponible
a cualquiera de ellos que tuviera necesidad de ayuda o de consejo,
mientras tanto, llevando a cabo una enorme correspondencia — su
carga administrativa era muy grande. Sin embargo era un hombre
apartado de la conmoción que lo rodeaba.
A pesar de su gran fama
y su intervención en tiempos difíciles, se mantenía en cierta
medida aislado, como si a través de su propia santidad interna
hubiera alcanzado la vida monástica que tanto deseaba.
Reuniones de la
jerarquía del África del Norte llevaban con frecuencia a Agustín a
la gran iglesia metropolitana de Cartago, donde presentó muchas de
sus más grandes polémicas, poniendo sus resplandecientes dotes, sin
reservas al servicio de su Iglesia.
Sus expresiones públicas
y sus escritos están repletos de impresionantes y estimulantes
frases, tan frescas y relevantes a nuestros oídos como lo fueron
para aquéllos que las oyeron por primera vez.
"Esta es la puerta
del Señor: los justos habrán de entrar" estaba escrito en el
dintel de una iglesia en Numidia. Sin embargo, "El hombre que
entre, " escribe Agustín:
"habrá de ver borrachos, avaros, embaucadores, jugadores, adúlteros, fornicadores, gente que lleva amuletos, clientes asiduos de hechiceros, astrólogos. "
Debe ser alertado de que las mismas muchedumbres que se apretujan en las iglesias en las festividades cristianas también llenan los teatros en las festividades paganas...
Donde quiera que se erige la imponente masa de un teatro, ahí se socavan los fundamentos de la virtud cristiana, y en tanto este insensato gasto da a sus patrocinadores un resultado glorioso, los hombres se mofan de los actos de misericordia...
Es sólo la caridad lo que distingue a los hijos de Dios de los hijos del demonio. Todos ellos hacen la señal de la Cruz y responden Amén y cantan el Aleluya, todos van a la iglesia y levantan los muros de las basílicas...
¡Quiten las barreras que las leyes imponen! y la capacidad desvergonzada del hombre de hacer daño, su ansia de auto complacencia se embravecería al máximo. Ningún rey en su reino, ningún general con sus tropas... ningún marido con su mujer, ningún padre con su hijo, podría esperar, mediante amenaza o castigo cualquiera, detener la disolución que seguiría al agradable sabor del pecar...
Dénme un hombre enamorado: él sabe lo que quiero decir. Dénme uno que añore; dénme uno que esté hambriento; dénme uno que esté lejos en este desierto, que esté sediento y aspire al manantial del País Eterno. Dénme esa clase de hombre: él sabe lo que quiero decir: Pero si le hablo a un hombre frío, él simplemente no sabe de lo que estoy hablando...
¿Están sorprendidos de que el mundo esté perdiendo el control? ¿De que el mundo se esté haciendo viejo? No se aferren al hombre viejo, el mundo; no se rehúsen a recuperar su juventud en Cristo, que les dice: "El mundo está muriendo, el mundo esta perdiendo control, al mundo le falta el aliento. No teman, su juventud será renovada como el águila."
Aun cuando nadie ha sido
más insistente en la necesidad de practicar la pureza, de igual
manera nadie ha sido menos puritano en el sentido peyorativo de la
palabra. Todo en la creación deleitaba a Agustín. Hablaba a su
congregación de los gloriosos colores cambiantes del Mediterráneo,
que tan frecuentemente había contemplado. Todas las cosas creadas
deberían ser amadas, insistía él. El mar, las criaturas, todo lo
que existe, habla de Dios.
Era porque Agustín
estaba tan consciente de lo universal del amor y de la presencia de
Dios, que podía comunicarse fácilmente con hombres de todas las
clases y condiciones. Por ejemplo, una vez les dijo a pescadores de
Hipona:
No se les echará en cara el que, contra su voluntad, sean ustedes ignorantes, sino el que descuiden buscar qué es lo que los hace ignorantes; no que no puedan coordinar sus extremidades lastimadas, sino que rechacen a Aquél que las podría sanar.
También, como su
Maestro, como los propios Evangelios, utilizaba imágenes cotidianas
para expresar sus ideas. Como cuando comparaba los dones de Dios
hacia nosotros con el que un hombre le regalara a su novia un
brazalete:
Si ella se deleita tanto en el brazalete como para olvidar a quien se lo dio, será un insulto para él; pero si se deleita en el brazalete para querer más a quien se lo dio, eso es para lo que le fue dado el brazalete...
Damos por hecho el lento milagro por el cual el agua en la irrigación de un viñedo se hace vino. Es sólo cuando Cristo convierte el agua en vino, en un rápido movimiento, cual si fuera, que quedamos asombrados,
Y siempre estaba la
campiña del África del Norte:
Cuando todo ha sido dicho y hecho, ¿hay una vista más maravillosa, una ocasión en que el alma humana esté más cerca de conversar con la naturaleza de las cosas, que el sembrado de las semillas, el plantado de acodos, el trasplantado de arbustos, el injerto de esquejes? Es como si se pudiera cuestionar la fuerza vital de cada raíz y en cada brote sobre lo que puede y lo que no puede hacer, y por qué.
Así pues, esta
centelleante mente sigue viva en sus palabras. Palabras que toman en
cuenta las épocas en que fueron escritas o dichas y los temores y
ansiedades que esos tiempos generaban, pero que hacen a un lado las
vacías esperanzas de moldear un mundo mejor por las meras esperanzas
mortales de que un mundo mejor llegue.
Yo ya no deseaba un mundo mejor, porque estaba pensando acerca de la creación entera, y a la luz de este discernimiento más claro, he llegado a ver que, aun cuando las cosas elevadas son mejores que las cosas viles, la suma de toda la creación es mejor que las cosas elevadas por sí solas.
Agustín tenía
cincuenta y seis años y estaba en Cartago, cuando, en el año 410,
alguien vino a decirle que Roma había sido saqueada. Debe haber sido
un momento dramático en su vida. Por supuesto, sabía que algo de
ese tipo tenía que pasar y se había preparado para ello, así como a sus
feligreses, tanto como había podido. "No pierdan la
esperanza, hermanos," les dijo, "habrá un final para todo
reino terreno, y si esto es ahora realmente el final, Dios lo ve."
Aun así, siguió alimentando la esperanza de que, de alguna manera,
eso no sucedería.
En nuestros tiempos,
como en los de Agustín, hemos sido testigos de grandes desastres, y
sabemos cómo sigue ardiendo la flama de la esperanza. Recuerdo bien
una esplendorosa tarde de domingo en agosto de 1940, mientras
caminaba en Camden Hill, oí el estruendo de la primera ola de la
Luftwaffe alemana acercándose hacia Londres, y pensé, "No, no
puede suceder."
Como muchos de mi
generación, pensé que las ciudades de la civilización Occidental
habían sido bombardeadas moralmente antes de que las verdaderas
bombas comenzaran a caer. Pero Agustín amaba y reverenciaba a Roma.
La veía no sólo como el símbolo de un gran imperio sino como la
civilización misma — todo lo que había admirado y a lo que había
aspirado cuando se desarrollaba como estudiante en la gran
metrópolis. Roma era arte, literatura, todo lo que él quería
alcanzar: era todo lo que el estadista francés Talleyrand
describiría siglos más tarde, cuando atestiguó lo que pensaba que
era la ruina de la civilización francesa, como douceur de vivre, la
"dulzura de la vida."
El primer deber de
Agustín era el de infundir ánimo en sus feligreses y evitar el
pánico y la desmoralización que el torrente de refugiados que ya
estaban comenzando a llegar de Roma al Norte de África, pudo bien
haber ocasionado. En un sermón dado en ese tiempo, comparaba la
captura de Roma por Alarico, rey de los Visigodos, con la destrucción
de Sodoma, recordando a su auditorio que en este caso bíblico, todos
habían perecido y la ciudad había sido arrasada por el fuego, para
nunca más volver a existir. En Roma había muchos sobrevivientes
incluyendo todos los que habían tomado refugio en las iglesias,
siendo Alarico un cristiano arriano. Había habido una gran cantidad
de destrucción, por supuesto, pero como lo observó Agustín, las
ciudades están hechas de hombres, no de muros. Roma había sido
castigada pero no destruida.
"El mundo,"
decía él "se tambalea ante golpes demoledores, el hombre viejo
es sacudido fuera, la carne es presionada, el espíritu se convierte
en aceite claro que fluye."
Luego pasó a la
cuestión más profunda de las relaciones entre las ciudades
terrenas, como Roma, que tienen su día, surgiendo y cayendo como
todo en el tiempo, y la Ciudad Celestial o Ciudad de Dios, que es
eterna. Esta cuestión le ocupó los siguientes quince años, casi
hasta el fin de su vida, y resultó en la gran obra de su genio, La
Ciudad de Dios, que directa o indirectamente influyó en el
pensamiento de los cristianos sobre lo que le deben a Dios y lo que le
deben al César, por los siguientes quince siglos.
Vivimos necesariamente,
y siempre tenemos que hacerlo, en ciudades terrenas. Son nuestro
escenario, nuestro medio, con la historia por nuestro guión. Al
mismo tiempo, en toda la creación somos únicos en poder visualizar
una Ciudad Celestial no susceptible a los estragos del tiempo,
existente más allá de la obscura selva de la voluntad humana. Como
lo dijo San Pablo y Agustín le hizo eco: "Aquí no tenemos una
ciudad perdurable, pero buscamos que nos llegue una."
Desarrollando el tema,
Agustín recorrió toda la historia humana como entonces era
entendída. Sus conclusiones nada han perdido de su fuerza a la luz
de lo que se ha inventado, concluido y especulado en los siguientes
quince siglos:
Los siglos de la historia pasada habrían pasado como jarros vacíos si Cristo no hubiera sido predicho por ellos....
Estos fueron dos motivos que movieron a los Romanos hacia sus maravillosos logros: la libertad, y la pasión por el elogio de los hombres...
¿Qué más había en eso para ellos amar, salvo la gloria? Pues, por medio de la gloria, deseaban tener un tipo de vida después de la muerte, en los labios de quienes los elogiarían....
La Ciudad Celestial brilla por encima de Roma fuera de toda comparación. Ahí, en vez de la victoria, se encuentra la verdad; en vez de alto rango, santidad; en vez de paz, felicidad; en vez de vida, eternidad...
Tomemos a Aristóteles, pongámoslo junto a la Roca de Cristo, y se desvanece en la nada. ¿Quién es Aristóteles? Cuando oye las palabras, "Cristo dijo," entonces se sacude en el infierno. "Pitágoras dijo esto," "Platón dijo aquello." Pónganlos junto a la Roca y comparen a esta gente arrogante con Aquél que fue crucificado.
En nuestro estado caído,
nuestra imperfección, podemos concebir la perfección. A través de
la Encarnación, la presencia de Dios entre nosotros en los
lineamentos del Hombre, tenemos una ventana en los muros del tiempo
que ven a esta Ciudad Celestial. Esta fue la conclusión más
profunda de Agustín y en su gran obra la consagró de manera
imperecedera, para confortar y ser una luz en los días obscuros que
se veían venir, cuando en el año de 430, los Vándalos, triunfantes, cruzarían al África, llegando a los muros de la misma Hipona,
cuando yacía ahí él, ya moribundo.
Hoy la ciudad terrena se
ve aun más grande, al punto de que puede decirse que se ha apoderado de
la celestial. Apartándose de Dios, infatuada con la arrogancia
generada por su fabuloso éxito en explorar y dominar el mecanismo de
la vida, los hombres creen estar, por fin, a cargo de su propio
destino.
Conforme sondeamos las
consecuencias desastrosas de tal actitud, el caos y la destrucción
que ha traído, como lo hizo Agustín con la caída de Roma y sus
consecuencias, sus palabras de esa otra ocasión siguen siendo
aplicables, como él lo dice, a todas las circunstancias y
condiciones del hombre:
En su paso aquí, la Ciudad Celestial hace uso de la paz dada por la ciudad terrena. En todo lo que se relacione con la naturaleza mortal del hombre, preserva y de hecho busca la concordancia de las voluntades humanas. Refiere la paz terrena a la paz celestial, pues es en verdad esa paz la que por sí sola puede describirse como paz, pues es el más alto grado de fraternidad ordenada y armoniosa en el goce de Dios y de los demás en Dios. Cuando se alcanza esta etapa entonces habrá vida, no una vida sujeta a la muerte sino vida que clara y ... ciertamente es dadora de vida. Habrá un cuerpo, no un cuerpo que sea animal, que pesa sobre el alma conforme va decayendo, sino un cuerpo espiritual que no experimenta necesidad alguna y en todo subordinado a la voluntad.
Esta es la paz que la Ciudad Celestial tiene mientras está aquí en la fe, y en esta fe vive una vida de rectitud. Hacia el establecimiento de esa paz, refiere todas sus buenas acciones, sea que estén dirigidas hacia Dios o hacia el prójimo, pues la vida en esta Ciudad es total y enteramente una vida de hermandad.