martes, 25 de marzo de 2014

Un Tercer Testamento

Un Tercer Testamento

Malcolm Muggeridge

Un moderno peregrino
explora las correrías
espirituales de
Agustín, Blake,
Pascal, Tolstoy, Bonhoeffer,
Kierkegaard, y Dostoyevski.

Copyright © 2004 del original en inglés por
The Bruderhof Foundation, Inc.
Farmington, PA 15437 EUA
Todos los derechos reservados

Traducido por Roberto Hope

Introducción

¡No, No, No! Ven, vayamos a prisión:
Cantaremos los dos solos como pájaros en jaula...
Y nos arrogaremos el misterio de las cosas
Cual si fuéramos espías de Dios.

El Rey Lear

Con frecuencia sucede que la razón para hacer algo sólo aparece claramente después de haberse con­cluido, siendo la intención consciente y todas las varias consideraciones prácticas que van con ello nada más que la punta del iceberg de una intención inconsciente. En todo caso, como se ha señalado con fre­cuencia, el propio tiempo es un continuo, y no es divisible en tiempos pasado, presente y futuro. Así pues, no fue hasta después de concluir la serie de programas de televisión cuyos guiones aparecen aquí coleccionados, que se me pidió que explicara por qué había escogido a San Agustín, Blas Pascal, Wil­liam Blake, Søren Kierkegaard, Fyodor Dostoyevski, León Tolstoy y Dietrich Bonhoeffer como sus personajes, cuando comprendí plenamente la materia a la que todos ellos pertenecen. Anteriormente a ello, los había visto separadamente como siete personajes en busca de Dios, y como tal, de gran interés y como influencia formativa de mi propio pensamiento y de mi propia búsqueda.

Considerándolos como grupo, me resultó claro que, aun cuando todos ellos eran por excelencia hom­bres de su época, tuvieron en común un rol especial, que no era otro que el de relacionar su tiempo con la eternidad. Esto tiene que hacerse de cuando en cuando; de lo contrario, cuando el señuelo de la auto­suficiencia se hace demasiado atractivo, o la desesperación demasiado abrumadora, nos olvidamos de que los hombres deben ser llamados de nuevo a Dios para redescubrir la humildad y con ella la espe­ranza. En el caso de los judíos del Antiguo Testamento, eran los profetas quienes de esa manera los llamaban de vuelta a Dios -- y ¿cuándo hubieron voces más poderosas y más poéticas que las de ellos? Luego vino el Nuevo Testamento, que trata de cómo Dios, por medio de su Encarnación, se hizo Su propio Profeta. Ni aun fue eso el final de los profetas y de los testamentos. Entre las fantasías del ego y la verdad del amor, entre la obscuridad de la voluntad y la luz de la imaginación, siempre habrá la necesidad de un puente, así como de una voz profética que nos llame a cruzarle. Esto es lo que mis siete bus­cadores de Dios fueron llamados a hacer, cada uno de su propia manera y con relación a su propia épo­ca.

Así llegué a verlos como los espías de Dios, apostados en territorio ocupado por el enemigo; el enemi-go siendo, en este caso particular, el Demonio. Sucede que yo mismo participé en operaciones de espio­naje en la Segunda Guerra Mundial, cuando servía en el MI6, la versión de tiempos de guerra del Servi­cio Secreto Británico, o SIS. Teníamos, por ejemplo, lo que se conocía como espías nativos en la Fran­cia ocupada por Alemania, a quienes se les exigía mantenerse con bajo perfil hasta que las circuns­tan­cias surgieran en las cuales pudieran hacerse útiles reuniendo y transmitiendo inteligencia u organi­zan­do sabotaje. Mientras esperaban a ser activados, era esencial que no se hicieran notar, que se mez­claran en el escenario político y social, y que, en sus opiniones y actitudes hicieran eco del consenso del mo­mento. Así pues, era apropiado para un espía nativo apostado en Vichy, por ejemplo, el aparecer como Petainista en política, Católico de religión, y burgués en su forma de vida, evitando cualquier asocia­ción con organizaciones de resistencia o, igualmente, con las más fervientemente pro-nazis. De esta manera, podría esperarse que se estableciera como un leal partidario del Mariscal Pétain, para así, cuan­do llegara el momento, estar en mejor disposición de actuar de una manera efectiva por la causa de los Gaullistas beligerantes y de sus aliados Anglo-Americanos.

Quienes dirigen nuestros servicios de inteligencia no están bendecidos con la clarividencia o la visión de Dios -- aunque a veces a ellos les da por así suponerlo. Ni son nuestras calamidades a los ojos de Dios lo que parecen ser a los nuestros. No hay imagen posible que pueda transmitirnos siquiera la semejanza de Dios; menos aún predecir Sus propósitos: el siquiera conocerlo se lo debemos a la gran misericordia de la Encarnación. Aun así, al considerar el lugar de San Agustín en la historia, es posible ver su papel como un espía nativo, apostado por un espía en jefe celestial, en un Imperio Romano que se colapsaba, con la instrucción de promover la supervivencia de la Iglesia como depositaria de la reve­lación Cristiana. Ciertamente, nadie podía haber estado mejor calificado para ese papel que el famoso Obispo de Hipona, vehemente admirador como lo era de la civilización Romana, como sólo un norafri­cano podía serlo, y devoto ferviente de la ortodoxia católica como sólo un converso y anterior­mente hereje maniqueo podía serlo.* Sus credenciales mundanas eran impecables -- un cargo de pro­fesor de retórica en la Universidad de Milán, cargo que ya en sus días de regenerado llamaba su Cáte­dra de Mentiras; amigos y conocidos en los círculos más elevados, y sus trabajos ocasionales de escri­tor de discursos para el propio Emperador. En lo referente a sus pièces justificatives, como la policía francesa llama a la documentación sustentante ¿quién podría pedir nada más que sus Confesiones, la primera gran autobiografía y todavía reconocida como una de las más grandes que existen, su Ciudad de Dios, que estableció la guía de los cristianos, primero para sobrevivir, y luego para erigir una nueva civiliza­ción, que habría de llegar a conocerse como la Cristiandad?

Cuando San Agustín murió, los bárbaros ya estaban a las puertas de Hipona, y estaban saqueando e in­cendiando la ciudad cuando su cuerpo yacía en la basílica esperando a ser enterrado. Sus servicios a la Iglesia, sin embargo, no concluyeron con su vida, sino que siguieron durante la Antigüedad Tardía y la Edad Media, definiendo y fortaleciendo la fe que tanto había venerado, facilitando de esa manera su avance hacia Occidente y dejando un rastro de catedrales como la de Chartres para marcar su progreso.

"Si San Agustín hubiera surgido en nuestros tiempos, y hubiera tenido tan poca autoridad como la que ahora tienen sus defensores, nada habría logrado. Dios guió bien a Su Iglesia enviándole antes, e invistiéndole con el grado de autoridad apropiado."

Así escribió Blas Pascal unos diez siglos después de la muerte de San Agustín. Para entonces, nuevos peligros acechaban. El gran torrente de creatividad desplegada por el Cristianismo parecía ahora estar rebasando sus márgenes, arrastrando consigo los diques y represas que habían sido diseñados para encauzarla. En vez de una Nube de Ignorancia entre Dios y nosotros, se estaba formando una Nube de Conocimiento; ahora, la amenaza era de luz, no de obscuridad -- una luz deslumbrante, cegadora. Esta vez, el dedo de Dios señaló inexorablemente al propio Pascal. Era él a quien se le habría de requerir contraponerse a un doble ataque: por una parte, un clamor de auto-indulgencia, de liberación de toda restricción, de licencia para, en sus propias palabras, "lamer la tierra"; y, por otra parte, los primeros fragores de los hombres de ciencia carentes de Dios que, tan engreídos con sus logros y con las potencialidades tan asombrosas que con ellos se abrían, comenzaban a creerse dioses, capaces de moldear su propio destino y de crear un reino de los cielos aquí mismo en la tierra.

Las credenciales de Pascal como espía de Dios en estas circunstancias particulares no eran menos im­pecables que lo que habían sido de Agustín en la situación creada por la caída de Roma. Ostensible­mente, él de manera suprema fue un hombre de su tiempo; en virtud de sus logros matemáticos y cien­tíficos en la misma categoría que Newton, como pensador en condiciones iguales que Descartes, y como elegante polemista, diestro para lanzar efectivos dardos a Montaigne. Como simpatizante del jansenismo,* Pascal estaba sumergido en las controversias que la Reforma hizo surgir, y estuvo a punto de ser excomulgado -- algo que por cierto suele sucederles a los espías de Dios en toda época, sea en manos de la Inquisición, de la policía política, o de su variante más reciente, los amos de los medios de comunicación. Sus Lettres provinciales, que atacaban con veneno a los rastreros Jesuitas, eran por con­senso universal obras maestras de demolición e ironía, y en todo parecía haber toda razón para conside­rarlo un producto sobresaliente y característico del Renacimiento y un precursor de la Ilustración que estaba por llegar.

Sin embargo, todo esto no pasaba de ser lo que Pascal llamaba "distracciones," que tenían el propósito de, como lo dijo él, "entretenernos y llevarnos imperceptiblemente a la muerte." La instrucción divina ya había sido dada, y él sabía exactamente lo que tenía que hacer, que era nada menos que utilizar cada trocito de conocimiento que había adquirido, sus exploraciones y experimentaciones científicas, todos los dones intelectuales y de imaginación con que Dios lo había dotado, para producir su gran obra ma­estra, su majestuosa apología de la propia fe cristiana, póstumamente llamada sus Pensées. Aun más, por una gracia singular, debida a su temprana muerte a la edad de treinta y nueve años, dejó este es­pléndido ejercicio de fe en su aspecto más duradero y de intelecto en su aspecto más perspicaz, en la forma de notas escritas en pedazos de papel, más que en la forma del largo tratado, conscientemente pulido y posiblemente tedioso, que él había concebido.

Las notas, que revelan como lo hacen, el funcionamiento de su mente brillante, han sido singularmente efectivas en su impacto: verdaderas bombas antipersonal que estallan de manera impredecible en vez de hacerlo con una sola y devastadora explosión: Más aún, la tarea imposible de acomodar las notas en el orden en que podría presumirse que Pascal tenía la intención de hacerlo ha mantenido ocupados a los eruditos que, de otra manera, pudieran haber encauzado su atención a reinterpretarlo o hacerle criticis­mo de forma en vez de sólo ordenar lo que Pascal escribió. Si tan solo algún ejercicio similarmente inocuo hubiera ocupado a los eruditos bíblicos contemporáneos, especialmente a los comentaristas del Nuevo Testamento, como los Bultmanns, Küngs y Robinsons, ¡qué bendita liberación habría sido! Fue ciertamente significativo que los logros mundanos de Pascal hayan incluido el inventar el computa­dor, que se ha convertido en la máxima efigie del hombre del Siglo XX, ante la cual mansamente se postra y cuyas revelaciones acepta cual si vinieran del oráculo de Delphos. Los Servicios de Pascal como espía de Dios fueron correspondientemente ilustres -- nada menos que la exposición y celebración de la ver­dadera fe cristiana, con palabras tan luminosas que siguen brillando desde entonces con su propia luz interior, como un cuadro de El Greco.

Vuelvo mis ojos a las escuelas y universidades de Europa
y veo ahí el telar de Locke,
cuya urdimbre atroz brama,
por los rodeznos de Newton bañada:
negra la tela
en pesados festones sobre toda nación se retuerce:
crueles factorías
de muchas ruedas veo, rueda sobre rueda,
con tiránicos dientes,
moviéndose unas a otras por coacción, no como aquéllas del Edén
que, rueda adentro de rueda, giran libremente en armonía y en paz.

Estas líneas del Jerusalem de William Blake fueron escritas como siglo y medio después de Pensées, y en la manera inimitable de Blake expresan un sentimiento semejante al de Pascal , de que el conoci­miento no es más que un vasto callejón sin salida, y que la tecnología que de él se deriva no es más que una pavorosa servidumbre, tiránicas ruedas dentadas que se mueven por coacción en vez de girar en armonía y paz como en el Paraíso. No pudo haber dos seres humanos tan distintos en sus antecedentes e intereses, en su posición social y en su crianza y en las épocas en que vivieron como Blake y Pascal. Sin embargo, estaban el uno con el otro en su percepción compartida de los enormes peligros que sur­gen cuan­do el hombre se aventura a la Nube del Conocimiento. Pascal llegó a la conclusión de que la única búsqueda seria aquí en la tierra era la búsqueda de Dios, y que el camino hacia Él era el indicado en el Antiguo Tes­tamento, señalizado en el Nuevo e iluminado por la fe. Blake, de manera semejante, insis­tía en que sólo la imaginación era capaz de comprender de qué se trataba la vida, y nunca se cansó de atacar a los ideólogos de su época, como Rousseau, Voltaire y Newton, o de burlarse del saber con­tem­poráneo -- por ejemplo, de Locke su Ensayo sobre el Conocimiento Humano y de Bacon su El Avance del Conocimiento.


Sólo Dios pudo haberse atrevido a reclutar a una persona tan rara, inspirada y errática como Blake para arrostrar por cuenta de Él los tumultuosos años que siguieron a la Revolución Francesa y su equivalente literario y artístico, el movimiento romántico. Entre muchos de sus contemporáneos pasaba por loco y en sus modos y declaraciones era tan excéntrico e impredecible, como para ser lo que en términos hu­manos se llamaría un riesgo de seguridad. Dios, sin embargo, al seleccionar a sus espías nativos ve más allá que lo que ven los mortales jefes de inteligencia, y sabía que el archipartidario de la exhube­rancia y del exceso habría de hacer del evangelio de Jesús, de amor y abnegación, un arcoiris que brille en el cielo tormentoso, y mantenga viva la esperanza de ser liberado de las satánicas factorías de todo tipo y de sus mentiras y contaminación.

Como Pascal, Blake fue un hombre de su tiempo, temperamentalmente fue un revolucionario, que se regocijó de que la Revolución hubiera ocurrido, usó la gorra roja de los Muchachos de la Libertad en las calles de Londres hasta que el Reino del Terror lo llevó a dejarla a un lado, y frecuentaba la mesa de Joseph Johnson, el editor, donde conoció a luminarias revolucionarias como William Godwin y Tom Paine, sin mencionar a Joseph Priestley, el descubridor del oxígeno, a quien inmortalizó como Inflam­mable Gas the Wind-Finder (personaje de An Island in the Moon, N.del T.). Tuvo también una relación pasajera con Mary Wollstonecraft, conocida como la hiena en enaguas, quien satisfizo su noción de Temible Simetría al convertirse en la esposa que Godwin se merecía, procreando a su hija María, la esposa que Shelley se merecía.

Blake también pertenecía temperamentalmente al movimiento romántico. De hecho pudiera decirse que lo introdujo con sus encendidos versos y pinturas, que no le debían nada a ninguna moda o escuela, y que muchos, como yo, consideran que son su mejor producción. Estos escritos y cuadros, con toda su belleza y conciencia espiritual siguen contrarrestando a las pomposas creaciones de los artistas y poetas románticos posteriores, avanzando todos ellos hacia una total irracionalidad e incoherencia -- un Logos del Diablo por el cual la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros sin gracia y colmada de mentiras.

Allá en Dinamarca, de todos los lugares, se elevó otra voz profética -- la de Søren Kierkegaard -- para hacer eco y proyectar aún más las voces de Pascal y de Blake. Kierkegaard conoció y admiró lo que Pascal escribió, pero aun cuando su vida coincidió en parte con la de Blake (tenía catorce años cuando Blake murió), es extremadamente improbable que algún día haya oído hablar de él. Lo que él y Blake tenían en común era un desprecio del tipo de sociedad materialista-colectivista que veían venir. Vién­dolos en términos de sus predecesores, los profetas hebreos, Blake era el Isaías y Kierkegaard el Amos; ambas sus voces alzándose en admonición contra el mal que vendría si los hombres decidieran prescin­dir de Dios y dejar de buscar establecer Su Reino aquí en la tierra, con las leyes, moralidad y estableci­mien­tos eclesiásti­cos apropiados.

De todos los espías de Dios, de cualquier forma un género variopinto, Kierkegaard es seguramente el más raro. Vagando interminablemente por las calles de Copenhague, con una pierna del pantalón más corta que la otra, tenía a la gente en los cafés haciéndose señas y guiñándose el uno al otro cuando lo veían pasar. ¿Cómo pudo comprender anticipadamente, de la manera como lo hizo, el gran engaño que es el sufragio universal, de manera que son sus agudas frases y no las elaboradamente estructuradas de Jef­ferson, Bagehot o Bryce las que se invocan en Westminster o en el Capitolio? ¿Cómo pudo su in­quieta mente haber presentido, como lo hizo, las salas de prensa, los estudios de radio y televisión, los satéli­tes de comunicación que nutren de muzak y newzak a todas horas alrededor del mundo? ¿Cómo haber previsto tan claramente esas voces cantando consignas al unísono en las universidades, en la Plaza Roja y en dondequiera que la uniformidad se hace pasar por unanimidad? O escuchen esto: "Una era apa­sionada, tumultuosa derroca todo, arrasa todo; pero una era revolucionaria que a la vez sea reflexiva e insensible, deja todo en pie pero, astutamente, lo vacía de significado." ¿Qué descrip­ción tan perfecta de los sucesos revolucionarios de ahora, que tienen lugar silenciosamente, invisible­mente, con los me­dios de comunicación adormeciendo a todo el mundo, hasta que la gente despierte -- si llegan a hacerlo -- para encontrar que los Honorables y Muy Honorables Miembros que entran y salen de las salas del Sí y del No son fantasmas que votan en pro o en contra de nada; que los entunica­dos sacerdotes en el altar mayor están rezándole a nadie por nada y distribuyendo vino y hostias tan yertos como la levadura rancia; que los billetes que se imprimen en la casa de moneda han perdido su valor entes de salir de la prensa, así como las palabras que se despachan de la sala de composición han perdido su significado antes de ha­berse impreso. En tales circunstancias ¿qué necesidad hay de una revolución? Sería como hacer un ataque relámpago sobre Pompeya -- cosa que realmente ocurrió en la campaña italiana durante la Segunda Guerra Mundial, aunque nadie se dio cuenta de ello. Esa perspi­cacia no es de este mundo; en el interminable juicio por traición que es la historia, a Kierkegaard se le declara convicto de haber trabajado como agente secreto de Dios.

Dostoyevski, notoriamente un eslavófilo, cristiano, monarquista, y anti-marxista incurable,cae perfec­tamente en la categoría de espía de Dios; previó con extraordinaria claridad cómo el terrible orgullo y dinamismo de los hombres sin Dios que buscaran construir un paraíso terrenal, infaliblemente probaría ser destructivo para ellos, sus congéneres los seres humanos y, en última instancia, para lo que llama­mos la Cristiandad.

Cuando estuve en Rusia por primera vez, en 1932, Dostoyevski todavía era anatema debido a su visión religiosa de la vida, como lo expresó en El Príncipe Idiota y en Los Hermanos Karamazov, y debido a su repugnancia a los revolucionarios y sus ideologías, en especial al marxismo, como lo expresó en Los Endemoniados, su tumba en San Petersburgo, cuando yo la visité, estaba descuidada y difícil de encon­trarse, y sus libros, aun cuando no estaban prohibidos específicamente, no podían conseguirse. En todo caso, Lenin había atacado a Dostoyevski y sus obras, lo que en esa época impedía todo intento de resta­blecer su reputación. Especialmente ofensivo en el clima del régimen Soviético fue el famoso discurso que dio en 1880, el año anterior al de su muerte, en ocasión a la develación de la estatua de Pushkin en Moscú. En su discurso, Dostoyevski condenó las perspectivas revolucionarias y nihilistas que, alegaba él, venían a Rusia desde Occidente. Habló en términos místicos exaltados del gran destino de Rusia, de unir a la humanidad en una hermandad basada en el amor cristiano como antídoto del poder, en vez de el poder como antídoto de la desigualdad, la injusticia y la opresión bajo la cual en todas partes bregan los pobres.

En ese momento, el discurso fue recibido con entusiasmo. Traerlo a mi comentario requería citar pala­bras de él que, de haber sido enunciadas en ruso por un ciudadano soviético, lo habría llevado directa­mente al Archipiélago Gulag. Equipado con un micrófono de radio y hablando esas palabras mientras caminaba por una hacinada calle de Moscú, me dio una especie de éxtasis como rara vez he experimen­tado. Ninguno de los transeúntes oía lo que yo iba diciendo o lo habría entendido si lo oyera; a sus ojos yo no era más que un extranjero musitando para sí mismo. Mas sin embargo, cuando conjuraba en mi mente la respuesta extraordinaria a las palabras de Dostoyevski cuando las dijo, yo sabía de alguna ma­nera, sin sombra de duda, que su visión del evangelio de amor de Cristo triunfando sobre el evangelio de poder de Marx habría de llegar a cumplirse cierta y finalmente algún día.

Filmamos el programa de Dostoyevski en Rusia justamente cuando la marea había retrocedido y se había vuelto aceptable hacerlo. En preparación para la celebración del aniversario de su muerte, se había publicado una gran edición de su colección de obras que había probado ser enormemente popular. Fue fascinante observar cómo los libros de Dostoyevski, producto de una mente opuesta diametralmen­te a todo lo que el régimen Soviético representaba, pudo, gracias a acrobacias ideológicas, moldearse en forma de algo que fuera compatible con la línea partidista del momento -- algo así como descu­brir en la vida y obra de Gandhi a otro Genghis Khan, o en la de Mussolini a otro San Francisco de Asís.

El caso de Tolstoy en mi galaxia de espías de Dios es particularmente interesante, tan solo porque per­manece, como si fuera, en su puesto, de manera que su desempeño está abierto al escrutinio de un ojo severo. Esto era muy evidente mientras filmábamos en Rusia el programa sobre Tolstoy en lugares asociados con él -- su casa en Moscú, su casa de campo en Yasnaya Polyana, cerca de Tula, y en la pequeña y desconocida estación del tren en Astapova, donde él murio. En cierto grado, yo me había preparado para la experiencia cuando entrevisté para televisión de la BBC a un escritor ruso llamado Anatoly Kuznetzov, que había defeccionado y buscado asilo en Inglaterra. Al hablar con él, me dí cuenta de que su manera de ver la vida tenía un claro trasfondo cristiano. Cuando le mencioné esto, me dijo que poco después de haber nacido, su abuela ucraniana se había encargado de que fuera bautizado. Aun así, le planteé, difícilmente podría haber tenido una educación cristiana bajo el régimen soviético, militantemente ateo. ¿Los evangelios, por ejemplo? Sin duda no se podían conseguir. Sí, dijo, así fue, y luego pronunció una memorable observación -- específicamente, que Stalin había cometido un error muy grande al no haber prohibido las obras de Tostoy y Dostoyevski.

Percibí el punto, desde luego, y seguí maravillándome de la casualidad extraordinaria -- de haber sido casualidad -- por la cual las obras de los dos más grandes escritores cristianos de los tiempos modernos hubieran seguido circulando en el primer estado declaradamente ateo. Después de todo, entre los dos autores se cubre todo el terreno, de los espléndidamente lúcidos comentarios de Tolstoy sobre el nuevo testamento, la crónica de su conversión en su Confesión, y sus cuentos, cada uno de ellos una parábola de consumada maestría, a la devastadoramente penetrante exposición del pecado, del sufrimiento y de la redención que hace Dostoyevski. Suponiendo que le pidieran a uno que nombrara los dos libros mejor calculados para darle al escéptico de hoy una clara noción de lo que se trata el Cristianismo ¿po­dría uno dar una mejor respuesta que Resurrección y Los Hermanos Karamazov? Kuznetzov, sin duda, estaba en lo correcto en su apreciación de que, permitiendo que circularan las obras de Tostoy y de Dos­to­yevski, Stalin, sin saberlo, contrarrestó, de la manera más efectiva posible, todos los esfuerzos que la maquinaria de propaganda soviética llevó a cabo, con sus museos anti-Dios, sus publicaciones y exhor­taciones equivalentes, y sus galimatías científicos, por extirpar la práctica, y aun la memoria, de la reli­gión cristiana entre el pueblo ruso.

Hablar frente a la cámara no es una actividad que de ordinario yo encuentre particularmente agradable, pero de alguna manera, a la luz de los pensamientos que mi conversación con Kuznetzov hizo venir a mi mente, mi expedición a la Unión Soviética para filmar en busca de Tolstoy me pareció verdadera­mente fascinante. Esto fue especialmente cierto durante los días que pasamos en Yasnaya Polyana, lugar que, en un clima perfecto de otoño, parecía un sitio encantado. Parado junto a la tumba de Tols­toy, viendo hacia la barranca donde de niño él creía que estaba escondido el palo verde que tenía labra­do en él el secreto de la eterna felicidad, y hablando ahí de la hermosa manera como Tolstoy había escrito sobre el Nuevo Testamento en relucientes palabras, tan claras y reveladoras, que bien podían haber sido concebidas para mentes que de otra manera habrían permanecido ignorantes o que estaban deliberadamente cerradas al tema; hablando también de su empedernida desconfianza del poder y de aquéllos que lo ejercían, no obstante sus apa­rentemente bien dispuestas intenciones, yo mismo me sentía alentado. Mi auditorio, por cierto, no era más que una enorme cámara, con mi propio equipo de gente rodeándola, junto con algunos rusos agregados para un propósito u otro, pero me pareció captar una mirada de otra presencia que acechaba entre los abedules plateados que él había plantado un siglo atrás, barbado, con altas botas y su ancho cinturón ceñido en su familiar cami­sa de campesino. ¿Pudie­ra ser..., sería posible que estuviera favoreciendo­me con un guiño clara­mente pícaro?

Inmediatamente después de filmar junto a la tumba de Tolstoy, yo iba a ser entrevistado por la estación local de televisión de Tula. Mi entrevistador, un individuo agradable en pantalones de cuero, ya estaba parado junto a mí, y me planteó solamente una pregunta -- ¿Por qué admiraba yo a Tolstoy? -- lo cual me pareció bastante justo. Mientras caminaba de un lado a otro pensando qué iba yo a contestar, el ruso que iba a actuar como traductor se puso a caminar a mi lado, y con una voz suave y persuasiva, en lo que a mí me pareció ser un tono de burla, observó que Tolstoy había sido un gran pacifista ¿o no? Yo estuve de acuerdo, aunque sin agregar que por ello se había ganado el desprecio de Lenin. En ese caso, siguió el intérprete, se apreciaría mucho si se señalara que la política de Brezhnev de détente podría ser considerada como la realización del pacifismo de Tolstoy.

Era difícil mantener una cara impasible, pero en consideración al intérprete me contenté con decir que la política de détente tenía que ver con la diplomacia, un campo altamente minado, el cual no me atre­vía a hollar. Ahí quedó el asunto, y cuando llegué a contestar la única pregunta de por qué admiraba a Tolstoy me concreté a mis tres puntos -- su grandeza como escritor, su singular calidad como vocero de Cristo, y su perdurable desconfianza de los gobiernos, independientemente de su color y de sus aparen­tes objetivos. Ningunas otras palabras que yo jamás hubiera enunciado, creo, me han dado más satis­facción que éstas, aun cuando estaba seguro de que nunca se transmitirían. Era como un éxtasis estar diciéndolas en esas circunstancias y en ese lugar. Como lo había previsto, todo lo que llegó a aparecer en las pantallas de televisión fue algo del rodaje mudo de nosotros, filmando en Yasnaya Polyana, pero sentí que lo que había dicho también persistiría entre los abedules plateados.

En Moscú filmamos frente a la oficina principal de la Unión de Escritores Soviéticos. Esa casa era la que Tolstoy había identificado como la residencia de la familia Rostow en La Guerra y la Paz, y una gran estatua suya domina su fachada. Nuevamente, al igual que en Yasnaya Polyana, yo estaba cons­ciente de la presencia de Tolstoy. Mirando a la estatua, que desde un punto de vista artístico no es particularmente buena, pero su parecido es suficiente -- vi en su cara de bronce lo que el escritor ruso Máximo Gorki había descrito tan bien: algo perdurable, cercano y lejano, divinamente terrenal e ino­centemente viejo.

Nos queda Dietrich Bonhoeffer, quien, para mí, no encaja en el rol de espía de Dios tan clara y sucinta­mente como los otros, sin duda por ser el más cercano a nuestra época. Los espías de Dios, por la natu­raleza del caso, tienen que ser vistos desde una cierta perspectiva para entenderse y apreciarse plena­mente. Bonhoeffer sigue estando enredado en el presente y en cierto grado participa de sus incertidum­bres y equivocaciones. Por ejemplo, tomó su gran decisión de participar en una conspiracion para ase­sinar a Adolfo Hitler, aun cuando él reconocía que hacerlo pudiera ser un pecado mortal. En otras pala­bras, consideraba que liberar a Alemania del régimen nazi era más importante que el salvar su propia alma. Nosotros, que hemos visto las consecuencias de la liberación de Alemania de Hitler, pudiéramos cuestionar la decisión de Bonhoeffer; pero se libró de esas angustiosas dudas con su martirio justo antes de la derrota final de Alemania.

Me parece interesante el que, en Londres, Simone Weil, otra de los espías de Dios, colaborando con los Gaullistas y volviéndose cada vez mas escéptica de lo que, en términos de sus valores, habría de ser la ya cercana así llamada liberación de Francia, fue también librada de ver el nada edificante espectáculo de la Quinta República de De Gaulle, de manera igual como Bonhoeffer fue librado de ver la Republica Federal de Alemania. En el caso de ella, hay que reconocer que su muerte en 1943 puede considerarse haber sido en cierto grado auto-inflingida, dado que su causa evidente fue el rehusarse a comer. El efecto, sin embargo, fue el mismo que que el del martirio de Bonhoeffer -- que no vivió para ver la vacuidad de la victoria de los aliados que tanto había esperado y en la que tan apasionadamente había creído. Y ¡cuánto más hubiera ella preferido morir como Bonhoeffer, en un cadalzo nazi, que de desnu­trición en un hospital de Kent!

Parado ante el Muro de Berlín, traté de imaginar lo que habrían sido los sentimientos de Bonhoeffer si, en vez de haber sido martirizado, hubiera vivido en la Alemania dividida de la post-guerra. Hacia el este, podía yo ver la conocida escena de desolación y opresión, las casas desaliñadas, las tiendas vacías, el tráfico y la gente en la calle de alguna manera enmudecidos; hacia el occidente, la otra clase de deso­lación y de opresión, igualmente conocida, el brillo del neón y del vidrio, las exhortaciones a gastar y a consumir, los bancos como templos y la erótica como sueños. La búsqueda del poder versus la búsque­da de la felicidad, la televisión en blanco y negro versus la de color, los puños levantados versus los falos erectos, el armamento antes que la mantequilla versus la mantequilla antes que el armamento. Y entre ellos, la tierra de nadie o limbo de centinelas vigilantes en torres de vigía, los perros y las minas terrestres, las patrullas armadas. ¿Había algo aquí por el cual arriesgarse a la condenación eterna? ¿o aun por el cual vivir? Los antros de strip-tease y los estridentes carteles que anunciaban los impresio­nantes éxitos del triunfante proletariado alemán, igualmente de fantasía. Carne de plástico y estadís­ticas fraudulentas -- ¿dónde está la diferencia? Quizás, después de todo, el limbo es el lugar, acechan­do entre las minas de tierra.

El servicio activo de Bonhoeffer como espía de Dios termina, pues, con una pregunta no respondida. Quizás su serenidad perfecta cuando iba a ser ejecutado se debía en parte a que ahora ya no tendría que responderla -- por lo menos no en este mundo. Mientras tanto, podemos estar seguros de que otros espías han recibido instrucciones y han sido enviados a sus puestos. Sería tonto aun especular sobre su identidad y ubicación. Como ya se ha dicho, el deber primordial del espía nativo es adquirir el color de la escena contemporánea. Una cosa es segura, sin embargo; quienesquiera que sean y dondequiera que estén, de ellos se requerirán grandes servicios, y grandes peligros los rodean.


*Jansenismo, herejía derivada del Agustinianismo de Cornelio Jansen, que en el tiempo de Pascal era Obispo de Yprez. Sostiene que la gracia es irresistible, y por lo tanto ha sido considerado determinista y en línea con el Calvinismo. Sus seguidores, quienes incluían a los religiosos de Port Royal, y entre ellos a la hermana de Pascal, Jacqueline, practicaban un ascetismo extremo.

Nota del traductor:  Espero en un futuro indeterminado poder terminar la traducción del resto del libro.  Cuando la termine, será publicado en este mismo medio


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