Al Papa Benedicto XVI en su Nonagésimo Cumpleaños
por Martin Mosebach
Traducido al español por Roberto Hope, de una versión traducida del alemán al inglés por Stuart Chessman.
No debiera llamarse "culto a la personalidad" la adquisición de artículos devocionales que se ofrecen en venta a las hordas de peregrinos y turistas que rondan la Basílica de San Pedro en Roma: tarjetas postales y calendarios, tazas de café y telas de seda, platos y objetos de plástico de todo tipo, todos ellos llevando la imagen del felizmente reinante Papa actual ‒ y junto a ellos, los de los Papas Juan Pablo II, Juan XXIII, y hasta de Pablo VI. Sólo los de un papa no pueden encontrarse en ninguna de las tiendas de souvenirs ‒ y quiero decir ninguna, como si en esto se tratara de una conspiración. Para hallar una tarjeta postal con la imagen de Benedicto XVI se requiere la tenacidad de un detective privado. La Roma Imperial conoció la institución de damnatio memoriae: la extinción de la memoria de los enemigos de estado que habían sido condenados. Así pues, el Emperador Caracalla hizo que el nombre de su hermano Geta ‒ después de haberle asesinado, fuera eliminado con cincel de la inscripción contenida en el Arco de Triunfo de Septimio Severo. Parece como si los distribuidores de artículos devocionales, y probablemente también sus clientes (pues el comercio de rosarios también obedece las leyes de mercado de oferta y demanda), hubieran también impuesto la tan antigua damnatio memoriae en el predecesor del papa actual.
Es como si, en este nivel trivial, fuere a lograrse aquello que el propio Benedicto no se resolvió a hacer luego de su designación (intranquilizante para tanta gente, profundamente inexplicable, y hasta ahora no explicada) ‒ específicamente, hacerse invisible, entrar en un silencio ininterrumpido. Especialmente aquellos que acompañaron el pontificado de Benedicto XVI con amor y esperanza, no podían superar el hecho de que fue este mismo papa quien, con este paso dramático, puso en entredicho su gran labor de reforma de la Iglesia. Las generaciones futuras podrán hablar sin enojo y sin entusiasmo sobre este presumiblemente último capítulo de la vida de Benedicto XVI. La lejanía en el tiempo habrá de poner estos hechos en un mayor, aunque todavía impredecible orden. Para el contemporáneo que participa, sin embargo, este alejamiento todavía no se ha dado, porque permanece indefenso ante las consecuencias inmediatas de esta decisión. Hablar ahora de Benedicto XVI implica, en primer lugar, tratar de superar estos sentimientos de dolor y de decepción.
Cuantimás porque durante su reinado, este papa se dio a la tarea de sanar las grandes heridas que habían sido infligidas en el cuerpo visible de la Iglesia durante la era que sucedió al Concilio. El partido que se había formado en el Concilio contra la tradición veía las fórmulas comprometidas en que habían terminado los conflictos en muchos documentos conciliares solamente como etapas de una gran guerra por la futura estructura de la Iglesia. El "espíritu del Concilio" comenzó a emplearse en contra del texto literal de las decisiones del Concilio. De manera desastrosa, la implantación de los decretos del Concilio se vio envuelta en la revolución cultural de 1968, que se había desatado por todo el mundo. Ésta fue ciertamente obra de un espíritu ‒ sólo que de uno muy impuro. La subversión política de toda clase de autoridad, la vulgaridad estética, la demolición filosófica de la tradición, no solamente causaron estragos en las escuelas y universidades y envenenaron el ambiente público, sino que al mismo tiempo se posesionaron de amplios círculos dentro de la Iglesia. La desconfianza en la tradición, la supresión de la tradición, comenzó a esparcirse en nada menos que una entidad cuya esencia consiste enteramente en tradición ‒ tanto que puede uno decir que la Iglesia nada es sin la tradición. De modo que la batalla post-conciliar que había estallado en tantos lugares contra la tradición fue nada menos que un intento de suicidio de la Iglesia ‒ un proceso literalmente absurdo y nihilista.
Todos podemos recordar cómo obispos, profesores de teología, pastores y funcionarios de organizaciones católicas, proclamaban en un tono confiadamente victorioso, que con el Segundo Concilio Vaticano un nuevo Pentecostés había llegado a la Iglesia ‒ lo cual ninguno de aquellos famosos Concilios de la historia, que tan decisivamente habían formado el desarrollo de la fe, jamás había afirmado. Un "nuevo Pentecostés" significa nada menos que una nueva iluminación, posiblemente una que sobrepasara a aquélla recibida hace dos mil años; ¿Por qué no avanzar inmediatamente al "Tercer Testamento" tomado de Educación de la Raza Humana [2] de Gotthold Ephraim Lessing? En la perspectiva de esta gente, Vaticano II significó un romper con la Tradición como había existido hasta entonces, y este rompimiento era saludable. Quienquiera que escuchara esto podría llegar a creer que la religión católica no se había hallado realmente a sí misma hasta después del Vaticano II. Todas las generaciones anteriores ‒ a las cuales todos los que estamos aquí debemos nuestra fe ‒ supuestamente habían permanecido en el patio exterior de la inmadurez.
En justicia, debemos recordar que los papas trataron de oponerse a esto ‒ con voz débil y sobre todo sin la voluntad de intervenir en estas aberraciones con mano organizada como gobernantes de la Iglesia. Sólo unos cuantos heresiarcas individuales fueron disciplinados ‒ sólo aquellos que con su arrogante insolencia prácticamente forzaron su propia reprimenda. Pero la gran masa de los "neo-Pentecostales", irrestrictos y protegidos por extensas redes, pudieron seguir ejerciendo una tremenda influencia en la vida cotidiana de la Iglesia. Así, para observadores externos, la afirmación de que la Iglesia había roto con su pasado se hizo cada vez más probable. Cualquiera que confiara en sus ojos y oídos ya no podía convencerse de que ésta seguía siendo la Iglesia que había permanecido fiel por miles de años no obstante los cambios de épocas. Carl Schmitt, católico alemán erudito en derecho, ideó la siguiente rima burlona: "Que todo cambia enseña Heráclito; así también Pedro en lo eclesiástico" [3], Un ataque iconoclasta como en los peores años de la Reforma barrió por las iglesias; la "desmitologización del cristianismo" a la Bultmann se propagó en los seminarios: el final del celibato sacerdotal se celebraba como algo inminente; la instrucción religiosa fue en gran medida abandonada, hasta en Alemania, donde había sido altamente favorecida en este tema; los sacerdotes dejaron de usar la sotana; la lengua sagrada ‒ que la constitución litúrgica del Concilio había solemnemente confirmado [4] ‒ fue abandonada. Todo esto sucedía, así se dijo, en preparación para el futuro, ya que de otra manera los fieles no podrían ser retenidos en la Iglesia. La Jerarquía argüía como los propietarios de una tienda de departamentos que no quieren quedarse con mercancía y entonces la echan fuera a precios de desecho. Lamentablemente, la comparación no es exacta, pues la gente no estaba interesada en los productos descontados. Luego del "nuevo Pentecostés" comenzó un éxodo hacia afuera de la Iglesia, de los monasterios y de los seminarios. La Iglesia, promoviendo sin restricción su revolución, siguió perdiendo su atractivo y su capacidad de retener a los fieles.
Asemejaba al sastre desconcertado que, viendo un par de pantalones mal cortados, murmuraba "¡Ya los he recortado tres veces y siguen estando todavía demasiado cortos!". Se alega que el éxodo hacia afuera de la Iglesia habría sucedido también sin la revolución. Aceptemos condicionalmente por un momento este argumento. Si eso de veras hubiera sido el caso, sin embargo, la gran revolución para nada habría sido necesaria. Por el contrario, la grey que hubiera permanecido en la Iglesia habría podido perseverar en la fe bajo el "signo de contradicción" (Lucas 2:34). No hay un solo argumento a favor de la revolución post-conciliar; yo ciertamente no he encontrado hasta ahora uno solo.
El Papa Benedicto no pudo ni se habría permitido pensar de esa manera, aun cuando en sus horas solitarias pudo haber sido difícil para él defenderse contra un asalto de pensamientos tales. De ninguna manera quiso abandonar la imagen de la Iglesia como un organismo que sigue creciendo armoniosamente bajo la protección del Espíritu Santo. Con su conciencia histórica, le era claro que la historia no puede retroceder, que es imposible como también insensato, hacer que lo que ya ocurrió "des-ocurra". Hasta Dios, que perdona los pecados, no los vuelve "no ocurridos" sino que en el mejor de los casos deja que se vuelvan una felix culpa. Desde esta perspectiva, Benedicto no podía aceptar lo que los progresistas y los tradicionalistas expresaban por igual, y con la mejor de las razones, el que en la era post-conciliar efectivamente había ocurrido una ruptura decisiva con la Tradición; que la Iglesia después del Concilio ya no era la misma institución que la de antes. Eso habría significado que la Iglesia había dejado de estar bajo la protección del Espíritu Santo; consecuentemente había dejado de ser la Iglesia. Uno no puede imaginar al teólogo Joseph Ratzinger trabajando bajo una fe ingenua y formalista. Los giros y virajes de la historia eclesiástica le eran muy familiares. El que también en el pasado hubiera habido malos papas, teólogos despistados, y circunstancias cuestionables, nunca le estuvieron ocultas. Pero al contemplar la historia eclesiástica, se sentía animado por la indisputable impresión de que la Iglesia, en constante desarrollo, había una y otra vez superado las crisis, no simplemente desechando los acontecimientos errados sino hasta, de ser posible, haciéndolos fructíferos en las generaciones que les sucedieron.
Así pues, le pareció imperativo combatir la idea de que hubiera ocurrido tal ruptura ‒ aun cuando todas las apariencias parecían argumentar en ese sentido. Sus esfuerzos se dirigían a tratar de quitar de la mente de los hombres la afirmación de esa ruptura. Este intento tiene a su rededor un aire de positivismo legal [5], una desconsideración de los hechos. Por favor no entiendan esto como una ironía cuando cito en este contexto las famosas líneas del gran poeta absurdista Christian Morgenstern: "¡lo que no debe ser, no puede ser!" [6] La Iglesia nunca puede existir en contradicción consigo misma, con la tradición, con la revelación, con la doctrina de los Padres y con la totalidad de los Concilios. Esto ella no puede hacer, aun cuando parezca como si de veras lo ha hecho, es una falsa apariencia. Una hermenéutica más profunda siempre finalmente habrá de probar que la contradicción no era una real. Una inexhaustible confianza en la acción del Espíritu Santo está presente en esta actitud. Un cínico observador externo podría hablar de una "malicia santa." En todo caso, este punto de vista puede justificarse desde ambas perspectivas: la de la confianza en Dios y la del maquiavelismo. Pues una mirada a la historia eclesiástica mostrará que la continuación de la Iglesia siempre estuvo unida a una fe firme (o por lo menos a una ficción afirmada sin miedo) de que el Espíritu Santo ha guiado a la Iglesia en cada fase. Lo que el Papa Benedicto llama la "hermenéutica de la ruptura" ‒ sea ella afirmada por el lado tradicionalista o por el progresista ‒ era para él un ataque a la esencia de la Iglesia, que consiste en continuidad sin ruptura. Por lo tanto, siempre hablaba del concepto de una "hermenéutica de continuidad." Eso no era tanto un programa teológico ni un fundamento para tomar decisiones concretas sino un intento de ganarse a otros hacia una actitud de la mente ‒ la única de la cual la recuperación de la Iglesia podría surgir. Cuando finalmente, todos hubieran entendido que la Iglesia no produce ni puede descansar en rupturas o revoluciones, la jerarquía y los teólogos podrán por su propia voluntad encontrar un camino de retorno hacia un desarrollo armónico de la Tradición.
De estos pensamientos, habla una sabiduría casi del Lejano Oriente, una desconfianza, por razón de principio, de todas las manipulaciones, y la convicción de que decretos que se emitan desde un escritorio no pueden acabar con una crisis espiritual. "Les choses se font en ne les fasant pas" [7]. Ningún chino dijo eso sino el ministro de relaciones exteriores Talleyrand quien, después de todo, era obispo católico. "Las cosas logran hacerse no haciendo nada" ‒ esa es una experiencia cotidiana, todos pueden haberse topado con eso por lo menos una vez. Pero también es una percepción profunda del curso de la historia, en la cual grandes acontecimientos permanecen sin ser influidos por los planes de los hombres ‒ a pesar de cuán excitadamente los protagonistas políticos del tiempo presente puedan gesticular. Eso era lo que Benedicto, como Cardenal y Prefecto del la Congregación para la Doctrina de la Fe, ya había criticado a Pablo VI de su reforma de la Misa. En esto, el crecimiento orgánico, el desarrollo moldeado por la mano imperceptible del tiempo, había sido interrumpido mediante un acto burocrático, un "dictatus papae." Le parecía a él no sólo imposible, sino hasta prohibido, tratar, mediante otro dictado, de sanar esta herida que el ataque del Papa Pablo VI había infligido contra la tradición. Una transformación gradual del pensamiento, que procediera del modelo que Benedicto dio al mundo, habría de crear una perspectiva en la cual el retorno a la tradición procedería casi por sí solo. Él confiaba en el poder de las imágenes que surgían de sus apariciones en público, en las que, por ejemplo, empleaba el Canon Romano o distribuía la comunión en la lengua a fieles hincados de rodillas. Permitir que la Verdad actuara solamente por el "poder sutil" de la misma Verdad, como se declara en la Declaración Conciliar sobre la Libertad Religiosa [8] ‒ esta máxima correspondía tanto a su temperamento como a sus convicciones.
Una expresión característica de esta manera de proceder fue su cuidado de superar las muchas aberraciones en la liturgia que obscurecen el misterio eucarístico. Esperaba ser capaz de eliminar los abusos por medio de una "reforma de la reforma." "Reforma" ‒ bueno, esto es algo cuya justificación es enteramente comprensible. Todo mundo exige, después de todo, reformas continuas en lo económico, lo político y lo social. Cierto ¿no fue la "reforma de la reforma" casi una intensificación de esta palabra positiva, una expresión de la máxima ecclesia semper reformanda? ¿Y no era necesaria una evaluación y reconsideración de la fase ad experimentum por la cual había pasado la liturgia desde su modificación por Pablo VI? Los progresistas, sin embargo, no fueron engañados respecto a la inocuidad de esta iniciativa de reforma. Por más cautelosos que fueron los pasos del Cardenal y aún más los del Papa, los progresistas los percibieron como un peligro para los tres grandes objetivos de la revolución en la Misa (aun cuando los papas ya habían disputado todos los tres). Lo que Benedicto quería lograr sería un obstáculo en el camino de la desacralización, la protestantización, y la democratización antropomórfica del rito. !Qué luchas se desataron simplemente para eliminar los muchos errores de traducción del misal a las lenguas modernas! La filológicamente y absolutamente clara falsificación de las palabras institución, el bien conocido conflicto sobre las palabras pro multis de la consagración que aun con la mejor (y la peor) de las voluntades no puede equivaler a pro omnibus, todavía no se resuelve en Alemania [9]. Los mundos de habla inglesa y de lenguas romances ya se habían sometido, con mayor o menor rechinar de dientes, en tanto que para los alemanes, la teoría de la salvación universal, uno de los más apetitosos frutos de la era post-conciliar ¡estaba en peligro! El que por lo menos un tercio del Evangelio de San Mateo consista en proclamaciones de condenación eterna que tanto inducen a terror, que uno difícilmente pueda dormir después de leerlo era asunto indiferente para los propagandistas de la "nueva misericordia" ‒ a pesar del hecho de que habían justificado su lucha contra la Tradición para salvar la excesiva proliferación e incrustación históricas, y llegar a las fuentes del Jesús "auténtico."
Lo mismo sucedió con otra causa central de Benedicto ‒ una que realmente no tocaba la reforma de la Misa hecha por Pablo VI. Como se sabe bien, esa reforma no imponía un cambio en la dirección de la celebración. El erudito en liturgia Klaus Gamber, admirado por el Papa Benedicto, había presentado la prueba histórica de que en período alguno de la Iglesia se hubiera hecho el sacrificio de la Misa viendo hacia el pueblo en vez de viendo hacia el Oriente, junto con el pueblo, al Señor que volvía. Ya como Cardenal, el Papa Benedicto había señalado una y otra vez cuán marcadamente la Misa se había distorsionado y su significado obscurecido por razón de la falsa orientación del celebrante. Decía que la Misa celebrada viendo hacia el pueblo transmitía la impresión de que la congregación no se orienta hacia Dios sino que se celebra a sí misma. Esta correcta percepción, lo admito, nunca llegó a ser ni un documento vinculante de la Congregación para la Doctrina de la Fe ni una legislación papal. Aquí también, se suponía que la verdad habría de prevalecer mediante el "suave poder de la verdad" ‒ así apareció el gobierno del "Panzerkardinal" o el "Rottweiler de Dios" (o cualesquier otros cumplidos que la opinión pública soñó para Benedicto). Las consecuencias de los efectos de este "suave poder" son ahora visibles par todos. La única esperanza de la Curia presente, el Prefecto de la Congregación por el Culto Divino, Cardenal Sarah, que enseña y actúa en el espíritu de Benedicto, nada tiene en sus manos con qué volver realidad la misión que le fue legada por Benedicto. "Reforma de la Reforma" que siempre fue una frase hecha más que una política, está ahora vedada aun como frase. [10]
SIgue, pues, valiendo la pena preguntarse ¿cómo, hablando de manera realista, podría haberse visto la "reforma de la reforma"? En todo caso, el Papa Benedicto no pensó en poner en duda el uso del lenguaje vernáculo. Consideraba esto algo irreversible, aun cuando habría visto con buenos ojos la proliferación ocasional de la Misa en latín. Corregir la orientación incorrecta de la celebración de la Misa era muy importante para él, de igual manera la recepción de la comunión en la lengua (que tampoco había sido abolida en el misal de Pablo VI). Él favorecía el uso del Canon Romano ‒ tampoco prohibido ahora. Si además hubiera pensado en incluir en el nuevo misal las extremadamente importantes oraciones del ofertorio del rito tradicional, podría uno decir que la "reforma de la reforma" no era sino el retorno al misal post-conciliar de 1965, que el mismo Papa Pablo VI había promulgado antes de su reforma drástica de la Misa. Con respecto a la edición de 1966 del misal Schott [11], el Cardenal Secretario de Estado de esa época, Amieto Giovanni Cicognani, escribió específicamente: "La característica singular y el quid de esta nueva edición es la unión perfeccionada con la Constitución de la Liturgia Sagrada del Concilio." [12] ¿Qué llevó a Pablo VI a desconocer el misal que él mismo había promulgado, y poco tiempo después publicar un nuevo misal ‒ uno que ya dejaba de corresponder a la tarea que se había impuesto el Concilio? Esto está entre las grandes perplejidades de la historia reciente de la Iglesia.
Una cosa es cierta, si las cosas hubieran quedado como estaban en la versión de 1965, que aun cuando infligía muchos sacrificios sin sentido, dejaba intacto el rito en conjunto, la rebelión del gran Arzobispo Lefebvre jamás habría tenido lugar. Pero otra cosa es también cierta: que aun ahora, nada impide a un sacerdote incluir en su celebración de la Misa los componentes más importantes que podrían haberse previsto en la "reforma de la reforma": celebración ad orientem, comunión en la lengua, el Canon Romano, el uso ocasional del latín. Según los libros de la Iglesia, esto es posible aun ahora, aun cuando en una congregación particular se requiere de considerable valentía y autoridad para encontrar el camino de regreso a esta forma de culto sin el apoyo de Roma. Quiero decir que la "reforma de la reforma" no habría sido ningún tremendo logro, no habría devuelto muchos de los tesoros espirituales del antiguo rito. Pero ciertamente habría conducido a un cambio en la atmósfera ‒ habría permitido que el espíritu de adoración y del espacio sagrado surgieran nuevamente. Cuando un sacerdote en lo individual emprende esto en una sola parroquia y por su propia cuenta, se arriesga a entablar una lucha extenuante con su superior y a tener dificultades con su comité de liturgia. De esa manera, aquello que es posible y está permitido, rápidamente se vuelve prácticamente imposible. ¡Qué útil hubiera sido contar con un solo documento papal que recomendara la celebración ad orientem!
Aunque albergando (quizás inútiles) pensamientos sobre "qué hubiera pasado si ...," puede ser más apropiado recordar lo que habría sido aún más importante que elaborar en detalles litúrgicos. Quienquiera que haya tratado más exhaustivamente acerca de la gran crisis de la liturgia del Siglo XX sabe que no simplemente cayó del cielo ni se alzó del infierno. Más bien fueron acontecimientos que alcanzan el pasado lejano, que finalmente llevaron a la catástrofe: una actitud que, vista aisladamente, no parece a primera vista peligrosa, no puede entenderse como simplemente anti-litúrgica o anti-sacra, y puede encontrarse aun hora entre algunos amigos del rito tradicional. Uno pudiera llamarlo pensamiento jurídico-romano o pensamiento analítico escolástico mal entendido. En todo caso, es una manera de pensar y percibir totalmente ajena al primer milenio cristiano, que desarrolló el rito. Según esta perspectiva, algunas partes del rito son esenciales y otras son menos importantes. Para la mentalidad influida por esta teología de la misa, el concepto de "validez" es crítico. Es un concepto derivado del campo del derecho civil, que investiga los prerrequisitos que deben estar presentes para que un acto legal sea válido. Esta perspectiva necesariamente lleva a una reducción, un minimalismo formal que sólo se interesa en saber si existen los prerrequisitos mínimos para la validez de una Misa determinada.
Bajo la influencia de esta manera de entenderse, se crearon desde un principio formas reductivas del rito, por ejemplo, la "Misa rezada." Podemos ciertamente quererla, pero no podemos olvidar que ella representa una imposibilidad conceptual para la Iglesia del primer milenio, que sigue viva en las varias iglesias ortodoxas. Se prescribe música coral para el celebrante ortodoxo aun cuando lo haga solo. Pues la liturgia mueve al hombre a la esfera de los ángeles, los ángeles que cantan. Y los hombres que cantan los cantos de los ángeles, el Sanctus y el Gloria, toman el lugar de los ángeles, como las liturgias orientales lo afirman expresamente. La Misa rezada se desarrolló cuando en monasterios varios sacerdotes celebraban al mismo tiempo en altares diferentes. Consideraciones prácticas fácilmente comprensibles buscaron evitar un caos musical. Pero uno sólo tiene que haber estado en la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalem para experimentar que en el mundo espiritual real del primer milenio, consideraciones prácticas carecían de legitimidad en cuestiones de opus Dei, de la liturgia. Los ortodoxos griegos, los coptos egipcios y los armenios cantan en diferentes altares, cada uno su propio canto, hasta que un ruido santo llena el espacio. Lo admito, eso puede confundir, quizás repeler a gente del norte en su búsqueda de interioridad y contemplación protestante ‒ especialmente cuando de alguna mezquita cercana, el llamado del muecín se mezcla en el conjunto. Lo que nos interesa aquí es que aun ante tales discordantes consecuencias, las liturgias orientales no podrían siquiera imaginarse una minimalización, una "reducción a lo esencial," la omisión de elementos que no conciernen a la consagración, etc.
Para resumir, la distinción esencial entre el pensamiento de la antigua iglesia y las concepciones latinas occidentales más recientes consiste en lo que se entiende de la consagración de las ofrendas. La antigua creencia cristiana entendía la liturgia entera, en todas sus partes, como "consagrante." La presencia de Cristo en la liturgia no se centra en estricto sentido solamente en las palabras de la consagración, sino que abarca en formas diferentes la liturgia entera hasta que experimenta su cúspide en la forma de la muerte sacrificial que se hace presente en la consagración.
Ciertamente, quien entiende la Misa de esta manera no piensa en reducción y aun menos en intervenciones arbitrarias pues, desde el inicio, la presencia de Cristo excluye todo arreglo y escenificación arbitrarios hechos por el hombre. Fue la nueva manera occidental de percibir el acto sagrado "real" como circunscrito a la consagración, que entregó la Misa a las garras de los planificadores. Pero la liturgia tiene esto en común con el arte, dentro de su esfera no hay distinción entre lo importante y lo no importante. Todas las partes de una pintura hecha por un maestro son de igual significación, de ninguna puede prescindirse. Baste con imaginarse respecto al cuadro de Santa Cecilia pintado por Rafael, el querer reconocer el valor de la cara y de las manos porque son "importantes," al tiempo que ignorar los instrumentos musicales que aparecen a los pies de ella por ser "no importantes"
Lo que es decisivo, sin embargo, es que el mundo latino alcanzó esta opinión contra las realidades de su propia liturgia, que hablaba enteramente otro lenguaje cada vez más incomprensible. No sólo la liturgia ortodoxa, sino también la romana consiste en un aumento gradual de la presencia del Señor, que culmina en la consagración. Pero esto no es precisamente en la forma de una división que separe las partes anteriores a la consagración, de las posteriores ‒ exactamente como la vida de Cristo no se separa de su clímax, la muerte sacrificial, sino que lleva lógicamente a élla. Cristo invocado y hecho presente es el tema de la liturgia latina desde sus primeros momentos, el lenguaje de sus símbolos no admite otra interpretación. La liturgia había tomado del ceremonial de la corte de los emperadores romanos el lenguaje simbólico por la presencia del soberano supremo: las velas que precedían al emperador, y el incensario. Donde sea que las velas y el incensario aparecen en la liturgia indican una nueva culminación de la presencia divina. El sacerdote mismo, al entrar en su función litúrgica, es un alter Christus, una parte de la gran obra de teúrgia, "Creación de Dios" [13], como ha sido llamada la liturgia. Él representa al Cristo del Domingo de Ramos que entra en forma festiva a Jerusalén, pero también al Cristo que vuelve al final de los tiempos, rodeado de símbolos de majestad. A la lectura del Evangelio, las velas de la procesión del Evangelio y la incensación del Evangelario así como del sacerdote que celebra, indican una vez más la presencia de Cristo en la enseñanza. Las lecturas no solamente son una "proclamación" sino, sobre todo, la creación de una presencia.
Luego las ofrendas, ocultas por el velo del cáliz, se llevan al altar y se reciben y se inciensan reverentemente. Las oraciones que se recitan en este momento puede entenderse que significan que estas ofrendas, aun cuando todavía no hayan sido consagradas; por la sola razón de haber sido apartadas, ya tienen el papel de representar a Cristo preparándose para su muerte sacrificial. Así, la comprensión litúrgica en el primer milenio interpretaba la remoción del velo que cubre el cáliz sobre el altar como una representación del momento en que Jesús fue despojado de sus vestiduras.
El ofertorio tradicional era una particular espina para los reformadores de la Misa. ¿Por qué estas oraciones, por qué estos signos de reverencia si las ofrendas ni siquiera han sido consagradas? Una teología de la Misa del segundo milenio se había colado secretamente, desde cuya perspectiva este ofertorio de repente se había vuelto incomprensible, un detalle que se venía arrastrando, que sólo producía bochorno. Ahora sólo valórese el espíritu de reverencia de, digamos, el Concilio de Trento. Había ajustado la liturgia pero, por supuesto, para nada se pensó en cambiar un rito litúrgico porque hubiera sido considerado teológicamente inconsistente.Pero cuando este ofertorio llegó a los escritorios del desafortunado siglo XX, pudo finalmente ser eliminado. Uno percibe la satisfacción del reformador, de haber eliminado de un plumazo la insensatez de milenios. Habría sido tan fácil, por otro lado, reconocer al ofertorio como una re-presentación ritual, si se hubiera echado una mirada al rito ortodoxo. Pero la arrogancia romana nos preservó de esas digresiones. Orgullosamente pasó por alto el hecho de que no se puede hacer una afirmación competente concerniente al rito romano, a menos que se tenga un ojo puesto en el rito ortodoxo. En él, el ofertorio se celebra de una manera mucho más festiva y detallada, precisamente porque se considera parte de la consagración. ¿Por qué nadie (en el tiempo de la reforma) se preguntó por qué la epiclesis, la invocación del Espíritu Santo en la consagración de las ofrendas, es parte del ofertorio en el rito romano? [14]
La decepción ante la traumática abdicación del pontificado de Benedicto es demasiado comprensible, pero atenta obscurecer una mirada serena a los acontecimientos. ¡Sólo imaginémonos qué habría sido la realidad litúrgica si el Papa Bergoglio hubiera sucedido inmediatamente a Juan Pablo II! Aun cuando la causa más preciada del Papa Benedicto, la "reforma de la reforma" haya fracasado, sigue él siendo un papa de la liturgia, posiblemente, y con suerte, el gran salvador de la liturgia. Su motu proprio verdaderamente mereció la designación de "de su propia voluntad." Pues nadie había en la Curia ‒ o si los había eran muy, muy pocos ‒ que.se hubiera puesto del lado del Papa en este asunto. Tanto el ala progresista, y lamentablemente también el ala "conservadora" (uno se ha acostumbrado a poner este calificativo entre comillas), imploraron al Papa Benedicto que no concediera al rito tradicional ninguna mayor libertad que las posibilidades que el Papa Juan Pablo II, contra su voluntad, ya había creado. El Papa Benedicto, que con todo su ser desconfiaba de las decisiones papales aisladas, se sobrepuso a sí mismo y habló con palabra autoritaria. Y luego, con las reglas de implementación de Summorum Pontificum, creó garantías, ancladas en la ley canónica, que aseguraban para el rito tradicional un lugar firme en la vida de la Iglesia. Eso todavía es sólo un primer paso, pero era una convicción de ese papa, cuya seriedad espiritual no puede ser negada, que el verdadero desarrollo de la conciencia litúrgica no puede ser decretado. Más bien, debe tener lugar en muchas almas, la fe en la tradición debe ser probada en muchas partes alrededor del mundo. Ahora le incumbe a cada individuo aprovechar las posibilidades abiertas por el Papa Benedicto. Contra una aplastante oposición abrió las compuertas. Ahora el agua tiene que fluir, y nadie que sostenga que la liturgia es un componente esencial de la Fe puede excusarse de esta tarea.
Que la liturgia contiene una clara señal de que la consagración ya ha comenzado en el punto del ofertorio queda así establecido. Pero la comprensión más profunda del proceso litúrgico casi ya se había perdido, que se fue capaz de desechar aquello que no se podía comprender, como si fuera una floritura sin significado alguno. ¡Debe haber sido un sentimiento exaltado, como miembro de una generación futura, el ser tan despreocupadamente capaz de bajarle los humos al papa más grande de la historia, San Gregorio Magno! Permítaseme citar aquí a un escritor ateo, el brillante estalinista Peter Hacks, quien dijo con respecto a la cuestión de adaptar el teatro clásico: "La mejor manera de adaptar el teatro clásico es entendiéndolo." Principio ya acatado en la literatura ‒ cuantimás ¿no debe ser así cuando se trata de la liturgia, el mayor tesoro que poseemos? Entre los mayores logros del Papa Benedicto está el dirigir la atención de la Iglesia una vez más hacia la Iglesia Ortodoxa. Sabía que todo el esfuerzo hacia el ecumenismo, por más que sea necesario, debe comenzar no con reuniones que llamen la atención con jerarcas orientales, sino con la restauración de la liturgia latina, que representa la conexión real entre las Iglesias Latina y Griega. Ahora, mientras tanto, nos hemos dado cuenta de que todas esas iniciativas fueron en vano ‒ especialmente porque no fue la muerte lo que las interrumpió, sino una capitulación antes de que se estuviera seguro de que se habían creado realidades irreversibles.
La liturgia es la Iglesia ‒ cada Misa que se celebra con el espíritu tradicional es inconmensurablemente más importante que toda palabra de todo papa. Es el hilo rojo que debe pasar por la gloria y la miseria de la historia de la Iglesia; donde continúa, las fases de gobiernos papales arbitrarios se convertirán en notas al calce de la historia. ¿No sospechan los progresistas secretamente que sus esfuerzos serán en vano mientras sobreviva la memoria de la Iglesia acerca de sus fuentes de vida? Sólo percatémonos de cuántos son los lugares en el mundo donde se celebra el rito tradicional desde que se anunció el motu proprio; cuántos son los sacerdotes que sin pertenecer a las órdenes tradicionalistas han desde entonces aprendido a celebrar en el rito moderno, cuántos obispos han confirmado y ordenado en el rito antiguo. Alemania ‒ la tierra de donde tantos impulsos perjudiciales a la Iglesia han salido ‒ lamentablemente no puede listarse aquí en el primer lugar.
¡Pero los católicos deben pensar universalmente! ¿Quién hubiera pensado hace veinte años que en San Pedro, en la Cathedra Petri, pudiera celebrarse una Misa pontificia en el rito antiguo? Admito que eso es poco, demasiado poco ‒ un pequeño fenómeno en la totalidad de la Iglesia en el mundo. No obstante, aunque viendo serenamente la gigantesca catástrofe que ha ocurrido en la Iglesia, no tenemos el derecho de darle poco valor a las excepciones del penoso gobierno. La totalidad de las demandas de los progresistas ha sido rota ‒ eso ha sido la obra del Papa Benedicto XVI. Y quien sea que lamente que el Papa Benedicto no haya hecho más por la buena causa, que haya usado su autoridad papal con demasiada moderación, que se pregunte con todo realismo quién de entre los cardenales que tenían una oportunidad real de convertirse en papa hubiera hecho más por el rito antiguo que lo que él hizo. Y el resultado de estas reflexiones sólo puede ser de gratitud a ese desafortunado papa, quien en los tiempos más difíciles hizo lo que estaba en su poder hacer. Y su memoria está asegurada, no evidente entre los sentimentaloides artículos devocionales que se venden en las tiendas para peregrinos alrededor de San Pedro. Pues siempre que tengamos la buena fortuna de participar en una Misa tradicional, tendremos que pensar en Benedicto XVI.
[1] Traducido del alemán al inglés por Stuart Chessman, con anotaciones por Peter Kwasniewski.
[2] Una obra de la Ilustración, publicada en 1780, que aseveraba un desarrollo o "educación" de la humanidad en tres fases sucesivas: el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y la Era Moderna.
4. “Alles fließt, lehrt Heraklit. / Der Felsen Petri, der fliesst mit.” Schmitt está aludiendo al conocido aforismo de W. Busch: “Einszweidrei, im Sauseschritt / Läuft die Zeit; wir laufen mit.” (Una, dos, tres, con doble rápidez corre el tiempo y nosotros pasamos también)
[4] Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, §36, §54, §101.
5. Etwas Dezisionistisches. “Decisionismo” es una filosofía del derecho que determina la validez de un acto o ley únicamente por el hecho de que haya sido la autoridad apropiada quien lo haya decidido. El origen de esto puede encontarse en el voluntarismo de Gullermo de Ockham y en la teoría politica de Tomás Hobbes; está formulada de la manera más clara por Carl Schmitt.
6. “Nicht sein kann, was nicht sein darf!”
7. En otra versión: La plupart des choses se font en ne les faisant pas (la mayor parte de las cosas logran hacerse no haciendo nada).
8. La frase que Mosebach tiene en mente es Dignitatis Humanae §1: nec aliter veritatem sese imponere nisi vi ipsius veritatis, quae suaviter simul ac fortiter mentibus illabitur. En la traducción [al inglés] del Prof. Michael Pakaluk [traducida por mí al español] "No hay otra manera de que la verdad se imponga excepto por la fuerza de la misma verdad, que penetra duicemente y a la vez fuertemente la mente humana."
9. Esto a pesar de la carta del Papa Benedicto XVI dirigida al Arzobispo Robert Zollitsch (y por su conducto a la Conferencia de Obispos Alemanes) explicando por qué pro multis debe ser traducido "para muchos" en todos los libros litúrgicos en lenguaje vernáculo.
10. Véase, por ejemplo, el Comunicado de Prensa del 7 de julio de 2016: "No se esperan nuevas directrices litúrgicas del próximo Adviento, como algunos incorrectamente han inferido de alguna palabras del Cardenal Sarah, y es mejor evitar usar la expresión "rerorma de la reforma" con referencia a la liturgia, dado que puede a veces dar lugar a error." El Papa Francisco hizo comentarios semejantes en una entrevista con el P. Antonio Spadaro, S.J. que fue publicada como prefacio de Nei tuo occhi e la mia parola (Rizzoli, 2016), una colección de sus principales conferencias y homilías como arzobispo de Buenos Aires.
11. El "Schott" es un muy conocido misal diario Alemán-Latín para uso de los fieles. Ha pasado por muchas ediciones.
12. Eigenart und Kernpunkt dieser Neubearbeitung ist der vollzogene Anschluß an die Liturgiekonstitution des Konzils. Esta afirmación en una carta dirigida al Abad de Beuron por el Cardenal Cicognani a nombre del Papa Pablo VI, fue luego impreso como prólogo del misal Schott antes de que se hubiera vuelto obsoleto por la marcha de los acontecimientos..
13. Gottesschöpfung, en el sentido que el sacerdote y la liturgia hacen que Dios se haga presente o aparezca.
14. Mosebach se refiere a esta oración del antiguo ofertorio: Veni, Sanctificator omnipotens aeterne Deus: et benedic hoc sacrifícium, tuo sancto nomini praeparatum (Venid, Santificador, omnipotente, eterno Dios, y bendecid este Sacrificio, preparado para honra de vuestro santo Nombre).
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