Por qué soy monárquico
Por John Médaille
Tomado de http://distributistreview.com/why-i-am-a-monarchist/
del 18 de noviembre de 2010
Traducido del inglés por Roberto Hope
El anunciar que uno es monárquico es tomado con la misma actitud como si uno hubiera anunciado haberse unido a la Sociedad de la Tierra Plana o pregonado el geocentrismo o expresado la creencia de que el mundo tiene sólo 6,000 años de existir y que Dios plantó en él fósiles por mera diversión. Políticamente, el monarquismo tiene un prestigio sólo poco mejor que el fascismo pero ni siquiera cercanamente tan respetable como, por ejemplo, ser Amish. Por lo tanto, me conviene ir directo al grano y declarar muy claramente por qué soy monárquico. "soy monárquico porque soy democrático". O sea, creo que la voluntad de la gente, sus tradiciones y costumbres, su celo por su familia, por su comunidad y por su futuro debe determinar la forma de todo orden político. Y la monarquía es la forma más elevada de la democracia.
Ahora bien, la primera respuesta será probablemente: "Eso es lo que hace nuestra democracia y lo que la tiranía no hace," Pero me es claro, especialmente en nuestra democracia de estos últimos tiempos, que entroniza la voluntad de unas minorías resueltas y bien financiadas, que difumina las costumbres y las tradiciones de la gente, y que no tiene consideración por el futuro. Y un rey bien puede ser un tirano, pero eso es la excepción más que la regla. La tiranía es una degeneración de la monarquía real, y generalmente sucede solamente en tiempos degenerados, y aun entonces, el rey tiene que hablar en nombre de alguna fuerza superior distinta, como lo es un ejército fuerte o una oligarquía comercial. Un rey, en no menos grado que un presidente, debe tomar en consideración las fuerzas y los intereses de su reino. Pero un rey tiene la libertad de evaluar lo justo de los argumentos, en tanto que un presidente sólo tiene libertad para contar los votos. Y en tanto un presidente pudiera tratar de lograr persuadir, en última instancia, él mismo sólo puede ser persuadido por el poder, o sea, por quien sea que controle los votos, que muy probablemente serán aquéllos que controlan el dinero. Un rey también puede ser persuadido por el dinero o por el poder, pero siempre estará libre de persuadirse por la justicia. Y aun cuando el rey sea un tirano, será un tirano identificable; mucho peor es cuando la gente vive bajo una tiranía que no puede nombrar, un sistema en el que las formas de democracia sirven para ocultar la realidad de la tiranía. Y ésta, creo yo, es la situación presente en nuestros días.
Esta tesis requiere de una explicación más extensa, y la trataré en tres partes. Primero una crítica de la democracia electoral tal como existe en la realidad. Segundo, una exposición del sistema de gobierno monárquico, y finalmente, un examen de las instituciones americanas que, en épocas de dificultades, podrían evolucionar hacia formas más monárquicas (y por lo tanto más democráticas).
El dogma de la democracia.
La democracia moderna ha venido a significar, en preferencia a otras formas de gobierno posibles, una democracia electoral, donde los funcionarios del estado son elegidos mediante plebiscitos periódicos, determinados mediante voto secreto. Ésta no es la única forma posible, pero ha sido durante mucho tiempo la forma dominante, y se ha vuelto, en su uso ordinario, el único significado de la palabra democracia. En los últimos 100 años hemos conducido numerosas guerras para hacer al mundo "seguro" para esta forma de gobierno; es como si creyéramos que un nivel apropiado de conmoción y terror tornaría al ciudadano de Bagdad en buen Republicano o Demócrata, o convertiría a Afganistán en un suburbio de Seattle. Dado que esta democracia es algo por lo cual estamos dispuestos a matar o morir, ha adquirido el estatus de una religión, aun cuando sea una de carácter secular. Como toda religión, la democracia electoral tiene su sacramento central, su liturgia central y su dogma central; el sacramento es el voto secreto, la liturgia es la campaña electoral, y su dogma es que la elección representará la voluntad del pueblo.
Pero ¿es este dogma verdadero en sentido alguno? ¿Es verdaderamente captada la "voluntad del pueblo" con el 51% de los votos? Ciertamente, no todos votan. de manera que la voluntad de los que votan puede no ser la voluntad del pueblo. Pudiera uno responder que es la voluntad de la gente que se preocupó lo suficiente por votar. Sin embargo, eso hace caso omiso del hecho de que hay gente (como yo) que se preocupa lo suficiente como para no votar, gente que no considera aceptable partido alguno o, lo que es peor, que considera que ambos partidos son realimente el mismo, con diferencias cosméticas para el entretenimiento de las masas y la manipulación del público. Me sospecho que si hubiera opciones reales en la boleta, como, por ejemplo, un casillero que sirviera para marcar "Ninguno de los anteriores", la participación ciudadana sería mayor, y que esta última opción sería consistentemente la ganadora. Pero, en todo caso, no es cierto que la voluntad de una simple mayoría de los votantes pueda equipararse con la "voluntad del pueblo". Aun cuando uno equiparara el 51% de los votos con el 51% del pueblo, podremos preguntarnos si en realidad es un margen suficientemente amplio para sustentar cualquier decisión realmente importante, una que comprometa a todos a secundar medidas serias y obligatorias. Por ejemplo ¿debe permitirse al 51% a arrastrar al resto a una guerra? ¿O a una guerra continua contra la niñez como es el aborto? Ciertamente hay cuestiones que pueden ser decididas por una simple mayoría, pero los asuntos importantes no pueden caer dentro de esa categoría.
Hay todavía otro problema con el dogma de la representación porque, claramente, hay dos grupos que las elecciones no pueden sondear: los difuntos, y los aún por nacer, el pasado y el futuro. En una democracia electoral, los intereses de gente que está viva son los que predominan. Ahora bien, en cuanto al primer grupo, algunos afirman que no debemos estar obligados por un pasado que ya murió, y que nuestra libertad primera es la de liberarnos de nuestros padres. Por supuesto, hay una pizca de verdad en esta afirmación, la muerte ocurre por una razón. No obstante eso, la vida es más grande que el momento presente, y ninguna generación, independientemente de lo científica que sea, puede comprender la totalidad de la vida, ni puede discernir enteramente la forma correcta de vivir en el mundo. El mundo como está en un momento dado es el resultado de las decisiones y las acciones que constituyen su pasado. Las tradiciones que heredamos son la suma destilada de la sabiduría del pasado sobre cómo vivir en el mundo y unos con otros. Es, por supuesto, un conocimiento incompleto, y nuestra tarea es incrementarlo y pasarlo adelante. La tradición, por lo tanto, viene del pasado, pero está orientada hacia el futuro. Pero las democracias tienden a erosionar las tradiciones a través de complacer los deseos actuales; G.K. Chesterton se ha referido a la tradición como "la democracia de los muertos", y la democracia verdadera debe dar cabida a este bloque de votantes.
Abandonando el pasado, la democracia también abandona el futuro. Cargamos a los hijos con deudas que no pueden pagar, guerras que no pueden ganar, obligaciones que no pueden cumplir; permitimos que la infraestructura se deteriore y de esa manera debilitamos hasta la capacidad de ellos para ganarse la vida, Votamos en favor nuestro, altas pensiones que comienzan a temprana edad, hasta restringimos el número de hijos que procreamos, poniendo una carga aún más pesada sobre el resto.
Pero abandonando tanto el pasado como el futuro, la democracia abandona también la capacidad de representar el presente, porque sin la guía del pasado y el interés por el futuro, aun el momento presente pierde su realidad. El momento presente es siempre efímero, porque tan pronto como uno lo capta ya es historia. Sin la tradición y la orientación hacia el futuro, el momento presente se convierte en una especie de Alzheimer cultural, sin memoria ni dirección.
La liturgia de la democracia.
Y si el dogma es falso, la liturgia — o sea la campaña electoral — es de preocupar. Ciertamente, las elecciones son mercados con altísimos costos de entrada. Para contender por la nominación a la candidatura presidencial por un partido, un candidato pudiera tener que contar con US$50 millones en el bolsillo sólo para tener credibilidad. Esta cifra ni siquiera se aproximará a sus gastos totales; es sólo el enganche. No compra la elección, sólo compra la credibilidad, y sin esa credibilidad (o sea, dinero) uno ni siquiera será comentado en la prensa: Los gastos totales serán un múltiplo de ese enganche. Efectivamente, en las elecciones del 2008, los costos de campaña ascendieron a una cifra abrumadora de US$5.3 miles de millones, y eso fue nada más para las contiendas de carácter nacional. Hay muy pocas fuentes de dónde conseguir esa cantidad de dinero, y el proceso político debe forzosamente quedar dominado por esas fuentes. Las corporaciones y las organizaciones que proporcionan fondos para las elecciones lo hacen como una inversión, una de la cual esperan obtener un mayor rendimiento. Y lo obtienen en forma de subsidios, de leyes y reglamentaciones que les favorecen, de acceso a altos funcionarios, y de beneficios fiscales. Pudiera ser la mejor inversión que la mayor parte de los grandes negocios hace. Pero conduce directamente a la oligarquía, lo opuesto de la democracia, una república de comités de acción política, más que un sistema político del pueblo.
Y ¿por qué se necesita tanto dinero? porque las artes políticas en la democracia no son las de deliberación y de persuasión, las cuales son relativamente económicas, sino que son las artes de la manipulación y de la propaganda, las cuales son extremadamente costosas. Apelan casi nunca a la inteligencia, sino a la burda pasión y a la emoción; esto es porque en el camino hacia el poder en la democracia, la forma más segura de conseguir lealtad de los seguidores de uno, es exagerando las diferencias, convirtiéndolas en grandes "temas". Los candidatos deben hallar una manera de diferenciarse el uno del otro, aun (o especialmente) cuando estén fundamentalmente de acuerdo. Y mientras más irracional sea un tema, mejor será para fines de manipulación. Los problemas reales pueden ser objeto de argumentos reales, y los votantes pueden ser persuadidos por esos argumentos, lo cual erosionaría la devoción fanática que los políticos necesitan. Consecuentemente, es mejor debatir la cuestión de si Obama es mahometano en lugar de debatir si él comprende la mecánica de una crisis financiera; el primero es tema de un debate apasionado y carente de datos, pero el segundo requiere de conocimiento e inteligencia.
El verdadero camino al poder en una democracia es la creación del demoníaco "otro". Los del otro partido son pintados no como gente que con toda sinceridad parten de supuestos distintos y llegan a conclusiones diferentes, sino como destructores intencionales y satánicos del orden político y social. La razón es reemplazada por el temor, y si al "otro lado" siempre se le teme, la actuación propia en realidad no importa, no obstante cuan inepto un partido demuestre ser, siempre podrá apelar a que el otro partido es demoníaco. ciertamente, hay suposiciones y opiniones que pueden destruir a la sociedad, pero pocos son, de haberlos, los que sostienen sus opiniones con el propósito de destruir el orden social; más bien tienen una visión diferente, y con frecuencia errónea, de ese orden.
Esta tendencia satanizante se nota más claramente cuando la democracia es impuesta en naciones que alojan en su seno diversos elementos étnicos, culturales y religiosos. Aun cuando hay siempre una cierta tensión en tales sociedades, bajo el gobierno de reyes, imperios y hasta de dictaduras, encuentran una forma de vivir juntos en relativa paz. Pero con la llegada de la democracia electoral, cada grupo o tribu sataniza al otro, y el resultado es guerra civil, saneamiento étnico y genocidio. De hecho, el saneamiento étnico se ha convertido en el acto más elevado del orden democrático. No viene a mi mente una sola excepción a esta regla. Bueno, quizás sea Checoeslovaquia, cuyo divorcio fue, por lo menos, pacífico. Verdaderamente hemos hecho al mundo seguro para la democracia; desafortunadamente, hemos hecho a la democracia riesgosa para el mundo.
El sacramento de la democracia.
Con excepciones de menor importancia, la democracia se lleva a cabo en el espacio "sagrado" de la casilla de votar, la cual se asemeja a nada tanto como a un confesionario católico. Y, de hecho, es el lugar donde el votante, solo y aislado, confiesa su verdadera religión. Es, quizás, la expresión más elevada de la filosofía individualista del hombre moderno. Pero, ciertamente, no es la única forma de democracia, Hay formas deliberantes: la reunión de partidarios de una postura política, la asamblea popular, la asamblea de grupo. La diferencia principal es que el voto en estos sistemas es público, y se concede espacio para la deliberación y la persuasión. Es cierto que un grupo puede ser tanto o más irracional que un individuo aislado. No obstante eso, en un grupo siempre existe a posibilidad de que personas razonables y de temple, adiestradas en las artes de la retórica, sean capaces de persuadir a sus conciudadanos a tomar un curso de acción razonable, superando la tendencia natural de la democracia hacia la pasión y la irracionalidad.
¿Es democrática la democracia?
Cuando observamos nuestro orden político, podemos preguntarnos si verdaderamente esto es lo que realmente deseábamos; si la verdadera voluntad del pueblo está expresada en nuestras instituciones. Por raro que parezca, tanto los Republicanos como las Demócratas, los liberales y los conservadores, expresan serias dudas de que éste sea el caso. Ciertamente, éste puede ser el único punto en que los dos lados están de acuerdo; ambos concluyen que algo ha salido terriblemente mal.
Permítanme sugerir que la respuesta radica en el absolutismo moderno. Una cosa se conoce por sus límites propios; algo sin límites se convierte en su propio opuesto. Por lo tanto, la democracia, sacralizada y hecha absoluta, se convierte en su propio opuesto: una oligarquía del poder tenuemente disfrazada, que utiliza todas las artes de la propaganda para convencer al público de que sus votos valen. Hay precedentes para esto. El Imperio Romano de Occidente mantuvo la forma y los cargos republicanos. Cónsul, cuestor, edil, y tribuno permanecieron y se hacían campañas ardientemente contendidas y muy costosas para alcanzar estos cargos. el ejército marchaba bajo la bandera, no del emperador sino del "Senado y Pueblo de Roma". Pero, por supuesto, todo esto era una farsa: el verdadero poder radicaba en el emperador, en el ejército y en las clases de mercaderes y de terratenientes, cuyos intereses el emperador en gran medida representaba, en tanto que la plebe era comprada mediante el más grande estado benefactor que ha visto el mundo. Pero por lo menos, los romanos podían ver a su emperador, podían conocer su nombre, podían quererlo u odiarlo. A nosotros no se nos permite ver quiénes son nuestros verdaderos gobernantes, y nunca se nos permite nombrarlos. La farsa democrática encubre la realidad oligárquica.
Dicho todo esto, podría preguntarse, "¿Habrían sido mejor las cosas si hubiéramos permanecido bajo el Rey Jorge?" Después de todo, no parece haber favorecido mucho a los ingleses, que se parecen a nadie tanto como a los americanos." Esta afirmación, aunque seguramente ofenderá a mis amigos ingleses, contiene no obstante un núcleo de verdad, y es una pregunta que debe ser respondida. Pues en verdad, la noción de monarquía, para esa época había sufrido su propio período de absolutismo para también convertirse en su propio opuesto, y los reyes germanos de Inglaterra estaban ahí a pesar de los poderes oligárquicos. Para adquirir una idea verdadera de lo que es un reinado, tendremos que retroceder un poco, no sólo a la edad media, sino hasta tiempos tan remotos como los de Aristóteles. Y éste será el tema de una futura entrada.
John Medaille es instructor adjunto de teología en la Universidad de Dallas, y hombre de negocios radicado en Irving, Texas. Es el autor de "Toward a Truly Free Market: A Distributist Perspective on the Role of Government, Taxes, Health Care, Deficits and More (Hacia un Mercado Verdaderamente Libre: Una Perspectiva Distributista sobre el Papel del Gobierno, los Impuestos, los Déficits y Más) y de "The Vocation of Business: Social Justice in the Marketplace" (La Vocación de los Negocios: Justicia Social en el Mercado), y además fue editor de "Economic Liberty, A Profound Romanian Renaissance" (Libertad Económica: Un Renacimiento Rumano Profundo)