martes, 16 de julio de 2019

El Hiperpapalismo y la Mutación Litúrgica. 1

El Hiperpapalismo y la Mutación Litúrgica.

Un planteamiento contra la misa Novus Ordo



Por Peter A. Kwasniewski

Tomado de: roratecaeli.
Traducido por Roberto Hope

Parte I


Hace poco más de cincuenta años, ocurrió uno de los más cruciales y funestos acontecimientos de la historia de la Iglesia Católica — la promulgación de la Misa del Nuevo Orden, o Novus Ordo Missae, por Pablo VI en su Constitución Apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969. Medio siglo después, es muy común oír a los clérigos conservadores decir algo como lo siguiente: "La reforma de la liturgia no es lo que impulsó la crisis post-conciliar en la Iglesia; más bien fue un relativismo doctrinal y moral lo que llevó a un caos litúrgico. La liturgia está hecha una ruina porque la doctrina y la moral están hechas una ruina. Puesto de manera coloquial, no se culpe al automóvil, cúlpese al chofer borracho. La Misa del Nuevo Orden y, además, todos los ritos sacramentales reformados: las bendiciones, los exorcismos, la Liturgia de las Horas — todo está bien en sí mismo, y si lo tratamos con la actitud apropiada y seguimos las 'mejores prácticas' podremos llevar una vida litúrgica verdaderamente católica, quitando las aberraciones doctrinales y morales que todos justamente condenamos. En otras palabras, podemos repicar y andar en la procesión. Novus es lo que hacemos, Vetus es como lo hacemos,

A mí me parece esto un caso de ingenuidad severa. Es fama que Joseph Ratzinger comentó que "la crisis que estamos experimentando en la Iglesia en estos días es debida en gran medida a la desintegración de la liturgia." [1] Y esta nueva crisis se deriva directamente de varias características problemáticas de la propia reforma litúrgica, y de los resultados que se han producido de ella.


El Costo de un Repentino Cambio Importante

El simple hecho de que, después de más de un milenio de estabilidad en la forma litúrgica, hayan ocurrido cambios repentinos e importantes en todos los aspectos de la liturgia, transmitió un mensaje: "Aun las cosas más importantes del catolicismo — las cosas que parecían ser permanentes y sólidas como una roca — pueden cambiar en cualquier momento siempre y cuando el Papa así lo desee."

Así es, la liturgia siempre se ha desarrollado lentamente y en aspectos pequeños, pero nunca en toda la historia del cristianismo oriental u occidental ha habido nada que remotamente se compare con la cantidad y calidad de los cambios que se vieron más o menos entre el 1963 y el 1973. Esto, en y por sí mismo, y muy independientemente de que pudiera  mantenerse que algunos de esos cambios hayan sido buenos o malos, tuvo un efecto desestabilizador catastrófico en la mentalidad de los católicos. Unos abandonaron la Iglesia para siempre, escandalizados, desmoralizados, desilusionados. Otros se mordieron los labios y aguantaron toda clase de insensateces. Otros más se quitaron el hábito (de manera figurada) y acogieron toda clase de experimentación litúrgica, de pluralismo y de subjetivismo con descabellado abandono. Todos los católicos fueron lastimados profundamente — un daño que es acumulativo y duradero como las heridas profundas que afectan a familias por generaciones, o como los defectos genéticos que se transmiten a la descendencia. Debido a la velocidad y escala de los cambios, la reforma litúrgica desató turbulencia, confusión y anarquía. Una fractura u herida se introdujo en el Cuerpo Místico, que no sólo no ha sanado, sino que se pone peor con cada década que pasa.

Nuestra facultad de razonar, mirando a través de los lentes de la filosofía, la psicología y la sociología, nos dice que un cambio colosal en la manera como los católicos rinden culto puede tener un, y sólo un, significado — específicamente, que lo que veníamos haciendo anteriormente era defectuoso, incorrecto, y hasta desagradable a Dios. Esto, de hecho, sigue siendo la postura de aquéllos que se oponen a la liturgia latina: ellos la consideran una forma inherentemente mala de culto, y no tienen miramientos para decirlo públicamente. Creo que los que amamos el Rito Romano clásico les debemos la cortesía de total transparencia, reconociendo con el mismo candor, que consideramos que el Novus Ordo es una forma inherentemente desarreglada de culto.

He oído a no pocas personas decir: "Ya dejamos atrás la temporada boba y ahora, décadas después, estamos alcanzando el correcto equilibrio. El Novus Ordo ya ha sido aceptado por la mayoría de los católicos, y llegó para quedarse, en tanto que los males del caótico post-Concilio han sido dejados atrás por un clero más joven y con mejor preparación teológica."

Esto es un hablar ingenuo y candoroso. Nada puede estar bien en el Cuerpo de Cristo en tanto la liturgia predominante de la Iglesia Occidental exista en un estado de ruptura ideológica, arqueologística, y cargada de innovaciones con respecto a la tradición latina que fue desenvolviéndose durante los primeros dos milenios del cristianismo. No se trata de "alcanzar el correcto equilibrio" — esa es una manera de hablar Newtoniana. Se trata de la diferencia entre un organismo y un mecanismo. No es sólo que la ruptura haya tenido lugar; es que estamos viviendo en un estado de ruptura. Es como la diferencia entre la Revolución Francesa, que tuvo lugar durante cierto número de años en el pasado, y el liberalismo y el laicismo, que nos ha perseguido y perjudicado desde entonces.

Algunos pudieran objetar: Si cambiamos de nuevo al culto tradicional católico romano ahora en 2019 ¿no seríamos culpables del mismo crimen, infligiendo un cambio repentino y trascendente en el Pueblo de Dios? ¿No tendrá esto también el efecto desestabilizador, de confusión y de anarquía? Mi respuesta es que los dos casos son enteramente diferentes. No niego que la grandeza de la liturgia católica heredada era obscurecida o marginada de mucha maneras antes del Concilio, y que el Movimiento Litúrgico original tenía unas propuestas legítimas para restaurar la grandeza, tales como la de privilegiar la misa cantada sobre la misa recitada, y alentar a los fieles a cantar las respuestas en la Misa. Sin embargo, la violencia infligida en la liturgia con las reformas de Pío XII y especialmente con las de Pablo VI, marcaron una transición de un estado de salud a uno de enfermedad, de uno de riqueza a uno de pobreza. Conforme la liturgia romana auténtica se re-descubra y se re-introduzca, pasaremos de dolencia a bienestar, de penuria a abundancia. Ambas transiciones sólo pueden calificarse como cambios enormes,  pero uno de ellos fracturó y lastimó, en tanto que el otro une y sana. El movimiento tradicional desea, en imitación de Cristo, "buscar y salvar aquello que se perdió." Por incómodo y difícil que pudiera ser para algunos, la recuperación de la tradición católica es saludable, inevitable, necesaria para la paz en la Iglesia, y hasta, diría yo, para su salvación.

¿Sobre qué base hago yo tan aventuradas afirmaciones? Dado que mi tiempo es limitado y estos son temas gigantescos, enfocaré mi crítica de hoy a tres áreas problemáticas — los males de la arbitrariedad, el hecho del contenido diluido y vuelto soso, y los peligros del hiperpapalismo  — para luego hablar de lo que podemos hacer para sanar el cuerpo lastimado.


Los Males de la Arbitrariedad

Todas las tradiciones litúrgicas, conforme se desarrollaron bajo la influencia del Espíritu Santo, adquirieron una fijeza de lenguaje y de ritual. Cual haya sido la improvisación una característica de la liturgia cristiana inicial, rápidamente cedió lugar, por obvias razones teológicas y pastorales, a formas definitivas expresadas en lenguaje sagrado, transmitido de generación en generación y venerado como la personificación de la sabiduría apostólica y patrística. Lea la historia de todo rito litúrgico y verá que no hay excepción a esta regla. 

La decisión, por lo tanto, de re-introducir una amplia latitud y variedad de opciones en la neo-liturgia romana fue un golpe dirigido contra la práctica y la conciencia tradicional de la liturgia, un golpe contra la oración pública, formal, objetiva de la Iglesia, y una confirmación del voluntarioso y del liberalismo modernos. [3]  En otras palabras, no desafió la arrogancia del hombre moderno, sino que capituló con sus proclividades. No es solamente una liturgia ideada para el "hombre moderno," visto como objeto exótico de evangelización que tiene poco en común con sus predecesores, es también una liturgia para la modernidad, permeada de los principios de Modernismo que fueron condenados por San Pío X en la Encíclica Pascendi Dominici Gregis. Estos principios condenados incluyen los siguientes: que la religión es primariamente un asunto de sentimiento individual, una intuición del corazón, una efusión inmanente o "necesidad" de lo divino; que cada época debe descubrir por sí misma el significado de la religión, lo cual reflejará la evolución en la conciencia del hombre; que la idea de doctrinas, reglas de comportamiento, y acciones litúrgicas fijas y estables no puede conciliarse con el progreso de la ciencia y de la filosofía; que lo milagroso y lo sobrenatural tiene que ser expurgado o, al menos, des-enfatizado; que el propósito de la Sagrada Escritura es provocar nuevas experiencias en nosotros de ser tocados por Dios, y que el propósito de los sacramentos es recordarnos de una cosmovisión ética y animar una conciencia de nuestro valor personal. Estos principios no sólo son diferentes de los principios del catolicismo sino que se oponen a él.

¿Cómo se representa el voluntarismo litúrgico en la práctica? En lunes puede uno rezar la Plegaria Eucarística II, porque el lunes es un día ajetreado; en martes tomemos la Plegaria Eucarística III,  a manera de que podamos mencionar en voz alta un par de santos conmemorados opcionalmente; en miércoles ¿por qué no nos la jugamos con la avant garde Plegaria Eucarística IV?, y si a uno le da por eso, en jueves podríamos ir con el viejo Canon Romano, que posee un raro encanto en sí mismo. 

De esta manera, la liturgia reformada eleva la voluntad y los sentimientos arbitrarios del celebrante al nivel de principio de culto público. Digo 'arbitrario' en el sentido estricto de la palabra, cualesquiera que puedan ser sus buenas o malas razones para elegir esta o aquella opción, no dejan de venir de él, y en ese grado socava la liturgia como obra de Dios y de la Iglesia, cuyo humilde ministro está el sacerdote llamado a ser. La paradoja surge de una lex orandi que obliga a quien la usa a desvincularse de una ley de movimiento y de dicción que le exige no obligarse a actuar o hablar de una o de otra manera,  que lo compele a ejercer una libertad inapropiada, en un campo en el que el alma y el cuerpo deben estar sujetos más obviamente a su Señor Celestial. [4]

En el Este Cristiano, los días en que se usan las diferentes anáforas están labrados en roca, no hay opciones. La misma práctica predominaba en Occidente: no obstante la variante regional particular de la liturgia latina que uno estuviese usando, siempre regía una regla de culto fija que todos los creyentes, lo mismo el clero que los fieles, habían recibido con reverencia de la tradición. De esta manera reflejaba la doctrina de la fe, recibida de Cristo, de los Apóstoles y de la Iglesia, no fabricada ni modificada para acomodarse a la conveniencia, los caprichos, o las teorías de persona, lugar o época alguna.

Así pues, de la misma manera como aceptamos de Nuestro Señor Jesucristo que tomar otra pareja cuando el cónyuge sigue vivo es adulterio, y de San Pablo, que los adúlteros no pueden sin culpa acercarse al Santísimo Sacramento ni heredar el reino de los cielos, también aceptamos que el Sacrificio de la Cruz nos fue transmitido en el misterio de la Sagrada Eucaristía, y que los apóstoles fueron los primeros sacerdotes, ordenados para perpetuar este misterio. No tenemos más razón para reverenciar el matrimonio o el don de la vida humana que la que tenemos de reverenciar la Eucaristía o la Misa de la cual es el centro; puesto en sentido opuesto, alguien que considere la liturgia como un artificio humano al que podemos hacerle remiendos en el taller, tarde o temprano va a tratar la moral como una construcción social que podemos manipular a voluntad. En este sentido, Amoris Laetitia del Papa Francisco es perfectamente consistente con el Missale Romanum de Pablo VI; y la abolición de la pena de muerte es consistente con la abolición de los exorcismos en el rito del bautismo.

Para aquéllos que tengan ojos para ver y oídos para oír, durante el último medio siglo, la Divina Providencia ha estado poniendo delante de nosotros la prueba más dramática jamás dada en la historia de la iglesia, de la verdad del axioma lex orandi, lex credendi, lex vivendi. El curso de nuestra oración no puede sino afectar el curso de nuestra doctrina, y el curso de nuestra doctrina necesariamente se derramará al campo de nuestro comportamiento. No es por nada que los profetas del antiguo Israel comparaban la idolatría y la violación del templo con la fornicación y el adulterio. Un cambio masivo en la lex orandi anunció al mundo la posibilidad, y de hecho la probabilidad de un cambio en la lex credendi, seguida de un cambio masivo en la lex vivendi.


Contenido Diluido y Vuelto Soso.

Además, está el hecho notorio de que mucho del contenido del nuevo misal sólo puede describirse como doctrina, música y ceremonial diluidos y, en comparación con el antiguo, como plato ligero, como el de una barra de ensaladas limitada.

La obra de Lauren Pristas ha demostrado con penoso detalle que las Colectas del misal fueron reescritas para atenuar o aun eliminar elementos dogmáticos, morales y ascéticos que se consideraban de mal gusto para el "hombre moderno", y para inculcar nuevos principios más al día. Así, las referencias al ayuno, a las mortificaciones del cuerpo, al desprecio del mundo, fueron eliminadas y reemplazadas con generalidades inofensivas. Es como si los reformadores, quizás cansados de la creciente des-armonía entre la tradición y la modernidad, hayan querido reemplazar el ayuno y la abstinencia literal con un ayuno metafórico del banquete del ceremonial católico y una abstinencia de la carne de las oraciones tradicionales.

Considérese por un momento esta sorprendente estadística: de 1832 oraciones en el Misal Romano tradicional, el 36% pasó al nuevo misal, y la mitad de éstas fueron alteradas después. El resultado es que sólo el 17% de las antiguas oraciones permanecieron intactas del misal de 1962 al de 1969. [5] Cómo puede esto ser considerado aceptable por cualquier conciencia católica está más allá de lo que yo alcanzo a comprender.

Lo que el Profesor Pristas demostró en lo concerniente a las Colectas de los domingos en los Tiempos de los Propios puede y ha sido demostrado con respecto a toda otra área de la liturgia. Uno podría ver el ciclo de los Evangelios en el usus antiquor, en las cuales tenemos homilías de San Gregorio el Grande y otros del primer milenio, da fe de su gran antigüedad y universalidad. Este ciclo nos fue quitado por los reformadores, para ser reemplazado con algo de su propia cosecha. El prefacio de los apóstoles fue transformado de un texto deprecatorio a un texto declarativo: en tanto que antes la Iglesia rogaba que el Señor, por intercesión de los Apóstoles, no desertara a su iglesia, ahora ella presume arrogantemente que Él no lo hará, independientemente de cuán mal se comporten sus pastores. El rito del bautismo, y por cierto, los ritos de todos los sacramentos, fueron modificados casi más allá de lo reconocible. Y la lista sigue. A todas partes donde uno mire, vemos la tradición suprimida, el desarrollo rechazado, lo novedoso buscado con alborozo. Cómo puede alguien, confrontado con este Everest de evidencia, argüir que no ha habido una ruptura.

Nuestro mundo está obsesionado con esto de poca grasa, aquello de bajas calorías; Pablo VI previendo aparentemente el Zeitgeist, nos dio una dieta litúrgica de poca grasa y bajas calorías. Casi todo cambio significativo en la liturgia fue en la dirección de simplificar, suprimir, abreviar, amputar. 

Pero Dios Todopoderoso piensa de una manera muy diferente acerca del tipo de culto que debemos darle y el tipo de sustento que Él quiere proporcionarnos. En el libro de Ezequiel nos dice: "Los sacerdotes y levitas ... han de acercárseme, para atenderme, y se levantarán ante mí para ofrecerme la manteca y la sangre" (Eze 44:15). En el Levítico sucintamente Omnis adeps, Domini erit (Lev 3:16), “toda la manteca es del Señor” Deo optimo maximo, “Para Dios lo más bueno, lo más grande" nada debe ofrecerse excepto lo que es más grande y mejor. El Salmista dice: "Que se acuerde de todas tus ofrendas, y que todo el holocausto quemado se haga manteca,° holocaustum tuum pingue fiat (Salmo 19:4), y nuevamente en el libro de Daniel: "Como en el holocausto de carneros y de terneros y de miles de corderos cebados, así sea hecho ante tu vista nuestro sacrificio en este día, para que te sea agradable (Dan 3:40). Cuando damos a Dios el mejor de los sacrificios, nos alimenta con lo mejor de Sí mismo: "Y los alimentó con la grasa de trigo, y los sació con la miel de la roca" (Salmo 80:17) un salmo que proporciona el Introito de la Misa de Corpus Christi: "Cibavit eos ex ádipe frumenti."  Uno de los grandes salmos cantados en los laudes lo pone de la mejor manera: Sicut adipe et pinguedine repleatur anima mea, et labiis exultationis laudabit os meum "Mi alma quedará saciada de manteca y tuétano, y mi boca te alabará con júbilo en los labios. (Salmo  63:6)

La manteca del sacrificio no es sólo Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, quien es el mejor y más grande don de Dios, son también nuestros esfuerzos inspirados por Dios y unidos a Cristo, la plenitud de nuestras oraciones y alabanzas, bellas artes y artes serviles, nuestros movimientos físicos y nuestras elevaciones espirituales. El desarrollo de los ritos tradicionales litúrgicos de Oriente y de Occidente es el don más especial otorgado a la Iglesia por la Divina Providencia, porque Él lo amerita, lo demanda, y se deleita en la ofrenda más preciosa que los hombres podemos hacerle, y Él por lo tanto nos proporciona el sacrificio — no sólo de los nudos elementos del pan y el vino, sino del ricamente vestido, regiamente adornado, simbólicamente denso acto de culto que Él causó que apareciera en medio de Su templo a través de una larga historia de concentración y refinamiento cultural. Éste es el holocausto entero. Nuestros ritos litúrgicos deberían ciertamente ser como "miles de corderos cebados." [6]

Cuando la vemos con cariño y con piedad, hallamos que lo que la tradición nos ha dado es mucho mejor que todo lo que hubiéramos podido proponer por nosotros mismos, sin importar cuántos "expertos" pudiéramos reunir en un comité y cuánto músculo papal pudiéramos poner detrás de ello. 

El Oficio Divino — digamos los Laudes y Vísperas — proporciona un ejemplo irrefutable de la magnificencia más que humana de una forma lentamente madurada de cantar las altas alabanzas a Dios. Los versos ondulantes de los salmos, cantados en los ocho tonos gregorianos con sus terminaciones que varían sutilmente, las preciosas antífonas que los enmarcan, la gentil edificación hasta un capítulo, un himno, un versículo, la antífona Benedictus o Magnificat, el cántico del Evangelio, y las oraciones finales... Nada que pudiéramos jamás inventar sentados alrededor de una mesa sería capaz de compararse con ello en su musicalidad cautivadora, su coherencia estructural, lo acertado de su contenido, su saturación bíblica, y su integración con la misa. Y obsérvese que ni siquiera he comenzado a hablar de la indescriptible riqueza de los innumerables arreglos polifónicos del Oficio, la Misa y los textos devocionales de toda descripción, la sublime arquitectura de los edificios construidos para albergar estos rituales y reverberar con su música, los frescos, las esculturas y los vitrales que los llenan de compañeros silenciosos, y narrativas silenciosas; las innumerables vestimentas, vasijas, y accesorios hechos para el altar del sacrificio, donde el Rey y Centro de todos los Corazones reina victorioso en su cruz.

La liturgia latina asimiló y absorbió la riqueza intelectual y artística que encontró en su curso triunfal por el mundo, dominando toda cultura con su propia atractiva gravitas. La reforma litúrgica, por el contrario, a nombre de la accesibilidad y adaptabilidad a las varias culturas, indonesia o polinesia, californiana o nebraskana, despojó a la liturgia de su vestimenta propia, de sus ornamentos, y de sus símbolos de autoridad, y la dejó desnuda como una esclava, expuesta a cualquier agenda para ponerla a su servicio. Bien pudiéramos llamar a esto un ejercicio de exculturación, ya que su resultado no fue un enriquecimiento ni una renovación, sino una destitución, una evacuación. En palabras del profeta Jeremías: "¿Puede una doncella olvidar sus ornamentos, o una novia su vestido? Sin embargo, mi pueblo me ha olvidado por días sin número" (Jer 2:32). Cualesquiera que hayan sido los problemas antes del Concilio, cuando esta sala de culto público fue barrida y puesta racionalmente en orden, fue infestada con siete demonios peores que el primero (cf. Mateo 12:43-45).

Tales maniobras representan nada menos que un asalto frontal contra la verdad de la tradición cristiana y su confiabilidad para hombres de toda condición y época. Habría sido diferente si el misal romano hubiera sido aumentado con algunos nuevos propios para nuevos santos, o lecturas feriadas para el Advierto. pero los reformadores desmantelaron y re-configuraron la totalidad del misal, del breviario, del Rituale, y del Pontificale, reteniendo, re-escribiendo o descartando material ad libitum de conformidad con sus opiniones teológicas privadas. El extremado uso de parches y remiendos, o la re-configuración de viejos textos en oraciones nuevas, se volvió un deporte desafiante de la muerte, al cual los reformadores se abandonaron con alborozo.

Considerando las nuevas lecturas, las nuevas antífonas,  el uso de la Oración Eucarística distinta del Canon Romano, etc. la divergencia entre el rito clásico y el moderno es tan grande que es posible celebrar la Misa del Nuevo Orden de una manera que comprendería sólo un 10% de coincidencia con respecto a la del rito antiguo.

Hagamos por un momento este experimento de reflexión: Imaginemos la Liturgia Divina de San Juan Crisóstomo como nuestro punto de partida. Ahora, eliminemos la mayor parte de las letanías; sustituyamos una anáfora recién compuesta (con sólo las palabras de la consagración quedando igual); cambiemos la kontakia, la prokeimena, la troparia, y las lecturas; reduzcamos grandemente las oraciones sacerdotales, las incensaciones, y los signos de reverencia y, ya que estamos en eso, demos el cáliz y la cuchara a los laicos, para que puedan comer como adultos.

¿Podría alguien en sus cinco sentidos decir que ésta sigue siendo la Divina Liturgia Bizantina, en sentido significativo alguno del término? Sí, podría ser "válido," pero sería un rito diferente, una liturgia diferente. Sólo por si acaso, digamos que también eliminamos el iconostasis, le damos vuelta al sacerdote, le quitamos alguna de su vestimenta y la reemplazamos con una fea, y reemplazamos todos los tonos comunes de los cantos ordinarios con nuevas melodías que recuerdan a la de las comedias musicales de Broadway o a canciones de protesta anti-Vietnam. Así, no sólo tendríamos un rito diferente, sino una experiencia enteramente distinta. No es el mismo fenómeno; no es la misma idea (en el sentido en que el Cardenal Newman da a la palabra "idea"); no es una expresión de la misma cosmovisión; ciertamente no es la misma religión, ya que religión es la virtud por la cual damos culto a Dios con palabras, acciones y signos exteriores.

(Continuará)

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