domingo, 21 de enero de 2018

El Americanismo y el Colapso de la Iglesia en los Estados Unidos . I

El Americanismo y el Colapso de la Iglesia en los Estados Unidos

Americanismo = Herejía

Por el Dr. John Rao


Tomado de: http://www.traditionalcatholicpriest.com/
Traducido del inglés por Roberto Hope

Parte 1

Introducción

Americanismo es un término que parece indicar no otra cosa que una devoción a los Estados Unidos de América. En realidad, el Americanismo enseña principios y una forma de vida que representa, y siempre ha representado, una amenaza para la Iglesia de Roma. En efecto, la amenaza que representa para el catolicismo pudiera ser la más peligrosa que la Iglesia haya experimentado en los pocos siglos pasados de revolución. Su calidad perjudicial surge de la sutil y efectiva transformación de los Estados Unidos en una nueva religión, cuyo dogma central del “pluralismo” no puede ser investigado ni cuestionado: una nueva religión de cuyo credo se dice que es puramente “práctico” y “pragmático”, pero que en realidad busca una reconstrucción mesiánica del mundo entero: una nueva religión que no admite oposición a su voluntad.

El colapso de la causa católica en los Estados Unidos puede ser atribuido en gran medida a un error comprensible, del cual los americanos católicos patriotas han sido víctima. El Americanismo les fue presentado como algo que entrañaba nada más que un amor a la patria, digno de elogio, con metas prácticas y pragmáticas. Se lanzaron por entero a su defensa bajo el supuesto de que su deber cívico lo exigía, y que el no hacerlo daría apoyo a los enemigos de la patria. Pero lo que de hecho recibieron en nombre del patriotismo y del pragmatismo fue una serie de instrucciones para su suicidio religioso y cultural. Los católicos siguieron esas instrucciones, sustituyendo su fe verdadera con la religión del Americanismo, generalmente sin siquiera reconocer que eso era lo que estaban haciendo y, de hecho, regocijándose generalmente de su auto-destrucción a cada paso en el trayecto.


Nada podrá lograrse por la causa de la Iglesia (e, irónicamente, tampoco por la causa del patriotismo) hasta cuando los católicos lleguen a entender la naturaleza de la fuerza que los está matando. Una apreciación plena de la profundidad de la oposición del Americanismo con el catolicismo, puede, sin embargo, alcanzarse sólo mediante una discusión de problemas históricos que se arrastran desde hace siglos. La clarificación de esos problemas debe ser una encomienda de dos etapas. Deberá comenzar con un examen de lo que pudiera llamarse el “alma” de los Estados Unidos de América, y las formas en que el carácter de esta “alma” ha dictado el desarrollo sutil de una religión fideísta, pseudo-patriótica, pseudo-pragmática. Luego, deberá enfocarse sobre  los diversos intentos de una Iglesia “extranjera” para conciliarse con este culto verdaderamente anti-patriótico. La controversia católica particular que circunda el surgimiento de una herejía Americanista en la segunda mitad del Siglo XIX deberá tratarse en el contexto de esta segunda fase de mi argumento.

Sólo una vez que el antecedente histórico haya sido planteado será posible comprender el atractivo del “plato de lentejas” que ha conquistado al católico contemporáneo — clérigo, religioso y laico — y la facilidad con la que la Iglesia en los Estados Unidos ha perdido su propia alma y elogiado su suicidio como una gran victoria. Sólo una vez que se haya puesto en claro qué tan profundamente arraigado está realmente el problema, pueden sus actuales consecuencias mundiales juzgarse adecuadamente y la pregunta formidable plantearse de nuevo: ¿qué debe hacerse? 



I. Patriotismo y el alma americana.

¿Qué es exactamente una “nación”? Ésta es en sí misma una pregunta difícil y una que se ha complicado por la ideología revolucionaria de los últimos dos siglos. Baste decir por el momento que es una amplia comunidad, dentro de la cual el individuo siente la presencia del “hogar”. Es la estructura cuyo lenguaje, geografía, instituciones, pasado y pueblo evocan imágenes familiares y afectuosas.

No necesita uno decir que una nación dada haya sido predestinada históricamente a ser lo que ahora es, o a tener sus actuales fronteras, para reconocer que una “cuna” así es esencial para el bienestar del hombre. Aun cuando es el individuo y sólo el individuo el que se gana su salvación, el individuo siempre alcanza esta meta dentro del contexto de un número de distintas comunidades: sociedades que incluyen a su familia, su escuela, su lugar de trabajo, su gremio y hasta sus círculos. Cada uno de ellos lo enriquece como persona en distinto grado, mediante el desarrollo de necesidades psicológicas, y encarnando deberes morales en específicas y enfáticas formas. Cada uno le señala a él lo que es Verdadero, lo que es Bueno y lo que es Bello, pero desde perspectivas diferentes.

La “nación” proporciona la estructura para el desarrollo de todas estas necesidades y deberes morales, y es también el símbolo necesario de la unidad de un serio “hogar”. Si un hombre no pertenece a una unidad real de este tipo, a la cual esté dedicado y por la cual se sacrifica por constituir una estructura crucial para su existencia, comienza su peregrinar por la vida con sólo la mitad del equipaje vital para su trayecto. Un hombre sin patria es como un hombre suspendido en el aire, porque carece de las cosas concretas que una nación ofrece — un poblado, un lenguaje, una forma de vida, y una manera de proporcionarlos — a fin de lograr aun sus tareas más básicas ¿Que hay problemas inherentes a la relación individuo-nación? Muchos, porque uno podría ser tentado a quebrantar el código moral para beneficio de su país, igual que uno puede extraviarse en interés de su propia familia. ¿Las dificultades que engendra justifican abandonarla? No más que los crímenes que puede cometer un padre por el bien de sus hijos legitiman que se rechace la estructura familiar. 

¿Cómo determina uno la calidad peculiar de una nación dada, en oposición a las naciones en general? Examinando lo que he elegido llamar su “alma”. Esta musa o espíritu puede identificarse a través de los claros medios que Dios ha dado a todo hombre para entender el mundo que lo rodea. Se percibe con el estudio del lenguaje, la literatura, las leyendas y los hechos históricos que acompañan la fundación de una nación. Se entiende a través de los hechos de sus grandes hombres, sus artes, sus costumbres, y hasta su cocina. El estudioso que se adentra al “alma” de una nación llega a sentir las presuposiciones básicas y el modus operandi de su gente. ¿Hay problemas con esta búsqueda del alma de una nación? Demasiados para enumerarlos todos. Es fácil sustituir el sentimiento o la intuición mística por la razón durante esa búsqueda. Uno puede fácilmente justificar un comportamiento ilícito con referencia a las demandas de un espíritu nacional peculiarmente inspirado. ¿Las dificultades que eso engendra justifican su abandono? No más que los errores que se hacen al identificar el carácter de una familia en particular exigen rechazar la noción de que, de alguna manera, es distinta de toda otra “comunidad” de hombre, mujer e hijo. Uno debe simplemente estar preparado para someter sus descubrimientos al tribunal de la Iglesia de Cristo, al juicio del Cuerpo Místico que siempre ha respetado y alentado las verdaderas distinciones entre las naciones.

El “alma” de América ha sido formada por muchos factores, de los cuales dos son cruciales para la discusión presente. Por una parte, ha sido formado, en gran medida, por el intento de unir a una multitud de grupos étnicos bajo una tradición inspirada por la experiencia inglesa. Por la otra, ha sido construida sobre un fundamento protestante puritano. Ambos de estos factores se han fusionado, formando un “alma” llena de contradicciones, que pocos tienen voluntad de analizar o están siquiera conscientes de su existencia. Estas contradicciones y dificultades son particularmente evidentes en relación con la cuestión de “nación” y “patriotismo”. Aun cuando en la práctica tales influencias no pueden separarse clínicamente, es necesario hacerlo por claridad teórica. Una separación clínica revelará que el primero de estos factores ha mermado seriamente la calidad del carácter de nación en los Estados Unidos, en tanto que el segundo ha puesto obstáculos en el trayecto de la condición de nación en y por sí misma. Su operación en tándem creó una confusión que ha permitido el desarrollo del Americanismo y su entrada en la vida de la Iglesia.

Una comprensión clara de la primera de estas influencias formativas requiere de un breve repaso del “alma” inglesa. Inglaterra es una nación que ha sido marcada por un conservadurismo más profundo que quizás cualquier otra nación de occidente. Todo lo que cause cambio o agitación generalmente provoca un profundo sentimiento de ansiedad en la mente inglesa. Esto es tan cierto en cuanto al pensamiento como a la acción. Divergencias serias de pensamiento han sido usualmente vistas por los ingleses como algo que tiene consecuencias desestabilizadoras, que los inspira a auto-censurar el llevar las ideas a sus conclusiones lógicas. No es accidente que la Revolución Protestante en Inglaterra creó la Iglesia Anglicana y la “vía media”, con su intento de combinar la nueva religión con mucho de la antigua. No debe uno sorprenderse de que la Ilustración en Inglaterra no dio lugar a un caos político, sino más bien a un esfuerzo por modificar el cristianismo y establecer ese protestantismo liberal que enmascara una pérdida de fe detrás de formas de culto y de gobierno eclesiástico externamente tradicionales. 

Hay poco misterio en el hecho de que los filósofos ingleses han sido con frecuencia anti-filósofos, en el sentido de que han buscado demostrar que las ideas no tienen un significado intrínseco y que toda la empresa filosófica no es más que un juego de palabras. No es de sorprenderse que la literatura, con su revelación del hombre no-racional, habla más del genio de la nación inglesa que la metafísica. El espíritu inglés de desconfiar de las ideas como un canal de cambio impactó tanto a los editores jesuitas de La Civiltá Cattolica en el siglo XIX, que argumentaron que una prensa libre en Inglaterra no podía significar la misma cosa que en una nación latina. La búsqueda latina de claridad y diferenciación, insistían ellos, llevaba a los pueblos del continente a acciones lógicas que pocos ingleses habrían estado dispuestos a tolerar. Un deseo innato de estabilidad les impedía tomarse a sí mismos — o a cualquier otra cosa — demasiado en serio. Si la virtud de este espíritu radicaba en la unidad que producía, su vicio radicaba en su banalidad potencial. Por fortuna, como lo han argumentado muchos teóricos políticos católicos, Inglaterra irreflexivamente preservó tanto de lo que era sensato y católico en espíritu, que lo banal nunca se apoderó de la cultura de ese país por lo general.

Los Estados Unidos en gran medida heredaron este profundo conservadurismo inglés. También han siempre deseado la estabilidad y tenido aversión al cambio. Tan pronto como estuvo en posición de hacerlo, confirmó en su constitución la estructura política de su pasado inglés. Lo hizo bajo la guía de su aristocracia histórica, que en 1787, efectivamente usurpó del Congreso revolucionario existente, el derecho de hacer lo que quisiera en este aspecto. Como los ingleses, los americanos son un pueblo que generalmente sospecha del pensamiento como algo que es una pérdida de tiempo potencialmente peligrosa. Puede observarse en este contexto que los editores de Civiltá aplicaron sus comentarios a los Estados Unidos como lo hicieron al Reino Unido.

Si América hubiera sido nada más que una imagen de espejo de Inglaterra, entonces este desdén por el mundo de las ideas pudiera no haber tenido las consecuencias devastadoras que ha tenido. Pero los Estados Unidos son diferentes de Inglaterra. Tuvieron que lidiar, entre otras cosas, con las migraciones masivas de la historia. Fueron forzados a asimilar el desembarco en sus costas de millones de gentes de variadas nacionalidades, muchas de ellas ignorantes del lenguaje y de las leyes de su nuevo hogar.

El “conservadurismo” americano dio lugar a movimientos que trataron de mantener fuera a estas masas. No tuvieron éxito en sus esfuerzos. La única otra alternativa, dada la tendencia hacia la estabilidad, parecía ser la adopción de una política de “integración” rápida. Si no podía asegurarse la unidad cerrando las fronteras, la armonía podría prevalecer sometiendo a los inmigrantes a un proceso de “americanización”.

¿Cómo se logró esta tarea? De dos maneras. Primero que nada, de manera negativa, enseñando sutilmente a la gente inmigrante lo que no podían hacer en los Estados Unidos. Así, se les enseñaba que las cuestiones controversiales que trastornaban la estabilidad, tales como aquéllas que tocaban a la religión, estaban fuera de lugar en el foro americano. La Constitución ya había iniciado este proceso cuando su conocimiento de la diversidad religiosa la llevó a abandonar el concepto de una Iglesia establecida. En segundo lugar, también se logró de una manera “positiva” descubriendo una meta hacia la cual todos los americanos, independientemente de su forma de vida, podrían aspirar.

Esta meta positiva se halló en una “mentalidad pionera”, materialista, que se manifestaba de formas variadas. Es difícil de exagerar el poder ejercido por la imagen de un continente virgen, listo para ser conquistado, en las mentes de los excitados americanos. Se apelaba a esta imagen en la causa de “integración”. A los americanos leales se les pedía que evitaran discusiones divisivas sobre lo “no esencial”. En vez de eso se les conducía por el camino del pionero hacia la explotación práctica de las riquezas de este país. Fuera en el Este, de una manera figurativa, o en la frontera, de una manera literal, a los americanos se les asignó un propósito nacional común: el alcanzar una forma de vida para ellos mismos y para sus familias, a niveles nunca soñados anteriormente. El trabajo duro y los logros materiales sólidos se tenían por las verdaderas señales del espíritu patriótico. Trabajo duro y logros materiales sólidos, dicho sea de paso, que por sí mismos no trastocaran o exigieran demasiado del prójimo, y de esa manera se volvieran divisivos; trabajo duro y logros materiales, independientemente de su objeto o calidad. Así, en efecto, las preocupaciones potencialmente peligrosas pero sublimes serían sacrificadas en favor de proyectos sin duda pacificadores pero mundanos. El sacrificio habría de hacerse en el altar de la unidad americana, por la armonía que se requería del “hogar”.

Salvo por una excepción importante, América no llevó a cabo esta misión de manera violenta. La excepción fue el ataque a la aristocracia sureña en la Guerra Civil, cuya derrota quitó la única clase que era permanentemente controvertida y que estaba casada con principios distintos de los puramente pragmáticos y materiales. Fuera de eso, no se masacraron grupos étnicos específicos (con excepción de los indígenas), no se prohibieron los idiomas extranjeros, y las religiones serias no fueron perseguidas sobre una base regular de manera oficial. Cualquier esfuerzo de ese tipo se habría visto como algo desestabilizador y divisivo, violando de esa manera el principio básico de “integración”. Además, la “integración” no se llevaba a cabo primariamente por medio del gobierno. En vez de ello, el gobierno americano ayudó al proceso con su propia debilidad, su ausencia de deseo de hacer cumplir doctrinas religiosas o de censurar ideas o comportamientos que fueran abrazados por un número significativo de gente en este país. Un programa del gobierno que lo abarcara todo habría indicado claramente la naturaleza de lo que estaba pasando, incitado a la oposición y, quizás, derrotado el fin último de alcanzar la estabilidad.

Así, los Estados Unidos presentaban una imagen dual de proteger la “libertad” y a la vez lograr la “estabilidad”. Creó la impresión de establecer lo que llegó a conocerse como una sociedad “pluralista”, donde se respetan muchas formas de vida. En verdad, sin embargo, los múltiples órganos de la sociedad anglo-sajona y el espíritu de la cultura anglo-sajona fueron “moderando” e “integrando” esta diversidad hasta su desaparición, lentamente, pacíficamente pero efectivamente. Creó la ilusión de estabilidad, ya que el propósito de la “integración” era asegurar la dominancia de los modos nativos americanos. En verdad, sin embargo, los americanos anglo-sajones mismos fueron presionados hacia una gradual transformación de sus propias tradiciones: Todo lo que amenazara la adopción de nuevos grupos comenzó a ser desalentado y renunciado tanto como las particularidades de los inmigrantes. La unidad tomó precedencia sobre la costumbre, el hábito y hasta lo que se consideraba que era verdad. Buscando integrar, los americanos nacidos en su país estaban también siendo integrados. ¿Integrados a qué? A una sociedad “pluralista” que sólo podía sobrevivir perdiendo partes y pedazos de las ideas de todos sus elementos componentes, y doblegando la plenitud ante la construcción de una cultura gris que sirve al mínimo denominador común de las necesidades humanas materiales. Se inició un proceso que ha acabado por “integrar” a la vida americana a grupos que abrazan perversiones, así como por determinar la manera en que sus necesidades e intereses pudieran ayudar a mejorar el producto interno bruto. Se inició un proceso que ha acabado por glorificar al técnico computacional por encima del santo, a la publicidad de los medios por encima de las cuestiones de sustancia, y a las hamburguesas producidas en masa por encima de las creaciones de los grandes compositores.

Generaciones de observadores europeos, empezando por Alexis de Tocqueville en su Democracia en América, han hecho notar la efectividad con la que la sociedad americana, motivada por su espíritu anglo-sajón, ha reprimido calladamente la emergencia de marcadas diferencias de opinión, y ha canalizado los esfuerzos de su población hacia fines materiales limitados, pacíficos, pero indiscriminadamente vulgares. Sus comentarios han sido apoyados por numerosos escritores americanos que han sentido la obligación de “abandonar” esta sociedad a fin de vivir como seres humanos plenos. Estoy aquí hablando de hombres de derecha, y no de liberales, cuyo “anti-americanismo” es en sí mismo una forma de la misma mentalidad americanista. Viene a la memoria, por ejemplo, la aseveración de T.S. Eliot de que el americano pensante frecuentemente buscaba “perderse” en algún lado alejado de la cultura dominante, en lugares como la Ciudad de Nueva York, a fin de mantener por lo menos la ilusión de supervivencia intelectual y espiritual. Uno puede señalar el ensayo satírico de H.L. Mencken, On Being American (Sobre Ser Americano), en el cual arguye que para un hombre inteligente sólo hay dos razones de permanecer en los Estados Unidos, ya sea como un medio para engañar y ganarse la vida fácilmente, o como una manera de reírse a costa de la vulgaridad que lo rodea. Los escritos de muchos de esos hombres dejan ver un tema amargo común. América ha hecho a los “pensantes”, los “espirituales” y los “comprometidos” aparecer ya sea como “locos” o como “traidores”. No se requiere de una policía secreta para alcanzar este objetivo. La labor se ha hecho de manera gentil y natural, debido al carácter de una “alma” anglo sajona influenciada, salida de control. 

Yo creo que estos críticos han estado correctos en su apreciación. La obsesión americana por evitar la controversia ha acabado por penalizar al hombre serio. Este es un fenómeno lamentable, ya que un ser humano — y un patriota — no es meramente una máquina de prosperidad sino también un pensador, un constructor de cultura y un soñador de sueños. Necesita expresar su respeto, individualmente así como formando parte de una comunidad, a las cosas más elevadas. Como lo dice Isaías, “sin una visión, los pueblos perecen”. Una nación que permite poco o nada de alcance público a tan importantes exigencias de la personalidad humana es ciertamente una “cuna” defectuosa. Sin embargo, el deseo anglo-sajón de estabilidad retiene cierta percepción acerca de la importancia del “hogar”, sus necesidades, y los valores y la armonía en él. Ve que algo que asemeja a una nación es lo suficientemente vital para los hombres como para exigir sacrificios para mantenerlo. Parece admitir el país como una estructura distinta del individuo y de la estructura obvia para su desarrollo. El bagaje que proporciona a sus ciudadanos puede ser defectuoso e inadecuado, pero por lo menos les provee de algo de lo que se pueden afianzar a fin de trabajar por ciertas metas legítimas de la vida. 

Pero America creció bajo una segunda influencia, más destructiva. Se desarrolló bajo la tutela del protestantismo puritano. Este fue un maestro que entendía tan poco de la naturaleza humana, que inevitablemente envenenaba todo lo que tocaba. Aun cuando trataba de llenar el vacío que dejaba el abandono de los objetivos nacionales más elevados, lo hizo aplastando por completo la idea de nación. De esa manera amenazó al americano con la perspectiva de carecer enteramente de un “hogar” que amar.

¿Qué es lo que yace como base del Puritanismo? Un énfasis en la depravación total del hombre luego del pecado original. ¿Cómo puede un hombre salvarse de acuerdo con sus preceptos? Sólo por un acto individual de fe en el deseo de Dios de aceptar a un monstruo intrínsecamente perverso a vivir con Él eternamente. Nada de lo que un hombre pudiera hacer, bueno o malo, según el dogma puritano, puede afectar el resultado final de su trayectoria personal. 

Los resultados de esa perspectiva de vida son múltiples. Una dicotomía entre el Dios todo perfecto y los individuos enteramente perversos no admite espacio alguno para la labor de la sociedad en el plan divino. Todos los hombres son átomos ante su Dios, fundamentalmente solos en su actitud ante Él. Esta “atomización” es, quizás, el subproducto más básico del puritanismo. La presunción de las comunidades y autoridades como la Iglesia, que dicen guiar a los hombres hacia Dios, se volvieron intolerables. Los Papas y obispos, vistos desde esta perspectiva, inevitablemente van a corromper cualesquier funciones que desempeñen en este mundo perverso, y por lo tanto, no pueden ser parte del plan divino. Una “Iglesia”, en tanto una deba existir para desempeñar funciones simbólicas y reuniones de oración, se vuelve entonces meramente el instrumento de una congregación democrática de creyentes atomízados.

Los esfuerzos del hombre por transformar el universo en un “espejo de Dios” se volvieron igualmente inútiles. La música, el arte, la arquitectura, el alimento, el vestido y todo lo demás que trata de profundizar en las bellezas de un cosmos corrupto, se vuelven una abominación. Europa como un conjunto, cuyas ciudades habían florecido bajo auspicios católicos y albergado innumerables variedades del quehacer humano, se vuelve desesperanzadamente decadente. Muchos puritanos sacaron la conclusión de que la única manera en que un cristiano que teme a Dios puede sobrevivir es huyendo tan lejos de Babilonia como le sea posible, al otro lado del mar, a un Mundo Nuevo. Aquí, de manera paradójica, crearía un lugar seguro, una nueva Jerusalén, una Ciudad en el Monte, viviendo fuera y por encima del vano intento de divinizar el Universo.

Los Protestantes puritanos no necesariamente desean cambiar el concepto de “hogar”, “nación” o “patriotismo”. Ellos, también, eran ingleses, y por lo tanto sujetos al mismo conservadurismo que movía el “alma” inglesa. Además, los hábitos católicos inconscientes y la presión ejercida por mil años de vida social católica, con frecuencia les impedía poner en operación toda la fuerza destructiva de sus propias ideas. No obstante, la lógica del protestantismo puritano lo impulsó hacia sorprendentes alteraciones de la idea patriótica en América. Estaba destinada a alcanzar este fin a través de auspiciar la secularización.

La secularización fue apresurada de tres maneras por el puritanismo protestante. Una fue la de haber sostenido doctrinas tan inhumanas que hacían que el hombre se apartara de Dios con horror. Una segunda fue a través de establecer una dicotomía tan rigurosa entre Dios y el hombre como para poner en duda lo racional de toda la misión de Cristo, negar la realidad de la encarnación y alejar lo divino fuera del alcance del hombre. Por último al desdeñar tanto al mundo y ridiculizar la posibilidad de su transformación, como para liberar a la naturaleza enteramente de la dirección de Dios. Aun cuando los puritanos no buscaban ninguna de estas consecuencias, la lógica del puritanismo aseguró que así fuera. Su avance era con frecuencia ocultado al conocimiento público, en parte porque el sentido conservador llevaba a aquéllos que habían perdido la fe, a seguir refiriéndose a “Dios” y usando terminología cristiana al discutir sus ideas no cristianas, y en parte porque esos hombres ya no percibían lo que significaba su propia apostasía.

Un hombre secularizado no puede fácilmente deshacerse de las influencias que lo formaron, El “puritano secular” sigue siendo puritano en su manera de lidiar con el mundo: Esto es obvio en tres aspectos de su actitud, todas las cuales han llegado a sus lógicas consecuencias en nuestros días.

Uno puede comenzar por observar que, aun cuando ya no cree en Dios en un sentido ortodoxo, el puritano secular sigue entendiendo que los hombres son átomos, individuos en cuya vida la sociedad no juega un papel verdadero. Así como se esperaba que un hombre hiciera un acto privado, de fe en Dios, ahora se espera que haga un acto privado, de fe en sus propios objetivos, con independencia de sus congéneres. Así como antes interpretaba las escrituras de manera privada, ahora debe ser auto-suficiente al guiar su propia vida. Y así como a la Iglesia, con su abanico de autoridades, se le veía como un intruso injustificado en la relación del individuo con Dios, ahora a todas las instituciones seculares se les condena desde el mismo punto de vista. El estado, la familia, las tradiciones de autoridad en general, y la organización enemiga preferida en particular, a todas ellas se les considera culpables de una forma de allanamiento de morada. Siendo malos en sí mismos, explican la persistencia de la maldad en este planeta y puede ella sólo ser tolerada si ejerce sus funciones sujetas a la libre aceptación de los individuos, y mediante estructuras democráticas análogas a las de las congregaciones puritanas. El actual asalto de todo aspecto de autoridad, visible particularmente desde los años 1960s está relacionado directamente con esta actitud y no puede entenderse sin ella. El puritanismo secularizado y la autoridad son enemigos mortales.

En segundo lugar, el puritanismo puede todavía notarse en el desagrado que muestran los americanos ante los esfuerzos de transformar al mundo en un “espejo de Dios”. Este desagrado se presenta en dos formas superficialmente contradictorias pero en el fondo relacionadas entre sí. Muchos americanos siguen anatemizando la “alta cultura”. En el momento en que cualquier cosa, desde la arquitectura y la música hasta la cocina y la ropa, se eleva por encima de lo mediocre, la califican como absurda, despilfarro, y afeminada. Otros americanos sienten la necesidad de escaparse de lo insulso que los rodea. No son capaces, sin embargo, de afanarse por cultivar una cultura realmente seria para escapar de ello. Esto los ataría a la tradición grecorromana y católica a un grado tal que, en vez de lograrlo, los ahuyentaría de vuelta a su mediocridad. En sustitución de eso, desarrollan un nuevo tipo de “alta cultura” basada en los delirantes desvaríos individualistas de sus  torturadas mentes puritanas. Luego se sienten culpables de sus creaciones “culturales” y se justifican  haciendo referencia a  profundas  necesidades biológicas y psicológicas. El primero de los secularizados grupos de puritanos idolatra al Big Mac como el culmen del ingenio humano; el segundo, se exalta con una multimillonaria escultura de un mondadientes roto, labrada por un homosexual. En pocas palabras, tanto después de este rompimiento con la fe, como en medio de su pleno fervor, el puritano es incapaz de comprender el principio de restaurar todo en Cristo. Manifiesta su incapacidad en forma de un filistinismo o perversión. Si llega a descubrir el verdadero legado de Occidente, se convierte al catolicismo o juega descuidadamente con él como un adolescente juega caprichosamente con cosas ante las cuales debería mostrar sobrecogimiento.

Por último, el puritano secularizado no puede sacudirse de su convicción de que los Estados Unidos gozan de una protección divina, la Nueva Jerusalén, el lugar apartado por Dios para alojar a aquellos santos que han huido de Babilonia. Aun cuando Dios ya no exista para él como sí existía antes, entiende que algo parecido a Dios guía a los Estados Unidos hacia el establecimiento de la Ciudad Celestial en la tierra. La singularidad divina de los Estados Unidos ahora radica en el hecho de que este país tiene instituciones democráticas, que su aislamiento geográfico sigue separándolos de las decadentes culturas europeas y que su Pluralismo, por lo menos en lo superficial, parece proporcionar espacio para que el individuo atomizado pueda maniobrar. Aun cuando su creencia de que el mal puede ser manejado mediante la aplicación del Estilo Americano de Vida pudiera parecer indicar una ruptura con el pasado puritano, realmente no lo es. Está en la naturaleza de una doctrina tan horrible como el puritanismo, el empujar psicológicamente a alguien, de apoyar un concepto como el de la depravación total, a su exacto opuesto, exactamente como en la naturaleza de un horrible el ejercicio de la autoridad paterna estaría el empujar psicológicamente a un niño a abandonar por completo la enseñanza de sus padres. Y está también en la naturaleza del puritanismo secularizado que ha perdido su visión de Dios y del Cielo, el buscar el paraíso en el campo terrenal, habitado por átomos autónomos semejantes a Dios, que manipulan pseudo-sociedades democráticas del tipo que los Estados Unidos parecen prometer.

Nos  encontramos en el punto crucial del problema. Si America, aun en la mente del puritano secularizado, es la Ciudad Situada en el Monte, parecería eso significar que que el “hogar” es algo que merece ser protegido, pero la “nación”, entendida en un sentido tradicional, debería en sí misma ser un obstáculo para esa mentalidad. Es un lastre porque ella, también, exige el respeto a la autoridad, sea en la forma de instituciones o de costumbres y tradiciones. El verdadero patriota, por el bien del país, debe ponerle freno a su autosuficiencia y a su libertad atomizada. Está obligado a reconocer su incapacidad de proveer para sí mismo y para su familia, para comunicarse de manera sensata con una comunidad más extensa y para florecer como personalidad fuera de su cuna. Él debe aceptar que la sociedad es buena o, más bien, que las sociedades de todo tipo son buenas, pues nadie puede amar a su país y odiar las cosas que lo hacen grande. Nadie puede amar a Francia, reconociendo que la nación francesa le da un idioma, gente que entiende su forma de vida, tierra de la cual nutrirse, y un lugar donde recostar su cabeza, sin por lo menos respetar aquellas fuerzas que contribuyeron a crearla: la Iglesia Romana, las universidades, las instituciones comunales de la ciudad de París y mil otras entidades más. El verdadero patriota debe, en último análisis, estar preparado para dar su vida en la defensa de su propio cuerpo.

Pero si un puritanismo secularizado ha de triunfar, el patriota, el patriotismo, y todo el bagaje que acompaña la idea de nación debe desaparecer. El “hogar” exige demasiado, es demasiado autoritario,  demasiado reminiscente del vano esfuerzo de la Iglesia por ponerse en medio entre Dios y el individuo. Sin embargo ¿cómo podría uno tener amor por América sin dejarlo que se torne en un amor a la patria en su sentido inaceptable?

El dilema puede resolverse solamente dando una nueva definición de patriotismo en el Nuevo Mundo, una que tome en serio el puritanismo y sus preocupaciones. Un patriotismo que exija sacrificios por el bien de la cuna, y por lo tanto, ponga imposiciones sobre el individuo, es visto como algo malo. Pero un patriotismo que redefina el amor a la patria y lo convierte en una devoción hacia una serie de principios anti-autoritarios es otra cosa enteramente. Un patriotismo que recuerde al hombre que depende de su ciudad, de su lengua, y de sus conciudadanos — difuntos al igual que vivos — es considerado tan vergonzoso como despótico por el puritano. Pero un “patriotismo” que eliminara estas imágenes podría hacer una magnífica contribución para la liberación de la raza humana.

¿Cómo podría desarrollarse tal patriotismo? Transformando el prudente e ilusorio fenómeno del pluralismo en una Fe Pluralista invulnerable; insistiendo en que el nutrir la diversidad como tal es el único propósito del gobierno; elogiando a las instituciones Americanas por trabajar hacia este fin, a pesar de que históricamente, ese objetivo no haya jugado papel alguno en el programa conservador anglo-sajón, y luego explicando que Dios o cualquier otra fuerza que el hombre secularizado pudiera descubrir que opera en el universo, había establecido a los Estados Unidos y dádoles su constitución y su riqueza para propagar el individualismo atomizado. Y, por último, indicando que también el patriotismo representa el servicio a esta causa. El patriotismo ya no significa la protección de las instituciones americanas en el sentido de que sean los legítimos cuerpos con autoridad que gobiernan a los hombres en este país, sino en el de proteger a las instituciones americanas en tanto ellas ayuden a aplastar el mismo principio de autoridad, El patriotismo ya no significa protección de las fronteras americanas en y por sí mismas, sino solamente en tanto son las fronteras de la Nueva Jerusalén establecida para destruir comunidad y tradición. De hecho, vistas a esta luz, todo mundo debería — y por cierto, tiene la obligación — de establecer instituciones americanas y el “Estilo de Vida Americano”. Pero, si por alguna terrible apostasía, la Ciudad Situada en el Monte fuere a traicionar su misión, entonces todo mundo estaría  obligado a dedicarse a la humillación de América, sea que viva en Moscú, Atenas o Washington, D.C. Cierto, entonces patriotismo significaría una dedicación a cualquier otro país que adoptara la causa de la Doctrina Pluralista. En esta segunda situación, por largo tiempo inconcebible, el “patriota” debería necesariamente cometer lo que los hombres, durante el largo curso de la historia humana siempre han llamado con toda corrección traición. Y en lo que sea que hagan para promover esta forma de “patriotismo”, veremos que no aseguran la libertad sino más bien, el reinado de la fuerza bruta, el triunfo de la voluntad.

Dos conceptos cruciales para entender este análisis se han perdido para el mundo occidental en el curso del último siglo. El primero es la idea de que hay una estructura de importancia incalculable en la formación del individuo, la cual podemos llamar la “nación”, y segundo, el reconocimiento de que cada nación específica se guía por una especie de “alma”. Mi argumento es que la “nación” americana tiene un “alma” torturada y que esta alma torturada ha militado contra la construcción en los Estados Unidos del tipo de nación que el individuo verdaderamente necesita. El resultado de esta desafortunada situación ha sido un conflicto irreprimible con la religión católica.

(Continuará)
 Ver la Parte 2 en;

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