domingo, 24 de diciembre de 2017

Por qué Occidente Abandonó las Reglas Normales de Conducta.

Por qué Occidente Abandonó las Reglas Normales de Conducta.


Por A. James Gregor

Nuestra civilización ha observado orden y regla en nuestro universo y esto nos da toda razón para buscar un orden y una regla en nuestro comportamiento

Tomado de New Oxford Review
de mayo de 2017
Traducido del inglés por Roberto Hope



Desde por lo menos la vuelta del milenio, Occidente ha entrado en una época singular de tribulación. Más que un asunto de seguridad amenazada o de des-ubicación económica, por todas partes aparecen señales de una decadencia moral. Más que una simple cuestión de delitos contra la propiedad o de actos de violencia, hay una indiferencia general y sin remordimiento a la constante mengua de lo que habían sido las normas tradicionales de conducta pública y privada. Una de las evidencias más obvias e ineludibles de esta decadencia es la prevalencia del más ofensivo material pornográfico que se nos expone día con día; ninguna cantidad de objeciones parece librarnos de ella. Ahora se le considera “expresión protegida” y una parte supuestamente preciada de nuestra “diversidad” — una diversidad que de alguna manera incrementa nuestra “fortaleza.” La misma lógica inescrutable se utiliza para proteger situaciones de expresión vulgar y blasfema. Cuando en el no tan lejano pasado, la común decencia, habría impedido la exhibición pública de expresiones lascivas visuales y verbales, esas situaciones ahora se han vuelto lugar común, no sólo para ser vistas y oídas en todas partes, sino celebradas como evidencia de nuestra libertad personal. 

Lo que comúnmente llamamos la civilización occidental se ha caracterizado, desde sus inicios, por una norma más o menos común de moral pública y privada. Desde la época de los griegos pre-Socráticos, cuatrocientos o quinientos años antes del nacimiento de Jesucristo, los pensadores occidentales han tratado de elucidar las reglas que gobiernan nuestra conducta individual y colectiva, así como el razonamiento que las sustenta. En el curso de esa empresa, los pre-Socráticos hicieron toda clase esfuerzos por entender el mundo en que se encontraban. Ellos percibían un orden y una regularidad que indican fuertemente la existencia de cualidades de la consciencia. El mundo exhibe esas cualidades, y la mera reflexión sobre ellas podía desentrañar algunos de los patrones inherentes a él. La propia consciencia de esos filósofos podía generar números, y esos números podían trasladarse al universo visible. Podían usar matemáticas y con ello prever el futuro. Podían trazar las trayectorias de los cuerpos celestiales y predecir su curso. En un sentido perfectamente obvio, la mente humana formaba parte del orden de las cosas, y las cosas parecían participar de las cualidades de la consciencia. Nuestros antepasados intelectuales entendían que la realidad era más que una sustancia compleja de cosas materiales. En cierto sentido, ella formaba parte de la consciencia. Ellos veían todo como una parte de la realidad “espiritual”, la cual la razón aducía que podía ser sólo parte de una consciencia todavía más plena.

Una vez concedido esto, siguió la convicción de que la realidad observada requiere de una causa iniciadora consciente para explicar su existencia. La noción de un Creador como “causa primera” se convirtió en una característica del pensamiento griego más antiguo. Sin embargo, ni Platón ni Aristóteles arguyeron que esa Primera Causa mostrara interés aparente alguno en la cosa creada. De alguna manera, el mundo había sido puesto en movimiento como consecuencia de la voluntad del Creador, pero luego, el mundo había procedido con la total indiferencia de Éste. A pesar de todo, había, no obstante, una cualidad importante en las regularidades que gobernaban la creación. En esas regularidades, los griegos veían implicaciones para el comportamiento humano. Consideraban que la manera como se comportaban las cosas indicaba cómo debían comportarse. De una descripción de cómo se conduce el mundo, los primeros filósofos sacaron conclusiones sobre el orden apropiado de las cosas. Ellos argüían que mediante la observación, uno podía descubrir una lista de comportamientos, tanto prescritos como prohibidos, así como su justificación.

Así pues, aunque los filósofos de la antigüedad no estaban preparados para argüir que la evidencia del universo nos diera el fundamento para sostener que el Creador, como Causa Primera, nos provee de las reglas para tener una conducta correcta, sostenían que la misma regularidad ordenada de las cosas nos da el fundamento para la recta regularidad de la conducta humana. Hay orden y regla en nuestro universo y esto nos da razón para buscar un orden y una regla en nuestro comportamiento. Los filósofos argumentaban que los hombres prosperan cuando siguen reglas ordenadas de consideración, camaradería y ayuda mutua. Como el orden en la naturaleza, el orden entre los hombres tiene consecuencias discernibles y esto nos da el razonamiento para una conducta que mejora la vida. Así, aun cuando los filósofos no veían en el Creador de las cosas, al que nos provee de una lista específica de comportamientos prescritos o proscritos, ellos concluyeron que cualquiera que gozara de un buen sentido de razón, podría desentrañar tales reglas observando la naturaleza. Todo lo que se requería era buena voluntad y observación sistemática. Nuestros antepasados sostenían que este proceso, accesible a todos, podía establecer reglas generales de conducta correcta así como su razón justificante.
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Sólo con la venida de la Edad Media, los sabios cristianos lograron unir la “teología natural” de los pensadores pre-cristianos con la verdad revelada del Decálogo — para proveer de su defensa mediante la razón y la revelación. Antes de que la verdad revelada se hiciera parte de la doctrina religiosa, la moralidad razonada del platonismo y del aristotelismo proporcionaban el fundamento natural para el comportamiento público y privado, una justificación basada en evidencia observable por muchos sujetos. Aun cuando los cristianos argumentaban que la conducta humana es gobernada en última instancia por mandato divino, concedían, sin embargo, que es posible, no obstante, llevar una vida moral sin más conocimiento de lo divino que el saber que existe un Creador, la Primera Causa del ser. En efecto, los cristianos del siglo XIII argumentaban que los hombres pueden gobernar su conducta moral con las prescripciones y proscripciones que se derivan de la observación del orden del universo.

En el siglo XVIII, esas eran las convicciones que abrigaban muchos de los fundadores de los revolucionarios Estados Unidos (Thomas Jefferson prominente entre ellos). Como deístas, estaban preparados para argumentar que ese sistema ético por sí solo proveería el núcleo sustancial de una “religión civil” (“Tenemos estas verdades por auto evidentes”) que habrían de guiar el mando del comportamiento de los ciudadanos — sin la necesidad de establecer una religión sancionada y hecha cumplir por el estado. De esa manera se permitió la libertad de religión sin abandonar el fundamento para un orden moral sustentable.

En la misma época, sofistas y escépticos contemporáneos en Europa, tomando el hilo de argumentos arrastrados desde tiempos tan anteriores como el Renacimiento, se dieron a argumentar que no podemos estar más seguros de los descubrimientos empíricos acerca del mundo a nuestro alrededor que lo que podemos estar seguros de la existencia de un Creador. Llegaron a presentar argumentos que descartaban la infalibilidad de la verdad matemática, afirmando que las “verdades” matemáticas son meramente una función del lenguaje. Argumentaban que nuestras favorecidas proposiciones matemáticas no serían verdad en algún otro lenguaje hipotético. Como consecuencia, estos pensadores sostenían que las proposiciones empíricas acerca del mundo son siempre inevitablemente inciertas — y las verdades lógico-matemáticas eran simples subproductos culturales de nuestro lenguaje heredado. No podíamos depositar confianza en aserción de verdad alguna. Una verdad objetiva no puede hallarse en ninguna parte.

Si se concede todo eso, no hay base, sea empírica o divina, para sistema ético alguno. Más y más pensadores en el siglo diecinueve comenzaron a argumentar que la moral no es más que una invención y una cuestión de elección personal. Aun peor, argumentaban que, sistemas tan demandantes y restrictivos estaban dirigidos a servir los exclusivos intereses de alguna casta privilegiada, así como a suprimir la resistencia de aquéllos que eran explotados por su mando. Los primeros revolucionarios del siglo XX estaban animados por esas convicciones, expresadas por iconoclastas tales como Federico Nietzsche y Carlos Marx. El resultado fue la producción de 'religiones políticas' por los revolucionarios, a fin de fomentar un comportamiento obediente entre sus seguidores. Los revolucionarios crearon sistemas carentes de normas y valores sociales, dirigidos por líderes carismáticos — los sabelotodo autócratas del partido, identificados de diversas maneras como 'estimados líderes' o 'salvadores', que se hacían aparecer como omniscientes. Ellos, y los partidos políticos que ellos movilizaban, procedieron a emitir mandamientos que debían ser obedecidos por todos y castigados con la amenaza de muerte, encarcelación o destierro. Todos sabemos de las terribles consecuencias que siguieron al establecimiento de tales sistemas.
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En Occidente, todo esto ha sido acompañado de una clase de actividad académica inspirada. Comenzando por los pensadores del Círculo de Viena al principio de los 1930s, y después aducidos por un verdadero ejército de intelectuales, hemos sido informados de que nuestras convicciones morales no son más que preferencias personales que no tienen mayor estatus que las de otros. Se nos ha dicho ahora, que la moral no representa nada más que los prejuicios preferidos. Los educadores en nuestras universidades más prominentes nos informan que ninguna aseveración, cualquier que sea su tipo, puede jamás ser “verdadera” (salvo por la aseveración misma). Se nos dice que cualquiera y todas las aseveraciones — empíricas, lógicas o normativas — nada son en principio fuera de expresiones de preferencia basadas en la raza, la cultura la clase social o el género. 

Esto ha llevado a algunas ocurrencias sorprendentes. Recientemente, un antropólogo profesional sostenía que ninguna distinción de lo que es verdad podía hacerse entre la aseveración de la tribu indígena de los Zuni, de que la población aborigen de América del Norte surgió de la tierra espontáneamente, y la aseveración de las ciencias sociales de que los indígenas americanos emigraron caminando sobre el puente de tierra prehistórico que en un tiempo conectaba a Norte América con Asia. Decía que ambas caracterizaciones de los orígenes de los aborígenes americanos eran igualmente verdaderas, cada una desde su perspectiva propia. De manera semejante, algunos médicos occidentales insisten en que su teoría de la transmisión de las enfermedades no es más 'verdadera' que la convicción Hinduista de que la enfermedad se propaga a capricho de una divinidad o de otra. Sostienen que argumentar lo contrario constituiría un caso de 'imperialismo cultural'

El resultado directo de todo esto ha sido el abandono general de todas y cada una de las reglas prescritas de conducta. Las únicas reglas que se permiten son aquéllas que estén endosadas por las minorías raciales, las comunidades culturales históricamente “oprimidas”, o una de una multitud de géneros súbitamente descubiertos — con exclusión de todas las demás reglas. En última instancia, las “verdades”, en particular las verdades morales, se entiende que no pasan de ser elecciones hechas por individuos o por grupos con comportamiento que se conforma a sólo una sentencia: “Sé leal contigo mismo”. Ya que no hay fundamento para justificar una  conducta “apropiada”, el resultado ha sido la proliferación de comportamientos 'alternativos'  que van desde el asesinato en masa de inocentes (v.gr. de civiles no beligerantes, de bebés en el seno materno, de grupos étnicos rivales) hasta la exigencia de que se les permita a adultos “amar” a niños pre-adolescentes. Hasta ha habido exigencias persistentes planteadas de que, a modo semejante, se les permita “amar” a animales — predicado aparentemente sobre el argumento de que, ya que no hay fundamento alguno que justifique reglas públicas de conducta, a cada quien debe permitírsele que “busque la felicidad”  a su manera.

En esencia, Occidente ya no tiene una moral pública o privada que esté preparado para defender con argumentos razonables. Nuestro comportamiento individual y colectivo es sancionado solamente con la fuerza — una fuerza gobernada por ninguna otra cosa que los caprichos del electorado. Lo que es permitido es gobernado más y más frecuentemente por los prejuicios y preferencias de minorías agresivas y bien financiadas.

La actual exoneración identifica como sus enemigos a aquéllos en las iglesias. que estén preparados para defender la moral tradicional, así como a aquéllos a quienes se les han asignado las responsabilidades oficiales de mantener el orden público y de administrar lo que queda de la ley que hemos heredado. Con más y más frecuencia, los tribunales son influidos por un entorno que insistentemente se ha vuelto carente de normas y de valores sociales, una influencia que ha impactado también a nuestros políticos. Conocemos demasiado bien cuáles han sido los resultados de esto.
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En la arena internacional, las entidades políticas organizadas han comenzado simplemente a elegir sus propios enemigos, a los cuales extenúan mediante violencia ilimitada, o aíslan mediante rechazo, encarcelamiento o exilio. En nuestro propio entorno, los enemigos elegidos son destruidos mediante intimidación, mentiras, o represión. El discurso político fácil, de restaurar la seguridad o derrotar a quienes nos podrían causar daño, implica una tarea mucho más compleja y demandante que lo que la mayoría apenas comienza a imaginar. Tal restauración requeriría del restablecimiento de los fundamentos racionales de un sistema ético que sea capaz de propiciar lealtad. Lograr eso será una tarea ardua, que implica la dedicación de las iglesias y de toda la gente de fe. En su desarrollo, tendría que hacer participar a las universidades y a todas las instituciones colaterales que están dedicadas a la educación de los ciudadanos.

En el mejor de los casos, nuestra generación podrá esperar lograr apenas un comienzo — así de amplia y profunda es la decadencia moral. No sería la primera vez que la humanidad fuera levantada en un resurgimiento moral, una exigencia colectiva e incontenible de una restauración de la decencia, del sentido humano y de la buena voluntad. Sólo nos queda esperar su éxito.

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