Nuestro Deber en Tiempos de Persecución Religiosa
Por Reverendo Padre Pierre de
Clorivière
tomado de: http://www.sspxseminary.org/publications/rectors-letters-separator/rectors-letter/537.html
Traducido por Roberto Hope
Traducido por Roberto Hope
Suponemos que algún día va a haber alguna
interrupción de los males de esta revolución (suposición basada en
el estudio de las Sagradas Escrituras). Pero debido a que el mal ha
crecido a un punto tal que, sin una intervención maravillosa de Dios
-- tan maravillosa que no hay ejemplo anterior de ella -- nuestro
País nunca podría nuevamente levantarse, y debido a que esta
interrupción no parece que vaya a suceder pronto, sino que habrá
de ser concedida a tiempo para la conversión de los judíos y de los
infieles, no hablaremos de esta interrupción como de algo
incuestionable. Antes de proponer opinión alguna sobre este asunto,
expondremos lo que parece ser apropiado para el caso de que no se
restablezca un orden de cosas que sea favorable para la religión.
En tiempos de persecución menos
violenta, pero durante los cuales la religión y quienes la
profesan permanecen no obstante en un estado de opresión y
sufrimiento, varias cosas son especialmente necesarias.
Para mantener entre el pueblo Cristiano
el orden y la pureza de la fe y la uniformidad de comportamiento, y
para lograr auxilio y consolación para los fieles, debe mantenerse
el orden jerárquico. Este orden permite el apoyo y la propagación
de la religión en un país, y es la principal contribución para
restablecer el reino de Dios y la preservación de la fe de muchos.
El celo de nuestros obispos les hará, de ser necesario, desdeñar el
peligro y las inconveniencias de una vida de pobreza como la de los
primeros discípulos de Jesucristo. Por su parte, los fieles por su
amor a la religión y aun a riesgo de sus vidas, reconocerán su
propia obligación de proveer para el sustento de la jerarquía con
todo lo que sea necesario para el ejercicio de su ministerio
pastoral.
Otro cuidado importante será el de
proveer a esta infeliz nación con un número suficiente de
sacerdotes, y no hay trabajo más esencial que el de dar a los
candidatos al sacerdocio los medios para que se preparen
perfectamente. Será necesario hacer todo lo posible por mantener
el interés por la salvación de las almas, no sólo entre los
clérigos sino también entre los fieles. Los cristianos, y
especialmente los sacerdotes, deben estar preparados para
sacrificarse por el bien espiritual de sus hermanos, especialmente
cuando la necesidad es más urgente. Si no tienen el valor para
hacer el sacrificio, se harán responsables ante Dios por la sucesión
de males que, con un poco de interés, habrían atajado. Que todos
los que se sientan más fuertemente atraídos a Dios se apresuren a
mostrar este celo, pues los primeros en dar el ejemplo merecen una
corona más gloriosa. Pero deben aspirar sólo a la gloria de Dios y
estar preparados para sufrir. Su valor debe aumentar conforme los
obstáculos se multipliquen, y deben encontrar su fuerza en el
abandono total en la manos de Dios. Aquéllos que propondrían
objetivos puramente humanos y que buscarían descansar no están
aptos para la obra de Dios. Lo que se necesita son trabajadores que
cuenten solamente con Dios y que, sin preocuparse de las cosas visibles,
tengan sus ojos puestos constantemente en las cosas eternas. La
empresa es muy grande y, tenga el éxito que tenga, podrá ser muy
feliz sólo para aquéllos que se dediquen a ella. Y no basta
trabajar para la generación presente, es también necesario pensar
en las generaciones futuras para preparar los medios para la
salvación de ellas.
Debemos insistentemente recomendar a
los fieles que tengan cuidado constante en la educación de sus
hijos. La preservación del depósito de fe depende de este cuidado,
y sin él todos los demás cuidados serán inútiles. Este cuidado
debe extenderse a todos los niños, de ambos sexos, desde una edad
temprana hasta que estén enteramente formados.
Deben ser instruidos cabalmente acerca
de las verdades y la evidencia de la religión cristiana, y no
quedarse satisfechos con una instrucción rutinaria y superficial,
como suele hacerse con demasiada frecuencia. Es necesario que los
niños, de acuerdo con las capacidades de su edad y de su espíritu,
sientan algo de la belleza, de lo sublime, de la admirable coherencia, y de la
excelencia de todas las verdades cristianas, y que conciban lo
deplorable que es la ceguera y la desventura de aquéllos que rechazan
estas verdades para acoger mentiras. Todos aquéllos que, entre los
fieles, tienen algún talento, no hallarán una mejor manera de
emplearlo para el bien de la Religión y el agrado de DIos, que
poniéndolo al servicio de la instrucción de los jóvenes, para
inspirarlos con sentimientos cristianos que los preserven de la
corrupción e incredulidad de nuestros tiempos.
Sería muy deseable que todos nosotros
tuviéramos la misma forma de ver, hablar y comportarnos. Eso sería
posible si todos permaneciéramos constantemente unidos a principios
verdaderos, que no varían y son iguales para todo tipo de gente.
Pero ¿cómo podemos esperar tal cosa, si desde los comienzos de la
Iglesia San Pablo se quejaba de que aun entre los ministros del Evangelio, había muchos que se le oponían, que preferían sus
propios intereses por encima de los de Jesucristo, y que adulteraban
la palabra de Dios?
La debilidad, los sentimientos humanos,
una falsa compasión, el ejemplo y el peso de la autoridad de
personas que han caído en el error ellos mismos -- todos estos
factores alejan a gran número de personas de los principios
verdaderos y los conducen a desviaciones de las cuales les cuesta
mucho trabajo apartarse.
Aquéllos que están de lleno en el
camino de la verdad deben aguantar pacientemente a aquéllos que son
engañados a fin de evitar romper la unidad, mientras la Iglesia no
los haya condenado y su error no sea tal que lleve obviamente a las
almas al abismo. Pero la condescendencia de los que siguen la verdad
no puede llegar hasta transigir con doctrinas erróneas y
perniciosas; deben tratar de apartar de ellas al mayor número
posible de almas. Deben esparcir la luz verdadera, oponerse a
mentiras y engaños, y todo esto en un espíritu de gentileza y
caridad, con cuidado de exculpar al prójimo y de ser indulgente hacia
aquéllos que muestren un deseo de volver a la verdad.
Los verdaderos principios son aquéllos
que fueron enseñados siempre en la Iglesia Católica, aquéllos que
se conforman con las doctrinas del Sumo Pontífice, aquéllos que
están basados en razones sólidas y luminosas.
Aquéllos que no sostienen los
principios verdaderos se dejan gobernar por sus propias debilidades,
sus temores, o por ejemplos o decisiones acordes con sus
inclinaciones naturales. El mal que resulta de ello es incalculable;
son seducidos a hacer lo que es pernicioso y, sin quererlo, cooperan
con los enemigos de la religión. Una conducta firme y valiente
hubiera atajado el contagio, por lo menos parcialmente. La mayoría
ha errado más por debilidad que por malicia. Recemos por que puedan
admitir su error. Quisiéramos exculparlos tanto como fuera posible,
y sería con gran alegría con que los viéramos reconsiderar sus
pasos y les ayudáramos a reparar el daño que se han hecho a sí
mismos y a los fieles por haberse alejado de la rectitud evangélica.
Que el pasado nos enseñe; el enemigo
no cesará de ponernos trampas, uniendo el engaño a la violencia, a
fin de turbar por seducción a aquéllos a quienes él perdió la
expectativa de dominar por miedo. Convenzámonos de que el único
medio de preservarnos de estos obstáculos es hacer una profesión
abierta y valiente de nuestro apego a la religión, aceptando por
adelantado todo el sufrimiento que esta profesión pudiera traernos,
y hasta considerándolo un gran bien.
Virtudes
necesarias en tiempos revueltos.
En una época en
que la Iglesia no está menos confrontada por la furia de sus
enemigos que en sus primeros años, se requiere una gran virtud en
sus hijos, Una virtud mediocre no puede bastar para seguir siendo
discípulos de Jesucristo; se necesitan de mayores gracias, mayores
luces, en proporción a la multiplicación de los enemigos visibles
e invisibles contra los cuales debe defenderse en todas partes. Como
el objetivo que esos enemigos buscan es siempre perverso, estarían
muy débiles para la conquista si no se armaran de mentiras. Hijos
de la vieja serpiente, se enrollan en palabras que parecen
inofensivas, y atrapan a los imprudentes en redes de ambigüedades.
Aun así, se necesita gran discernimiento para reconocer, de entre
aquéllos que gozan de alguna reputación de ciencia y de piedad, a
aquéllos que deben ser consultados, qué grado de confianza merecen,
y qué tan lejos podemos ir siguiendo su consejo. Por no haber hecho
esto, muchos que han seguido ciegamente a guías ciegos han caído con
ellos. Aun con relación a cosas que son abiertamente malas o
falsas, podemos ser llevados al engaño por la autoridad personal de
aquéllos que los apoyan o defienden, por el ejemplo de la mayoría o
por miedo de hacernos demasiado notorios. Comenzamos por dudar: lo
que antes nos parecía una verdad incuestionable ahora nos parece más
problemática, acabamos adoptando lo que inicialmente nos
horrorizaba.
Sólo la luz
divina y una gran iluminación, una ayuda muy poderosa, puede
protegernos contra esos peligros. Qué deberíamos hacer para
obtener esa gran iluminación, esas fuertes y abundantes gracias? En
épocas en que se clama la Justicia Divina por una magnitud
desbordante de crímenes, debemos, conforme a las reglas de equidad,
hacer nuestra parte por satisfacer su Justicia Divina, y no podemos
esperar que Dios nos distinga por los efectos particulares de su
misericordia, si no nos distinguimos por una fidelidad más generosa
en servicio Suyo.
Debemos
excitarnos por la gloria de Dios y la caridad hacia el prójimo.
Tener una virtud que sólo sea común pudiera bastar para salvarnos a
nosotros mismos, pero no salvaremos a otros. Es necesario adquirir
mayor mérito ante Dios mediante una vida más santa, por el peso que
el entusiasmo y la confianza darán a nuestras oraciones, y atraer la
misericordia de Dios por medio de un desdeño generoso del tipo de
vida y de todo lo que el mundo busca. Un acto de ardor de Phineas
obtuvo el perdón para su pueblo; Aaron, con incensario en mano,
detuvo la venganza divina; cinco hombres justos habrían salvado a
Sodoma.
Ciertas virtudes
son necesarias más particularmente en tiempos de persecución, para
vivirlos sin debilitarnos. Primera de todas es la pobreza de
espíritu tan recomendada por los Santos Evangelios. Aun cuando
desprenderse de corazón de las cosas de este mundo es requerido de
todos los cristianos, hay circunstancias en que se hace necesaria la
renuncia. Esto era muy frecuente en los primeros tiempos de la
Iglesia, cuando se amenazaba a los fieles con perder sus bienes y ser
reducidos a la indigencia si no adoraban a los ídolos. Vivimos en
una época en que el espíritu de pobreza será más necesario de lo
que ha sido en muchos siglos. La razón es obvia, ya hemos visto el
comienzo de los sacrificios necesarios. Pero, por otra parte
¿cuántos llamados cristianos han seguido la bandera de la impiedad
por temor a pérdidas temporales, por el amor a sus bienes que reina
en sus corazones? Es por lo tanto muy necesario mantener un
desprecio sincero por estos bienes que no hacen a un hombre más
grande; poseer estos bienes sin apego, que requiere que nos
ejercitemos en privarnos de ellos; usar estos bienes con sobriedad y
sin hacernos esclavos de la comodidad que nos proporcionan; saber
cómo cuidarlos con esmero pero sin ansiedad, y estar preparados para
separarnos de ellos sin lamentarlo. Estos bienes son como la lana
del borrego, de la cual es bueno que se le descargue cuando se hace
demasiado pesada. Para el cristiano que entiende y acepta el tesoro
de la pobreza evangélica el mundo no posee los mismos peligros y,
cuando es tentado, obtendrá victorias gloriosas.
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