jueves, 1 de enero de 2015

Los Laicos en la Iglesia

Los Laicos en la Iglesia


Por Frank J. Sheed

Este documento fue presentado ante el segundo Congreso Mundial por el Apostolado de los Laicos celebrado en Roma del 5 al 13 de octubre de 1957.

Tomado de http://www.catholicculture.org/culture/library/view.cfm?recnum=7864

Traducido del inglés por Roberto Hope

I. 
Sabemos que la Iglesia tiene dos divisiones, el clero y el laicado.  Los laicos son los de menor rango, si es que puede decirse que tienen rango alguno, pero en número son la gran mayoría.  Es acerca de la función de ellos en la Iglesia de lo que voy a hablar aquí.  Siendo miembros del Cuerpo Místico por el bautismo, tienen por función suprema el tomar parte, una parte pequeña pero real, en el ofrecimiento del Santo sacrificio de la misa.   Nada más de lo que hace un laico puede compararse con eso en su grandeza.

Del Sacerdocio de los Laicos — de lo que quiere decirse, por ejemplo, por meum ac vestrum sacrificum — otros dirán; maestros en teología y en la vida espiritual. Yo hablaré de lo que es el laico por su confirmación — milicia de la Iglesia Militante.  La iglesia en la tierra está en guerra; es por lo tanto un ejército.  Sus oficiales son el clero, nosotros somos la tropa, la simple soldadesca.  Debemos considerar nuestro papel en la guerra.

Para comenzar, debemos entender de qué se trata esa guerra.  Está luchándose no simplemente por engrandecer a la Iglesia, sino para atraer almas a su unión con Cristo.  Es la más extraña de las guerras, en la que se lucha por el oponente, no contra él.

Todo no creyente, así como todo católico, es un ser con un alma inmortal, hecha a la imagen y semejanza de Dios, por la cual murió Cristo.  No importa cuán hostil contra la Iglesia o contra Cristo pueda ser el no creyente, nuestro objetivo es convertirlo, no simplemente derrotarlo, y mucho menos destruirlo.  Nunca debemos olvidar que el demonio quiere llevar su alma al infierno al igual como lo quiere con la nuestra, y debemos luchar contra el demonio por esa alma. Podemos vernos forzados a oponernos a un hombre para evitar que ponga almas en peligro; pero siempre habremos de querer ganárnoslo, por la salvación de su propia alma.  Está en el poder del Espíritu Santo que debemos luchar, y Él es el amor del Padre y del Hijo; en la medida en que los soldados de la Iglesia peleen con odio, estarán luchando contra Él.

¿Quién debe enseñarles estas verdades?
Esta guerra se lucha con muchas armas, pero la principal es la Verdad.  Pues verdad es ver la realidad tal como es.  Los hombres que no saben lo que es Dios, lo que es el alma del hombre, cuál es el propósito de la vida y qué sigue a la muerte, simplemente no están viviendo en el mundo real.  Y ésta es la condición de la gran masa de la raza humana, Necesita que se le enseñen las verdades de Dios; del orden espiritual; del mundo por venir, pues los hombres no pueden vivir de acuerdo con una realidad que no ven — ni nos atrevamos a culparlos de no vivir una realidad que jamás les hemos enseñado.  Ante todo. deben llegar a ver y conocer a Cristo Nuestro Señor, en quien toda verdad está contenida y por quien se anuncia a los hombres.

Aquí debemos detenernos un momento a reflexionar sobre un hecho sencillo. Vivimos en un mundo muy ruidoso; nunca ha estado tan lleno de bullicio. El radio está encendido todo el tiempo y también la televisión; están los cines, los eventos deportivos, las revistas de publicación masiva, y nos inundan con periódicos; los automóviles corren por todo el rededor, las aeronaves cruzan el cielo.  En todo este estruendo ¿cómo puede oírse la verdad, la verdad revelada? Tenemos un gran Papa [en ese entonces era Pío XII, N. del T.], que expresa la verdad de una manera profunda, pero la gran masa de la gente jamás oye lo que él dice, simplemente no puede oir lo que él dice. Y así es con nuestros obispos, nuestros grandes predicadores y escritores — su voz puede llegar sólo a una pequeña minoría, con respecto al resto, están perdidos en el torbellino.

Sólo hay una voz que puede oírse, quitando la voz de la conciencia, y es la voz del hombre que le habla a su amigo — hablando con el vecino, con el hombre con quien se trabaja, con el hombre con quien se juega, con el hombre con quien se viaja.  Esa voz, y sólo ésa, puede lograr obtener la atención. Es por lo tanto esa voz de la que depende el ganar esta guerra en nuestro tiempo y en donde nos encontramos. El clero debe instruirnos a nosotros los laicos; a menos que aprendamos de ellos, sólo habrá pérdida también para nosotros; pero los laicos debemos transmitir el mensaje de uno en uno, a los no creyentes de uno en uno. Las reuniones tienen su lugar, y debía haber más de ellas, pero la lucha diaria, de minuto a minuto, sólo es posible si cada Católico está equipado para llevar la verdad a la gente con quien trate personalmente.

Para esto el laico debe estar equipado, sobre todo con las verdades acerca de Dios y del alma y de la próxima vida y de Cristo nuestro Señor.  No es necesario que esté adiestrado para argumentar, o que sea capaz de probar la existencia de Dios o la espiritualidad del alma, por ejemplo.  Lo esencial es que sepa lo que las mismas verdades significan, y la diferencia que ellas producen; y no sólo saber estas cosas, sino ser capaz de expresarlas.

Sin expresarla, la verdad permanece muda en nosotros, sirviendo a nadie más que a nosotros mismos.  Primero aprendemos la doctrina, luego comenzamos de nuevo otra vez aprendiendo a expresarla, pues hay una gran brecha entre ver y expresar las realidades espirituales. Debemos sobre todo estudiar la mente a la cual van a ofrecerse las doctrinas — lo que ella ya contiene y de lo que carece, cómo funciona, las palabras que conoce.

Pero la forma de expresarlas no es el problema inmediato; demasiados laicos no conocen suficientemente bien estas verdades para expresarlas aunque sea mal. Saben, o por lo menos les han sido enseñadas, las maravillosas fórmulas del Catecismo en las cuales se consagran esas verdades, pero no comprenden lo que las fórmulas en realidad dicen; y por lo tanto no pueden presentarlas de manera que otro hombre sea convencido de que vea su belleza, y mucho menos de que entienda la diferencia que harían en su vida si las aceptara.

Consideren la comprensión que el laico promedio, no especialmente instruido, tiene de la doctrina de la Santísima Trinidad. Sabe que hay tres Personas en un solo Dios, y que las Personas son llamadas el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.  Pero esto es casi todo lo que sabe, seguramente es todo lo que puede expresar en palabras.  Siempre que va más allá, hace retorcerse al teólogo. ¡Qué tan seguido hemos oído a algún laico decir: “Pobre Espíritu Santo, lo olvidamos tanto”!. En otras palabras, se tiene lástima del Espíritu Santo porque no le damos la atención suficiente, de modo que simplemente Él tiene que conformarse con la compañía del Padre y del Hijo.

Esto, dice usted, es una bárbara sandez, que sólo puede oírse de labios de un católico muy mal instruido. Pero el católico mal instruido es frecuentemente una persona con buena educación secular.  Uno ha conocido a profesores universitarios católicos... Fue, en efecto, un laico muy importante quien, habiéndosele preguntado cómo podría Dios estar en tres Personas, contestó “Dios es omnipotente, y puede estar en tantas personas como Él quiera”.  Yo, como miembro de la Cofradía de Evidencia Católica, que lleva a cabo reuniones al aire libre en Hyde Park y en toda Inglaterra, soy uno de esos que examinan a grandes números de laicos que se unen a la Cofradía a fin de recibir instrucción para su obra. Tengo registro de un diálogo que oigo frecuentemente:

Se le pregunta al alumno si Dios murió en la Cruz. Contesta instantáneamente “Sí”. Luego se le pregunta “¿Que pasó con el universo mientras Dios estuvo muerto?” En casi todos los casos la respuesta es que no fue Dios quien murió en la Cruz sino la naturaleza humana de Cristo. Esta es una forma de la herejía Nestoriana. Fue condenada hace quince siglos en el concilio de Éfeso, pero aun los católicos educados siguen cayendo en ella cuando se les presiona. He dicho que ésta es la respuesta que dan casi todos. De cuándo en cuándo recibimos una respuesta diferente — “Fue sólo la segunda persona la que murió en la Cruz, las otras dos sobrevivieron y sostuvieron el Universo hasta su Resurrección”. Como noción de la Santísima Trinidad ésta llega los límites de la fantasía.

He seleccionado tres ejemplos de entre docenas; todos ellos ilustrando la infeliz realidad de que los laicos católicos con frecuencia no dan evidencia de comprensión alguna de la doctrina de la Trinidad, y ciertamente no pueden hacer que la acepte ningún otro hombre. Pero la Trinidad es Dios; lo que no es la Trinidad no es Dios. El soldado de la Iglesia es casi incapaz de luchar con efectividad a menos que lo haga mejor.

Hay un sector de la humanidad con relación al cual nuestra inhabilidad de hablar de la Santísima Trinidad de manera inteligente es especialmente vergonzosa así como especialmente desastrosa — específicamente los judíos. El judío es monoteísta hasta la médula de los huesos, y la doctrina de la Trinidad se le planta como un león en su camino, precisamente porque parece negar la unicidad de Dios a la cual se ha aferrado a través de los siglos y de los milenios. Si le pregunta de ella a sus amigos católicos, o se niegan a contestarle o se embarcan en una explicación que le deja convencido de que los católicos, en efecto, creen en tres Dioses, ya que ellos llaman Dios al Padre, Dios al Hijo y Dios al Espíritu Santo, al tiempo que son enteramente incapaces en absoluto de dar una luz sobre cómo éstos tres pueden ser un solo  Dios.

No estoy sugiriendo, por supuesto, que todo laico católico deba ser capaz de hacer una exposición teológica completa, sea de éste o de cualquier otro de los dogmas de la Iglesia. Pero sí estará fallando como soldado si no puede hablar de ellos inteligentemente, transmitiendo lo suficiente de su significado y de su importancia, por lo menos para despertar el interés del otro hombre, y posiblemente lograr que acuda a un sacerdote a que le dé mayor instrucción.

Estamos inclinados, nosotros los laicos, a consolarnos con la seguridad de que la teología es para el clero, y de que cumplimos nuestro deber dando un buen ejemplo. Pero sería un soldado muy peculiar aquél cuyo deber fuera sólo el de dar un buen ejemplo. Es de un valor enorme que lo hagamos, pero en sí mismo es insuficiente. Los no creyentes con frecuencia se impresionan con la bondad, la amabilidad y la falta de egoísmo de algún católico que ha cruzado su camino — impresionados hasta el punto de preguntarse si su excelencia no tendrá algo que ver con su religión. Entonces le piden que les explique su religión. Si contesta inteligente y persuasivamente, el resultado será bueno, el episodio podrá acabar por lograr que el no creyente reciba instrucción de un sacerdote. Pero si el católico contesta sandeces, entonces el no creyente acabará por irse, tan convencido como antes de lo bueno que es ese católico, pero también de que su religión nada tiene que ver con eso.

Toda experiencia parece demostrar que nosotros los laicos no enseñamos mucha verdad a nuestros conocidos.  Lo que es más notable es que en nuestra falta de enseñar no nos damos cuenta de un falta a nuestro deber. Si en cualquier grupo, que se reúna en cualquier parte, en nuestra ciudad, o en un tren o en un barco o en un avión — sucede que hay un comunista, todo el mundo lo nota de inmediato. Si sucede que hay un católico, la probabilidad es que de plano nadie lo descubra.  El comunista se consume con una pasión de propagar las doctrinas que considera verdaderas; el católico no tiene esa pasión. No es que amemos la fe menos que el comunista ama su comunismo.  Hay otra prueba de amor además de la voluntad para ganar conversos; esa es la disposición a morir.  Y los católicos siempre han mostrado esa disposición en la medida más heróica. En aquellas partes del mundo donde la fe puede ser servida entregando la vida, la Iglesia tiene sus mártires. Pero en la mayor parte del mundo eso no es así.  Lo que la Iglesia necesita de nosotros no es nuestra vida, sino nuestro testimonio, el testimonio de nuestra vida y el de nuestras palabras.

¿Por qué nosotros los laicos fallamos en dar testimonio con nuestras palabras? Casi invariablemente el laico quisiera pronunciarse por la verdad — no convencer a otros de aceptarla, esa idea difícilmente se le ocurre — o por lo menos defenderla de los ataques. ¿Por qué permanece en silencio? Usualmente por una sensación de que no la conoce lo suficientemente bien, de que si se pone a discutir, perderá.  Y esto es probablemente cierto. Pero ¿por qué no está equipado para este deber tan urgente? Porque la mayoría de los católicos no ven lo que es la naturaleza de la guerra ni cómo podrían ayudar a ganarla.

No ver hechos tan obvios significa que no han usado sus ojos. Bien se ha dicho que si no usamos los ojos para ver, los usaremos para llorar.  La Iglesia, lo sabemos, al fin habrá de triunfar. Pero en un tiempo y en un lugar determinado ella puede ser derrotada. En nuestro tiempo y en donde vivimos no parece estar triunfando.

Pues no se necesita ser un gran experto militar para predecir el resultado de una guerra en la que un gran número de los soldados no pelean, ni siquiera saben que hay una guerra. Los oficiales son esenciales, y la obediencia a ellos es esencial.  Pero un ejército en el que sólo los oficiales pelean es probable que no tenga un éxito espectacular en guerra alguna, y menos en la guerra que la Iglesia está peleando por las almas de los hombres.  Pues la gran masa de la gente que estamos luchando por ganar jamás ven a un oficial ni oyen la voz de un oficial. Nos ven a nosotros.  Sería exageración decir que oyen nuestra voz.

II.
Un laico no sólo es soldado, es un hombre; y como en todas las guerras, su calidad soldadesca dependerá de la calidad de su hombría.  Hemos hablado de lo que el católico debería estar haciendo para ayudar a otros a alcanzar su salvación. Hablemos ahora de lo que el laico debería estar haciendo en el campo de la doctrina para su propio bien espiritual, para su desarrollo como miembro del Cuerpo de Cristo. Comencemos al nivel más elemental.

Todo hombre es una unión de materia y espíritu. Hasta aquí no hay diferencia entre el laico y el sacerdote; ambos tienen la misma estructura humana, las mismas necesidades humanas. Como objeto material, el cuerpo de un sacerdote en nada difiere del cuerpo de un laico.  Ambos necesitan de alimento, y perecerían sin él; ambos necesitan de luz y no pueden vivir sin ella.

Todo eso es tan obvio que pueden ustedes pensar que estoy llevando al extremo mi promesa de comenzar a un nivel elemental.  Parece demasiado elemental para de plano tener que decirse. Pero nos lleva a un punto que, siendo igualmente elemental, no siempre es reconocido por los laicos. Saben que, como objeto material, el cuerpo de un sacerdote y el de un laico no difieren.  No siempre se dan cuenta de que, como objeto espiritual, el alma de un sacerdote y la de un laico tampoco difieren. Ambas son espíritus que constituyen el principio de vida del cuerpo; ambas tienen las facultades de intelecto y voluntad; ambas están en contacto con el mundo exterior a través de los sentidos del cuerpo. De ahí se desprende que ambas tienen las mismas necesidades — las mismas necesidades personales, por supuesto, no las mismas necesidades para desempeñar su cargo. El sacerdote tiene un cargo que el laico no tiene y poderes y deberes que van con el cargo.  Pero en lo que el alma  necesita simplemente por ser un alma humana, no hay diferencia.

Así pues, por tomar el ejemplo más obvio, todas las almas, laicas y clericales, necesitan de Bautismo, Confirmación, Penitencia, Comunión y Extrema Unción.  Para cumplir esta función en la Iglesia, el sacerdote necesita recibir el Orden Sacerdotal; para cumplir esa otra, menos elevada, función, de la cual depende la continuación de la Iglesia, el laico necesita del Matrimonio.

Todas las almas, simplemente por ser almas humanas, necesitan de la Verdad, de la verdad revelada. Debido a que el sacerdote tiene el deber oficial de enseñar la verdad, tiene una obligación mayor de aprenderla y dominar su exposición. Pero como bien para uno mismo, la verdad revelada es igualmente buena para todas las almas, todas por igual sufren una pérdida por no poseerla, o por poseer menos de ella que lo que está disponible.

La verdad no es simplemente un arma a ser usada en la guerra por ganar las almas de otros.  Es alimento para la mente y es luz para la mente; sin ella nuestra propia mente carecerá de alimento y de luz.

Es alimento. Nuestro Señor le citó el Deuteronomio al demonio: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios”.  Las palabras que Dios expresa — mandamientos para nuestros actos, verdades para nuestra vista — son más vivificantes, más nutritivas aún que el pan que nutre a nuestro cuerpo. Pues el intelecto existe para conocer la verdad, y nada más lo puede nutrir, y las verdades supremas están por encima del intelecto o del poder de hombre alguno para descubrirlas. Pueden ser conocidas por el intelecto, y por lo tanto nutritivas para el intelecto, solamente si Dios las revela. Es una peculiaridad del alimento el que sólo nutre a aquéllos que lo comen; no somos nutridos por el alimento que alguien más ha comido. La teología que conocen los teólogos no nutre al laico haste que él también la aprenda.  Pero la necesidad personal de su alma para alimentarse es tan grande como la de ellos,

Por lo tanto, la verdad es buena.  La verdad también es luz: poseyéndola vemos la realidad como es, vivimos mentalmente en el mundo real. ¿Cómo hemos de ver la realidad tal como es? La mayor parte de ella para nada puede ser vista por los ojos del cuerpo.  Nuestros ojos corporales no pueden ver a Dios o el orden espiritual o el mundo por venir. Y no obstante que la mente, utilizando sólo sus poderes naturales, puede ver algo de ésto, lo que puede ver es sólo un fragmento de la realidad. La mayor parte puede saberse sólo si Dios la revela.  Aquéllos que no saben las cosas que sólo pueden conocerse por revelación están viviendo tan solo en un suburbio de la realidad; es patético que pudieran pensar que están viviendo en la totalidad de ella.

Así pues, el hombre enteramente ajeno a la verdad revelada está viviendo una vida desnutrida y en la obscuridad.  El católico nunca puede vivir en tal pobreza. Tiene la Sagrada Eucaristía como su alimento, y algo de las verdades de la revelación que no puede dejar de conocer.  Sin embargo, en tanto no haya comprendido la realidad que las doctrinas tienen por objeto traerle, estará, en el mejor de los casos, viviendo una vida subalimentada y a media luz.  Entre el no creyente que no acepta la doctrina de la Trinidad y el católico que la acepta pero que no sabe lo que significa, la diferencia no es tan grande como pudiéramos querer. Aceptar la doctrina como verdadera — y aun estar dedicado a ella — pero sin tener una verdadera comprensión de lo que significa, hace imposible nutrirse de ella, imposible de ser iluminado por ella.

Religiosamente es analfabeta.  Antes de la invención de la imprenta, el analfabetismo era casi universal; hasta los nobles, hasta los reyes, no sabían leer. Sólo los clérigos sabían leer.  En el orden secular esa condición dejó de existir. Pero en el orden religioso sigue existiendo — sólo los clérigos pueden leer.  Hay, por supuesto, laicos que sí pueden, pero son una muy pequeña proporción del cuerpo entero como para alterar la regla general.

El analfabetismo religioso era bastante malo cuando de todas maneras prácticamente nadie sabía leer.  Pero lo que ahora tenemos es más extraño y más peligroso. Ser secularmente letrado pero religiosamente iletrado produce un desbalance en el hombre.  Se encuentra con dos ojos que no se enfocan — un ojo agudo que ve la vida como la ve el mundo y un ojo débil que ve la vida como la fe declara que es.  La tentación es apabullante de cerrar uno de los ojos, y naturalmente será el más débil.

No es estrictamente necesario, decimos a manera de defensa, que el laico sepa teología. Sólo el amor es esencial. Pero ¿cómo puede uno amar a Dios y no querer saber todo lo que pueda saberse de Él? El amor desea conocimiento y el conocimiento sirve al amor. Cada verdad que aprendemos de Dios es una nueva razón para amarlo.  Después de todo, la razón de amar a Dios no es que nuestros maestros lo amen y nos comuniquen su amor: es que Él es digno de amor, y que nosotros podemos saberlo. Será sujeto de nuestro amor sólo sabiendo lo que Él es. El amor debe fluir a las emociones; no debe tener su raíz en ellas.  El amor no es enteramente amor mismo ni es invulnerable, a menos de que también se tenga conocimiento de su objeto.

Lo que aplica al amor de Dios aplica a todo amor — nuestro Señor y su Madre, por ejemplo. Aplica al amor a la Misa.  La función suprema del laico, lo hemos afirmado, es la parte que le toca — pequeña en comparación con la del sacerdote, pero real — en el ofrecimiento de la misa. Pero ¿cuántos de nosotros ven eso como la cosa suprema que hacemos? Muchos de nosotros piensan que difícilmente vale la pena ir a misa entre semana si por alguna razón no vamos a recibir la comunión.

Observe la frase “ir a misa”. Es miserablemente inadecuada: parece decir que hacemos todo lo que se requiere de nosotros con sólo estar ahí. Pero no se trata de que simplemente nos sentemos, nos paremos y nos hinquemos devotamente mientras se ofrece la misa.  Se trata de que nosotros la ofrezcamos.  Y si no hemos comprendido lo que la Iglesia tiene que enseñarnos de la Santísima Trinidad, nada sabremos de lo que se está ofreciendo en la misa, o a quién se le está ofreciendo, o por qué. No sabremos lo que estamos haciendo — condición increíble para cualquiera que hace un ofrecimiento.

Volviendo a nuestra primera pregunta ¿qué clase de soldado será un católico que no esté instruido? Dando tumbos en la obscuridad y ni siquiera dándose cuenta de que está obscuro, desnutrido y ni siquiera con hambre de recibir más, no está en condición de enseñarles a otros la realidad. Sólo un laicado que viva enteramente en la realidad estará equipado para mostrársela a otros y convencerlos de que quieran también vivir en ella. Esa es la guerra de la Iglesia.

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