Oh,
Concilio ¿donde está tu infalibilidad?
Tomado de
http://www.harvestingthefruit.com/o-council-where-is-thy-infallibility/
por Louie Verrecchio
Traducido por Roberto Hope
“Que un concilio ecuménico que
satisfaga las condiciones arriba enumeradas (que haya sido convocado
por un papa, presidido por él o por su legado y cuyos decretos
reciban la aprobación del papa) es un órgano de infalibilidad
no será negado por nadie que admita que la Iglesia está dotada
de autoridad doctrinal infalible.”
Esto es según el artículo sobre
infalibilidad de la Catholic Encyclopedia de 1917.
Entonces, qué nos dice esto acerca
del peso doctrinal de los decretos del Segundo Concilio Vaticano,
concilio ecuménico que reunió todas las condiciones arriba
mencionadas?
¡Absolutmente nada! Y es
precisamente por esta razón que es tan instructivo.
Vean: la idea de Juan XXIII de
emplear un concilio ecuménico, esta tan profunda y sublime expresión
del magisterio infalible, cuando ninguna crisis doctrinal acosaba a
la iglesia, para fines estrictamente pastorales, intencionalmente
libre de cualquier intento de, ya sea definir doctrina o condenar
error, es en sí misma una novedad que en una era eclesial más
saludable no podría sino haber reflejado pobremente sobre su
causa.
¿Qué, entonces, debe uno colegir
acerca del ejercicio por el Papa Juan de la autoridad investida en el
Oficio Petrino?
Las analogías fallan pero,
imagínese utilizar un ariete para pasar por una puerta que usted
afirma no tener intención de destruir, y esto cuando usted trae la
llave en el bolsillo. No sólo sería enteramente ilógica esa
decisión sino que también sería una violación de la naturaleza
del instrumento utilizado.
La naturalesa de un ariete es lograr
entrada por medio de destrucción; la naturaleza de un concilio
ecuménico es enseñar infaliblemente por medio de algún decreto,
definición y condenación. Según los fines declarados por Juan
XXIII, con toda seguridad habría él podido utilizar cualquier
número de otros instrumentos fácilmente disponibles que encajan
mejor con el intento pastoral del Concilio como fue propuesto.
Por ejemplo, podría haber
averiguado entre los obispos del mundo sus sugerencias con respecto a
qué temas pudieran ser tratados (como de hecho lo hizo), resuelto las
preocupaciones más tradicionales de los obispos (cómo al cabo tuvo
lugar en las sesiones del Concilio), tomado la causa progresista
(procediendo como lo hizo la mayoría de los Padres del Concilio), y
simplemente promulgando una Exhortación Apostólica semejante en
estatura a la que el Papa Francisco acaba de darle a la Iglesia.
¡Pero no! El Papa Juan XVIII, y de
igual manera su sucesor, eligió en cambio apalancar con la fuerza, o
dicho mejor, la ilusión de fuerza, de un concilio ecuménico
mediante el cual podía hacer pasar por enseñanza solemne, diversas
novedades, ambigüedades y errores manifiestos que absolutemente
carecen de soporte en el depósito sagrado de la doctrina cristiana.
Esto, amigos míos, o fue una trama
bien concebida, incubada en mentes diabólicas, o fueron las
maquinaciones ignorantes de pontífices tan rematadamente
incompetentes como para estar prefectamente locos. Lo que de plano no
es de manera alguna es virtud heróica.
En todo caso, ahora tenemos ante
nosotros, en los decretos conciliares, una exposición de unas
200,000 palabras (en su traducción inglesa) en la cual la doctrina
católica auténtica se confunde con proposiciones que habrían sido
de plano condenadas menos de una década antes
Entonces ¿qué debemos hacer ahora?
Bueno, si usted es un modernista,
totalmente resuelto a edificar la iglesia del hombre, o erigir una
iglesia católica mal formada y desnutrida, que nomás no sabe que
está cometiendo un error, la respuesta es obvia:
Canonice al papa que le puso el
cerillo encendido a la Casa de Dios, déle via rápida al sucesor
que la roció con gasolina, trate todo el lamentable desastre cual si
hubiera caido en la tierra como lluvia del Cielo, y espere a que
llegue la tan prometida nueva primavera de la Iglesia.
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