sábado, 19 de abril de 2014

Oh, Concilio ¿donde está tu infalibilidad?

Oh, Concilio ¿donde está tu infalibilidad?

Tomado de http://www.harvestingthefruit.com/o-council-where-is-thy-infallibility/
por Louie Verrecchio
Traducido por Roberto Hope

“Que un concilio ecuménico que satisfaga las condiciones arriba enumeradas (que haya sido convocado por un papa, presidido por él o por su legado y cuyos decretos reciban la aproba­ción del papa) es un órgano de infalibilidad no será negado por nadie que admita que la Igle­sia está dotada de autoridad doctrinal infalible.”
Esto es según el artículo sobre infalibilidad de la Catholic Encyclopedia de 1917.
Entonces, qué nos dice esto acerca del peso doctrinal de los decretos del Segundo Concilio Vaticano, concilio ecuménico que reunió todas las condiciones arriba mencionadas?
¡Absolutmente nada! Y es precisamente por esta razón que es tan instructivo.
Vean: la idea de Juan XXIII de emplear un concilio ecuménico, esta tan profunda y sublime expresión del magisterio infalible, cuando ninguna crisis doctrinal acosaba a la iglesia, para fines estrictamente pastorales, intencionalmente libre de cualquier intento de, ya sea definir doctrina o condenar error, es en sí misma una novedad que en una era eclesial más saluda­ble no podría sino haber reflejado pobremente sobre su causa.
¿Qué, entonces, debe uno colegir acerca del ejercicio por el Papa Juan de la autoridad investida en el Oficio Petrino?
Las analogías fallan pero, imagínese utilizar un ariete para pasar por una puerta que usted afirma no tener intención de destruir, y esto cuando usted trae la llave en el bolsillo. No sólo sería enteramente ilógica esa decisión sino que también sería una violación de la naturaleza del instrumento utilizado.
La naturalesa de un ariete es lograr entrada por medio de destrucción; la naturaleza de un concilio ecuménico es enseñar infaliblemente por medio de algún decreto, definición y conde­nación. Según los fines declarados por Juan XXIII, con toda seguridad habría él podido utili­zar cualquier número de otros instrumentos fácilmente disponibles que encajan mejor con el intento pastoral del Concilio como fue propuesto.
Por ejemplo, podría haber averiguado entre los obispos del mundo sus sugerencias con respecto a qué temas pudieran ser tratados (como de hecho lo hizo), resuelto las preocupaciones más tradicionales de los obispos (cómo al cabo tuvo lugar en las sesiones del Concilio), tomado la causa progresista (procediendo como lo hizo la mayoría de los Padres del Concilio), y simplemente promulgando una Exhortación Apostólica semejante en estatura a la que el Papa Francisco acaba de darle a la Iglesia.
¡Pero no! El Papa Juan XVIII, y de igual manera su sucesor, eligió en cambio apalancar con la fuerza, o dicho mejor, la ilusión de fuerza, de un concilio ecuménico mediante el cual podía hacer pasar por enseñanza solemne, diversas novedades, ambigüedades y errores manifies­tos que absolutemente carecen de soporte en el depósito sagrado de la doctrina cristiana.
Esto, amigos míos, o fue una trama bien concebida, incubada en mentes diabólicas, o fueron las maquinaciones ignorantes de pontífices tan rematadamente incompetentes como para estar prefectamente locos. Lo que de plano no es de manera alguna es virtud heróica.
En todo caso, ahora tenemos ante nosotros, en los decretos conciliares, una exposición de unas 200,000 palabras (en su traducción inglesa) en la cual la doctrina católica auténtica se confunde con proposiciones que habrían sido de plano condenadas menos de una década antes
Entonces ¿qué debemos hacer ahora?
Bueno, si usted es un modernista, totalmente resuelto a edificar la iglesia del hombre, o erigir una iglesia católica mal formada y desnutrida, que nomás no sabe que está cometiendo un error, la respuesta es obvia:

Canonice al papa que le puso el cerillo encendido a la Casa de Dios, déle via rápida al suce­sor que la roció con gasolina, trate todo el lamentable desastre cual si hubiera caido en la tierra como lluvia del Cielo, y espere a que llegue la tan prometida nueva primavera de la Iglesia.

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