domingo, 27 de abril de 2014

Virtud Prosaica y Bondad Poética

Virtud Prosaica y Bondad Poética

Por Mitchell Kalpakgian

Tomado de https://www.catholicculture.org/culture/library/view.cfm?recnum=8009


Traducido por Roberto Hope

Santo Tomás de Aquino describe lo bello como “el aspecto atractivo del bien,” pues la virtud no es aburrida o simple sino atrayente, cautivadora, encantadora e irresistible. La buena moral se expresa en modales agracia­dos, y los bellos modales reflejan una mente noble, un corazón caritativo y la reflexiva consideración de agra­dar y honrar a los demás. Cuando la bondad se hace pomposa, mojigata, puntillosa o criticona, pierde su belle­za y se vuelve repulsiva en vez de llamativa. Los discípulos que respondieron al llamado de Cristo cuando los invitó “vengan y síganme” fueron atraídos no sólo por su enseñanza moral, sino también por la belleza de su bondad: “Inmediatamente dejaron sus redes y lo siguieron” (Mat. 5:20). Las primeras comunidades cristianas también irradiaban la atracción de la bondad, que inspiraba la famosa observación: “Miren cómo se quieren unos a otros.” La bondad, pues, trasciende el cumplir con la letra de la ley, cumplir las obligaciones y pagar las deudas. Aun cuando estos deberes revelan un sentido de responsabilidad y un respeto a la justicia, no alcanzan a evocar asombro, inspirar al corazón o lograr un efecto poderoso. El esplendor de la virtud hace lo máximo, no lo mínimo, como lo ilustran los milagros y los sacrificios de Cristo. La verdadera bondad posee una natura­leza poética y nunca luce prosaica.

Aun cuando los fariseos honraban el Sabbath, cumplían la Ley, y rezaban en las sinagogas, no revelaban el hermoso corazón del padre que perdona a su Hijo Pródigo o la generosa caridad del Buen Samaritano. Aun cuando Malvolio, en Como Gustéis de Shakespeare es un mayordomo ordenado y puntilloso, que obedece las órdenes con una diligencia escrupulosa, se comporta con una gravedad pomposa y carece de todo sentido de alegría, lo que provoca la famosa observación de Sir Toby: “¿Crees tú que, porque eres virtuoso, ya no habrá más pasteles ni cerveza?.” La chocante displicencia (“¿no tienen inteligencia, modales u honestidad, para estar vociferando como hojalateros a estas horas de la noche?”) estropea una inocente diversión y no cultiva amistad alguna. Cuando Pamela, una simple muchacha sirviente y heroína de la novela epistolar de Samuel Richardson (1740), defendió su castidad y se ufanó de su virtud, resistió la seducción del aristocrático lord por razones mercenarias, más que morales, a fin de recibir su oferta de matrimonio y adquirir el estatus de una dama. “La Virtud Premiada”, subtítulo de la novela, insinúa que Pamela se sometió una vez que lo que se ponía en juego se volvió suficientemente lucrativo. En otra imagen poco halagadora de la bondad, Isabella, en Medida por Medida de Shakespeare describe la frigidez de la virtud. Aunque parece noble al rechazar la proposición luju­riosa de Lord Angelo, de librar a su hermano de una sentencia de muerte a cambio de su virginidad, traiciona su frialdad al no mostrar compasión alguna por el cruel castigo de su hermano y al resignarse pasivamente a su ventura. “Es mejor que mueras rápidamente.” Así la hipocresía de los fariseos, el pomposo orgullo de Mal­volio, la gazmoñería de Pamela y la frialdad de Isabella no se ganan el corazón de nadie ni inspiran a emularlos. Aun cuando estos personajes cumplen con las leyes y no cometen pecados mortales, no tienen atractivo porque no tocan el cora­zón de nadie ni evocan la admiración de nadie. Su virtud autocomplaciente permanece restringida y limitada y sus buenos actos no revelan el gran amor que evoca el asombro de lo bello.

La virtud pierde su esplendor cuando luce mezquina, tacaña o escasa a costa de la magnanimidad y de la caridad. El amor de Cristo no conoció límites y abundó en la generosidad de milagros, tales como el milagro de las cinco hogazas de pan y los dos pescados cuando “doce canastos llenos de los pedazos de pan que quedaron” (Mateo 14.20). La espléndida unción de los pies de Cristo con caros perfumes por Magdalena le ganaron el elo­gio de Dios: “Ella había amado mucho.” La virtud de liberalidad caballerosa da y sirve sin escatimar gene­rosidad ni sacrificio, como lo ilustran los nobles caballeros de “El Cuento del Caballero” de Chaucer. Teseo, el caballero que organiza el torneo “no escatimó costo alguno en preparar los templos y el teatro” para decidir la competencia entre dos caballeros rivales ambos buscando la mano de Emilia en matri­monio. Arcite, el victorio­so que accidentalmente se cae del caballo y sufre una lesión mortal, alienta magnáni­mamente a su amada Emi­lia a que se case con su rival: “Si algún día decides casarte, no olvides a Palamon, aquel noble caballero.” La grandeza de la virtud, entonces, trasciende la moralidad convencional al superar estrechos límites y aspirar a los ideales más altos. La belleza de la bondad surge en un corazón que abunda en generosidad inagotable – abundancia que epitomizan los hospitalarios corazones de Baucis y Filemón en “La Jarra Milagrosa” de Haw­thorne, pues su casa siempre recibe con gusto a los viajeros con una amabilidad pro­fusa. Su bondad es tan bella y conmovedora que los dioses griegos, viajando disfrazados de mendigos, llaman su comida néctar y ambrosía, y le regalan la jarra milagrosa que se vuelve a llenar siempre que se vacía – un regalo que corres­ponde a los corazones generosos de la anciana pareja que daba sin cesar. Sin esta copiosi­dad, la virtud per­manece simplemente insípida e incolora, y no gloriosa y maravillosa.  La belleza de la virtud se manifiesta no sólo en la caridad, la magnanimidad y la hospitalidad que sobrepasa límtes y restricciones, sino también expresa su atractivo en los modales, “la poesía de la conducta” como se refería C.S. Lewis a la virtud de la urbanidad.

Como lo escribe Henry Fielding en Tom Jones, uno no sólo debe ser bueno sino también parecer bueno para que los modales exteriores complementen a la moral interior. El pulcro decoro, las palabras corteses y la con­ducta refinada le dan a la moralidad una calidad “poética” que adorna a la virtud con un bello ropaje que llama la atención de inmediato y es poderosamente atractivo. Por ejemplo, el caballeroso Don Quijote no sólo era un valeroso caballero en la batalla, sino también un verdadero gentilhombre en su lenguaje y en su acción, honran­do siempre a las mujeres con decorosa elocuencia. “non fuyan vuestras mercedes, nin teman desaguisado al­guno, ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas don­cellas como vuestras presencias demuestran.” En Orgullo y Prejuicio, de Jane Austen, Elizabeth Bennet, el epí­tome de cortesía, rechaza la propuesta de matrimonio del aristocrático y apuesto Darcy porque le ofendió su grosera conducta y deplorables modales, al haberse rehusado a bailar o a entablar una cortés conversación con ella. La desagradable primera impresión que él le causó lo hizo aparecer mal educado aun cuando más tarde probó tener un noble carácter. Así pues los buenos modales corresponden al bello ropaje, la apariencia exterior o primera impresión que adorna, atrae y convida. Sin afabilidad o modales, la belleza de la bondad se asemeja a la lámpara escondida bajo un cajón.

En La Idea de una Universidad, el Cardenal Newman identifica las marcas especiales de un caballero que ejem­plifican la poesía de conducta. Primero, “es aquél que no inflinge dolor,” una persona que mide sus palabras para evitar “cualquier cosa que pueda causar un sobresalto o consternación en la mente de aquéllos con quie­nes trata.” Actuando siempre con el mayor tacto y respeto por los sentimientos de otros y pensando en agradar a otros en todo asunto, el caballero busca crear una atmósfera hospitalaria: “siendo su gran preocupa­ción el hacer a cada unos sentirse cómodo y tranquilo.” Toma un interés personal en cada uno: “es amable con el tími­do, gentil con el reservado, y misericordioso con el absurdo.” Al mismo tiempo no es oficioso ni entrometido, dejando que el fluir social de la ocasión tome su propia espontánea dirección: “se ocupa principalmente de qui­tar los obstáculos que entorpecen el actuar libre y desembarazado de aquéllos que lo rodean.” El caballero posee el arte de la conversación, sabe cuándo hablar y cuándo permanecer en silencio, tiene la habilidad de in­troducir temas generales de conversación y de evitar asuntos personales y temas desagradables. Nunca domi­na la conversación, recurre al chisme ni habla de sí mismo sin cesar: “se cuida de hacer alusiones impertinen­tes o de tocar temas que pudieran irritar; raramente predomina en la conversación, y nunca es pesado.” La cor­tesía de un caballero evita la frialdad, la melancolía, el resentimiento o la arrogancia en sus relaciones. Perma­nece siempre el hombre magnánimo que “interpreta todo en el mejor sentido” y trata de hacer amigos aun de sus enemigos, siguiendo el proverbio que dice “debemos conducirnos siempre con el enemigo como si algún día fuera a llegar a ser nuestro amigo.” En la compañía de gente descortés o desagradable siempre mantiene su compostura. Siempre paciente y condescendiente, “es demasiado sensato como para sentirse afrontado ante insultos, está demasiado ocupado como para acordarse de injurias, y es demasiado indolente como para actuar con malicia." En una palabra, el caballero pone a otros por delante y se coloca a sí mismo atrás; honra a las per­sonas con señales especiales de consideración y subordina sus propias preferencias, placeres, opinio­nes y conveniencia por el bien de la felicidad de otros. No tolera la mezquindad, la obsecación, la intemperan­cia o la vileza, pues su sentido de lo que Newman llama “meticulosidad,” o buen gusto, “se hace enemigo de toda clase de extravagancias” y “se refrena de lo que se llama berrinche.” El ideal del caballero de Newman, pues, ilustra la importancia tanto de ser bueno en lo moral y parecer bueno en modales, de manera que la belle­za se refleje en la bondad y la bondad en la belleza,

San Francisco de Sales (1567-1622), obispo de Ginebra que se dedicó a la conversión de los calvinistas, impre­sionaba a todo mundo con su cortesía, gracia, amabilidad y encanto. Sus modales exquisitos ilustraban el que una gota de miel hace más maravillas para las relaciones humanas que un galón de vinagre: “Nada se gana nunca con dureza.” Alegre y amiguero por naturaleza, San Francisco disfrutaba de la compañía y conversación de reyes, nobles, cardenales, y gente ordinaria que todos sentían la belleza de sus modales – lo que un biógra­fo llama su “constante alegría,” “tremendo encanto,” “recia gentileza,” y “sensibilidad social y delicadeza.” Este santo francés, un maestro del savoir faire, practicaba el arte de lo que San Pablo llamó la habilidad de “volverse todo para todos, adaptándose a los diferentes temperamentos y a la naturaleza individual de cada persona.” De hecho, como estudiante en la Universidad de Padua, se propuso a nunca evitar una conversación con nadie, sin importar cuán apático, aburrido o anodino fuera: “Nunca habré de menospreciar a nadie, ni de plano evitarlo principalmente porque eso daría la impresión de ser orgulloso, altivo, severo, arrogante, crítico.” Así pues, el arte de la conversación agradable es uno de los bellos atributos de la bondad. En su famoso clasico Introduc­ción a la Vida Devota, el santo de la cortesía da muchos consejos prácticos sobre la importancia de la conversa­ción educada y enseña que la bondad es atractiva por su atención a las pequeñeces. El amar al prójimo como a uno mismo exige que las personas no eviten la compañía de otros o eviten conversaciones: “Ser demasiado reservado y rehusarse a tomar parte en conversaciones parece como una falta de confianza en los demás o algún tipo de desdén.” Es deber de una persona el cumplir con sus obligaciones sociales y no ser acusado de mala educación: “Si te visitan o si te llaman a sociedad por alguna razón justa, ve como alguien que fue envia­do por Dios y visita a tu prójimo con corazón benevolente y buena intención.” Todas estas amenidades dan a la virtud una apariencia que convida, un atractivo natural y un encanto irresistible.

En particular, debido a que el vestido y el lenguaje manifiestan especialmente la belleza de la bondad, San Fran­cisco no pasa por alto la importancia del atuendo y de la propiedad en el uso de las palabras. Debido a que el vestido impropio evidencia una falta de respeto a los demás e insulta su dignidad, los humanos están obligados a presentarse de una manera elegante y con buen gusto cuando estén en compañía. El vestido her­moso es perfectamente compatible con la modestia y la elegancia complementa la simplicidad. "Para mí, la gente devota, sean hombres o mujeres, debe ser siempre la mejor vestida de un grupo pero la menos afectada y pomposa." La modestia en el lenguaje, que refleja la pureza del corazón y la sensibilidad hacia los senti­mientos de los demás y evita dar ofensa, debe acompañar a la modestia en el vestido: "Tengan cuidado de nun­ca dejar que una palabra indecente salga de tus labios." Este tacto en el hablar y gusto en el vestir forma el cimiento de toda vida social, cultiva amistades verdaderas, y desarrolla corazones afectuosos. La bondad es bella al comunicar amabilidad y amor y esparcir felicidad. "Qué bueno es amar aquí en la tierra como se ama en el cielo y aprender a querernos unos a otros en esta vida como lo haremos eternamente en la siguiente."


Para que la bondad sea bella, no sólo debe transmitir la generosidad del amor real, la magnanimidad de la noble­za y la consideración de la graciosa cortesía, sino también poseer una cualidad de la que las hadas en El Sueño de Una Noche de Verano de Shakespeare son la epítome  ̶  un amor a la bondad por la bondad misma. En la comedia de Shakespeare, las hadas juegan por el puro amor de jugar y se deleitan como niños, a los que les gusta jugar como un fin en sí mismo. Cuando dejan sus retozos de la noche al llegar el amanecer, adornan al mundo con joyas de gotas de rocío: "Y yo sirvo a la Reina de las Hadas, / Para esparcir su rocío en el césped"

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