miércoles, 31 de diciembre de 2014

Carta Pastoral de Navidad

Carta Pastoral de Navidad 

del Arzobispo Patrick Joseph Hayes (1921)

Esta carta pastoral fue escrita en 1921 por quien fuera entonces Arzobispo de Nueva York, tres años después de que termi­nara la Primera Guerra Mundial. Tan aplicable era entonces para el pueblo y el ambiente norteamericano de aquella época como lo es ahora para nosotros en las circunstancias en que vivimos.

Traducida del inglés por Roberto Hope

Amados fieles y miembros del Clero:

Llega de nuevo la Navidad para bendecirnos con gracia celestial e iluminar con esperanza eterna nues­tro recorrido por este valle de lágrimas. El valle en muchos aspectos jamás fue tan desalentador como ahora ni las lágrimas menos amargas. El progreso material del mundo, rico en poder y prome­sa hace unos cuantos años, lamentablemente no ha podido, en la hora de necesidad suprema, resis­tir la presión de la terrible aflicción de la guerra. Andamos buscando a tientas contra la pared, como lo dice el Profeta Isaías, -- y "como ciegos hemos tropezado, como si no tuviéramos ojos; al mediodía como si fuera de noche" (Is. 59:10). La luz y la fuerza divinas han estado siempre a nuestro lado, pero el hombre nada quiere de eso. Siendo ley y guía de sí mismo, ha estado tambaleándose en vano en busca de paz y de una solución para los terribles problemas mundiales. Aunque Dios ha castigado a los hijos de los hombres con un flagelo de su propia hechura, Él aún nos quiere con amor infinito y nos confortaría con una compasión que lo perdona todo y que lo sana todo.

Sobre las cenizas de la guerra, sobre los sufrimientos de la humanidad, sobre la aflicción de las na­ciones, aparece en el horizonte del mundo, con su excelsa Madre y su humilde Padre Adoptivo, el Niño Divino de los tiempos de la profecía y de la consumación -- la "Llave de David y Cetro de la Ca­sa de Israel, que abre y nadie puede cerrar, cierra y nadie puede abrir, que viene a librar a los cauti­vos que viven en tinieblas y en sombras de muerte!". Jesús, María y José traen a Belén --cielo estre­llado y montes dormidos; los pastores y las ovejas; las vigilias pacientes y el silencio sobrecogedor de la noche; la obscuridad de la tierra y la luz del Cielo; el canto de los Ángeles y la estrella de los Reyes Magos; la posada tibia y acogedora y el incómodo e inhóspito establo; el buey y el burro; la paja del pesebre y el piso tosco y frío de la cueva; y el oro, incienso y mirra de Saba con los dromedarios de Madian y Epha.

En todo el panorama de Belén que así se desplegaba, lo único que había sido hecho por la mano del hombre y no por Dios, era la posada que se rehusó a abrigar al Niño. La cueva-establo ha sido teni­da en honor bendito desde entonces; la posada, en condenación perenne. Nadie sabe ahora dónde estaba la posada ni cómo se llamaba el mezquino posadero. Sin embargo, en esa noche celestial, fueron los muchos quienes anduvieron el camino a la posada para lograr una comodidad corporal y un placer pasajero; sólo los pocos, guiados por ángeles e inspirados por la gracia, buscaron el esta­blo, y contemplaron la maravillosa revelación de Emmanuel, Dios con nosotros, Señor de los Seño­res, Príncipe de la Paz; el Salvador de la humanidad.

Nada malo tiene el bello mundo hecho por Dios -- el universo creado y formado con Sus manos. Sólo el mundo de orgullo, lujuria y egoísmo creado por el hombre y extraño a Dios, ha sido juzgado y halla­do deficiente tanto por el Cielo como por la tierra. Para redimirnos de la esclavitud del pecado, nues­tro Padre Celestial nos envía, no las plagas de Egipto para afligirnos, sino a su propio Hijo Amado, el Niño de Belén, "para la caída y resurrección de muchos en Israel y por una señal que será contradi­cha" (San Lucas, II,34).

En esa noche santa en Belén una nueva norma espiritual y sublime de vida, pensamiento y acción fue dada a los hombres para guiarlos hasta el fin de los tiempos. La Sagrada Familia se volvió el ideal, la ley y la copia de la infancia, de la femineidad, del deber de los padres, del cuidado del hogar y de la dignidad del trabajo. La inocencia en los niños, la pureza en las mujeres, la castidad en los hombres, la pobreza, el trabajo honesto, el estado humilde, la obediencia y la paciencia fueron abrazados, san­tificados y enseñados por Dios Mismo como algo precioso y esencial para nuestro bien aquí y en la vida futura. Las riquezas, el honor mundano, la posición exaltada, el amplio conocimiento y el éxito, --laudables cuando son buscados, logrados y usados con recta razón -- son todos secundarios, inne­cesarios y con frecuencia peligrosos en el plan de Dios, para seguir a Cristo y salvar nuestras almas inmortales.

Consideremos primero al Niño. Cristo, el Hijo de Dios, llegando al mundo como un bebé, le ha dado al nacimiento humano una sacralidad que impulsa a los ángeles a darle reverencia. En el Cielo Él te­nía a su padre eterno pero no una madre; en la tierra tendría una madre pero no un padre carnal. El Cristo Niño no detuvo Su venida a esta vida mortal, por su madre ser pobre y faltarle techo y provisio­nes para el día de mañana. Sabía que su Padre Celestial, que cuida de los lirios del campo y de las aves del cielo, ama a los hijos de los hombres más que a aquéllos. Los niños vienen del Cielo porque Dios así lo quiere. Él solo tiene el derecho de detener su venida en tanto que bendice algunos hoga­res con muchos hijos y a otros con pocos o con ninguno. Vienen de la manera única que ordena Su sabiduría. Pobres de aquéllos que degradan, pervierten o violentan la ley de la naturaleza como la fijó por decreto eterno el Mismo Dios. Aun cuando algún angelito de carne y hueso, por deforma­ción moral, física o mental de los padres, puede a los ojos humanos parecer horrendo, contrahe­cho, una mancha para la sociedad civilizada, no debemos perder de vista este pensamiento cristiano de que debajo y dentro de esta malformación visible vive un alma inmortal que debe ser salvada y glorificada por toda la eternidad entre los Benditos del Cielo.

Atroz es el pecado cometido contra el acto creador de Dios, quien por medio del contrato de matrimo­nio invita a hombre y mujer a cooperar con Él en la propagación de la familia humana. Tomar una vida después de que se ha iniciado es un crimen horrible; pero prevenir una vida humana que el Creador está por darle existencia es satánico. En el primer caso el cuerpo es muerto, mientras que el alma subsiste; en el último, no sólo a un cuerpo sino a un alma inmortal se le niega la existencia en el tiem­po y en la eternidad. Ha quedado reservado a nuestra época el ver que desvergonzadamente se abogue por la legalización de cosa tan diabólica (En 1965, la Suprema Corte de los Estados Unidos declaró inconstitucio­nal una ley del Estado de Connecticut que prohibía el uso de anticonceptivos, y en 1973 las leyes que penalizaban el aborto. N del T.)

En el nombre del Niño de Belén, cuya ley ustedes padres y madres aman y obedecen, cierren sus oí­dos a esa filosofía pagana, merecedora de un Herodes, la cual, desconociendo la revelación y aun la sabiduría humana se coloca por encima de la ley y de los antiguos profetas en la Antigua y en la Nue­va Alianza, de la cual el Niño Jesús es el principio, la unión y el fin. Mantengan alejados del santuario de sus hogares cristianos, como lo harían con un espíritu maligno, la literatura que trate de esta obs­cena abominación. No pequen ustedes contra los niños quienes, después de todo, son el más noble estímulo y protección del afecto y fidelidad marital, y de la continencia.

El niño de Belén viene a restaurar la reverencia por los padres -- tan necesitada hoy en día como la reverencia por la infancia. Si la autoridad paternal está rápidamente desapareciendo es porque los padres han fallado en su reverencia a, y orientación de los niños de acuerdo con normas espirituales. Sus propios hijos se han vuelto contra ellos en castigo. Descuidando la ley de Dios por sus vidas irre­ligiosas o indulgentes, los padres han perdido en un grado alarmante, la autoridad dada por Dios, so­bre su prole, quienes en párvulos y en el colegio, en los deportes y en la sociedad, en la literatura y en el arte, ven, oyen, hablan y, con demasiada frecuencia, viven una libertad de pensamiento y acción que no conoce las convenciones ni las restricciones morales de una sociedad cristiana. Para que los padres gobiernen con sabiduría, deben ellos obedecer reverentemente la superior ley de Dios y con el ejemplo y por precepto enseñar a sus hijos cuán elemental es en la vida el deber de obedecer a la autoridad, Divina y humana, civil y doméstica. No sólo la Iglesia, sino hombres y mujeres juiciosos, líderes en muchos ámbitos de la vida, están lamentando el espíritu deplorable y rebelde de nuestra juventud contra las restricciones del hogar y de la vida familiar. No está en el poder del temor humano ni del propio interés egoísta el lograr la obediencia, excepto que sea un servilismo en el que no puede confiarse para construir el carácter. El único motivo elevado que hay para inspirar reverencia y obe­diencia es la propia obediencia de Cristo a María y a José: a ellos, criaturas de su propia Mano, el Creador y Señor del Universo se sujetaba voluntariamente en Belén y en Nazareth.

Nuestro Santo Padre, el Papa Benedicto XV, en el Motu Proprio sobre San José, toca una nota so­lemne: "La santidad de la fidelidad conyugal y el respeto a la autoridad paterna han sido gravemente transgredidos por muchos durante la guerra; la lejanía entre los esposos ha servido para relajar el vínculo de unión que uno le debe al otro, y la ausencia del ojo vigilante dio lugar a una conducta más libre y más indulgente, más particularmente entre los miembros más jóvenes del sexo femenino." La Navidad es un llamado Divino para las mujeres. La Virgen Madre es puesta por Dios ante todas las mujeres como un ejemplo de pureza, devoción y deber. Todo su ser está consagrado al excelso oficio de la maternidad. Cristo no solamente habría de ser un niño, sino que habría de tener una madre -- y una madre inmaculada, para que el hombre pudiera conocer el designio que Dios tiene con relación al lu­gar de la mujer en el mundo. La Providencia ordenó que la propia Madre de Dios, carente de rique­za, fama y prestigio social, no tuviera distracciones en su maternidad, excepto el templo y el hogar. La sublime simplicidad de la misión de la mujer ya pasó de moda. Las eternas cotidianidades de for­mar un hogar meciendo la cuna, preparando la comida, cosiendo, haciendo alegre el hogar, enseñan­do a los niños a orar reverentemente y a vivir la vida justa son más vitales para el bien permanente de la sociedad y de la nación que la más sabia legislación concebible para contrarrestar los peligros de la nueva libertad e incierta aventura de la mujer, que puede dejar una estela de cunas vacías y de co­munidades sin hogares.

Otra lección cristiana que el mundo necesita aprender es la ley de Dios contra el divorcio, El evange­lio cuenta de la dura prueba de María cuando José, su esposo, siendo un hombre justo, había resuel­to repudiarla en privado, pero a él se le apareció en sus sueños un ángel del Señor, quien diciéndole que lo engendrado en María era obra del Espíritu Santo, previno que lo llevara a cabo (Mateo 1,19 y 20). El divorcio se ha convertido en un flagelo nacional y el mal está propagándose. Verdaderamente es un trastorno mortal de nuestro ente político, sin mencionar el daño moral y espiritual que producen los hogares deshechos, los corazones rotos, las almas desgarradas, los hijos abandonados y las uniones ilícitas.

Desastrosa más allá de lo que es posible describir es la condición en que las mujeres miden su vida, no por el número de su prole sino por su número de maridos. La Roma pagana, en la cúspide de su poderío imperial, con un mundo conquistado que pagaba tributo a los Césares, selló de una manera lenta pero segura su propia ruina. Ningún enemigo probó ser tan terrible como su corrupción interna. El divorcio extendido desacralizó el santuario de la familia con la consecuente degradación de la mu­jer. Las fuerzas edificantes del imperio fueron debilitadas por la ponzoña moral que la sociedad Ro­mana absorbió en sus partes más vitales y no tomó medidas para expulsar. Cuando esto pasa en el cuerpo humano lo que sigue es la muerte.

Agradezcamos al Padre Celestial las valientes mujeres que todos conocemos --y son legión-- quienes con los ideales más elevados de maternidad y de fidelidad conyugal llevan adelante heróicamente el honor de la familia. Ni lo alto ni lo bajo, ni la tristeza ni el dolor, ni el pecado del marido ni la ingratitud de los hijos, ni las privaciones ni los quebrantos, ni la oportunidad del confort ni la atracción del placer pueden tentar a estas nobles mujeres a eludir su deber o desbaratar su hogar. Silenciosamente, pa­cientemente, alegremente, y santamente se consumen y son consumidas por el bien temporal y espi­ritual de sus hijos, cuerpo de su cuerpo y sangre de su sangre. María, la Madre de Cristo, fortalece con la gracia y fortitud del Cielo a estas admirables mujeres, que son una de las más sagradas bendi­ciones de esta tierra.

Como Nuestro Salvador, el hijo único del Padre Eterno, se dignó a ser llamado el "Hijo del Carpinte­ro," y como María, la Madre de Cristo, se regocijaba de que se le conociera como la "Esposa del Car­pintero," podemos fácilmente comprender la dignidad de la persona y oficio de José en la Sagrada Familia. Dios evidentemente enseñaría a través de José que la dignidad suprema del hombre no descansa en un cimiento temporal y humano, sino esencialmente en nuestra relación con Cristo, el Dios-Hombre. La encarnación elevó a la naturaleza humana al orden sobrenatural, en que el hombre debe vivir, moverse y tener su ser, si nuestra naturaleza humana ha de alcanzar su propósito y expre­sión más alta y más noble de conformidad con la Voluntad Divina.

San José, un carpintero pobre y desconocido a los ojos del mundo, fue elevado a los ojos de Dios y de los ángeles a una dignidad con la que nadie de origen terreno puede ser comparada. Sin embar­go, José no era más que el fiel jefe de la Sagrada Familia; ni profeta ni sacerdote ni apóstol ni maes­tro. Tampoco presentó la figura heróica del José del viejo Egipto, ni de David, el Rey pastor de Israel. Por la labor de sus manos, cuidó de Jesús y de María en la pobreza. Los condujo en las circunstan­cias más hostiles a Belén, a Nazareth, y por las arenas del desierto a Egipto y de regreso. Su hogar humilde y su pequeña familia fueron su universo de amor y de servicio. En comparación con el Niño y la Madre, a través de quiénes manifestó Dios su infinito amor y misericordia, la gloria imperial de los Césares, el enjoyado palacio de Herodes, los espléndidos jardines de los faraones y la inmortal fama simbolizada por las Pirámides no eran más que fruto de mar muerto para la mente de José. Su ejem­plo señala los valores verdaderos de la vida humana. Padre y esposo, gobernante y súbdito, patrón y empleado, rico y pobre --todos deben moldear sus vidas y desempeñar sus deberes en el espíritu de este hombre justo. Esta justicia significa reverencia a la religión; obediencia a la autoridad legal; trato justo por parte del capital; trabajo honesto por parte del trabajador; purificación de la riqueza; santifi­cación de la pobreza.

Pongo esta pastoral de Navidad de la manera más humilde en las manos de San José, a quien el cle­ro, los religiosos y los fieles están honrando en nuestras iglesias y capillas el día de hoy, en la misma hora en que estoy escribiendo las palabras finales de este mensaje a mis amados hijos en Cristo.

Pidiéndole al Niño Salvador que bendiga de la manera más abundante con toda gracia de Navidad a toda la feligresía, soy fielmente el Pastor de ustedes.

Patricio José, Arzobispo de Nueva York


En conmemoración del aniversario número 50 de la proclamación de San José como Patrón de la Iglesia Universal.

domingo, 28 de diciembre de 2014

La Doctrina Cristiana del Trabajo

La Doctrina Cristiana del Trabajo


La siguiente es una conferencia dictada por el muy Rev. P. John Canon McCarthy en el Congreso de la Catholic Truth Society de Irlanda de 1954


Traducido del inglés por Roberto Hope

En el mundo de ahora se están haciendo intentos, consciente o inconscientemente, de departamentalizar la vida humana, para acordonarla en áreas separadas, y de evitar o negar la comunicación entre estas áreas.  En particular, se dice con frecuencia que la vida religiosa del hombre constituye una esfera aparte, confinada a los momentos de oración, a las iglesias y a los domingos; que sólo constituye un adorno en el tejido general de la vida humana.  Este no es el verdadero concepto cristiano de la vida, que considera al hombre en su totalidad, con todas sus aspiraciones y esperanzas, en todas sus actividades externas e internas, en todas sus relaciones y combinaciones con las estructuras sociales. El cristianismo no es una cuestión doctrinaria. Ni es tampoco una mera filosofía de vida de medio tiempo.  Es un modo práctico de vida que afecta y encauza todas las áreas de actividad humana.  Un principio básico del cristianismo es que el destino último del hombre es la visión cara a cara con Dios en el cielo, y que esta vida terrena, con toda su diversidad de funciones, con sus esfuerzos y tensiones, es un período de preparación para, y de alcanzar merecimiento de, esa espléndida visión.  Aquí no tenemos una ciudad que perdure. Buscamos una que está por venir. Buscamos esa ciudad, tratamos de alcanzarla, de ameritarla, conociendo y sirviendo a Dios aquí abajo.

Este servicio inteligente de amor no se restringe a una esfera particular de actividad, a momento particular alguno o a lugar especial alguno.  Debe entrar en nuestro modo de vida cotidiano, en los talleres, en las oficinas y en las reuniones.  Ésta, en breve, es la visión íntegra y plan de vida y de sus fines que nos presenta el cristianismo: no hay área de vida humana a la cual no apliquen sus doctrinas e ideales.

A la luz de este ámbito del cristianismo, que lo permea todo, debe haber una actitud específicamente cristiana hacia el trabajo, una filosofía cristiana del trabajo — y mi tarea esta noche es la de explicarla ante la presencia de este distinguido auditorio.  Permítaseme decir que nuestro tema “La Doctrina Cristiana del Trabajo” es de gran importancia en virtud de que tiene un impacto y lleva un mensaje para todos.  Y sin embargo muchos desconocen sus implicaciones y muchos son demasiado renuentes a vincular sus ocupaciones y actividades cotidianas con la religión, con el cristianismo y con Cristo.  Es mi privilegio y mi alto deber el tratar de precisar esta relación y, en mi intento de hacerlo, presentaré ante ustedes el concepto cristiano del trabajo y de su lugar en la vida humana, bajo tres encabezados principales: como un servicio a Dios, como un servicio al individuo y como un servicio a la sociedad — un servicio ennoblecido, en todo nivel y en toda forma, por el ejemplo viviente y vivificante de Cristo.  No podemos pensar en el cristianismo separadamente de Cristo: es Cristo-céntrico.  Se centra en Cristo en toda esfera y a todo nivel.  Debo recordar que no me ocuparé en este momento de las relaciones entre los empleados y los patrones, con la cuestión de los salarios o aun con el trabajo como un problema meramente técnico o sentimental, sino como un problema filosófico y religioso que llega hasta las raíces de la naturaleza humana y a los grandes fines fundamentales asignados a ella por Dios.

En el diseño divino, el propósito de toda creación, racional e irracional, animada e inanimada es la de manifestar la grandeza y gloria del creador externamente.  La creatura irracional logra este propósito por su propia existencia. Coeli ennarant gloriam Dei ('Los cielos proclaman la gloria de Dios') — cantaba el salmista,

Los signos y maravillas de los elementos
Hablan de Dios y llenan la tierra con alabanzas
Samuel Taylor Coleridge

Es dado al hombre, dotado de un alma racional, servir consciente y libremente a Dios y proclamar su gloria maravillosa.  En el hombre se alcanzó el punto más alto de la actividad creadora de Dios “Lo hiciste poco menos que los ángeles, lo coronaste con gloria y honor y lo pusiste arriba de todas las obras de tus manos,  Has sometido todas las cosas bajo sus pies, todos los corderos y bueyes, también las bestias de los campos, los pájaros del aire y los peces del mar” (salmo 8).  El servicio del hombre al Creador sería primariamente a través del trabajo.  Fue creado y dirigido a laborar sobre los recursos naturales de la tierra, que fueron puestos a su disposición para cultivarlos y cuidarlos, a someterlos, desarrollarlos, y moldearlos.  “En consideración a la dignidad del hombre, Dios dejó algunas cosas inconclusas, para que el hombre pudiera tener el privilegio de completarlas.  Hasta en la tarea más humilde y baja podemos sentir que estamos desempeñando nuestro papel para desarrollar y perfeccionar la obra de Dios y cumplir sus designios” Cardenal D'alton, Pastoral de Cuaresma, 1953)

El trabajo es una ley de la vida humana.  El hombre nació para trabajar, como el ave para volar.  Aun si Adán hubiera permanecido fiel, el trabajo hubiera seguido siendo un deber de la humanidad.  Es la voluntad de Dios que la naturaleza deba ser fértil y deba proporcionar alimento no sólo para el hombre, sino con los esfuerzos del hombre.  Es cierto que como resultado del pecado de Adán el descargo de este deber de trabajo se hizo más oneroso, que de ahí en adelante el trabajo habría de tener el propósito adicional de doblegar la voluntad, el corazón y el cuerpo del hombre al yugo que vino al mundo por ese pecado.  En el libro del Génesis leemos la sentencia de Dios a Adán:  “Maldita será la tierra por tu causa, con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida. Comerás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado” (Génesis 3:17 y 19).  Pero el trabajo mismo es natural al hombre y no un castigo por el pecado — lo son sólo el sudor, la sangre y el esfuerzo que lo acompañan desde la Caída.

Primero que todo, pués, el trabajo en sus varias forma debe ser visto como la vocación general de todos los hombres, como el servicio humano fundamental a Dios, que fluye, como obligación, desde la creación como el modo primario del hombre de cooperar con la actividad creadora de Dios.  Esta dignidad del trabajo es enriquecida más y de manera incalculable con el ejemplo de la vida de Cristo.  En su propia persona, Cristo es el ejemplar dinámico viviente del servicio perfecto a Dios.  Vino a la tierra a hacer una gran labor sublime:  redimir a la humanidad y revelar más claramente los modos de Dios con el hombre, y el camino del hombre hacia Dios.  San León Magno explicaba la economía divina que culminó con la encarnación, con estas palabras: “Dios, a quien debíamos, seguir no se le puede ver.  Al hombre, que podía verse, no podíamos seguir.  Por lo tanto, a fin de que Dios pudiera ser visto por el hombre y ser seguido por el hombre, Dios se hizo hombre” (Sermón de Navidad).  Al final de su estancia en la tierra, Cristo pudo decir a Su Padre Celestial, 'He concluido la obra que me diste a hacer' (Juan 17:4).  Como preparación para el logro final de su sublime propósito, Cristo vivió la mayor parte de su vida terrena en las formas humildes de un taller de artesano en Nazareth, como el carpintero, el hijo de María, y de esa manera santificó y ennobleció y puso el sello de dignidad en la baja tarea del trabajo manual.  Hizo todo esto para darnos un ejemplo, para iluminar para nosotros la verdadera forma de servicio a Dios y a los hombres en las tareas cotidianas de la vida.  Pues Él es el camino, la verdad y la vida, y la luz.

El trabajo humano, que es el servicio fundamental del hombre al creador y que, como tal, ha sido enriquecido tanto por el ejemplo de Cristo, es también el medio establecido por Dios, por el cual debemos servir nuestras propias necesidades.  En su gran Encíclica, Rerum Novarum, el Papa León XIII dice: “laborar es esforzarse uno mismo a fin de procurarse lo que es necesario para diversos propósitos de la vida, y el principal de todos es para la auto-preservación”.  El Papa León procede a señalar que el trabajo humano tiene dos características esenciales: es personal y es necesario.

Es personal:  El hombre, el trabajador es el hombre entero, la persona humana completa. No es meramente un brazo o un engrane en el mecanismo de producción, sino un ser compuesto de un cuerpo y de un alma espiritual, con objetivos, hambres y aspiraciones que trascienden la esfera material; que tratan de alcanzar las cosas del espíritu, a Dios.  El hombre fue hecho para Dios y no podrá descansar hasta que descanse en Dios.  La capacidad del hombre para el trabajo está unida a su personalidad. En el trabajo encuentra su realización, una forma de expresarse, de desarrollo personal, de cuerpo, mente y alma, facultades que de otra manera permanecerían improductivas, un sentido de logro, de dependencia en uno mismo, un sentido de valor.   El trabajo dota a la vida humana de un significado y nobleza, y de un gozo al vincularlo, como hemos dicho, con la actividad creadora de Dios. La tragedia de hoy en día es que muchos hombres han perdido el contacto con Dios en su trabajo.  En consecuencia, tratan de escaparse del trabajo tanto como sea posible; a desatenderlo.  Sin embargo, este trabajo puede, y debe, ser el medio de llevar al hombre a los pies de Dios y a su destino eterno en el cielo, a la realización final de su personalidad y de su fin — pues los hombres no son ni pueden ser salvados aisladamente de su forma de vida, sino por una fidelidad como la de Cristo a sus deberes de estado, mediante el fiel desempeño del trabajo, cualquiera que éste sea, que les haya sido encomendado.  En esto nuevamente tenemos el ejemplo vivificante de Cristo, quien, en las formas simples y en las tareas más humildes de su vida en Nazareth “crecía en sabiduría y en edad y en gracia con Dios y con los hombres” (Lucas 2;15)

El trabajo humano es necesario.  Sin los frutos de su trabajo el hombre no puede sobrevivir, y la auto preservación es una ley primaria y un instinto de la naturaleza.  El hombre está obligado a tomar los medios ordinarios para conservar su vida y las vidas de aquéllos que son dependientes directamente de él. Estos medios ordinarios se ganarán mediante el trabajo humano.  No hay lugar para el parásito humano.  En su segunda carta a los tesalonicenses San Pablo escribió: “Ni hemos comido de balde el pan de nadie a cambio de nada, sino con trabajo y esfuerzo laboramos noche y día para no ser gravosos a ninguno de ustedes ..... si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (Tes 3;8,10) La provisión de sus necesidades cotidianas mediante esfuerzo personal, de acuerdo con su capacidad y sus oportunidades es, entonces, un deber imperioso para el hombre. Y cuando decimos necesidades pensamos no meramente en las cosas materiales, sino también en las cosas del espíritu, pues sabemos que no sólo de pan vive el hombre.  Una vez más, permítanme recordar el ejemplo de Cristo y la vida de Nazareth y la aportación de su trabajo diario en el taller y en el hogar.

El trabajo también lo estableció Dios como el medio por el cual el individuo contribuye al bienestar de la comunidad y de la sociedad a la que pertenece.  Y sobre esto pensamos, naturalmente, antes que en nadie, en la familia — la unidad fundamental de organización social. Es ciertamente obvio que el jefe de la familia está obligado por toda ley a emplear todos los esfuerzos razonables para proveer el sustento y el bienestar de los demás miembros que dependen de él.  Pero debe agregarse que se espera que también ellos ayuden, cada uno a su propia manera, como lo hizo Cristo en el hogar de Nazareth.  El Papa Pío XI escribió: “Es ciertamente apropiado que el resto de la familia contribuya de acuerdo con su capacidad al mantenimiento común, como sucede en los hogares rurales o en muchas familias de artesanos y de pequeños comerciantes”. (Quadragessimo Anno)  Debemos también pensar de las comunidades extendidas y en las sociedades de las cuales el hombre es miembro, la persona humana entera.  Y es necesario recordar que la persona humana, a pesar de los derechos y dignidades individuales a que es acreedora, no vive ni puede vivir como una unidad aislada.

El hombre es un animal social. De Dios, el autor de su naturaleza, recibe el deseo, la capacidad, y la necesidad de sociedad, para unirse y combinarse con otros hombres con el fin de lograr el proposito común.  El hombre tiene que vivir y labrar su salvación como miembro de la comunidad y de la sociedad a la que pertenece.  En adición, pues, a sus derechos y deberes como individuo, tiene derechos y deberes como miembro de la sociedad. Está obligado a contribuir al bienestar de la sociedad. Ésta es una enseñanza social fundamental, pero frecuentemente no se reconoce o se pasa por alto en el proceso egoísta de la vida moderna. De hecho, mucho del desorden e inquietud social surge de una falta de reconocer y honrar este doble aspecto, el individual y el social, de la vida humana, de las instituciones humanas y del esfuerzo humano.  En nuestra enseñanza sociológica enfatizamos la necesidad social y el valor del esfuerzo humano.  Pero, desde luego, no debemos exagerar estos aspectos.  Hacerlo sería caer en el error totalitario y pasar por alto o depreciar los valores personales individuales del trabajo.  En todo este contexto, la enseñanza verdadera cae en un punto medio entre el individualismo extremo o egoísta y el colectivismo bestial.  Los valores individuales y sociales del trabajo humano son complementarios, ni son contradictorios ni están en conflicto.

Por su trabajo un hombre no sólo puede meramente desarrollar su propia personalidad y proveer para sus necesidades, sino que también puede contribuir al bienestar de la sociedad y de la humanidad.  Esto tiene él obligación de hacer.  Él está implicado en la estructura social. Tiene la obligación de desempeñar su parte, de ser un miembro útil dentro de esa estructura.  La sociedad necesita hombres que estén conscientes de sus deberes sociales y que estén preparados para honrarlos.  Necesita trabajadores, no zánganos.  Necesita para su supervivencia del trabajo honesto, del servicio leal de los buenos ciudadanos — de hombres y mujeres que tengan la determinación y el deseo de contribuir a, así como de participar en, el bienestar común.

A la luz de la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, este aspecto social del trabajo está investido de una mayor dignidad, y está salvaguardado por una mayor aprobación.  La doctrina del Cuerpo Místico implica la hermandad de los hombres bajo la Paternidad de Dios. Significa que entre los miembros individuales de la Iglesia y Cristo, así como entre uno y otro de los miembros mismos, hay una unión y una solidaridad íntima y vital, obradas por el Espíritu Santo; que Cristo y Sus miembros forman un solo cuerpo con con una fuente de vida común, intereses comunes y objetivos comunes.  Hay una pluralidad y diversidad de miembros del Cuerpo Místico.  Cada miembro tiene su papel que desempeñar, su contribución que dar, al bienestar del Cuerpo entero. “Así como en un mismo cuerpo tenemos muchos miembros pero cada uno con distintas funciones; también nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los otros” escribió San Pablo en su epístola a los Romanos (12; 4, 5)

Este bosquejo de la doctrina del Cuerpo Místico enfatiza elocuentemente la necesidad y el valor social del trabajo — que se presenta como el medio por el cual los hombres pueden cooperar con Cristo y unos con otros en el desarrollo de los fines de la Encarnación y Redención.  Los varios miembros del Cuerpo Místico están destinados a trabajar juntos, a ayudarse el uno al otro hacia el objetivo de alcanzar el destino sobrenatural común de la humanidad.  Conforme a esta enseñanza cristiana somos los guardianes de nuestros hermanos, los asistentes de nuestros hermanos.  Estamos obligados a soportar unos las cargas de otros.  A menos que hagamos esto, nos advierte San Pedro, no cumplimos la ley de Cristo. Estamos unidos por un gran mandamiento de amor — amor a Dios y amor al prójimo. Podemos cumplir mejor y más efectivamente este mandamiento con una apreciación de la necesidad, potencialidad y valor, en el orden social, del trabajo que nos toca hacer, y dirigiendo ese trabajo no solamente a nuestro beneficio individual, sino al bienestar de nuestros semejantes, y en especial para ayudar y socorrer a aquéllos que están necesitados en lo temporal y en lo espiritual.  Es obvio, entonces, que la doctrina del Cuerpo Místico no deja lugar, en una verdadera filosofía de la vida o del trabajo, para un individualismo egoísta.  La doctrina exige que todos en la comunidad o sociedad de los fieles debe, en interés común, contribuir su parte con la tarea que le toca hacer — cualquiera que ésta sea. Y esto es exigido no meramente con base de la solidaridad natural de las organizaciones sociales y de las sociedades, sino en virtud de la solidaridad sobrenatural de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo.

Les he presentado lo que yo concibo que es la filosofía cristiana del trabajo como un servicio a Dios, como un servicio al individuo, como un servicio a la sociedad.  Difícilmente es necesario decir que estos aspectos no pueden mantenerse enteramente distintos o aislados.  Son más bien facetas del cuadro completo de las actividades del hombre — del hombre total, del ciudadano del tiempo y de la eternidad.  Permítaseme ahora referirme a algunas conclusiones prácticas que deben surgir de una consideración de esta enseñanza cristiana sobre el trabajo.  Ya hemos hecho de paso referencia al valor del trabajo humano como una forma de cooperación en las actividades divinas de Creación y Redención, como un medio de desarrollo y realización personal del fin último de la vida, como una contribución al bienestar de la sociedad.  Estos valores, también, están entretejidos unos con otros. Todo este tiempo he hablado del trabajo en general.  No puedo particularizar. El trabajo puede tomar una variedad casi infinita de formas. El curso que sigue el trabajador es trazado en una multitud de circunstancias diferentes.  Pero el trabajo honesto, de cualquier tipo y en toda circunstancia, si es motivado y dirigido adecuadamente, puede alcanzar los fines y valores que he mencionado.  En las filosofías paganas, las ocupaciones manuales y el trabajar por un salario era visto como cosas de las que uno debiera estar avergonzado — pero según la enseñanza cristiana, como lo enfatiza el Papa León XIII, son formas de vida honorables y dignas de crédito.  Dentro de la unidad del Cuerpo Místico — como en un cuerpo físico — hay muchos miembros con diferentes funciones, algunas de menor importancia que otras pero todas contribuyendo, haciendo una aportación necesaria al bienestar del cuerpo entero.

Es quizás difícil para aquéllos que están dedicados a las monótonas formas de ocupación aparentemente bajas y serviles, darse cuenta de que en el desempeño fiel de las tareas cotidianas estamos cumpliendo con una vocación y un propósito divinos. Sin embargo, esto es irrefutablemente cierto. Tenemos la prueba en mucha formas.  La tenemos particularmente en el ejemplo de Cristo el carpintero, de María el ama de casa, de Pedro el pescador, de Pablo el constructor de tiendas y de innumerables otros santos cuyas vidas fueron dedicadas y santificadas en el desempeño de tareas humildes y de las, así llamadas, insignificantes.

Es supremamente importante que los trabajadores de toda clase y condición deban tener una visión clara de la vida, que puedan ver en sus ocupaciones una vocación divina y que tengan una actitud correcta hacia, y el correcto motivo de, su trabajo.  Las consecuencias de todo esto serán de valor incalculable, en el tiempo y para la eternidad.  Si los trabajadores se mentienen en contacto con Dios en sus varias ocupaciones, si sus tareas cotidianas se relacionan y se orientan hacia Dios, la aburrida y apagada monotonía se transmutarán en una alegría de servir. Las tareas, no obstante cuán bajas y deprimentes, serán investidas de un renovado interés y dignidad.  El sudor y sangre y esfuerzo asociados con mucho del trabajo humano como consecuencia del pecado de Adán, pueden ligarse con la gran ofrenda de Cristo y de esa manera asumirán un valor sacrificial.  Todas estas consideraciones deben ayudar e inspirar inconmensurablemente a los trabajadores a tener un orgullo legítimo en el trabajo bien hecho y en perfeccionar sus métodos, técnicas y productos, para rendir una utilidad honrada a sus patrones — no por merecer un crédito meramente material o terreno sino por el deseo de prestar a Dios el mejor servicio de que son capaces.

En estos días de mecanismo o maquinismo los aspectos humanos y personales del trabajo pueden fácilmente ocultarse y olvidarse. Y la tragedia es que esto sea así con tanta frecuencia.  Con el inicio de la era industrial y del sistema de fábricas, con el arreo como manada de grandes grupos de trabajadores, máquinas que operan automáticamente en la producción masiva de productos indiferenciados, el trabajador individual llegó a ser considerado unas meras manos, un mero engrane en el equipo y organización total.  Las fábricas y los hornos eran como monumentos arrojando sus largas sombras sobre la sociedad, dejando ver la esclavización del hombre y el ritmo sombrío de las vidas humanas.  Que esto haya pasado fue en gran medida falta de quienes controlan el vasto sistema industrial.  No puedo hablar de eso aquí salvo por recordar la condena del Papa León XIII de que “es vergonzoso e inhumano el tratar a los hombres como propiedad personal para hacer dinero o verlos no más que como músculo y fuerza física.”  Los trabajadores mismos no están faltos de culpa en permitir la deshumanización y despersonalización de su trabajo.  Ningún control externo, ningún sistema puede dictar sus actitudes de mente y de corazón.  Los trabajadores pueden, a pesar de la mecanización, de la repetición y de la monotonía, dirigir sus actividades a los niveles más altos, al desarrollo de su personalidad, hacia el servicio de Dios y de los hombres.

Es particularmente necesario en esta época de socialismos materialistas y de paternalismos de estado, que los trabajadores entiendan la importancia de adquirir y mantener por sus propios esfuerzos, una competencia y robusta independencia.  Este es, en efecto, el precio de su libertad final. Nada hay más atrofiante y desmoralizante, tanto en la esfera social como en la individual, que el que los ciudadanos voluntariamente se resignen a depender del Estado o de la subvención pública para satisfacer sus necesidades de vida.  Dios ha dado al hombre energía y facultades para el trabajo, que el hombre debe utilizar para proveerse, para la satisfacción de sus necesidades.  Es menos que hombre, es enteramente falto a su derecho natural quien, pudiendo proveerse con esfuerzo razonable, no lo hace y se contenta con ser una carga para el erario público. De  esta manera se abre el camino al estado servil en su forma más virulenta, pues — no se hagan ilusiones — la medida de apoyo del estado pronto se torna en la medida del control estatal.  La función primaria del estado, en este contexto, es proveer las condiciones y oportunidades en las que cada ciudadano pueda, por su propia iniciativa y esfuerzo, y trabajando de acuerdo con sus capacidades, alcanzar una competencia razonable y una medida de prosperidad.  No es función del estado el suplantar o hacer innecesario el esfuerzo individual. No es función del estado el mantener a aquéllos que, siendo capaces, no quieren buscar y aprovechar las oportunidades disponibles de trabajar para sostenerse ellos mismos. Si el estado fuera a ejercer estas funciones sería culpable de un gran crimen social.  Hacerlo implicaría un injusto dispendio de la hacienda pública, sería destructor de la fibra moral del pueblo, explotaría a los ciudadanos que trabajan duro y de manera honrada y pondría un premio a la ociosidad, la pereza y la imprevisión.

Antes de concluir debo señalar que la enseñanza cristiana, que enfatiza tanto la necesidad y los valores del trabajo, está lejos de excluir de la vida el ocio. Hay, debe haber, un lugar y un tiempo para el ocio; no, sin embargo, tomando el lugar del trabajo, ni implicando una emancipación del deber básico de trabajar, sino complementario al trabajo, completando y dando dimensión y visión a la vida humana. “Trabajamos para poder tener tiempo para el ocio” escribió Aristóteles. Hay, en efecto una doble necesidad del ocio. Primeramente, es necesario para que el trabajador pueda mantener o recuperar su fuerza física y que pueda funcionar eficientemente en su tarea particular.  En segundo lugar, y aún más importante, el ocio es necesario para el bienestar racional y espiritual del trabajador, a fin de que pueda vivir su vida más plenamente como persona humana.  En esto nuevamente volvemos al concepto de que el trabajador es el hombre total, la personalidad humana completa.  El hombre no es una mera máquina.  Sus actividades como trabajador, sin importar lo que pudiera ser su trabajo, deben ser de un orden superior al meramente mecánico.

Es una paradoja cruel de la vida moderna, con su extenso aparato de mecanización que debiera proporcionar oportunidades más abundantes de verdadero ocio y de un desarrollo humano más pleno, que haya más bien tendido a deshumanizar y a despersonalizar el trabajo del hombre.  Si el trabajador ha de llevar en verdad una vida humana, debe alzarse por encima de lo meramente material y secular. No sólo de pan debe vivir, de raciones o de programas seculares. Necesita cosas del espíritu. En verdad vive de la religión, de la fe y del amor.  Debería poder ver la vida como un todo, ver más allá de los estrechos confines de sus limitadas tareas, tener una visión más amplia y más clara de la vida.  Para todo esto el ocio es necesario.  En breve, el ocio es necesario a fin de que el trabajador avance a ser un hombre en el verdadero y pleno sentido de la palabra.  El Papa León XIII tenía esto en mente cuando escribió: “Como principio general puede decirse que el trabajador debiera tener tiempo de ocio y de descanso que sea proporcional al desgaste de su fuerza; pues el desgaste de la fuerza debe ser reparado dejando el trabajo pesado. En todos los contratos entre patrones y empleados debe haber siempre la condición expresa o tácita de que debe permitirse el debido descanso para el cuerpo y el alma. Contratar en condiciones distintas sería contrario a lo que es correcto y justo, pues nunca puede ser correcto o justo exigir por una de las partes o prometer por la otra parte, el renunciar a estos deberes que el hombre tiene con Dios y consigo mismo.” (Rerum Novarum)

El Santo Padre en un discurso ante un grupo de Turín el 31 de octubre de 1948, resumió la actitud cristiana ante el trabajador y en el trabajo en los siguientes términos: “Ni el trabajo por sí mismo ni su organización más eficiente ni las herramientas más potentes son suficientes para moldear y garantizar la dignidad del trabajador — sino más bien la religión y todo lo que la religión ennoblece y hace santo.  El hombre es la imagen del Dios Triuno y es por lo tanto, una persona, hermano del Hombre-Dios, Jesucristo y con Él y por Él heredero de la vida eterna: ahí es donde verdaderamente radica su dignidad...  Si la Iglesia siempre insiste, en su doctrina social, sobre el respeto debido a la dignidad inherente del hombre, si pide un salario justo para el trabajador en su contrato de trabajo, si exige que se satisfagan sus necesidades materiales y espirituales por medio de una ayuda efectiva, lo que la mueve para esta enseñanza no es el hecho de que el trabajador es una persona humana, que su capacidad productiva no sea considerada y tratada como mera mercancía, que su trabajo siempre represente un servicio personal.... Sólo este ideal religioso del hombre puede llevar a una concepción unificada del nivel de vida que debe mantener. Cuando Dios no es el principio y el fin, cuando el orden que reina en Su creación no es una guía y medida para la libertad y actividad de todos, la unidad del hombre no puede alcanzarse”

Permítanme volver a mi punto de partida. El cristianismo es una filosofía completa de la vida.  Da significado y valor a la vida humana y sus actividades en todo nivel y en toda esfera, en las carreteras y en las veredas.  Cristianismo significa seguir a Cristo, imitarlo, trabajar para Él. Con Cristo, el tremendo rompecabezas de la vida humana, con todas sus inequidades y su aparente irregularidad y carencia de forma halla su patrón, su significado y encaja en su sitio.  Sin Cristo y sus enseñanzas ¿qué tenemos sino un maremágnum de contradicciones y confusiones, tensiones ininteligibles e incontrolables? las filosofías de frustración, desilusión y desesperación.  El trabajador que es honesto en todas las esferas, pero especialmente en las ocupaciones humildes, es muy querido por el corazón de Cristo. Cristo es el Dios-Hombre. Él sabe. Él entiende. Él ha vivido y andado los caminos humildes de esta tierra. Si las tareas de día con día se vinculan con Su vida, si se hacen por Él, seguramente ganarán recompensas y galardones que serán más duraderos que el polvo cotidiano de la tierra. Y debo decir en conclusión que una vida de trabajo honesto, no obstante cuán bajo sea su nivel, si es dedicado a Cristo, será el mejor seguro contra la desilusión, la duda y el temor en el anochecer de la vida.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Cristianismo, Socialismo, Comunismo

Cristianismo, Socialismo, Comunismo


Ha habido mucha discusión recientemente sobre la “deuda que el Cristianismo tiene” – y de su compatibilidad – con las ideas y la praxis de la revolución socialista, y hasta del comunismo. Muchos, aun en la Iglesia Católica, creen que compartimos algunos de los ideales de la revolución socialista, pues a ellos les parece que el comunismo, el socialismo y el Cristianismo están todos a favor de los pobres. Además de este error, que es de lo más desafortunado, la falacia opuesta también se ha vuelto popular en las mentes de muchos, específicamente que los capitalistas y los proponentes de la economía de mercados libres, odian a los pobres.

Pero el testimonio histórico del comunismo nos narra un relato muy diferente. He trabajado con los países de la antigua Unión Soviética durante más de 20 años, y he visto lo que el comunismo causa en los pueblos y en las naciones. El flagelo de la revolución socialista alrededor del mundo nos dio 6 millones de personas muertas en Ucrania por hambrunas provocadas artificialmente, como lo documenta El Libro Negro del Comunismo; 20 millones de víctimas en la URSS, 65 millones en China; un millón en Vietnam; dos millones en Corea del Norte; otros 2 milloes en Cambodia; un millón más en el resto de Europa Oriental, 150,000 en Iberoamérica; 1.7 millones en Áfriica; 1.5 millones en Afghanistán, y por medio del movimiento comunista internacional y partes relacionadas, como 100,000 víctimas más en diversos países. Esta cuenta de cadáveres llega a unos 100 millones de víctimas en el mundo entero. El comunismo destruyó completamente la economía, el tejido social, y la cultura política de docenas de países. Ahuecó a la intelligentsia, arruinó toda economía en la que “floreció” cabalmente la semilla del socialismo, y abrogó los derechos fundamentales y las libertades individuales de las naciones que subyugó. Claramente, el mandamiento judeocristiano “No matarás” no está entre las enseñanzas doctrinales del comunismo y de la revolución socialista. Es difícil creer que la revolución socialista – a diferencia del nazismo – siga encontrando promotores y defensores en Occidente.


Mundabor

Sobre el Cristianismo, el Socialismo y el Comunismo

Por el Reverendo Padre Marcel Guarnizo

tomado de: mundabor.wordpress.com/2014/02/09/stellar-father-guarnizo-on-communism-socialism-and-christianity/
5 de febrero de 2014

Traducido del inglés por Roberto Hope

La compatibilidad del cristianismo y su preocupación legítima por los pobres nada le debe a los gobiernos violentos e inhumanos que han sido creados por la revolución socialista. Ningún sistema en la historia de la humanidad ha producido mayor pobreza y miseria que el comunismo.

Con mayor enemigo jamás se ha topado la Iglesia como con la revolución comunista. Durante el Siglo 20, cientos de miles de sacerdotes y religiosos fueron enviados a realizar trabajos forzados en campos de concentración, o simplemente fueron ejecutados.  Se implantaron planes quinquenales para abolir la religión, y ningún verdadero creyente estaba en momento alguno a salvo en esos países.  ¿Qué doctrina social de la Iglesia se derivó jamás de esa locura?  El comunismo y la revolución socialista no son sólo la antítesis del cristianismo. También son incompatibles con las sociedades libres, justas y democráticas.

Una discusión contra las “maravillas” de la revolución socialista puede resolverse simplemente recordando a la gente que, para evitar que el pueblo huyera del paraíso artificial de la “igualdad social” creado por los comunistas se necesitaban muros de ladrillo y cemento vigiladas por soldados armados.  Como lo observó Milton Friedman, “...la prueba más sólida del fracaso del socialismo está en la caída del muro de Berlín.”

Tampoco se requiere de una apología compleja para explicar por qué no hay una diferencia sustancial entre socialismo y comunismo.  El comunismo, como lo documentó el escritor norteamericano Whittaker Chambers, no es otra cosa que el socialismo con garras. Teóricamente, los dos sistemas comparten los mismos ideales y el mismo marco filosófico. El comunismo simplemente lleva al socialismo a sus lógicas últimas consecuencias.
La diferencia entre los dos quedó bien captada en un chiste que leí alguna vez:  Los comunistas sólo te disparan a la cabeza, mientras que los socialistas te hacen sufrir la vida entera.

Armar un caso en contra del socialismo y del comunismo parecería enteramente innecesario dado el testimonio de la historia. Pero sí es necesario, pues, como se ve, la ideología comunista sigue enmarañando las mentes de Occidente y de muchos de sus dirigentes. Quizás la afirmación que hizo Whittaker Chambers cuando decidió defeccionar de su servicio a la Unión Soviética, de que había elegido unirse “..al lado perdedor” no se ha resuelto por completo. Muchos creen que la caída de la Unión Soviética ya probó que Chambers estaba equivocado, pero yo arguyo que Chambers comprendió, quizás con mayor claridad que la mayoría, la naturaleza duradera e insidiosa de la revolución socialista en Occidente. Me parece que la gran victoria parcial de Occidente contra la Unión Soviética está lejos de ser definitiva.  Aun cuando el Imperio Soviético ha caído, el Occidente permanece en una batalla cultural igualmente poderosa que los propios arquitectos de la revolución socialista previeron.

La Táctica de Gramsci: Hegemonía Cultural
La revolución socialista en Occidente ha sido grandemente  influida por las tácticas del comunista italiano Gramsci. Escribiendo en los años 30, Gramsci reconoció que la cultura de Occidente, y en particular la Iglesia Católica, presentaban robustos obstáculos contra un asalto económico y político en Europa.  Gramsci proponía que la toma de las instituciones culturales – la consecución de una hegemonía cultural-- era el necesario primer paso para la eventual conquista de las estructuras políticas y económicas de una sociedad libre.

Esta estrategia significa que los socialistas deben afanarse sin cansancio por la toma de las universidades y de la educación, de los medios, de las iglesias, y de las demás estructuras culturales intermedias del mundo libre.  Él pensaba que la erosión de los cimientos culturales habría de debilitar las defensas naturales de una sociedad libre y que esto habría de abrir paso a los objetivos económicos y políticos de la revolución socialista.

Me atrevo a proponer que la “hegemonía cultural” de la revolución socialista está creciendo a un paso alarmante en Occidente.  La creciente pérdida de terreno en nuestra cultura en favor de socialismo y de sus aliados está creando una creciente amenaza a las libertades políticas y económicas de América y de las democracias occidentales

Por lo tanto, me parece que la guerra entre el mundo libre y la revolución socialista está muy lejos de definirse.  Los errores del comunismo son legión, y Occidente no debe echarse a dormir, pues la lucha está lejos de terminar.

Los Errores del Comunismo

1.  El Error Concerniente a la Naturaleza del Hombre
El comunismo parte no de un error económico sino de uno antropológico. Los  efectos económicos y políticos del sistema comunista no son más que síntomas de un error previo, un error sobre la naturaleza del hombre.

El economista político y escritor francés del siglo XIX, Federico Bastiat plantea claramente este punto.  Según Bastiat, el socialismo ve al hombre como una mera materia prima, a ser dispuesto por, a ser moldeado por, el Estado omnisapiente,  En su libro, La Arrogancia Fatal: Los Errores del Socialismo, el economista Friedrich Von Hayek lanza un ataque semejante contra los socialistas y su “estado omnisapiente.”  Hayek demostró la impotencia del socialismo para conducir una economía.

El hombre es sólo materia:
Esta visión materialista del hombre es el primer y más hondo error de la revolución socialista.  La visión materialista del hombre es lo que justifica la insistencia de los comunistas de que pueden legítimamente hacer lo que sea necesario para lograr su utopía. Debemos ser transformados por el estado a su imagen y semejanza.

La visión materialista ignora la auténtica dignidad del hombre y la auténtica naturaleza de la persona humana — su racionalidad y su libre voluntad.  Los órdenes sociales artificiales diseñados por los socialistas están enteramente desprovistos de la debida comprensión del hombre y de la clase de ser que el hombre es.

Bastiat dice que los socialistas “... parten de la idea de que la sociedad es contraria a la naturaleza; idean estratagemas a las cuales puedan someter la humanidad; pierden de vista que la humanidad tiene en ella misma su fuerza motivadora; consideran al hombre como materia prima base; se proponen a impartirle movimiento y voluntad, sentimiento y vida; se ponen ellos mismos aparte, inmensamente arriba de la raza humana — éstas son las prácticas comunes de los planificadores sociales. Los planes difieren; los planificadores son todos iguales.”

El socialismo y el comunismo son fundamentalmente opuestos al cristianismo, pues ningún cristiano puede afirmar que el hombre es mera materia.  El materialismo es el exacto opuesto de la más básica afirmación filosófica y teológica del cristianismo, específicamente que el hombre consta de cuerpo y espíritu.

Whittaker Chambers identificó la esencia del revolucionario radical, del comunista, del socialista; del progresista radical, con una palabra: cambio. Chambers dice: “el corazón revolucionario del comunismo ... es una simple afirmación de Karl Marx ... es necesario cambiar al mundo... El lazo que los une a través de las fronteras de las naciones, de las barreras del lenguaje y de las diferencias de clase y de educación, desafiando a la religión, a la moral, a la verdad, a la ley, y la debilidad del cuerpo y la dejadez de la mente es una simple convicción:  Es necesario cambiar al mundo.”

2.  Error Concerniente a la Relación del Hombre con el Estado
El primer error fundamental lleva al segundo error fatal:  el socialismo pervierte la relación apropiada entre el hombre y el estado.

Si el hombre no es más que materia que necesita ser moldeada y transformada a voluntad del estado, entonces, de hecho, el hombre está enteramente al servicio del estado.  En esta concepción, el hombre nace para servir al estado desde la cuna hasta la tumba.  La doctrina social católica sostiene una visión diametralmente opuesta: el estado existe para servir al hombre

3.  El Error Concerniente a la Propiedad privada
El comunismo, aun para el lector aficionado de esa doctrina considera que la propiedad privada es un gran mal para la sociedad. Ya que esa es la teoría, el despojar de su tierra a millones de personas y enviar a la muerte a un número incontable de más millones, por el simple hecho de tener más que otros, ha sido la práctica común de los regímenes comunistas.

La Iglesia Católica siempre ha considerado a la propiedad privada como un gran bien para la sociedad y ha defendido el derecho del hombre a tener propiedad privada como algo fundamentalmente bueno y compatible con la naturaleza, la libertad y la dignidad del hombre.  La iglesia también reconoce a la propiedad privada como un derecho absolutamente necesario para el debido orden y funcionamiento de las sociedades libres.  El respeto a los derechos de propiedad privada del prójimo es fundacional de la doctrina judeocristiana.  La abolición de la propiedad privada bajo el comunismo viola el gran mandamiento: “No hurtarás.”

Esta desconsideración de los derechos de propiedad privada sigue hasta nuestros días.  En 2008, la presidente de la Argentina, la socialista Cristina Kirchner, expropió $29,000 millones de los ahorros privados para el retiro de los trabajadores argentinos, para utilizarlos en lo que el Telegraph de Londres describió como una alcancía de fondeo de sus estratagemas socialistas.  El Wall Street Journal caracterizó la medida de Kirchner como “romper el cochinito del sistema de pensiones privado de la nación.”  No hurtarás, Cristina.

La cultura de la envidia alentada por la lucha de clases viola un mandamiento más, el décimo:  “No codiciarás las cosas ajenas”.  Promover la codicia, y la disposición para despojar a aquéllos que tienen más, es fundamentalmente anti-cristiano.

4. El Error Concerniente a la Función del Gobierno
El comunismo y el socialismo pervierten la función propia del gobierno.  Si el hombre es sólo una pieza inerte de materia y está completamente sometido al estado, entonces es claramente incapaz de crear nada que valga la pena en la sociedad, utilizando su ingenio, su emprendedurismo, sus habilidades y sus esfuerzos, con sus éxitos y fracasos.  Por consecuencia el estado, en vez de proteger el marco en el que el hombre y sus asociaciones puedan florecer, ha de convertirse en un ingeniero social, para cambiar al hombre y moldearlo a sus ideales utópicos.  El estado procede a crear artificialmente las condiciones y relaciones particulares que requiere la ideología para alcanzar las metas utópicas de igualdad y felicidad para todos.  Pero el papel apropiado del estado no es hacernos felices de acuerdo con sus propios objetivos perversos.

Dado que esto no se logra fácilmente, dado que el hombre es libre y busca la felicidad bajo sus propios términos, es necesario ejercer mucha coerción. Esto no es sólo coerción como la ejercía el Ejército Rojo, sino coerción de procedimiento, coerción mediante sanciones e impuestos, mediante el uso de poderes gubernamentales para forzar a los que no cumplen a cumplir.  Todo esto es totalmente incompatible con el cristianismo y con una sociedad libre.

5. El Error Concerniente a la Función de la Ley
El comunismo y el socialismo pervierten la función propia de la ley.  El imperio de la ley bajo los comunistas y sus compañeros de viaje ya no es un marco útil en el cual el hombre pueda obrar libremente para alcanzar sus fines y sus metas.  Ya no es una luz para la mente, una obra de la razón diseñada para ayudar a ordenar la vida política y social, prohibiendo las cosas que atacan a una sociedad libre y justa. Para el comunista, la ley se vuelve un mero instrumento de coerción para doblegar y forzar a los ciudadanos a someterse a la visión pervertida de quienes gobiernan la sociedad.

Bastiat lo expresó de la siguiente manera:  “Los socialistas quieren ejercer pillaje “legal” ... quieren hacer de la ley su propia arma."

6. El Error Concerniente a la Caridad Cristiana
El comunismo y el socialismo hacen guerra contra la caridad cristiana.
La revolución socialista depende de la llamada lucha de clases.  Esta guerra artificial, en sus múltiples formas — los dueños de los medios de producción contra los obreros, los ricos contra los pobres, los terratenientes contra los peones — es la máquina que conduce a la sociedad hacia las metas del socialismo, hacia la sociedad perfectamente igualitaria.  El principio de la lucha de clases es plena y enteramente contrario al cristianismo.

La lucha de clases, la lucha de razas, la lucha de géneros, la lucha intergeneracional — y todas las demás rúbricas nuevas usadas para dividir a los ciudadanos unos de otros — son intrínsecamente contrarios al Evangelio cristiano.  Los socialistas usan todos ellos para erosionar los cimientos de la civilización occidental.  Las tácticas socialistas pugnan por atizar las flamas del odio, de la discordia y del resentimiento en la sociedad.  Buscan crear una “cultura de la envidia” y de la desconfianza. Así dañan permanentemente el tejido social y la armonía en la sociedad.  La envidia, “virtud” socialista, es considerada pecado capital en la doctrina de la iglesia.  El socialismo, con su lucha de clases, no podría ser más incompatible con la enseñanza de la Iglesia de que la caridad y la justicia son grandes fuerzas de unión en la sociedad.

7.  Errores Concernientes a la Familia y a las Instituciones Sociales
El comunismo y el socialismo son enemigos de la familia y de aquellas organizaciones que funcionan como estructuras intermedias entre el estado y el individuo en la sociedad. Quienquiera que haya vivido bajo el comunismo no necesita que se le explique algo tan obvio.  Sin vacilación los comunistas separaban a los hijos de sus familias, los indoctrinaban sin misericordia y hacían de la elección de su oficio o trabajo simplemente un asunto para ser decidido por algún burócrata comunista.  Elogiaban y premiaban a los hijos que denunciaban a sus padres por apartarse de la doctrina y de los dictados del partido.  Esto es una intromisión ilegítima en los derechos de los padres.  La doctrina social católica siempre ha mantenido que son los padres y no el estado, los educadores primarios de sus hijos.

La Iglesia sostiene el principio de la subsidiariedad, que enseña que a las estructuras intermedias entre el estado y los ciudadanos se les debe permitir la libertad de desempeñar sus funciones propias en la sociedad.  Estas asociaciones constituyen un amortiguador natural entre el estado y el individuo.  El principio de subsidiaridad protege a las asociaciones, a la familia y al individuo contra aquéllos que promueven un gobierno sin límites y su afán de poder.

El asalto actual del Departamento de Salud y Servicios Humanos del gobierno de Obama contra las instituciones católicas de salud no debería asombrar a nadie.  El estado socialista necesita eliminar a sus mayores competidores para conseguir mayor control.  El estado, ya que está tratando de controlar el sector de la salud, que constituye una sexta parte de la economía de los Estados Unidos, busca desplazar a la Iglesia Católica y a sus instituciones mediadoras.  El estado ha estado recurriendo a usar violencia en procedimientos a fin de forzarlos a someterse o renunciar a su derecho de servir a los pobres y a los enfermos. Sométete o quítate del camino.  ¡Así es como se ocupan de los pobres!

Se Requiere de una Defensa Unida
Vemos que el estado comunista y el socialista buscan incesantemente atenuar las libertades económicas, políticas y culturales de todos y cada uno de los ciudadanos.  Por lo tanto, los errores comunistas relacionados con la naturaleza del hombre y su relación con el estado proveen de una motivación imperiosa a todo lo largo del espectro político anticomunista. Todos aquéllos que se dediquen a la promoción de la libertad deberían buscar alcanzar el objetivo común de derrotar al creciente poder del estado.  A los simpatizantes del partido libertario les convendría defender los derechos de la Iglesia Católica en su lucha actual contra el Obamacare, pues al hacer eso, pugnarían por mantener una malla de seguridad que protegería a una gran parte de la sociedad y de los individuos.  Esta lucha no es de doctrina, sino de libertad para todos.  Hay una necesidad estratégica de unidad entre los conservadores, los libertarios y los liberales clásicos, en este momento crítico en el que la libertad para todos está siendo amenazada por el estado.  Seguir perdiendo libertades culturales es lo que permite, como lo previó Gramsci, la creciente pérdida de libertades económica y política.

Bastiat, al ilustrar la necesidad de defender el orden social, pedía una fusión de la debida defensa de las libertades económica y política de la sociedad.  Las libertades económica, cultural y social florecen y decaen juntas, y deben ser defendidas como una sola.  Los conservadores sociales deben percatarse de que si perdemos libertades económicas perderemos más libertades políticas y culturales y por lo tanto, la economía importa verdaderamente.  Pero los libertarios y otros deberían ver que, restringiendo nuestra libertad cultural, el gobierno está incrementando su posibilidad de restringir nuestra libertad cultural.

Bastiat, en su época, también llamó a la unidad contra los enemigos comunes de la libertad. Hablando de los defensores de las conclusiones correctas en el campo de la economía y los defensores de la virtud, de la religión y de la ética en la sociedad, explicaba:  “Estos dos sistemas de ética, en vez de recurrir a su mutua recriminación, deberían trabajar juntos para atacar el mal por ambos polos.”

Esta pesadilla del comunismo recurre en parte debido a nuestra ineficacia para, desde un aspecto teórico, atacar y desmantelar las mentiras de la revolución socialista en Occidente. Si esto no se hace bien, sobre una base fundamentalmente filosófica, volveremos a ser asaltados por nuevos propagandistas, quienes — reconociendo los fracasos pasados del comunismo en la práctica — afirmarán otra vez que la teoría es sensata y que por lo tanto el experimento humano de la revolución socialista debe volver a intentarse de nuevo. Pero los seres humanos no somos sujetos apropiados para la experimentación en aras de ideologías políticas.  Debemos por lo tanto enseñar que esa teoría está errada y es mortal. Moralmente no podemos permitirnos más cadáveres para poder demostrar que los efectos son devastadores en la práctica.

En este momento se necesita una defensa sólida y unida por todos los defensores de la libertad

Justicia a los Pobres
En un plano práctico, el primer deber del cristiano, antes de lanzarse a la arena de la política social ante los pobres, no son las buenas intenciones o un corazón amoroso hacia los pobres.  El primer requisito necesario en justicia es la competencia. La política social hacia los pobres exige una teoría económica sólida.  Una mala teoría política lleva sólo a cometer más errores en la práctica que dañarán a los pobres.

Las buenas intenciones por sí solas no lo hacen a uno competente en política económica o social.  El tener simplemente un corazón amoroso por los pobres no da al doctor la autorización moral para hacerles cirugía.  El cirujano debe ser competente antes de tomar su bisturí.  Una condenación fácil del capitalismo y del libre mercado es desatinada y empíricamente incorrecta.  Esta clase de incompetencia en teoría económica ha perjudicado y está perjudicando a los pobres.  [Francisco puede considerar esto y darse cuenta de su importancia...]

Los creyentes también deben hacer distinciones claras con relación a la acción.  Hay una diferencia entre alimentar a los pobres y reducir la pobreza en sí misma. Ésta última requiere de la creación de riqueza económica. Ayudar a los pobres es una obra de misericordia corporal en la Iglesia Católica y es bueno el que se ejercite libremente.  Pero alimentar a los pobres es muy diferente de reducir la pobreza.  Si alimentamos al pobre pordiosero de la esquina, seguirá igual de pobre aunque se acabe el pan que le ofrecemos. La ayuda alimentaria a los pobres no construye redes económicas ni actividad económica que sea capaz de atenuar la pobreza.

La Madre Teresa se dedicaba a la empresa de alimentar y cuidar a los pobres pero no estaba en el complicado asunto de reducir la pobreza.  Esto último requiere de redes económicas, emprendeduría, creatividad de un tipo diferente, y conocimiento técnico en relación con la economía, los mercados y la política financiera.

A menos de que los pobres sean incorporados a redes económicas, siempre estarán necesitados de ayuda.  Para crear redes económicas la sociedad necesita emprendedores, tomadores de riesgos, ganancias y pérdidas y — lo más importante — empleo. Sin un empleo, un hombre pobre será siempre pobre.

Pedirle a la gente que busque empleo se ha convertido hoy en día casi en un tabú. Los bonos de comida son mucho más fáciles.  Es importante ayudar a los pobres, pero crear una dependencia sistemática para fines políticos es malvado. Al estado le encantan los repartos fáciles ya que no pagan por ellos y les traen votos.

Además, los repartos fáciles ofuscan una visión y evaluación objetva de las políticas económicas fracasadas.  Los socialistas, como lo dijo la ex primer ministro Margaret Thatcher están dilatando el inevitable desenlace final — que es “ .. quedarse sin el dinero de otra gente.”  La fachada de benevolencia puede ganar votos, pero ciertamente no ayuda a los pobres.

Muchos no alcanzan a entender que la Iglesia siempre ha enseñado lo que los empresarios saben:  Hay un gran sentido de dignidad en el trabajo.  Ya que todo hombre es un agente moral, los hombres no deben ser privados de la responsabilidad y aventura de forjarse sus propios caminos.  Cuidar de los pobres es necesario, pero aumentar intencionalmente su dependencia es inmoral y es contrario a la enseñanza del evangelio,  Es una injusticia el perpetuar arreglos económicos que priven al hombre de trabajar.

Uno podría armar más argumentos contra la tesis de que la doctrina social de la Iglesia Católica le debe algo al comunismo y sus variadas encarnaciones. Pero yo terminaré mis argumentos con la simple aseveración de que la utopía del comunismo en la cual todos los hombres serían iguales y la pobreza desaparecería, es una peligrosa ilusión inhumana. La pobreza no puede erradicarse por completo de la faz de la tierra.  Nuestro Señor mismo nos enseña que “Los pobres siempre estarán con ustedes.” Si esta profunda lección se internalizara, los regímenes de utopía letal serían mucho menos seductores

Para Verdaderamente Ayudar a los Pobres
La caridad cristiana y el emprendedurismo de libre mercado no sólo son compatibles entre sí, sino que son necesarios para ayudar verdaderamente al pobre.

La caridad cristiana pugna por el mejoramiento moral del hombre, y el progreso del prójimo por amor a él.  Para los creyentes, éstas son obras de religión, que muchos hombres y mujeres de buena voluntad llevan a cabo voluntaria y libremente.  El forzar a la gente a que haga el bien es la muerte de la virtud de la caridad, ya que la caridad debe siempre ejercerse voluntariamente.

Pero un segundo factor se necesita de igual manera para aliviar la pobreza: emprendedores y sistema de libre mercado.  Éstos ofrecen la posibilidad de una solución más grande y más duradera al problema de la pobreza.  Crear empleos e industria es un gran bien, pero reducir las posibilidades para los empresarios y el sector privado y poner una fachada de virtud al hacerlo es puro disparate.  La clase empresarial y de hombres de negocios hace más por la Iglesia y por las cuestiones vitales para la sociedad en los Estados Unidos que en cualquier otra parte del mundo.

Las dos grandes mentiras de los socialistas y los comunistas:  que son los defensores de los pobres y que son los verdaderos “cristianos” de nuestros tiempos son mitos que deberían ser desenmascarados por todos los creyentes. Pues ningún régimen ha traído más pobreza, muerte y sufrimiento a la humanidad.  La civilización ha visto claramente cómo se ve este cambio revolucionario y a todos nos convendría recordar, como lo advirtió el filósofo George Santayana — “aquéllos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo.”

Occidente ya ha tenido bastante de revolucionarios y utópicos. Es hora para ellos de callarse y también para sus adeptos, así como lo es de reconocer sus fracasos y sus crímenes.

El reverendo padre Guarnizo es un sacerdote católico romano de la diócesis de Moscú.  Es también miembro de la Mont Pelerin Society, fundado por Friedrich A. Hayek,

domingo, 7 de diciembre de 2014

Reflexiones de una Esposa y Madre Conversa a la Fe Católica

Algunas Reflexiones de una Esposa y Madre y Conversa a la Fe Católica

por la Dra. Maike Hickson

Reseña del libro The Family under Attack de Don Pietro Leone


Tomado de http://rorate-caeli.blogspot.com/2014_12_01_archive.html
Traducido del Inglés por Roberto Hope

Como traté de argumentarlo en un artículo reciente que me publicó Christian Order[1], cuando la Iglesia trata del tema del matrimonio y de la familia, debe primera y persistentemente estar muy atenta a Los Pequeños, aquellos niños vulnerables que no pueden defenderse por ellos mismos y que por lo tanto requieren de la protección de la Iglesia en su misión de ayudar a los pobres – y de esa manera también a los “Pobres entre los Pobres” (en las palabras del Cardenal Gerhard Müller): los hijos de padres divorciados; los “huérfanos por divorcio.”

Como lo expliqué en el citado artículo de Christian Order, lo que me motivó a sentarme a escribir sobre estos temas fue, en parte, el que, como mis propios padres se divorciaron cuando era yo apenas una niña, puedo hablar desde el fondo de mi corazón sobre el sufrimiento que un divorcio trae en la vida de los hijos.  Por otra parte, debido a que, además, soy una conversa a la fe católica, habiendo vivido una buena parte de mi vida en una atmósfera atea y secular y dentro de ese ambiente social, puedo también hablar con convencimiento sobre la importancia de la enseñanza moral tradicional de la Iglesia Católica y de cómo, a nosotros que estábamos perdidos, nos ayuda a llevar una vida mejor, no aquella vida más restringida y más inhumana que, con frecuencia, indirecta y peyorativamente se insinúa en algunos de los argumentos que nos llegan de los mismos que se profesan ser reformadores de la Iglesia. Cuando esos reformadores nos dicen que la actual enseñanza moral de la Iglesia no responde de manera suficiente a las necesidades de la gente de nuestro tiempo, se desprende necesariamente que ellos piensan que las leyes de Dios son insuficientes; que el mismo Cristo aparentemente carecía de una visión a suficientemente largo plazo para prever todo esto.

En la reflexión siguiente, me propongo a comentar sobre dos partes del libro de Don Pietro Leone; aquéllas que también se relacionan con temas que son cercanos a mi propia experiencia.

Empezaré con sus comentarios (contenidos en el Capítulo 6) sobre el aumento de la impureza en nuestro alrededor y en la intrusiva sociedad secular.  Nuestro autor columbra  la conexión que hay entre la pérdida de la fe y el aumento en la impureza – una devastación moral que finalmente, así como tan gravemente, afecta a los hijos, como bien lo sabemos. El autor dice: “... el rechazo de Dios ha engendrado una ceguera al significado objetivo y a lo bueno de la castidad, del matrimonio y de la procreación, así como otra ceguera a las gracias sobrenaturales [actual, sacramental y santificante], que son asequibles y necesarias para su cumplimiento.” (155)  Lo que ahora se entiende de la castidad, del matrimonio y de la procreación ha sido enturbiado en su significado de esa manera.  Lo que el Padre demuestra es que, cuando el amor no es gobernado y dirigido por la razón y por una enseñanza moral clara, pronto resulta reducido a su parte sensible, a su parte inmoderadamente pasional y, por lo tanto, pronto se embrutece y se degrada.  De hecho, pronto resulta en una forma egoísta de amor que deja de ser solícito con la otra parte, y más bien busca satisfacer los deseos propios.

 Debido a que un mundo sin Dios es, en todas sus esferas, más inhumano, el amor será buscado más y más como una forma de consolación.  El autor demuestra cómo aquellos padres egoístas que dejan de seguir las leyes morales de Dios, tienden a “descuidar y abandonar a sus hijos, y a abusar de ellos” (157) de distintas maneras; y de esa forma efectivamente infunden en sus propios hijos el anhelo de una forma superior de amor, porque en el propio ambiente sensible de ellos, nunca lo han experimentado. Hasta pueden quizás esperar, por lo tanto, poder hallar las formas de amor más generosas (un amor de benevolencia, no sólo uno de concupiscencia).  El amor, sin embargo, es ahora más y más probablemente percibido y concebido en sus formas meramente sensibles y pasionales, que llegan de manera inmediata a los sentidos. Un amor más hondo, más calmo, mas sereno, que esté colmado también de un sentido del deber y de una responsabilidad formativa y protectora es, por lo tanto, más probable que falte en ellos.

Don Pietro Leone mismo lo expresa tan bien en su libro, y nos da, asimismo, tantos argumentos y tan buenos, donde se contrapone a la idea prevalente de que en relaciones extramaritales pueda haber “elementos buenos” . Aun cuando admite que estas uniones ilícitas (y con frecuencia adúlteras) puedan traer algún alivio al corazón, dadas las heridas infligidas por una falta de cariño en el pasado, de todos modos esas heridas no pueden sanar completamente, sino que hasta explícitamente agregan nuevas lesiones, en cuanto a que en la pareja no se respetan el uno al otro de una manera tan completa, como lo hacen las personas que se unen la una a la otra mediante un voto (que hasta constituye una promesa irrevocable hecha ante Dios) en un matrimonio sacramental. El Padre agrega: “Y ya que la relación extramarital falla en cuanto al trato con el debido respeto entre las partes, o sea con el pleno amor marital, las maltrata y abusa de ellas y les inflige nuevas heridas.” (160)   También describe este amor como un amor que es gobernado en gran medida por el deseo sexual y que lo despoja de las leyes morales del amor, o sea la castidad, el matrimonio y la procreación.  Tales relaciones extramaritales en su mayor parte evitan tener hijos, pues sólo duran mientras las pasiones subsisten, quizás unos cuantos meses, quizás unos cuantos años” (161) Sin embargo, sólo el verdadero matrimonio puede ser perdurablemente fructífero y bueno.  “La procreación sólo es lícita dentro del contexto del matrimonio, pues sólo el matrimonio puede proveer el soporte para la educación de hijos felices y bien equilibrados.” (164 nota al calce).  El Padre muestra aquí nuevamente su interés especial por los hijos, por su protección y su formación.

El problema general de las “relaciones amorosas” sin una unión matrimonial y sin intención alguna de procreación de hijos (como fruto de un amor mutuo y leal) es que se intensifica por los medios modernos de comunicación, que de múltiples maneras excitan e incitan los deseos de tener placeres sexuales. Además, los programas de “educación sexual” tales como los que promueven las Naciones Unidas, fomentan una “visión puramente hedonista de la sexualidad”.(163)  El mundo moderno de esa forma rebaja aun la dignidad natural del hombre y desprecia la capacidad del hombre de formar toda union matrimonial leal y duradera y de sostener una más alta disciplina y cultura, promoviendo sus tradiciones más profundas y nobles y su perseverancia fiel. Se nos trata de reducir a meros seres sensoriales, casi como animales, incapaces de cumplir nuestra palabra o de establecer una unión honorable – o de hacer un voto verdadero (una promesa irreversible).

Cuando pasamos al capítulo sobre la contra-concepción (Capítulo 5) nos damos cuenta de cómo la orientación hacia la bendición que son los hijos, da al matrimonio su dirección fructífera y perdurablemente significativa. Don Pietro Leone muestra cómo, lamentablemente,  la enseñanza reciente de la Iglesia ha sido alterada, fundamentalmente en lo que concierne a los Fines del Matrimonio, y alterada en detrimento de éste, piensa él.  Por ejemplo, el Papa Pablo VI, así como el Papa Juan Pablo II, el Nuevo Catecismo y el Nuevo Derecho Canónico, afirman todos ellos que el fin primario del matrimonio es el “amor” y ya no, como se afirmaba tradicionalmente, la procreación de los hijos.  El bien mutuo de los esposos ahora va antes que el bien de los hijos.

Citando al Papa Pío XII, el autor nos ilustra de cómo esta inversión de prioridades había sido rechazada anteriormente por el Magisterio, mostrando cómo la perfección del marido y la mujer debía estar subordinada a la procreación, y la educación de los hijos debía ser cultivada y sostenida.

Nuestro autor también hace referencia a la Sagrada Escritura (especialmente al Génesis) donde se muestra claramente que Dios creó al Hombre y a la Mujer, y les ordenó “Creced y multiplicaos y henchid la tierra..” con hijos, e hijos bien educados.  En este sentido, el amor sexual no es más que un medio para un fin más alto y un bien mayor, y este amor conyugal y apoyo mutuo deben subordinarse a otros bienes más grandes, específicamente “la conservación de la especie". (138)  El Padre nos recuerda sabiamente que las características físicas y psicológicas del hombre y de la mujer los preparan para la procreación; específicamente “el hombre tiene una propensión natural a trabajar por el sustento de la familia y en cambio la mujer tiene una propensión hacia el cuidado y la educación de los hijos.” (138)

Asimismo, Don Pietro Leone describe de manera contundente el sutil cambio que han sufrido los Fines del Matrimonio durante el Siglo XX, comenzando ya desde la Encíclica Casti Connubis (del 31 de diciembre de 1930).  El Padre presenta una crítica clara y convincente de una evolución ligeramente novedosa que se infiltró en la redacción del Magisterio Papal y que ha traído muchos malos frutos.

Varios elementos de Personalismo Magisterial están en evidencia aquí: el subjetivismo, junto con una preocupación con la psicología, el amor y la persona; el desdeño de la objetividad junto con el de la tradición y de las enseñanzas del Magisterio anterior; así como de los argumentos basados en la Sagrada escritura y en la Ley Natural.

La razón de por qué este giro tiene tantas consecuencias es la siguiente: cuando los esposos contraen matrimonio con el propósito principal de satisfacerse y hacerse felices a ellos mismos, pierden de vista el sentido del deber y de la apertura hacia la vida.  Sólo estarán abiertos a recibir hijos si les conviene a sus necesidades, y a su tiempo, y si sienten que no les impide inmoderadamente, ni les es incómoda para, la felicidad que perciben.  En pocas palabras, dadas las propensiones pecaminosas de nuestra naturaleza caída, tal concepto tenderá a promover el subjetivismo y el egoísmo.  Por contra, cuando los matrimonios se contraen con un claro sentido de la misión a largo plazo, específicamente de “poblar el cielo” y de esa manera también dar mayor gloria a Dios, proporcionándole más almas que le alaben y le agradezcan en la Beatitud de la Vida Eterna, comenzarán sus matrimonios sacramentales con una actitud muy diferente, una de generosidad y también de sacrificio.  Estos esposos se orientarán hacia lo que Dios quiere de ellos; no al revés, lo que quieren de Dios o lo que quieren para ellos mismos.

Por lo tanto, el Padre pone correctamente lo que desarrolla acerca de los Fines del Matrimonio, en el mismo capítulo en el que trata de la contra-concepción. Una vez que el propósito primario del matrimonio ha sido alejado del de tener hijos, es sólo cuestión de tiempo para que los católicos comiencen activamente a utilizar medios para evitar tenerlos.  Pero si tenemos un abundante amor a Dios, y estamos agradecidos a él por habernos creado y somos hijos leales de Dios que seguimos sus mandamientos, no querremos hallarnos carentes en nuestra generosidad recíproca.  ¡Las familias grandes son una bendición! ¡Muchos hijos son una bendición!  Hablamos  del Bonum Prolis, lo bueno de la prole, lo bueno de los hijos-  Don Pietro Leone muestra de manera muy hermosa en varios de los pasajes que cita cómo, desde tiempos  antiguos, la Iglesia había mantenido esta actitud de generosidad que así llevó, correlativamente, a su muy restringida regla en lo concerniente a los “cálculos” del control natural de la natalidad.  Como lo enseñó el Papa Pío XII, el uso continuado del acto marital sin apertura a la procreación no teniendo una razón grave para ello “sería un pecado contra la propia naturaleza de la vida matrimonial” (147).  Además, como de manera importante lo señala el Padre Pietro Leone, por sí solo, el hecho de que uno de los cónyuges, desde el inicio de un putativo matrimonio, haya tenido la intención de evitar tener hijos, hace al matrimonio inválido desde su inicio (y con más razón cuando haya resuelto a hacer el matrimonio enteramente infértil.)

Finalmente, el Padre Pietro Leone también contrapone una vez más la enseñanza novedosa con la enseñanza tradicional de la Iglesia en lo concerniente a los Fines del Matrimonio, analizando la encíclica “pro-vida” Humanae Vitae emitida por el Papa Pablo VI en 1968.  El autor resume su análisis previo y más completo de la siguiente manera:

Observamos que Humanae Vitae propone un uso extendido del control natal natural. Hemos visto en el resumen anterior cómo elogia esta práctica en términos radiantes.  Observamos también que al proponer un uso extendido del control natal natural, jamás amonesta contra un uso excesivo, como lo había hecho Pío XII, y eso en tonos solemnes (150).

Para concluir mis pocas observaciones sobre el verdaderamente excelente libro de Don Pietro Leone, me gustaría afirmar una vez más lo importante que es la enseñanza moral tradicional de la Iglesia para llevar una vida buena en esta tierra, y cómo una preparación que fortalece para la mayor aventura (y riesgo) de alcanzar la Beatitud. Aun visto en un plano puramente natural, la doctrina de la Iglesia hace mucho sentido, y hace sentido sabiamente porque viene de Dios que nos creó a todos (la ley moral podría verse como algo análogo a las “instrucciones del fabricante” para que las cosas funcionen bien como fueron diseñadas.)  Esto es lo que yo misma llegué a ver mucho antes de que recibiera el don de la gracia de la fe sobrenatural.  Después de experimentar la belleza de la liturgia tradicional, lo que llegué a ver es la belleza de la enseñanza moral de la Iglesia. ¡Era tan convincente en su sabiduría y verdad!  Se confirmó en mi propia vida en un mundo secular, que había sido tan permeado de una atmósfera de gente cohabitando, abortando y divorciándose. Como lo expresa tan claramente Don Pietro Leone, una vida así desordenada y escuálida, de no corregirse, sólo lleva hacia abajo, no hacia arriba.  Agradezco a Dios el haberme conducido fuera de este lodo y de esta constriñente asfixia, hacia Su vastedad espiritual y belleza y felicidad; y agradezco también a Don Pietro Leone por presentar estos argumentos en defensa de la enseñanza tradicional de la Iglesia, tan claros, y accesibles a tanta gente – no sólo a la gente ilustrada – tanto católica como no católica, para que puedan finalmente encontrar la verdadera felicidad – sin recurrir a estratagemas o a su autoengaño.

Considero que el libro del Padre es una hábil forma de apologética – que desde el comienzo se basa en premisas naturales, no sobrenaturales, (como la apologética de Santo Tomás con los musulmanes en su Summa Contra Gentiles) – en relación con la enseñanza moral de la Iglesia Católica, que tanto se necesita en estos días.  El libro de Don Pietro Leone debería imprimirse y distribuirse ampliamente y ser entregado a todos los que participaron en el pasado Sínodo del 2014 y a los prospectos a participar en el aún más importante Sínodo de Obispos que se celebrará en el 2015.  El libro del Padre Leone nos proporciona el razonamiento y los argumentos efectivos para convencer a muchos del mundo pecador e inatento de ahora, sobre cómo la guía moral tradicional de la Iglesia Católica podría (y debería) llevar a todos a una vida más fructífera, más satisfactoria, y finalmente más feliz en esta tierra (y todavía más feliz en la vida de eterna Beatitud prometida en adelante)

[1]    Maike Hickson, “Mercy For the Little Ones,” Christian Order, Septiembre de 2014.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Presentation of the Blessed Virgin Mary

Presentation of the Blessed Virgin Mary

by Father Terzio
Taken from: http://exorbe.blogspot.mx/2014/11/nina-maria.html
November 21, 2014

Translated from the Spanish by Roberto Hope

The little child Mary, precious, 
walked to the Temple of God.
That day was her presentation
to the Lord, who had asked her
to offer in consecration
her virgin heart, being and soul.


She goes with her heart untouched,
and her purity irradiating,
her pace glistening so brightly
that, as up the steps she climbed,
the Temple´s stairs scintillated
as if sparks from stars were gushing.

With her maiden arms uplifted
before the altar of God
her quite simple sacrifice
was to offer her soul, untainted,
sealed, spotless and undefiled
wholesome, neat, immaculate,
of His divine grace replete.

From the day she was conceived
she was the privileged altar
on which God His pleasure took
and in the small girl´s humility
her sublime grace irradiated
of a new covenant's light.

Blessed oh Little Girl Child Mary
you who could so much God please
so much more than any other
of the rest of His creation
to those of us you hear weeping
in the midst of guilt and penance
give us, Beauty among the beauties
the pleasant scent of a rose
and the shimmer of a star
and the whiteness of a lily,
give us something of yourself,
so that it may make us climb
up the celestial stairway
with the firmest steps of love
and present ourselves to God
to share in His Holy Glory.

This we plead to you, oh Mary
and supplicate, child so holy
grant this to us, blessed child,
Virgin of the Presentation
sweetness for my ailing soul.