domingo, 28 de diciembre de 2014

La Doctrina Cristiana del Trabajo

La Doctrina Cristiana del Trabajo


La siguiente es una conferencia dictada por el muy Rev. P. John Canon McCarthy en el Congreso de la Catholic Truth Society de Irlanda de 1954


Traducido del inglés por Roberto Hope

En el mundo de ahora se están haciendo intentos, consciente o inconscientemente, de departamentalizar la vida humana, para acordonarla en áreas separadas, y de evitar o negar la comunicación entre estas áreas.  En particular, se dice con frecuencia que la vida religiosa del hombre constituye una esfera aparte, confinada a los momentos de oración, a las iglesias y a los domingos; que sólo constituye un adorno en el tejido general de la vida humana.  Este no es el verdadero concepto cristiano de la vida, que considera al hombre en su totalidad, con todas sus aspiraciones y esperanzas, en todas sus actividades externas e internas, en todas sus relaciones y combinaciones con las estructuras sociales. El cristianismo no es una cuestión doctrinaria. Ni es tampoco una mera filosofía de vida de medio tiempo.  Es un modo práctico de vida que afecta y encauza todas las áreas de actividad humana.  Un principio básico del cristianismo es que el destino último del hombre es la visión cara a cara con Dios en el cielo, y que esta vida terrena, con toda su diversidad de funciones, con sus esfuerzos y tensiones, es un período de preparación para, y de alcanzar merecimiento de, esa espléndida visión.  Aquí no tenemos una ciudad que perdure. Buscamos una que está por venir. Buscamos esa ciudad, tratamos de alcanzarla, de ameritarla, conociendo y sirviendo a Dios aquí abajo.

Este servicio inteligente de amor no se restringe a una esfera particular de actividad, a momento particular alguno o a lugar especial alguno.  Debe entrar en nuestro modo de vida cotidiano, en los talleres, en las oficinas y en las reuniones.  Ésta, en breve, es la visión íntegra y plan de vida y de sus fines que nos presenta el cristianismo: no hay área de vida humana a la cual no apliquen sus doctrinas e ideales.

A la luz de este ámbito del cristianismo, que lo permea todo, debe haber una actitud específicamente cristiana hacia el trabajo, una filosofía cristiana del trabajo — y mi tarea esta noche es la de explicarla ante la presencia de este distinguido auditorio.  Permítaseme decir que nuestro tema “La Doctrina Cristiana del Trabajo” es de gran importancia en virtud de que tiene un impacto y lleva un mensaje para todos.  Y sin embargo muchos desconocen sus implicaciones y muchos son demasiado renuentes a vincular sus ocupaciones y actividades cotidianas con la religión, con el cristianismo y con Cristo.  Es mi privilegio y mi alto deber el tratar de precisar esta relación y, en mi intento de hacerlo, presentaré ante ustedes el concepto cristiano del trabajo y de su lugar en la vida humana, bajo tres encabezados principales: como un servicio a Dios, como un servicio al individuo y como un servicio a la sociedad — un servicio ennoblecido, en todo nivel y en toda forma, por el ejemplo viviente y vivificante de Cristo.  No podemos pensar en el cristianismo separadamente de Cristo: es Cristo-céntrico.  Se centra en Cristo en toda esfera y a todo nivel.  Debo recordar que no me ocuparé en este momento de las relaciones entre los empleados y los patrones, con la cuestión de los salarios o aun con el trabajo como un problema meramente técnico o sentimental, sino como un problema filosófico y religioso que llega hasta las raíces de la naturaleza humana y a los grandes fines fundamentales asignados a ella por Dios.

En el diseño divino, el propósito de toda creación, racional e irracional, animada e inanimada es la de manifestar la grandeza y gloria del creador externamente.  La creatura irracional logra este propósito por su propia existencia. Coeli ennarant gloriam Dei ('Los cielos proclaman la gloria de Dios') — cantaba el salmista,

Los signos y maravillas de los elementos
Hablan de Dios y llenan la tierra con alabanzas
Samuel Taylor Coleridge

Es dado al hombre, dotado de un alma racional, servir consciente y libremente a Dios y proclamar su gloria maravillosa.  En el hombre se alcanzó el punto más alto de la actividad creadora de Dios “Lo hiciste poco menos que los ángeles, lo coronaste con gloria y honor y lo pusiste arriba de todas las obras de tus manos,  Has sometido todas las cosas bajo sus pies, todos los corderos y bueyes, también las bestias de los campos, los pájaros del aire y los peces del mar” (salmo 8).  El servicio del hombre al Creador sería primariamente a través del trabajo.  Fue creado y dirigido a laborar sobre los recursos naturales de la tierra, que fueron puestos a su disposición para cultivarlos y cuidarlos, a someterlos, desarrollarlos, y moldearlos.  “En consideración a la dignidad del hombre, Dios dejó algunas cosas inconclusas, para que el hombre pudiera tener el privilegio de completarlas.  Hasta en la tarea más humilde y baja podemos sentir que estamos desempeñando nuestro papel para desarrollar y perfeccionar la obra de Dios y cumplir sus designios” Cardenal D'alton, Pastoral de Cuaresma, 1953)

El trabajo es una ley de la vida humana.  El hombre nació para trabajar, como el ave para volar.  Aun si Adán hubiera permanecido fiel, el trabajo hubiera seguido siendo un deber de la humanidad.  Es la voluntad de Dios que la naturaleza deba ser fértil y deba proporcionar alimento no sólo para el hombre, sino con los esfuerzos del hombre.  Es cierto que como resultado del pecado de Adán el descargo de este deber de trabajo se hizo más oneroso, que de ahí en adelante el trabajo habría de tener el propósito adicional de doblegar la voluntad, el corazón y el cuerpo del hombre al yugo que vino al mundo por ese pecado.  En el libro del Génesis leemos la sentencia de Dios a Adán:  “Maldita será la tierra por tu causa, con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida. Comerás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado” (Génesis 3:17 y 19).  Pero el trabajo mismo es natural al hombre y no un castigo por el pecado — lo son sólo el sudor, la sangre y el esfuerzo que lo acompañan desde la Caída.

Primero que todo, pués, el trabajo en sus varias forma debe ser visto como la vocación general de todos los hombres, como el servicio humano fundamental a Dios, que fluye, como obligación, desde la creación como el modo primario del hombre de cooperar con la actividad creadora de Dios.  Esta dignidad del trabajo es enriquecida más y de manera incalculable con el ejemplo de la vida de Cristo.  En su propia persona, Cristo es el ejemplar dinámico viviente del servicio perfecto a Dios.  Vino a la tierra a hacer una gran labor sublime:  redimir a la humanidad y revelar más claramente los modos de Dios con el hombre, y el camino del hombre hacia Dios.  San León Magno explicaba la economía divina que culminó con la encarnación, con estas palabras: “Dios, a quien debíamos, seguir no se le puede ver.  Al hombre, que podía verse, no podíamos seguir.  Por lo tanto, a fin de que Dios pudiera ser visto por el hombre y ser seguido por el hombre, Dios se hizo hombre” (Sermón de Navidad).  Al final de su estancia en la tierra, Cristo pudo decir a Su Padre Celestial, 'He concluido la obra que me diste a hacer' (Juan 17:4).  Como preparación para el logro final de su sublime propósito, Cristo vivió la mayor parte de su vida terrena en las formas humildes de un taller de artesano en Nazareth, como el carpintero, el hijo de María, y de esa manera santificó y ennobleció y puso el sello de dignidad en la baja tarea del trabajo manual.  Hizo todo esto para darnos un ejemplo, para iluminar para nosotros la verdadera forma de servicio a Dios y a los hombres en las tareas cotidianas de la vida.  Pues Él es el camino, la verdad y la vida, y la luz.

El trabajo humano, que es el servicio fundamental del hombre al creador y que, como tal, ha sido enriquecido tanto por el ejemplo de Cristo, es también el medio establecido por Dios, por el cual debemos servir nuestras propias necesidades.  En su gran Encíclica, Rerum Novarum, el Papa León XIII dice: “laborar es esforzarse uno mismo a fin de procurarse lo que es necesario para diversos propósitos de la vida, y el principal de todos es para la auto-preservación”.  El Papa León procede a señalar que el trabajo humano tiene dos características esenciales: es personal y es necesario.

Es personal:  El hombre, el trabajador es el hombre entero, la persona humana completa. No es meramente un brazo o un engrane en el mecanismo de producción, sino un ser compuesto de un cuerpo y de un alma espiritual, con objetivos, hambres y aspiraciones que trascienden la esfera material; que tratan de alcanzar las cosas del espíritu, a Dios.  El hombre fue hecho para Dios y no podrá descansar hasta que descanse en Dios.  La capacidad del hombre para el trabajo está unida a su personalidad. En el trabajo encuentra su realización, una forma de expresarse, de desarrollo personal, de cuerpo, mente y alma, facultades que de otra manera permanecerían improductivas, un sentido de logro, de dependencia en uno mismo, un sentido de valor.   El trabajo dota a la vida humana de un significado y nobleza, y de un gozo al vincularlo, como hemos dicho, con la actividad creadora de Dios. La tragedia de hoy en día es que muchos hombres han perdido el contacto con Dios en su trabajo.  En consecuencia, tratan de escaparse del trabajo tanto como sea posible; a desatenderlo.  Sin embargo, este trabajo puede, y debe, ser el medio de llevar al hombre a los pies de Dios y a su destino eterno en el cielo, a la realización final de su personalidad y de su fin — pues los hombres no son ni pueden ser salvados aisladamente de su forma de vida, sino por una fidelidad como la de Cristo a sus deberes de estado, mediante el fiel desempeño del trabajo, cualquiera que éste sea, que les haya sido encomendado.  En esto nuevamente tenemos el ejemplo vivificante de Cristo, quien, en las formas simples y en las tareas más humildes de su vida en Nazareth “crecía en sabiduría y en edad y en gracia con Dios y con los hombres” (Lucas 2;15)

El trabajo humano es necesario.  Sin los frutos de su trabajo el hombre no puede sobrevivir, y la auto preservación es una ley primaria y un instinto de la naturaleza.  El hombre está obligado a tomar los medios ordinarios para conservar su vida y las vidas de aquéllos que son dependientes directamente de él. Estos medios ordinarios se ganarán mediante el trabajo humano.  No hay lugar para el parásito humano.  En su segunda carta a los tesalonicenses San Pablo escribió: “Ni hemos comido de balde el pan de nadie a cambio de nada, sino con trabajo y esfuerzo laboramos noche y día para no ser gravosos a ninguno de ustedes ..... si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (Tes 3;8,10) La provisión de sus necesidades cotidianas mediante esfuerzo personal, de acuerdo con su capacidad y sus oportunidades es, entonces, un deber imperioso para el hombre. Y cuando decimos necesidades pensamos no meramente en las cosas materiales, sino también en las cosas del espíritu, pues sabemos que no sólo de pan vive el hombre.  Una vez más, permítanme recordar el ejemplo de Cristo y la vida de Nazareth y la aportación de su trabajo diario en el taller y en el hogar.

El trabajo también lo estableció Dios como el medio por el cual el individuo contribuye al bienestar de la comunidad y de la sociedad a la que pertenece.  Y sobre esto pensamos, naturalmente, antes que en nadie, en la familia — la unidad fundamental de organización social. Es ciertamente obvio que el jefe de la familia está obligado por toda ley a emplear todos los esfuerzos razonables para proveer el sustento y el bienestar de los demás miembros que dependen de él.  Pero debe agregarse que se espera que también ellos ayuden, cada uno a su propia manera, como lo hizo Cristo en el hogar de Nazareth.  El Papa Pío XI escribió: “Es ciertamente apropiado que el resto de la familia contribuya de acuerdo con su capacidad al mantenimiento común, como sucede en los hogares rurales o en muchas familias de artesanos y de pequeños comerciantes”. (Quadragessimo Anno)  Debemos también pensar de las comunidades extendidas y en las sociedades de las cuales el hombre es miembro, la persona humana entera.  Y es necesario recordar que la persona humana, a pesar de los derechos y dignidades individuales a que es acreedora, no vive ni puede vivir como una unidad aislada.

El hombre es un animal social. De Dios, el autor de su naturaleza, recibe el deseo, la capacidad, y la necesidad de sociedad, para unirse y combinarse con otros hombres con el fin de lograr el proposito común.  El hombre tiene que vivir y labrar su salvación como miembro de la comunidad y de la sociedad a la que pertenece.  En adición, pues, a sus derechos y deberes como individuo, tiene derechos y deberes como miembro de la sociedad. Está obligado a contribuir al bienestar de la sociedad. Ésta es una enseñanza social fundamental, pero frecuentemente no se reconoce o se pasa por alto en el proceso egoísta de la vida moderna. De hecho, mucho del desorden e inquietud social surge de una falta de reconocer y honrar este doble aspecto, el individual y el social, de la vida humana, de las instituciones humanas y del esfuerzo humano.  En nuestra enseñanza sociológica enfatizamos la necesidad social y el valor del esfuerzo humano.  Pero, desde luego, no debemos exagerar estos aspectos.  Hacerlo sería caer en el error totalitario y pasar por alto o depreciar los valores personales individuales del trabajo.  En todo este contexto, la enseñanza verdadera cae en un punto medio entre el individualismo extremo o egoísta y el colectivismo bestial.  Los valores individuales y sociales del trabajo humano son complementarios, ni son contradictorios ni están en conflicto.

Por su trabajo un hombre no sólo puede meramente desarrollar su propia personalidad y proveer para sus necesidades, sino que también puede contribuir al bienestar de la sociedad y de la humanidad.  Esto tiene él obligación de hacer.  Él está implicado en la estructura social. Tiene la obligación de desempeñar su parte, de ser un miembro útil dentro de esa estructura.  La sociedad necesita hombres que estén conscientes de sus deberes sociales y que estén preparados para honrarlos.  Necesita trabajadores, no zánganos.  Necesita para su supervivencia del trabajo honesto, del servicio leal de los buenos ciudadanos — de hombres y mujeres que tengan la determinación y el deseo de contribuir a, así como de participar en, el bienestar común.

A la luz de la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, este aspecto social del trabajo está investido de una mayor dignidad, y está salvaguardado por una mayor aprobación.  La doctrina del Cuerpo Místico implica la hermandad de los hombres bajo la Paternidad de Dios. Significa que entre los miembros individuales de la Iglesia y Cristo, así como entre uno y otro de los miembros mismos, hay una unión y una solidaridad íntima y vital, obradas por el Espíritu Santo; que Cristo y Sus miembros forman un solo cuerpo con con una fuente de vida común, intereses comunes y objetivos comunes.  Hay una pluralidad y diversidad de miembros del Cuerpo Místico.  Cada miembro tiene su papel que desempeñar, su contribución que dar, al bienestar del Cuerpo entero. “Así como en un mismo cuerpo tenemos muchos miembros pero cada uno con distintas funciones; también nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los otros” escribió San Pablo en su epístola a los Romanos (12; 4, 5)

Este bosquejo de la doctrina del Cuerpo Místico enfatiza elocuentemente la necesidad y el valor social del trabajo — que se presenta como el medio por el cual los hombres pueden cooperar con Cristo y unos con otros en el desarrollo de los fines de la Encarnación y Redención.  Los varios miembros del Cuerpo Místico están destinados a trabajar juntos, a ayudarse el uno al otro hacia el objetivo de alcanzar el destino sobrenatural común de la humanidad.  Conforme a esta enseñanza cristiana somos los guardianes de nuestros hermanos, los asistentes de nuestros hermanos.  Estamos obligados a soportar unos las cargas de otros.  A menos que hagamos esto, nos advierte San Pedro, no cumplimos la ley de Cristo. Estamos unidos por un gran mandamiento de amor — amor a Dios y amor al prójimo. Podemos cumplir mejor y más efectivamente este mandamiento con una apreciación de la necesidad, potencialidad y valor, en el orden social, del trabajo que nos toca hacer, y dirigiendo ese trabajo no solamente a nuestro beneficio individual, sino al bienestar de nuestros semejantes, y en especial para ayudar y socorrer a aquéllos que están necesitados en lo temporal y en lo espiritual.  Es obvio, entonces, que la doctrina del Cuerpo Místico no deja lugar, en una verdadera filosofía de la vida o del trabajo, para un individualismo egoísta.  La doctrina exige que todos en la comunidad o sociedad de los fieles debe, en interés común, contribuir su parte con la tarea que le toca hacer — cualquiera que ésta sea. Y esto es exigido no meramente con base de la solidaridad natural de las organizaciones sociales y de las sociedades, sino en virtud de la solidaridad sobrenatural de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo.

Les he presentado lo que yo concibo que es la filosofía cristiana del trabajo como un servicio a Dios, como un servicio al individuo, como un servicio a la sociedad.  Difícilmente es necesario decir que estos aspectos no pueden mantenerse enteramente distintos o aislados.  Son más bien facetas del cuadro completo de las actividades del hombre — del hombre total, del ciudadano del tiempo y de la eternidad.  Permítaseme ahora referirme a algunas conclusiones prácticas que deben surgir de una consideración de esta enseñanza cristiana sobre el trabajo.  Ya hemos hecho de paso referencia al valor del trabajo humano como una forma de cooperación en las actividades divinas de Creación y Redención, como un medio de desarrollo y realización personal del fin último de la vida, como una contribución al bienestar de la sociedad.  Estos valores, también, están entretejidos unos con otros. Todo este tiempo he hablado del trabajo en general.  No puedo particularizar. El trabajo puede tomar una variedad casi infinita de formas. El curso que sigue el trabajador es trazado en una multitud de circunstancias diferentes.  Pero el trabajo honesto, de cualquier tipo y en toda circunstancia, si es motivado y dirigido adecuadamente, puede alcanzar los fines y valores que he mencionado.  En las filosofías paganas, las ocupaciones manuales y el trabajar por un salario era visto como cosas de las que uno debiera estar avergonzado — pero según la enseñanza cristiana, como lo enfatiza el Papa León XIII, son formas de vida honorables y dignas de crédito.  Dentro de la unidad del Cuerpo Místico — como en un cuerpo físico — hay muchos miembros con diferentes funciones, algunas de menor importancia que otras pero todas contribuyendo, haciendo una aportación necesaria al bienestar del cuerpo entero.

Es quizás difícil para aquéllos que están dedicados a las monótonas formas de ocupación aparentemente bajas y serviles, darse cuenta de que en el desempeño fiel de las tareas cotidianas estamos cumpliendo con una vocación y un propósito divinos. Sin embargo, esto es irrefutablemente cierto. Tenemos la prueba en mucha formas.  La tenemos particularmente en el ejemplo de Cristo el carpintero, de María el ama de casa, de Pedro el pescador, de Pablo el constructor de tiendas y de innumerables otros santos cuyas vidas fueron dedicadas y santificadas en el desempeño de tareas humildes y de las, así llamadas, insignificantes.

Es supremamente importante que los trabajadores de toda clase y condición deban tener una visión clara de la vida, que puedan ver en sus ocupaciones una vocación divina y que tengan una actitud correcta hacia, y el correcto motivo de, su trabajo.  Las consecuencias de todo esto serán de valor incalculable, en el tiempo y para la eternidad.  Si los trabajadores se mentienen en contacto con Dios en sus varias ocupaciones, si sus tareas cotidianas se relacionan y se orientan hacia Dios, la aburrida y apagada monotonía se transmutarán en una alegría de servir. Las tareas, no obstante cuán bajas y deprimentes, serán investidas de un renovado interés y dignidad.  El sudor y sangre y esfuerzo asociados con mucho del trabajo humano como consecuencia del pecado de Adán, pueden ligarse con la gran ofrenda de Cristo y de esa manera asumirán un valor sacrificial.  Todas estas consideraciones deben ayudar e inspirar inconmensurablemente a los trabajadores a tener un orgullo legítimo en el trabajo bien hecho y en perfeccionar sus métodos, técnicas y productos, para rendir una utilidad honrada a sus patrones — no por merecer un crédito meramente material o terreno sino por el deseo de prestar a Dios el mejor servicio de que son capaces.

En estos días de mecanismo o maquinismo los aspectos humanos y personales del trabajo pueden fácilmente ocultarse y olvidarse. Y la tragedia es que esto sea así con tanta frecuencia.  Con el inicio de la era industrial y del sistema de fábricas, con el arreo como manada de grandes grupos de trabajadores, máquinas que operan automáticamente en la producción masiva de productos indiferenciados, el trabajador individual llegó a ser considerado unas meras manos, un mero engrane en el equipo y organización total.  Las fábricas y los hornos eran como monumentos arrojando sus largas sombras sobre la sociedad, dejando ver la esclavización del hombre y el ritmo sombrío de las vidas humanas.  Que esto haya pasado fue en gran medida falta de quienes controlan el vasto sistema industrial.  No puedo hablar de eso aquí salvo por recordar la condena del Papa León XIII de que “es vergonzoso e inhumano el tratar a los hombres como propiedad personal para hacer dinero o verlos no más que como músculo y fuerza física.”  Los trabajadores mismos no están faltos de culpa en permitir la deshumanización y despersonalización de su trabajo.  Ningún control externo, ningún sistema puede dictar sus actitudes de mente y de corazón.  Los trabajadores pueden, a pesar de la mecanización, de la repetición y de la monotonía, dirigir sus actividades a los niveles más altos, al desarrollo de su personalidad, hacia el servicio de Dios y de los hombres.

Es particularmente necesario en esta época de socialismos materialistas y de paternalismos de estado, que los trabajadores entiendan la importancia de adquirir y mantener por sus propios esfuerzos, una competencia y robusta independencia.  Este es, en efecto, el precio de su libertad final. Nada hay más atrofiante y desmoralizante, tanto en la esfera social como en la individual, que el que los ciudadanos voluntariamente se resignen a depender del Estado o de la subvención pública para satisfacer sus necesidades de vida.  Dios ha dado al hombre energía y facultades para el trabajo, que el hombre debe utilizar para proveerse, para la satisfacción de sus necesidades.  Es menos que hombre, es enteramente falto a su derecho natural quien, pudiendo proveerse con esfuerzo razonable, no lo hace y se contenta con ser una carga para el erario público. De  esta manera se abre el camino al estado servil en su forma más virulenta, pues — no se hagan ilusiones — la medida de apoyo del estado pronto se torna en la medida del control estatal.  La función primaria del estado, en este contexto, es proveer las condiciones y oportunidades en las que cada ciudadano pueda, por su propia iniciativa y esfuerzo, y trabajando de acuerdo con sus capacidades, alcanzar una competencia razonable y una medida de prosperidad.  No es función del estado el suplantar o hacer innecesario el esfuerzo individual. No es función del estado el mantener a aquéllos que, siendo capaces, no quieren buscar y aprovechar las oportunidades disponibles de trabajar para sostenerse ellos mismos. Si el estado fuera a ejercer estas funciones sería culpable de un gran crimen social.  Hacerlo implicaría un injusto dispendio de la hacienda pública, sería destructor de la fibra moral del pueblo, explotaría a los ciudadanos que trabajan duro y de manera honrada y pondría un premio a la ociosidad, la pereza y la imprevisión.

Antes de concluir debo señalar que la enseñanza cristiana, que enfatiza tanto la necesidad y los valores del trabajo, está lejos de excluir de la vida el ocio. Hay, debe haber, un lugar y un tiempo para el ocio; no, sin embargo, tomando el lugar del trabajo, ni implicando una emancipación del deber básico de trabajar, sino complementario al trabajo, completando y dando dimensión y visión a la vida humana. “Trabajamos para poder tener tiempo para el ocio” escribió Aristóteles. Hay, en efecto una doble necesidad del ocio. Primeramente, es necesario para que el trabajador pueda mantener o recuperar su fuerza física y que pueda funcionar eficientemente en su tarea particular.  En segundo lugar, y aún más importante, el ocio es necesario para el bienestar racional y espiritual del trabajador, a fin de que pueda vivir su vida más plenamente como persona humana.  En esto nuevamente volvemos al concepto de que el trabajador es el hombre total, la personalidad humana completa.  El hombre no es una mera máquina.  Sus actividades como trabajador, sin importar lo que pudiera ser su trabajo, deben ser de un orden superior al meramente mecánico.

Es una paradoja cruel de la vida moderna, con su extenso aparato de mecanización que debiera proporcionar oportunidades más abundantes de verdadero ocio y de un desarrollo humano más pleno, que haya más bien tendido a deshumanizar y a despersonalizar el trabajo del hombre.  Si el trabajador ha de llevar en verdad una vida humana, debe alzarse por encima de lo meramente material y secular. No sólo de pan debe vivir, de raciones o de programas seculares. Necesita cosas del espíritu. En verdad vive de la religión, de la fe y del amor.  Debería poder ver la vida como un todo, ver más allá de los estrechos confines de sus limitadas tareas, tener una visión más amplia y más clara de la vida.  Para todo esto el ocio es necesario.  En breve, el ocio es necesario a fin de que el trabajador avance a ser un hombre en el verdadero y pleno sentido de la palabra.  El Papa León XIII tenía esto en mente cuando escribió: “Como principio general puede decirse que el trabajador debiera tener tiempo de ocio y de descanso que sea proporcional al desgaste de su fuerza; pues el desgaste de la fuerza debe ser reparado dejando el trabajo pesado. En todos los contratos entre patrones y empleados debe haber siempre la condición expresa o tácita de que debe permitirse el debido descanso para el cuerpo y el alma. Contratar en condiciones distintas sería contrario a lo que es correcto y justo, pues nunca puede ser correcto o justo exigir por una de las partes o prometer por la otra parte, el renunciar a estos deberes que el hombre tiene con Dios y consigo mismo.” (Rerum Novarum)

El Santo Padre en un discurso ante un grupo de Turín el 31 de octubre de 1948, resumió la actitud cristiana ante el trabajador y en el trabajo en los siguientes términos: “Ni el trabajo por sí mismo ni su organización más eficiente ni las herramientas más potentes son suficientes para moldear y garantizar la dignidad del trabajador — sino más bien la religión y todo lo que la religión ennoblece y hace santo.  El hombre es la imagen del Dios Triuno y es por lo tanto, una persona, hermano del Hombre-Dios, Jesucristo y con Él y por Él heredero de la vida eterna: ahí es donde verdaderamente radica su dignidad...  Si la Iglesia siempre insiste, en su doctrina social, sobre el respeto debido a la dignidad inherente del hombre, si pide un salario justo para el trabajador en su contrato de trabajo, si exige que se satisfagan sus necesidades materiales y espirituales por medio de una ayuda efectiva, lo que la mueve para esta enseñanza no es el hecho de que el trabajador es una persona humana, que su capacidad productiva no sea considerada y tratada como mera mercancía, que su trabajo siempre represente un servicio personal.... Sólo este ideal religioso del hombre puede llevar a una concepción unificada del nivel de vida que debe mantener. Cuando Dios no es el principio y el fin, cuando el orden que reina en Su creación no es una guía y medida para la libertad y actividad de todos, la unidad del hombre no puede alcanzarse”

Permítanme volver a mi punto de partida. El cristianismo es una filosofía completa de la vida.  Da significado y valor a la vida humana y sus actividades en todo nivel y en toda esfera, en las carreteras y en las veredas.  Cristianismo significa seguir a Cristo, imitarlo, trabajar para Él. Con Cristo, el tremendo rompecabezas de la vida humana, con todas sus inequidades y su aparente irregularidad y carencia de forma halla su patrón, su significado y encaja en su sitio.  Sin Cristo y sus enseñanzas ¿qué tenemos sino un maremágnum de contradicciones y confusiones, tensiones ininteligibles e incontrolables? las filosofías de frustración, desilusión y desesperación.  El trabajador que es honesto en todas las esferas, pero especialmente en las ocupaciones humildes, es muy querido por el corazón de Cristo. Cristo es el Dios-Hombre. Él sabe. Él entiende. Él ha vivido y andado los caminos humildes de esta tierra. Si las tareas de día con día se vinculan con Su vida, si se hacen por Él, seguramente ganarán recompensas y galardones que serán más duraderos que el polvo cotidiano de la tierra. Y debo decir en conclusión que una vida de trabajo honesto, no obstante cuán bajo sea su nivel, si es dedicado a Cristo, será el mejor seguro contra la desilusión, la duda y el temor en el anochecer de la vida.

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