Carta Pastoral de Navidad
del Arzobispo Patrick Joseph Hayes (1921)
Esta
carta pastoral fue escrita en 1921 por quien fuera entonces Arzobispo
de Nueva York, tres años después de que terminara la Primera
Guerra Mundial. Tan aplicable era entonces para el pueblo y el
ambiente norteamericano de aquella época como lo es ahora para
nosotros en las circunstancias en que vivimos.
Traducida
del inglés por Roberto Hope
Amados
fieles y miembros del Clero:
Llega
de nuevo la Navidad para bendecirnos con gracia celestial e iluminar
con esperanza eterna nuestro recorrido por este valle de
lágrimas. El valle en muchos aspectos jamás fue tan desalentador
como ahora ni las lágrimas menos amargas. El progreso material del
mundo, rico en poder y promesa hace unos cuantos años,
lamentablemente no ha podido, en la hora de necesidad suprema,
resistir la presión de la terrible aflicción de la guerra.
Andamos buscando a tientas contra la pared, como lo dice el Profeta
Isaías, -- y "como ciegos hemos tropezado, como si no
tuviéramos ojos; al mediodía como si fuera de noche" (Is.
59:10). La luz y la fuerza divinas han estado siempre a nuestro lado,
pero el hombre nada quiere de eso. Siendo ley y guía de sí mismo,
ha estado tambaleándose en vano en busca de paz y de una solución para
los terribles problemas mundiales. Aunque Dios ha castigado a los
hijos de los hombres con un flagelo de su propia hechura, Él aún
nos quiere con amor infinito y nos confortaría con una compasión
que lo perdona todo y que lo sana todo.
Sobre
las cenizas de la guerra, sobre los sufrimientos de la humanidad,
sobre la aflicción de las naciones, aparece en el horizonte del
mundo, con su excelsa Madre y su humilde Padre Adoptivo, el Niño
Divino de los tiempos de la profecía y de la consumación -- la
"Llave de David y Cetro de la Casa de Israel, que abre y
nadie puede cerrar, cierra y nadie puede abrir, que viene a librar a
los cautivos que viven en tinieblas y en sombras de muerte!".
Jesús, María y José traen a Belén --cielo estrellado y
montes dormidos; los pastores y las ovejas; las vigilias pacientes y
el silencio sobrecogedor de la noche; la obscuridad de la tierra y la
luz del Cielo; el canto de los Ángeles y la estrella de los Reyes
Magos; la posada tibia y acogedora y el incómodo e inhóspito
establo; el buey y el burro; la paja del pesebre y el piso tosco y
frío de la cueva; y el oro, incienso y mirra de Saba con los
dromedarios de Madian y Epha.
En
todo el panorama de Belén que así se desplegaba, lo único que
había sido hecho por la mano del hombre y no por Dios, era la posada
que se rehusó a abrigar al Niño. La cueva-establo ha sido tenida
en honor bendito desde entonces; la posada, en condenación perenne.
Nadie sabe ahora dónde estaba la posada ni cómo se llamaba el
mezquino posadero. Sin embargo, en esa noche celestial, fueron los
muchos quienes anduvieron el camino a la posada para lograr una
comodidad corporal y un placer pasajero; sólo los pocos, guiados por
ángeles e inspirados por la gracia, buscaron el establo, y
contemplaron la maravillosa revelación de Emmanuel, Dios con
nosotros, Señor de los Señores, Príncipe de la Paz; el
Salvador de la humanidad.
Nada
malo tiene el bello mundo hecho por Dios -- el universo creado y
formado con Sus manos. Sólo el mundo de orgullo, lujuria y egoísmo
creado por el hombre y extraño a Dios, ha sido juzgado y hallado
deficiente tanto por el Cielo como por la tierra. Para redimirnos de
la esclavitud del pecado, nuestro Padre Celestial nos envía, no
las plagas de Egipto para afligirnos, sino a su propio Hijo Amado, el
Niño de Belén, "para la caída y resurrección de muchos en
Israel y por una señal que será contradicha" (San Lucas,
II,34).
En
esa noche santa en Belén una nueva norma espiritual y sublime de
vida, pensamiento y acción fue dada a los hombres para guiarlos
hasta el fin de los tiempos. La Sagrada Familia se volvió el
ideal, la ley y la copia de la infancia, de la femineidad, del deber
de los padres, del cuidado del hogar y de la dignidad del trabajo.
La inocencia en los niños, la pureza en las mujeres, la castidad en
los hombres, la pobreza, el trabajo honesto, el estado humilde, la
obediencia y la paciencia fueron abrazados, santificados y
enseñados por Dios Mismo como algo precioso y esencial para nuestro
bien aquí y en la vida futura. Las riquezas, el honor mundano, la
posición exaltada, el amplio conocimiento y el éxito, --laudables
cuando son buscados, logrados y usados con recta razón -- son todos
secundarios, innecesarios y con frecuencia peligrosos en el plan
de Dios, para seguir a Cristo y salvar nuestras almas inmortales.
Consideremos
primero al Niño. Cristo, el Hijo de Dios, llegando al mundo como un
bebé, le ha dado al nacimiento humano una sacralidad que impulsa a
los ángeles a darle reverencia. En el Cielo Él tenía a su
padre eterno pero no una madre; en la tierra tendría una madre pero
no un padre carnal. El Cristo Niño no detuvo Su venida a esta vida
mortal, por su madre ser pobre y faltarle techo y provisiones
para el día de mañana. Sabía que su Padre Celestial, que cuida de
los lirios del campo y de las aves del cielo, ama a los hijos de los
hombres más que a aquéllos. Los niños vienen del Cielo porque
Dios así lo quiere. Él solo tiene el derecho de detener su venida
en tanto que bendice algunos hogares con muchos hijos y a otros
con pocos o con ninguno. Vienen de la manera única que ordena Su
sabiduría. Pobres de aquéllos que degradan, pervierten o violentan
la ley de la naturaleza como la fijó por decreto eterno el Mismo
Dios. Aun cuando algún angelito de carne y hueso, por deformación
moral, física o mental de los padres, puede a los ojos humanos
parecer horrendo, contrahecho, una mancha para la sociedad
civilizada, no debemos perder de vista este pensamiento cristiano de
que debajo y dentro de esta malformación visible vive un alma
inmortal que debe ser salvada y glorificada por toda la eternidad
entre los Benditos del Cielo.
Atroz
es el pecado cometido contra el acto creador de Dios, quien por medio
del contrato de matrimonio invita a hombre y mujer a cooperar
con Él en la propagación de la familia humana. Tomar una vida
después de que se ha iniciado es un crimen horrible; pero prevenir
una vida humana que el Creador está por darle existencia es
satánico. En el primer caso el cuerpo es muerto, mientras que el
alma subsiste; en el último, no sólo a un cuerpo sino a un alma
inmortal se le niega la existencia en el tiempo y en la
eternidad. Ha quedado reservado a nuestra época el ver que desvergonzadamente se abogue por la legalización de cosa tan
diabólica (En 1965, la Suprema
Corte de los Estados Unidos declaró inconstitucional una ley
del Estado de Connecticut que prohibía el uso de anticonceptivos, y en 1973 las leyes que penalizaban el aborto. N
del T.)
En
el nombre del Niño de Belén, cuya ley ustedes padres y madres aman
y obedecen, cierren sus oídos a esa filosofía pagana,
merecedora de un Herodes, la cual, desconociendo la revelación y aun
la sabiduría humana se coloca por encima de la ley y de los antiguos
profetas en la Antigua y en la Nueva Alianza, de la cual el Niño
Jesús es el principio, la unión y el fin. Mantengan alejados del
santuario de sus hogares cristianos, como lo harían con un espíritu
maligno, la literatura que trate de esta obscena abominación.
No pequen ustedes contra los niños quienes, después de todo, son el
más noble estímulo y protección del afecto y fidelidad marital, y
de la continencia.
El
niño de Belén viene a restaurar la reverencia por los padres -- tan
necesitada hoy en día como la reverencia por la infancia. Si la
autoridad paternal está rápidamente desapareciendo es porque los
padres han fallado en su reverencia a, y orientación de los niños
de acuerdo con normas espirituales. Sus propios hijos se han vuelto
contra ellos en castigo. Descuidando la ley de Dios por sus vidas
irreligiosas o indulgentes, los padres han perdido en un grado
alarmante, la autoridad dada por Dios, sobre su prole, quienes
en párvulos y en el colegio, en los deportes y en la sociedad, en la
literatura y en el arte, ven, oyen, hablan y, con demasiada
frecuencia, viven una libertad de pensamiento y acción que no conoce
las convenciones ni las restricciones morales de una sociedad
cristiana. Para que los padres gobiernen con sabiduría, deben ellos
obedecer reverentemente la superior ley de Dios y con el ejemplo y por
precepto enseñar a sus hijos cuán elemental es en la vida el deber
de obedecer a la autoridad, Divina y humana, civil y doméstica. No
sólo la Iglesia, sino hombres y mujeres juiciosos, líderes en
muchos ámbitos de la vida, están lamentando el espíritu deplorable
y rebelde de nuestra juventud contra las restricciones del hogar y de
la vida familiar. No está en el poder del temor humano ni del propio
interés egoísta el lograr la obediencia, excepto que sea un
servilismo en el que no puede confiarse para construir el carácter.
El único motivo elevado que hay para inspirar reverencia y
obediencia es la propia obediencia de Cristo a María y a José:
a ellos, criaturas de su propia Mano, el Creador y Señor del
Universo se sujetaba voluntariamente en Belén y en Nazareth.
Nuestro
Santo Padre, el Papa Benedicto XV, en el Motu Proprio sobre San José,
toca una nota solemne: "La santidad de la fidelidad
conyugal y el respeto a la autoridad paterna han sido gravemente
transgredidos por muchos durante la guerra; la lejanía entre los
esposos ha servido para relajar el vínculo de unión que uno le debe
al otro, y la ausencia del ojo vigilante dio lugar a una conducta más
libre y más indulgente, más particularmente entre los miembros más
jóvenes del sexo femenino." La Navidad es un llamado Divino
para las mujeres. La Virgen Madre es puesta por Dios ante todas las
mujeres como un ejemplo de pureza, devoción y deber. Todo su ser
está consagrado al excelso oficio de la maternidad. Cristo no
solamente habría de ser un niño, sino que habría de tener una
madre -- y una madre inmaculada, para que el hombre pudiera conocer
el designio que Dios tiene con relación al lugar de la mujer en
el mundo. La Providencia ordenó que la propia Madre de Dios,
carente de riqueza, fama y prestigio social, no tuviera
distracciones en su maternidad, excepto el templo y el hogar. La
sublime simplicidad de la misión de la mujer ya pasó de moda. Las
eternas cotidianidades de formar un hogar meciendo la cuna,
preparando la comida, cosiendo, haciendo alegre el hogar, enseñando
a los niños a orar reverentemente y a vivir la vida justa son más
vitales para el bien permanente de la sociedad y de la nación que la
más sabia legislación concebible para contrarrestar los peligros de
la nueva libertad e incierta aventura de la mujer, que puede dejar
una estela de cunas vacías y de comunidades sin hogares.
Otra
lección cristiana que el mundo necesita aprender es la ley de Dios
contra el divorcio, El evangelio cuenta de la dura prueba de
María cuando José, su esposo, siendo un hombre justo, había
resuelto repudiarla en privado, pero a él se le apareció en
sus sueños un ángel del Señor, quien diciéndole que lo engendrado
en María era obra del Espíritu Santo, previno que lo llevara a cabo
(Mateo 1,19 y 20). El divorcio se ha convertido en un flagelo
nacional y el mal está propagándose. Verdaderamente es un
trastorno mortal de nuestro ente político, sin mencionar el daño
moral y espiritual que producen los hogares deshechos, los corazones
rotos, las almas desgarradas, los hijos abandonados y las uniones
ilícitas.
Desastrosa
más allá de lo que es posible describir es la condición en que las
mujeres miden su vida, no por el número de su prole sino por su
número de maridos. La Roma pagana, en la cúspide de su poderío
imperial, con un mundo conquistado que pagaba tributo a los Césares,
selló de una manera lenta pero segura su propia ruina. Ningún
enemigo probó ser tan terrible como su corrupción interna. El
divorcio extendido desacralizó el santuario de la familia con la
consecuente degradación de la mujer. Las fuerzas edificantes
del imperio fueron debilitadas por la ponzoña moral que la sociedad
Romana absorbió en sus partes más vitales y no tomó medidas
para expulsar. Cuando esto pasa en el cuerpo humano lo que sigue es
la muerte.
Agradezcamos
al Padre Celestial las valientes mujeres que todos conocemos --y son
legión-- quienes con los ideales más elevados de maternidad y de
fidelidad conyugal llevan adelante heróicamente el honor de la
familia. Ni lo alto ni lo bajo, ni la tristeza ni el dolor, ni el
pecado del marido ni la ingratitud de los hijos, ni las privaciones
ni los quebrantos, ni la oportunidad del confort ni la atracción del
placer pueden tentar a estas nobles mujeres a eludir su deber o
desbaratar su hogar. Silenciosamente, pacientemente,
alegremente, y santamente se consumen y son consumidas por el bien
temporal y espiritual de sus hijos, cuerpo de su cuerpo y sangre
de su sangre. María, la Madre de Cristo, fortalece con la gracia y
fortitud del Cielo a estas admirables mujeres, que son una de las más
sagradas bendiciones de esta tierra.
Como
Nuestro Salvador, el hijo único del Padre Eterno, se dignó a ser
llamado el "Hijo del Carpintero," y como María, la
Madre de Cristo, se regocijaba de que se le conociera como la "Esposa
del Carpintero," podemos fácilmente comprender la dignidad
de la persona y oficio de José en la Sagrada Familia. Dios
evidentemente enseñaría a través de José que la dignidad suprema
del hombre no descansa en un cimiento temporal y humano, sino
esencialmente en nuestra relación con Cristo, el Dios-Hombre. La
encarnación elevó a la naturaleza humana al orden sobrenatural, en
que el hombre debe vivir, moverse y tener su ser, si nuestra
naturaleza humana ha de alcanzar su propósito y expresión más
alta y más noble de conformidad con la Voluntad Divina.
San
José, un carpintero pobre y desconocido a los ojos del mundo, fue
elevado a los ojos de Dios y de los ángeles a una dignidad con la
que nadie de origen terreno puede ser comparada. Sin embargo,
José no era más que el fiel jefe de la Sagrada Familia; ni profeta
ni sacerdote ni apóstol ni maestro. Tampoco presentó la
figura heróica del José del viejo Egipto, ni de David, el Rey
pastor de Israel. Por la labor de sus manos, cuidó de Jesús y de
María en la pobreza. Los condujo en las circunstancias más
hostiles a Belén, a Nazareth, y por las arenas del desierto a
Egipto y de regreso. Su hogar humilde y su pequeña familia fueron
su universo de amor y de servicio. En comparación con el Niño y la
Madre, a través de quiénes manifestó Dios su infinito amor y
misericordia, la gloria imperial de los Césares, el enjoyado palacio
de Herodes, los espléndidos jardines de los faraones y la inmortal
fama simbolizada por las Pirámides no eran más que fruto de mar
muerto para la mente de José. Su ejemplo señala los valores
verdaderos de la vida humana. Padre y esposo, gobernante y súbdito,
patrón y empleado, rico y pobre --todos deben moldear sus vidas y
desempeñar sus deberes en el espíritu de este hombre justo. Esta
justicia significa reverencia a la religión; obediencia a la
autoridad legal; trato justo por parte del capital; trabajo honesto
por parte del trabajador; purificación de la riqueza; santificación
de la pobreza.
Pongo
esta pastoral de Navidad de la manera más humilde en las manos de
San José, a quien el clero, los religiosos y los fieles están
honrando en nuestras iglesias y capillas el día de hoy, en la misma
hora en que estoy escribiendo las palabras finales de este mensaje a
mis amados hijos en Cristo.
Pidiéndole
al Niño Salvador que bendiga de la manera más abundante con toda
gracia de Navidad a toda la feligresía, soy fielmente el Pastor de
ustedes.
Patricio
José, Arzobispo de Nueva York
En
conmemoración del aniversario número 50 de la proclamación de San
José como Patrón de la Iglesia Universal.
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