Consejos
Prácticos sobre qué Hacer para Cuando Lleguen los Bárbaros.
Del
artículo Practical Advice about What to do When the Barbarians
Come, de autor no identificado,
publicado en la revista Tradition
del College of St, Thomas More, de Fort Worth, Texas. Traducido del
inglés por Roberto Hope.
No
perdáis el aliento, hermanos, habrá un final para todo reino
terrenal. Si éste es ahora el final, Dios lo ve. Quizás no haya
llegado a eso: por alguna razón -- llámese debilidad o
misericordia, o mera maldad -- todos estamos deseando que ese final
todavía no haya llegado.
San
Agustín
El
autor de estas patéticas palabras esperaba en vano. Cuando escribía
esto, los invasores Vándalos se volcaban a través de los estrechos,
y su reinado sería sucedido por la crueldad y el ofuscamiento
de los jihadis islámicos, que destruyó para siempre al África
romana que San Agustín conoció.
Sin
embargo, del caos de las invasiones del siglo quinto y sexto nació
la Edad Media Cristiana, una cultura que duró casi mil años
como una síntesis bendita de Cristo y Romanitas. Pero
esa civilización cristiana, por más que pudiera estar sobreviviendo
ahora como una agradable memoria entre individuos, ya ha muerto
como cultura pública. Las
señales son inconfundibles: demasiadas leyes, con las que el
gobierno lucha por controlar mediante legislación lo que sólo
puede controlarse con el consentimiento implícito de una
cultura común; una incapacidad para mantener las fronteras, de
tal forma que otros pueblos simplemente emigran al imperio, la
repetición de las guerras sociales en que una clase se enfrenta
a la otra; la tendencia a enaltecer las opiniones de gladiadores
y actrices; el deterioro de la moneda y la tendencia del
gobierno a devaluarla aún más, y más obviamente, la dramática
descomposición de las normas morales.
Nunca
desde los días de Teodosio, cuando la Cristiandad por ley reemplazó
al caos moral del vetusto Imperio Romano, las reglas morales,
aquéllas que la ley y las instituciones sociales aprueban, han
sufrido una revolución tan radical en tan corto tiempo en esos tres
grandes temas que más interesan a la raza humana: el sexo, la
política y la religión. En 1945 se desaprobaba del divorcio;
la homosexualidad era una vergüenza, un crimen y una pena;
subsistía el hogar, aun cuando la serie "Leave
it to Beaver", los dibujos
de Norman Rockwell y la serie "I love Lucy" eran
precisamente esa clase de hipertrofias que ocurren cuando las
realidades que ellas tratan de representar ya han dejado de
existir; era raro saber de hijos bastardos; el sexo antes
del matrimonio era un pecado. La mayoría de la gente iba a la
iglesia; como el doble de católicos de los que hoy van a misa, y más
entre los protestantes. Los domingos eran quietos. Estos
cambios son síntomas que esconden la muerte de la voluntad
y la falta de una intención valerosa de construir lo que hace fuerte
a una civilización. Cuando la falla se declara, frecuentemente
sigue su curso, como ocurrió cuando el Imperio Romano de Occidente
colapsó de entre los siglos quinto y sexto.
Pero
en cierto modo la actual expiración de todo lo moral y de las buenas costumbres, y las invasiones del siglo quinto, son muy diferentes.
Los sucesores de Agustín sabían cuándo los Vándalos, los Hunos y
los Ostrogodos venían contra ellos, pues los invasores trastornaban
y destruían. Llegaban portando lanzas en ponys lanudos,
incendiaban las ciudades de los romanos, raptaban a sus hijas y
saqueaban sus templos. Los bárbaros de hoy en día no llegan en
ponys peludos portando lanzas, sino con doctorados y con ideas
corruptoras. No tienen que cruzar el Rhin ni el Río Bravo, pues
como dice Pogo (personaje
de una antigua tira cómica, n.del t.),
"hemos hallado al enemigo, y somos nosotros".
Nos sorprenden
desprevenidos porque aun después de que han invadido no quedan
señales de fuego ni espada, y todo funciona; de hecho, con nuestros
bárbaros tecnológicos todo funciona mejor, y es difícil para los
ordinarios mortales encontrar falta en los triunfos tecnológicos:
mejor transportación, mejor medicina, mejores comunicaciones,
más dinero para todos. Así pues, busca uno en vano la señal
infalible de la barbarie: un abierto llamamiento a la violencia en
vez de a la razón.
A
primera vista no parece haber nada violento en nuestra cultura,
blanda y confortable. Pero piense de nuevo, Ahí están las
señales. El llamado a la violencia es el llamado a alcanzar la
sensación de un poder que no esté formado por la razón ni la
rectitud. El deseo particular del yo
por el confort y la satisfacción, apartado de la bondad, es el
gemelo de ese deseo de dominio y de injusticia que aflige la economía
y la política en tiempos de colapso cultural. Los nuevos bárbaros
no necesitan quemar nuestras ciudades -- nosotros mismos hemos
destruido la vida urbana civilizada. No necesitan pervertir
a nuestras hijas con violencia, pues la televisión y la educación
sexual harán ese trabajo. No necesitan destruir nuestros templos,
porque con demasiada frecuencia hemos sacado de ellos el símbolo
de la divina presencia y los hemos construido a la imagen de una sala
de cine. No necesitan aniquilar nuestra población con la
espada, porque nos han enseñado a rechazar la vida, y matar a
nuestros propios hijos por medio de nuestra práctica médica cuando
falla la tecnología usada para el rechazo.
Así
pues, ha muerto una civilización pública. Pero la civilización
nunca muere y Cristo nunca termina. Los bárbaros se volcaron
sobre el limes Romanus
en el siglo quinto, pero la Iglesia sobrevivió, y la cultura que
ella auspiciaba se negó obstinadamente a morir. Así también, la
Iglesia sobrevivirá y así pasará también con su cultura. En
seguida expongo seis maneras como pienso que ustedes pueden sobrevivir:
Primero,
manténganse cercanos a Cristo. Confíen ampliamente en la
Tradición, interpretada extensa y consistentemente. Oren por que
ustedes genuinamente se conviertan.
Segundo,
regresen a su hogar. Conforme vayan cayendo las ciudades, regresen a sus
pueblos. El período conocido como la Edad Obscura no
representó el final de la civilización, pero si fue el fin de la
vida urbana como la conoció el antiguo imperio. Las ciudades y
sus instituciones se arruinaron: los tribunales, los
caminos y las bibliotecas dejaron de servir. Lo que quedó fue el
hogar. Retornar al hogar es regresar a la familia. La
civilización siempre ha sido obra de la familia, y cuando mueren las
civilizaciones, la única esperanza de todo
hombre es la familia. Como cuando los bárbaros invadieron el
antiguo imperio, así también será ahora.
Tercero,
escriban un libro y preserven la memoria. En los períodos en que la
tradición está siendo atacada por los bárbaros, la memoria
importa. Occidente le debe su espíritu a hombres del siglo
quinto que escribían mientras su mundo se derrumbaba: Agustín,
Boecio, Vicente de Lerins y el círculo de la
corte en Milán. Todo ese copiado que se hacía en los monasterios
tenía por objeto preservar la memoria de lo que no debía olvidarse.
Cuarto,
únanse a la aristocracia moral. El viejo imperio carecía de la útil
palabra burguesía, tan descriptiva del exitoso habitante de la ciudad cuyo interés no son los nobles ideales ni los proyectos
sublimes sino su seguridad propia. Esa tendencia burguesa,
humana y universal que, aun cuando productora de muchos
bienes, es destructora de lo que es mejor.
Lo
mejor es arriesgar la vida misma por Cristo; el bien es la negación
propia y la aceptación del peligro. El triunfo de la barbarie
hace más fácil la vida aristocrática, porque la seguridad, siendo
inalcanzable, no da tanta tentación. La aristocracia moral
siempre será capaz de restaurar este mundo creyendo en el
próximo, y actuando con la idea de que los principios que están
enraizados en la próxima vida son los que más importan en la vida
presente.
Quinto,
multiplíquense y sean prolíficos. Los hijos son el signo universal
de la esperanza y son nuestro testimonio de que creemos que el
futuro está en las manos de Dios. Son también la señal
infalible de la caridad en el matrimonio. Rechazar hijos cuando la
procreación es posible es rechazar el amor.
Lo
cual me lleva a la sexta y última posibilidad:
Mantengan la
esperanza. Tolkien escribió, "Todo lo que sabemos, y
eso en gran medida por experiencia directa, es que el mal obra con un
vasto poder y con éxito perpetuo, pero en vano: sólo preparando
siempre el terreno para que el bien inesperado brote... "
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