domingo, 23 de marzo de 2014

Qué Hacer Cuando Lleguen los Bárbaros

Consejos Prácticos sobre qué Hacer para Cuando Lleguen los Bárbaros.

Del artículo Practical Advice about What to do When the Barbarians Come, de autor no identificado, publica­do en la revista Tradition del College of St, Thomas More, de Fort Worth, Texas. Traducido del inglés por Roberto Hope.

No perdáis el aliento, hermanos, habrá un final para todo reino terrenal. Si éste es ahora el final, Dios lo ve. Quizás no haya llegado a eso: por alguna razón -- llámese debilidad o misericordia, o mera maldad -- todos estamos deseando que ese final todavía no haya llegado.
San Agustín

El autor de estas patéticas palabras esperaba en vano. Cuando escribía esto, los invasores Vándalos se volcaban a través de los estrechos, y su reinado sería sucedido por la cruel­dad y el ofuscamiento de los jihadis islámicos, que destruyó para siempre al África romana que San Agustín cono­ció.

Sin embargo, del caos de las invasiones del siglo quinto y sexto nació la Edad Media Cristia­na, una cultura que duró casi mil años como una síntesis bendita de Cristo y Romanitas. Pero esa civilización cristiana, por más que pudiera estar sobreviviendo ahora como una agradable memoria entre indivi­duos, ya ha muerto como cultura pública. Las señales son incon­fundibles: demasiadas leyes, con las que el gobierno lucha por controlar mediante legisla­ción lo que sólo puede controlarse con el consen­timiento implícito de una cultura común; una inca­pacidad para mantener las fronteras, de tal forma que otros pueblos simple­mente emigran al imperio, la repetición de las guerras sociales en que una clase se enfren­ta a la otra; la ten­dencia a enaltecer las opiniones de gladiadores y actrices; el deterio­ro de la moneda y la ten­dencia del gobierno a devaluarla aún más, y más obviamente, la dramática descomposición de las normas morales.

Nunca desde los días de Teodosio, cuando la Cristiandad por ley reemplazó al caos moral del vetusto Imperio Romano, las reglas morales, aquéllas que la ley y las instituciones socia­les aprueban, han sufrido una revolución tan radical en tan corto tiempo en esos tres gran­des temas que más interesan a la raza humana: el sexo, la política y la religión. En 1945 se des­aprobaba del divorcio; la homosex­ualidad era una vergüenza, un crimen y una pena; sub­sistía el hogar, aun cuando la serie "Leave it to Beaver", los dibujos de Norman Rockwell y la serie "I love Lucy" eran precisamente esa clase de hipertrofias que ocurren cuando las reali­dades que ellas tratan de representar ya han dejado de exis­tir; era raro saber de hijos bastar­dos; el sexo antes del matrimonio era un pecado. La mayoría de la gente iba a la iglesia; como el doble de católicos de los que hoy van a misa, y más entre los protes­tantes. Los do­mingos eran quietos. Estos cambios son síntomas que esconden la muerte de la vo­lun­tad y la falta de una intención valerosa de construir lo que hace fuerte a una civilización. Cuando la falla se declara, frecuentemente sigue su curso, como ocurrió cuando el Imperio Romano de Occi­den­te colapsó de entre los siglos quinto y sexto.

Pero en cierto modo la actual expiración de todo lo moral y de las buenas costumbres, y las invasiones del siglo quinto, son muy diferentes. Los sucesores de Agustín sabían cuándo los Vándalos, los Hunos y los Ostrogodos venían contra ellos, pues los invasores trastornaban y destruían. Llegaban portando lan­zas en ponys lanudos, incendiaban las ciudades de los romanos, rap­taban a sus hijas y saqueaban sus templos. Los bárbaros de hoy en día no llegan en ponys peludos portando lanzas, sino con doc­torados y con ideas corruptoras. No tienen que cruzar el Rhin ni el Río Bravo, pues como dice Pogo (personaje de una antigua tira cómica, n.del t.), "hemos hallado al enemigo, y somos nosotros". Nos sorpren­den desprevenidos por­que aun después de que han invadido no quedan señales de fuego ni espada, y todo funciona; de hecho, con nuestros bárbaros tecnológicos todo funciona mejor, y es difícil para los ordinarios mortales encontrar falta en los triunfos tecnológicos: mejor transportación, mejor medici­na, mejores comunicaciones, más dinero para todos. Así pues, busca uno en vano la señal infalible de la barbarie: un abierto llamamiento a la violencia en vez de a la razón.

A primera vista no parece haber nada violento en nuestra cultura, blanda y confortable. Pero piense de nuevo, Ahí están las señales. El llamado a la violencia es el llamado a alcanzar la sensa­ción de un poder que no esté formado por la razón ni la rectitud. El deseo particular del yo por el confort y la satisfacción, apartado de la bondad, es el gemelo de ese deseo de dominio y de injusticia que aflige la economía y la política en tiempos de colapso cultural. Los nuevos bárbaros no necesitan quemar nuestras ciudades -- nosotros mismos hemos destrui­do la vida urbana civilizada. No necesitan per­vertir a nuestras hijas con violencia, pues la televisión y la educación sexual harán ese trabajo. No necesitan destruir nuestros templos, porque con demasiada frecuencia hemos sacado de ellos el sím­bolo de la divina presencia y los hemos construido a la imagen de una sala de cine. No necesitan aniqui­lar nuestra población con la espada, porque nos han enseñado a rechazar la vida, y matar a nuestros propios hijos por medio de nuestra práctica médica cuando falla la tecnología usada para el rechazo.

Así pues, ha muerto una civilización pública. Pero la civilización nunca muere y Cristo nunca termi­na. Los bárbaros se volcaron sobre el limes Romanus en el siglo quinto, pero la Iglesia sobrevivió, y la cultura que ella auspiciaba se negó obstinadamente a morir. Así también, la Iglesia sobrevivirá y así pasará también con su cultura. En seguida expongo seis maneras como pienso que ustedes pueden sobrevivir:

Primero, manténganse cercanos a Cristo. Confíen ampliamente en la Tradición, interpretada extensa y consistentemente. Oren por que ustedes genuinamente se conviertan.

Segundo, regresen a su hogar. Conforme vayan cayendo las ciudades, regresen a sus pueblos. El período co­nocido como la Edad Obscura no representó el final de la civilización, pero si fue el fin de la vida urba­na como la conoció el antiguo imperio. Las ciudades y sus instituciones se arruinaron: los tri­bu­nales, los caminos y las bibliotecas dejaron de servir. Lo que quedó fue el hogar. Retornar al hogar es re­gre­sar a la familia. La civilización siempre ha sido obra de la familia, y cuando mueren las civi­li­za­cio­nes, la única esperanza de todo hombre es la familia. Como cuando los bárbaros invadieron el anti­guo imperio, así también será ahora.

Tercero, escriban un libro y preserven la memoria. En los períodos en que la tradición está sien­do atacada por los bárbaros, la memoria importa. Occidente le debe su espíritu a hom­bres del siglo quin­to que escribían mientras su mundo se derrumbaba: Agustín, Boecio, Vi­cen­te de Lerins y el cír­cu­lo de la corte en Milán. Todo ese copiado que se hacía en los mo­nas­terios tenía por objeto preservar la memoria de lo que no debía olvidarse.

Cuarto, únanse a la aristocracia moral. El viejo imperio carecía de la útil palabra burguesía, tan descrip­tiva del exitoso habitante de la ciudad cuyo interés no son los nobles ideales ni los pro­yectos subli­mes sino su seguridad propia. Esa tendencia burguesa, humana y universal que, aun cuando pro­ductora de muchos bienes, es destructora de lo que es  mejor.

Lo mejor es arriesgar la vida misma por Cristo; el bien es la negación propia y la aceptación del peli­gro. El triunfo de la barbarie hace más fácil la vida aristocrática, porque la seguridad, siendo inalcan­zable, no da tanta tentación. La aristocracia moral siempre será capaz de res­taurar este mundo cre­yendo en el próximo, y actuando con la idea de que los principios que están enraizados en la próxima vida son los que más importan en la vida presente.

Quinto, multiplíquense y sean prolíficos. Los hijos son el signo universal de la esperanza y son nues­tro testimonio de que creemos que el futuro está en las manos de Dios. Son tam­bién la señal infalible de la caridad en el matrimonio. Rechazar hijos cuando la procrea­ción es posible es rechazar el amor.


Lo cual me lleva a la sexta y última posibilidad: 

Mantengan la esperanza. Tolkien escribió, "Todo lo que sabemos, y eso en gran medida por experiencia directa, es que el mal obra con un vasto poder y con éxito perpetuo, pero en vano: sólo preparando siempre el terreno para que el bien inesperado brote... "

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