domingo, 25 de mayo de 2014

Viviendo la Fe en el Exilio

Viviendo la Fe en el Exilio

por Edwin Faust
Artículo publicado en Catholic Family News
Tomado de http://www.catholictradition.org/Tradition/exile.htm
Traducido del inglés por Roberto Hope

Primera Parte – Nuestro Exilio Secular

Conforme vamos haciéndonos viejos, dedicamos más tiempo a recorrer las galerías de la memoria, pues vamos interesándonos menos en adquirir nuevas experiencias y más en darle un significado a la vida que hemos llevado e impartirle orden. Conforme he ido encontrándo­me con mis propias reminiscencias, mi apreciación de cuán diferente fue la experiencia de la Iglesia que tuve cuando era joven, de la que ahora tienen mis hijos ha ocupado mi pensa­miento últimamente. Nosotros los católicos mayores, que fuimos criados en mejores épocas de piedad familiar, con frecuencia nos olvidamos que las nuevas generaciones han crecido en un panorama cultural que nunca podíamos habernos imaginado en nuestra juventud. Qué sólido, qué inmenso, qué inmaculado se veía ese noble edificio del catolicismo de los años cincuentas. Y qué atrayente era cavilar sobre la posibilidad de que uno tuviera vocación. Entrar a esa gran Ciudad de Dios como uno de sus elegidos era un pensamiento que solía emocionarnos y en cierta forma aterrarnos. El temor provenía de la terrible responsabilidad que tal elección traía consigo; la emoción, de la perspectiva de un romance espiritual. Nunca consideré tener una vocación para el sacerdocio secular, pero acariciaba la noción de que podría ser llamado a unirme a una de las órdenes religiosas. Eran estos hombres, vestidos en sus hábitos antiguos, a quienes veíamos como héroes espirituales, atletas de Dios, hidal­gos en busca del santo grial de la perfección.
Un rincón de la recámara de mi juventud solía tener apilados folletos y cartas que describían a las varias órdenes religiosas. Solía recortar anuncios de la revista Sunday Visitor, y los enviaba pidiendo información. Pasé muchas noches leyendo esta literatura, tratando de dis­cernir si tenía un llamado en particular. Finalmente me decidí por los carmelitas y fui acepta­do al seminario menor, pero luego me ablandé y decidí poner mi vocación a prueba asistien­do a la escuela secudaria local por unos años para ver si mi deseo de una vida de religioso perduraba. Si ésta perduró, las órdenes religiosas no perduraron, pues esos fueron los años del Segundo Concilio Vaticano y de su secuela. Entré a la secundaria en 1963, y para el momento de mi graduación, en 1967, la Iglesia había cambiado de una manera radical, la misa en latín había dejado de celebrarse, habían ocurrido numerosas defecciones de las filas de nuestros sacerdotes-profesores; las órdenes religiosas estaban sufriendo una hemorragia.
Pero nunca perdí mi admiración por el ideal de la vida religiosa. Ésta ha sido para mí la forma más elevada del romance, y por romance me refiero a una vida vivida en la búsqueda ardien­te de una meta noble; una vida de aventura moral y mística, de determinación y sacrificio, de entereza y valentía; una vida dedicada a realizar y retribuir el más puro y exquisito amor de Dios.
Al estar pensando, con cierta perplejidad, sobre cómo imbuir en mis hijos este sentido de la vida como romance espiritual en nuestra circunstancia presente, se me ocurrió que la antíte­sis del ideal religioso de una vida totalmente integrada, es la tendencia moderna al sentimen­talismo; o sea la tendencia a vivir en medio de una revoltura de sentimientos desconectados en vez de esforzarse por alcanzar una visión unificada a la cual deban subordinarse todos los sentimientos. Este sentimentalismo, endémico en los medios de comunicación, ha infectado todo elemento de nuestro ente político. La mayoría de nosotros ya no piensa en secuencias lógicas. Y me temo que la Iglesia Católica institucional no ha sido inmune a este virus anti-intelectual, que hace que nuestras emociones sean la medida de todas las cosas, y de esa manera alza a la doctrina de su base de verdad objetiva y la deja caer en una ciénaga de sentimiento subjetivo. Me parecía que las órdenes religiosas, con su visión plena de la vida y de la ordenación de todas las cosas a un fin supremo, ofrecen el antídoto perfecto al senti­mentalismo moderno. Pero, con la excepción de algunas casas religiosas “irregulares” que son leales a la tradición, las órdenes religiosas han dejado de existir en gran medida. Sé que las órdenes principales siguen operando en cierta capacidad, pero sus reglas han cambiado, su número se ha reducido, la corrupción anda rampante y su condición sólo puede describir­se como moribunda. Salvo por un milagro, no habrán de durar por mucho tiempo.
De manera que concluí que presentar el ideal de las órdenes religiosas a mis hijos, en la for­ma prístina que ellas tuvieron en una época podría no pasar de ser algo más que pura nos­talgia. Y no tiene caso el excitar un deseo que no puede cumplirse. Si las ligas profesionales de beisbol dejaran de existir no tendría caso tratar de inspirar en un muchacho que procurara seguir una carrera de beisbolista de liga mayor. Así también, si un hombre o una mucha­cha joven quisiera hacerse Dominicano o Carmelita en la forma clásica, podría no encontrar un lugar donde ejercer su vocación, pues las casas religiosas que llevan esos venerables nom­bres ya no se sujetan a esas venerables reglas.
Conforme pensaba en la pérdida de las órdenes religiosas, llegué a darme cuenta de que su desaparición constituye una parte enorme de la disolución de la Iglesia institucional, que a su vez ha conducido a una disolución moral de la cultura occidental. Pues la Iglesia siempre ha sido la brújula moral del mundo occidental y había, hasta hace poco tiempo siempre seña­lado hacia el norte, o sea hacia arriba en una línea vertical que cruza el tiempo y la une con la eternidad. Las órdenes religiosas proporcionaban gran parte de ese magnetismo vertical. La aguja del compás parece ahora haber perdido su magnetismo y por eso oscila de manera fortuita. En consecuencia, hemos perdido nuestro rumbo, tanto como Iglesia, tanto como civiliza­ción.
Éstas son afirmaciones más bien insólitas y trascendentales, pero son también verdades obvias para cualquiera que aún posea el sentido de la fe católica, y presentan un problema evidente. ¿Cómo podremos lograr nuestro propósito aquéllos de nosotros que queremos vivir una vida católica y, de alguna manera, rescatar del sentimentalismo moderno aquél romance del alma?
Debemos primero admitir que estamos viviendo la fe en el exilio. Haré lo que espero que sea una suposición justificada, de que todos mis lectores tienen una idea clara de lo que com­prende la fe, pero el significado del término “exilio” en este contexto pudiera necesitar ser definido.
El exilio, como un castigo por crímenes cometidos contra el estado, ya no aparece en nues­tros códigos penales. En el mundo antiguo, cuando los hombres estimaban a sus dioses del hogar, el exilio era un castigo terrible, reservado para las ofensas más serias contra la patria. Los antiguos no concebían un mayor sufrimiento para el hombre que el ser separado de las consolaciones del hogar familiar y de la compañía de sus amigos. Aun la muerte era de cierta manera una pena menor, pues al dejar de ser hay por lo menos una terminación del sufri­miento terrenal, pero en el exilio, sólo queda una resignación indefinida.
Como americanos, generalmente carecemos de un fuerte arraigo a un lugar. Somos la roda­dora del cosmos, la echazón del mundo depositada en estas costas, donde vagamos para siempre. buscando más formas de ganar más dinero. El lugar donde nacemos es un acciden­te sin consecuencias. Esto hace algo más difícil para nosotros apreciar la angustia del exilio, y cuando leemos la Divina Comedia, es sólo con un esfuerzo considerable de nuestra imagi­nación que logramos formarnos una empatía con la pena resignada de Dante, de haber sido exilado de Florencia. Si yo fuera exilado de mi pueblo natal, Philadelphia, no podría decir que me molestaría mucho, pues nunca quise a Philadelphia. Recuerdo una vez haber habla­do con un francés que me decía que el problema con los americanos es que, como nos mudamos de un lugar a otro con demasiada frecuencia, no tenemos sentido de pertenencia a un particular pedazo de terreno. Si sólo nos quedáramos quietos, decía él, podríamos lograr compostura en nuestras vidas y hacer sentido de ellas. Me supongo que había comprendido alguna verdad acerca de nosotros, pero es poco lo que yo puedo hacer para remediar mi desarraigo. Como el de mis coterráneos, mi patriotismo está radicado en ideas más que en la tierra. De manera que el yo ser exilado de mi país se reduce a que mi país adopte ideas y prácticas con las que yo no puedo estar de acuerdo. Puedo concebir mi exilio como uno cul­tural, no geográfico.
Mi patria mayor es la Iglesia. Desde que tengo memoria, he amado cada una de sus partes, desde lo que el Cardenal Newman llamaba “sus aromas y campanas” hasta sus enseñanzas más sublimes. La Iglesia es mi hogar, aún más que mi país. Pero yo, y aquéllos que compar­ten mi parecer, hemos sido desposeídos de ese hogar. Somos exilados por partida doble: secular y eclesiasticamente. Ni nuestro país ni nuestra Iglesia Católica institucional, nos ofre­cen ya una patria.
La veracidad de nuestro exilio secular está claramente a la vista. A nuestra infamia nacional de ser un país con aborto legalizado hemos agregado recientemente la de incluir en la cate­goría de derechos protegidos la práctica de la sodomía homosexual. Somos ahora la tierra de los libres y de los maricas. El matrimonio homosexual es el resultado lógico de la direc­ción que ha tomado la Suprema Corte. La respuesta de nuestro presidente conservador de entonces, protestante vuelto a nacer, fue la más bien tibia y cauta declaración de que la Cor­te había optado por respetar la diversidad. Debe ser evidente para cualquier católico pensan­te el que no tenemos representación alguna en el gobierno, ni en los medios de comunica­ción. Somos parias políticos, intocables ideológicos, exilados de la cultura.
Con respecto a nuestra situación en la Iglesia – y cuando digo nuestra situación, me refiero a la de los católicos tradicionales – nos encontramos también como extraños en tierra extraña. Hablaré de esto con mayor detalle más adelante pero mi aseveración quedó probada por el hecho de que he tenido que utilizar el término “católicos tradicionales” para distinguir a aqué­llos que creen lo que la Iglesia siempre ha enseñado de aquéllos otros que no lo creen. El término católico ya no puede ser entendido inequívocamente, pues tenemos dos religiones – la tradicional y la modernista – ambas utilizando el mismo término. Para aquéllos que todavía necesitan ser convencidos de esto, hay disponible una muy amplia evidencia estadística y documental, pero todos sabemos que no podemos ahora tener certeza alguna acerca de lo que una persona cree cuando se dice católica.
Éstas son palabras pesimistas, pero no quisiera entretenerme en pesadumbre. Hay algunas almas heridas que, sintiéndose traicionadas por la Iglesia y por la patria, se regodean con una retórica apocalíptica. Hablarán del inevitable colapso económico, del caos social que vendrá, de la guerra, del hambre, del gran castigo y así de otros males. Una vez fuí a misa a una capilla tradicional donde un pobre hombre, que gozaba augurando desastres, siempre se me acercaba después de la misa y en un tono suave y premonitorio me decía “¿Tiene usted listas las velas bendecidas? Ya viene.” refiriéndose a los tres días de obscuridad en que el sol y la luna se ennegrecerán y sólo las velas bendecidas alumbrarán. No quisiera privar a esa gente del consuelo que encuentran en pensar en el fin de los tiempos, pero eso ayuda poco a quienes estamos tratando de formar una famila católica. Y además, a alguien que esté esperando que venga el gran castigo de Dios le digo “basta con que abras los ojos.”
Mi preocupación principal es una de orden práctico. ¿Qué podemos hacer para preservar la fe, en nuestra condición actual de exilio secular y eclesiático?
Tratar de contestar esta formidable pregunta requiere que introduzca ese trillado y mal defi­nido término – cultura. Por favor no se alarmen. La tendencia cuando se oye ese término es comenzar a poner cara de aburrido, pues lo que sigue a esa introducción generalmente no tiene relación alguna con algo sensible. Pero no voy a ensalzar las glorias de la antigüedad ni a burlarme de las pretensiones del arte contemporáneo, pues nada de eso es realmente cul­tura. Acepto que cultura viene de culto, o sea adoración. Es la encarnación de la religión, la cultura emana de un consenso acerca del propósito mismo de la vida al cual se ordenan todas las cosas. Es la posesión común de un pueblo que conjunta todas sus actividades y da a su sociedad coherencia e identidad. En resumen, la cultura es el aire que respiramos.
La cultura de los Estados Unidos ha sido protestante desde su origen. El presunto derecho al juicio privado, no la Verdad revelada de Dios como la enseña la Iglesia Católica, ha sido el principio formativo de nuestra sociedad, el telón de fondo de nuestras vidas. Pero el protes­tantismo deriva aquel bien que todavía pudiera poseer sólo de la medida de verdad católica que aún retiene. Hubo una época, en los siglos 18, 19 y aun parte del 20, en la que la fuerza inercial de la civilización católica seguía moviendo a la nación. Persistía un consenso moral que en la mayoría de las áreas de conducta se aproximaba a las enseñanzas de la Iglesia. La pornografía no se permitía, como tampoco la homosexualidad ni el aborto; el divorcio, aunque se permitía, se veía con malos ojos, y el fornicar se consideraba vergonzoso. El uso de lenguaje decente en las películas, en la televisión y en la prensa era obligatorio por ley, costumbre y presión social. La jerarquía católica en una época fue una fuerza cultural que tenía que reconocerse políticamente.
Pero todo esto ha cambiado. Mucho de lo que antes estaba proscrito por ley ahora goza de protección legal. Ha tenido lugar una inversión moral y si alguien desaprueba de las aberra­ciones sexuales se le acusa de fomentar el odio. Es de esperarse que pronto, la expresión pública de la enseñanza perenne de la Iglesia será considerada criminal. La jerarquía cató­lica inspira ahora desprecio y desconfianza y se ha vuelto objeto de chistes en las funciones de media noche. Cuando la gente ve a alguien que porta un cuello de clérigo o una cruz pec­toral, piensa en jovencitos que han sido abusados por religiosos homosexuales con el asenti­miento de su obispo, que con su lujoso automóvil acaba de atropellar a alguien y huye a toda velocidad hacia su palacio, mientras su víctima yace moribundo, desangrándose en la calle.
Lo que acabo de describir es la condición de la sociedad en general, lo que se llama nuestra cultura general y su relación con la fe. Seguimos teniendo buenas familias católicas y buenos católicos. Pero debemos admitir que la fe como constitutiva de nuestra cultura general ha dis­minuido hasta el punto de desaparecer. Y esta disminución de la influencia católica perjudica seriamente las posibilidades de esos grupos e individuos que tratan de mantener la fe en un ambiente inhóspito.
Complicando la dificultad está el hecho de que nuestra nación no posee ahora una cultura característica que pudiéramos definir como nuestra oposición. Los movimientos de poblacio­nes inmigrantes provenientes de tierras cristianas y no cristianas ha servido para dar energía a un ánimo ya presente que se opone a las expresiones de verdad católica en el sector públi­co. La sociedad busca establecer y promover áreas que pudieran llamarse de cultura neutral, o sea actividades en las cuales la religión se presente como irrelevante y donde todo lo que se requiera sea urbanidad y una buena voluntad general.
Se ha observado que, después de la Diáspora, cuando los judíos se encontraban en tierras de gentiles, instintivamente buscaban interactuar con sus vecinos en esas áreas de cultura neutral, y naturalmente laboraban por expandirlas. Los católicos y otros creyentes han hecho algo semejante en América. Así es como los Estados Unidos siempre está disgregándose en una racha de organizaciones fraternales que obran como centros de cultura neutral. Los cri­terios de membresía y el propósito declarado de tales organizaciones se mantienen lo sufi­cientemente amplios y cándidos para comprender a casi todo mundo. A nadie en la Logia de los Alces le importa si usted es católico o judío, siempre y cuando sea usted un buen alce, lo cual no es nada terriblemente demandante.
Los ataques del 11 de septiembre proveyeron una oportunidad perfecta para la expresión de una cultura neutral, una apoteósis de sentimentalismo moderno en una efusión de donativos y un frenesí de ondeo de banderas. Pero el motor principal que nos conduce hacia una cultu­ra neutral no es la rara crisis nacional sino la manía general de los deportes y de todo tipo de entretenimiento, que elimina a la religión como una parte integrante de la vida. Pocos perso­najes en la televisión o en el cine o en las canchas de juego se representan como de una fe en particular. Si la religión hace una rara aparición en una comedia o en la pantalla de plata, invariablemente será de forma vaga y empalagosa. Poco se ve de eso en ESPN. Así, al par­ticipar del entretenimiento y los pasatiempos de nuestra época, nos vamos acostumbrando a vivir en un mundo espiritualmente estéril.
Conforme se expande la cultura neutral, la religión se contrae. La fe se vuelve incidental a la vida. El querer insistir en que la religión define a la vida equivale a ser palurdo. Son simple­mente malos modales. El resultado es que tenemos una nueva categoría de católicos: los católicos en el armario. Y así como los sodomitas en una época vivían con miedo de ser des­cubiertos, así viven algunos de nuestros católicos en el armario, incluyendo a los obispos. Tienen pavor de confrontarse con una cutura general que es hostil a sus creencias, de nom­bre al menos. Y entonces permanecen callados y dado que el que calla otorga, prestan un apoyo mudo a los enemigos de la Iglesia. De manera que nuestra fe ya no tiene lugar en nues­tra cultura general, y ondear la bandera católica demasiado atrevidamente se considera de mal gusto. Puede invitar a ser ridiculizado, hasta odiado.

Hasta aquí lo que concierne a nuestro exilio secular.

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