Viviendo la Fe en el Exilio
por Edwin Faust
Artículo publicado en Catholic Family
News
Tomado de
http://www.catholictradition.org/Tradition/exile.htm
Traducido del inglés por Roberto Hope
Primera Parte – Nuestro Exilio Secular
Conforme vamos haciéndonos viejos,
dedicamos más tiempo a recorrer las galerías de la memoria, pues
vamos interesándonos menos en adquirir nuevas experiencias y más en
darle un significado a la vida que hemos llevado e impartirle orden.
Conforme he ido encontrándome con mis propias reminiscencias,
mi apreciación de cuán diferente fue la experiencia de la Iglesia
que tuve cuando era joven, de la que ahora tienen mis hijos ha
ocupado mi pensamiento últimamente. Nosotros los católicos
mayores, que fuimos criados en mejores épocas de piedad familiar,
con frecuencia nos olvidamos que las nuevas generaciones han crecido
en un panorama cultural que nunca podíamos habernos imaginado en
nuestra juventud. Qué sólido, qué inmenso, qué inmaculado se veía
ese noble edificio del catolicismo de los años cincuentas. Y qué
atrayente era cavilar sobre la posibilidad de que uno tuviera
vocación. Entrar a esa gran Ciudad de Dios como uno de sus elegidos
era un pensamiento que solía emocionarnos y en cierta forma
aterrarnos. El temor provenía de la terrible responsabilidad que tal
elección traía consigo; la emoción, de la perspectiva de un
romance espiritual. Nunca consideré tener una vocación para el
sacerdocio secular, pero acariciaba la noción de que podría ser
llamado a unirme a una de las órdenes religiosas. Eran estos
hombres, vestidos en sus hábitos antiguos, a quienes veíamos como
héroes espirituales, atletas de Dios, hidalgos en busca del
santo grial de la perfección.
Un rincón de la recámara de mi
juventud solía tener apilados folletos y cartas que describían a
las varias órdenes religiosas. Solía recortar anuncios de la
revista Sunday Visitor, y los enviaba pidiendo información. Pasé
muchas noches leyendo esta literatura, tratando de discernir si
tenía un llamado en particular. Finalmente me decidí por los
carmelitas y fui aceptado al seminario menor, pero luego me
ablandé y decidí poner mi vocación a prueba asistiendo a la
escuela secudaria local por unos años para ver si mi deseo de una
vida de religioso perduraba. Si ésta perduró, las órdenes
religiosas no perduraron, pues esos fueron los años del Segundo
Concilio Vaticano y de su secuela. Entré a la secundaria en 1963, y
para el momento de mi graduación, en 1967, la Iglesia había
cambiado de una manera radical, la misa en latín había dejado de
celebrarse, habían ocurrido numerosas defecciones de las filas de
nuestros sacerdotes-profesores; las órdenes religiosas estaban
sufriendo una hemorragia.
Pero nunca perdí mi admiración por
el ideal de la vida religiosa. Ésta ha sido para mí la forma más
elevada del romance, y por romance me refiero a una vida vivida en la
búsqueda ardiente de una meta noble; una vida de aventura moral
y mística, de determinación y sacrificio, de entereza y valentía;
una vida dedicada a realizar y retribuir el más puro y exquisito
amor de Dios.
Al estar pensando, con cierta
perplejidad, sobre cómo imbuir en mis hijos este sentido de la vida
como romance espiritual en nuestra circunstancia presente, se me
ocurrió que la antítesis del ideal religioso de una vida
totalmente integrada, es la tendencia moderna al sentimentalismo;
o sea la tendencia a vivir en medio de una revoltura de sentimientos
desconectados en vez de esforzarse por alcanzar una visión unificada
a la cual deban subordinarse todos los sentimientos. Este
sentimentalismo, endémico en los medios de comunicación, ha
infectado todo elemento de nuestro ente político. La mayoría de
nosotros ya no piensa en secuencias lógicas. Y me temo que la
Iglesia Católica institucional no ha sido inmune a este virus
anti-intelectual, que hace que nuestras emociones sean la medida de
todas las cosas, y de esa manera alza a la doctrina de su base de
verdad objetiva y la deja caer en una ciénaga de sentimiento
subjetivo. Me parecía que las órdenes religiosas, con su visión
plena de la vida y de la ordenación de todas las cosas a un fin
supremo, ofrecen el antídoto perfecto al sentimentalismo
moderno. Pero, con la excepción de algunas casas religiosas
“irregulares” que son leales a la tradición, las órdenes
religiosas han dejado de existir en gran medida. Sé que las órdenes
principales siguen operando en cierta capacidad, pero sus reglas han
cambiado, su número se ha reducido, la corrupción anda rampante y
su condición sólo puede describirse como moribunda. Salvo por
un milagro, no habrán de durar por mucho tiempo.
De manera que concluí que presentar
el ideal de las órdenes religiosas a mis hijos, en la forma
prístina que ellas tuvieron en una época podría no pasar de ser
algo más que pura nostalgia. Y no tiene caso el excitar un
deseo que no puede cumplirse. Si las ligas profesionales de beisbol
dejaran de existir no tendría caso tratar de inspirar en un muchacho
que procurara seguir una carrera de beisbolista de liga mayor. Así
también, si un hombre o una muchacha joven quisiera hacerse
Dominicano o Carmelita en la forma clásica, podría no encontrar un
lugar donde ejercer su vocación, pues las casas religiosas que
llevan esos venerables nombres ya no se sujetan a esas
venerables reglas.
Conforme pensaba en la pérdida de
las órdenes religiosas, llegué a darme cuenta de que su
desaparición constituye una parte enorme de la disolución de la
Iglesia institucional, que a su vez ha conducido a una
disolución moral de la cultura occidental. Pues la Iglesia siempre
ha sido la brújula moral del mundo occidental y había, hasta hace
poco tiempo siempre señalado hacia el norte, o sea hacia arriba
en una línea vertical que cruza el tiempo y la une con la eternidad.
Las órdenes religiosas proporcionaban gran parte de ese magnetismo
vertical. La aguja del compás parece ahora haber perdido su
magnetismo y por eso oscila de manera fortuita. En consecuencia,
hemos perdido nuestro rumbo, tanto como Iglesia, tanto como
civilización.
Éstas son afirmaciones más bien
insólitas y trascendentales, pero son también verdades obvias para
cualquiera que aún posea el sentido de la fe católica, y presentan
un problema evidente. ¿Cómo podremos lograr nuestro propósito
aquéllos de nosotros que queremos vivir una vida católica y, de
alguna manera, rescatar del sentimentalismo moderno aquél romance
del alma?
Debemos primero admitir que estamos
viviendo la fe en el exilio. Haré lo que espero que sea una
suposición justificada, de que todos mis lectores tienen una idea
clara de lo que comprende la fe, pero el significado del término
“exilio” en este contexto pudiera necesitar ser definido.
El exilio, como un castigo por
crímenes cometidos contra el estado, ya no aparece en nuestros
códigos penales. En el mundo antiguo, cuando los hombres estimaban a
sus dioses del hogar, el exilio era un castigo terrible, reservado
para las ofensas más serias contra la patria. Los antiguos no
concebían un mayor sufrimiento para el hombre que el ser separado de
las consolaciones del hogar familiar y de la compañía de sus
amigos. Aun la muerte era de cierta manera una pena menor, pues al
dejar de ser hay por lo menos una terminación del sufrimiento
terrenal, pero en el exilio, sólo queda una resignación indefinida.
Como americanos, generalmente
carecemos de un fuerte arraigo a un lugar. Somos la rodadora del
cosmos, la echazón del mundo depositada en estas costas, donde
vagamos para siempre. buscando más formas de ganar más dinero. El
lugar donde nacemos es un accidente sin consecuencias. Esto hace
algo más difícil para nosotros apreciar la angustia del exilio, y
cuando leemos la Divina Comedia, es sólo con un esfuerzo
considerable de nuestra imaginación que logramos formarnos una
empatía con la pena resignada de Dante, de haber sido exilado de
Florencia. Si yo fuera exilado de mi pueblo natal, Philadelphia, no
podría decir que me molestaría mucho, pues nunca quise a
Philadelphia. Recuerdo una vez haber hablado con un francés que
me decía que el problema con los americanos es que, como nos mudamos
de un lugar a otro con demasiada frecuencia, no tenemos sentido de
pertenencia a un particular pedazo de terreno. Si sólo nos
quedáramos quietos, decía él, podríamos lograr compostura en
nuestras vidas y hacer sentido de ellas. Me supongo que había
comprendido alguna verdad acerca de nosotros, pero es poco lo que yo
puedo hacer para remediar mi desarraigo. Como el de mis coterráneos,
mi patriotismo está radicado en ideas más que en la tierra. De
manera que el yo ser exilado de mi país se reduce a que mi país
adopte ideas y prácticas con las que yo no puedo estar de acuerdo.
Puedo concebir mi exilio como uno cultural, no geográfico.
Mi patria mayor es la Iglesia. Desde
que tengo memoria, he amado cada una de sus partes, desde lo que el
Cardenal Newman llamaba “sus aromas y campanas” hasta sus
enseñanzas más sublimes. La Iglesia es mi hogar, aún más que mi
país. Pero yo, y aquéllos que comparten mi parecer, hemos sido
desposeídos de ese hogar. Somos exilados por partida doble: secular
y eclesiasticamente. Ni nuestro país ni nuestra Iglesia Católica
institucional, nos ofrecen ya una patria.
La veracidad de nuestro exilio
secular está claramente a la vista. A nuestra infamia nacional de
ser un país con aborto legalizado hemos agregado recientemente la de
incluir en la categoría de derechos protegidos la práctica de
la sodomía homosexual. Somos ahora la tierra de los libres y de los
maricas. El matrimonio homosexual es el resultado lógico de la
dirección que ha tomado la Suprema Corte. La respuesta de
nuestro presidente conservador de entonces, protestante vuelto a
nacer, fue la más bien tibia y cauta declaración de que la Corte
había optado por respetar la diversidad. Debe ser evidente para
cualquier católico pensante el que no tenemos representación
alguna en el gobierno, ni en los medios de comunicación. Somos
parias políticos, intocables ideológicos, exilados de la cultura.
Con respecto a nuestra situación en
la Iglesia – y cuando digo nuestra situación, me refiero a la de
los católicos tradicionales – nos encontramos también como
extraños en tierra extraña. Hablaré de esto con mayor detalle más
adelante pero mi aseveración quedó probada por el hecho de que he
tenido que utilizar el término “católicos tradicionales” para
distinguir a aquéllos que creen lo que la Iglesia siempre ha
enseñado de aquéllos otros que no lo creen. El término católico
ya no puede ser entendido inequívocamente, pues tenemos dos
religiones – la tradicional y la modernista – ambas utilizando el
mismo término. Para aquéllos que todavía necesitan ser convencidos
de esto, hay disponible una muy amplia evidencia estadística y
documental, pero todos sabemos que no podemos ahora tener certeza
alguna acerca de lo que una persona cree cuando se dice católica.
Éstas son palabras pesimistas, pero
no quisiera entretenerme en pesadumbre. Hay algunas almas heridas
que, sintiéndose traicionadas por la Iglesia y por la patria, se
regodean con una retórica apocalíptica. Hablarán del inevitable
colapso económico, del caos social que vendrá, de la guerra, del
hambre, del gran castigo y así de otros males. Una vez fuí a misa a
una capilla tradicional donde un pobre hombre, que gozaba augurando
desastres, siempre se me acercaba después de la misa y en un tono
suave y premonitorio me decía “¿Tiene usted listas las velas
bendecidas? Ya viene.” refiriéndose a los tres días de obscuridad
en que el sol y la luna se ennegrecerán y sólo las velas bendecidas
alumbrarán. No quisiera privar a esa gente del consuelo que
encuentran en pensar en el fin de los tiempos, pero eso ayuda poco a
quienes estamos tratando de formar una famila católica. Y además, a
alguien que esté esperando que venga el gran castigo de Dios le digo “basta
con que abras los ojos.”
Mi preocupación principal es una de
orden práctico. ¿Qué podemos hacer para preservar la fe, en
nuestra condición actual de exilio secular y eclesiático?
Tratar de contestar esta formidable
pregunta requiere que introduzca ese trillado y mal definido
término – cultura. Por favor no se alarmen. La tendencia cuando se
oye ese término es comenzar a poner cara de aburrido, pues lo que
sigue a esa introducción generalmente no tiene relación alguna con
algo sensible. Pero no voy a ensalzar las glorias de la antigüedad
ni a burlarme de las pretensiones del arte contemporáneo, pues nada
de eso es realmente cultura. Acepto que cultura viene de culto,
o sea adoración. Es la encarnación de la religión, la cultura
emana de un consenso acerca del propósito mismo de la vida al cual
se ordenan todas las cosas. Es la posesión común de un pueblo que
conjunta todas sus actividades y da a su sociedad coherencia e
identidad. En resumen, la cultura es el aire que respiramos.
La cultura de los Estados Unidos ha
sido protestante desde su origen. El presunto derecho al juicio
privado, no la Verdad revelada de Dios como la enseña la Iglesia
Católica, ha sido el principio formativo de nuestra sociedad, el
telón de fondo de nuestras vidas. Pero el protestantismo deriva
aquel bien que todavía pudiera poseer sólo de la medida de verdad
católica que aún retiene. Hubo una época, en los siglos 18, 19 y
aun parte del 20, en la que la fuerza inercial de la civilización
católica seguía moviendo a la nación. Persistía un consenso moral
que en la mayoría de las áreas de conducta se aproximaba a las
enseñanzas de la Iglesia. La pornografía no se permitía, como
tampoco la homosexualidad ni el aborto; el divorcio, aunque se
permitía, se veía con malos ojos, y el fornicar se consideraba
vergonzoso. El uso de lenguaje decente en las películas, en la
televisión y en la prensa era obligatorio por ley, costumbre y
presión social. La jerarquía católica en una época fue una fuerza
cultural que tenía que reconocerse políticamente.
Pero todo esto ha cambiado. Mucho de
lo que antes estaba proscrito por ley ahora goza de protección
legal. Ha tenido lugar una inversión moral y si alguien desaprueba
de las aberraciones sexuales se le acusa de fomentar el odio. Es
de esperarse que pronto, la expresión pública de la enseñanza
perenne de la Iglesia será considerada criminal. La jerarquía
católica inspira ahora desprecio y desconfianza y se ha vuelto
objeto de chistes en las funciones de media noche. Cuando la gente ve
a alguien que porta un cuello de clérigo o una cruz pectoral,
piensa en jovencitos que han sido abusados por religiosos
homosexuales con el asentimiento de su obispo, que con su lujoso
automóvil acaba de atropellar a alguien y huye a toda velocidad
hacia su palacio, mientras su víctima yace moribundo, desangrándose
en la calle.
Lo que acabo de describir es la
condición de la sociedad en general, lo que se llama nuestra cultura
general y su relación con la fe. Seguimos teniendo buenas familias
católicas y buenos católicos. Pero debemos admitir que la fe como
constitutiva de nuestra cultura general ha disminuido hasta el
punto de desaparecer. Y esta disminución de la influencia católica
perjudica seriamente las posibilidades de esos grupos e individuos
que tratan de mantener la fe en un ambiente inhóspito.
Complicando la dificultad está el
hecho de que nuestra nación no posee ahora una cultura
característica que pudiéramos definir como nuestra oposición. Los
movimientos de poblaciones inmigrantes provenientes de tierras
cristianas y no cristianas ha servido para dar energía a un ánimo
ya presente que se opone a las expresiones de verdad católica en el
sector público. La sociedad busca establecer y promover áreas
que pudieran llamarse de cultura neutral, o sea actividades en las
cuales la religión se presente como irrelevante y donde todo lo que
se requiera sea urbanidad y una buena voluntad general.
Se ha observado que, después de la
Diáspora, cuando los judíos se encontraban en tierras de gentiles,
instintivamente buscaban interactuar con sus vecinos en esas áreas
de cultura neutral, y naturalmente laboraban por expandirlas. Los
católicos y otros creyentes han hecho algo semejante en América.
Así es como los Estados Unidos siempre está disgregándose en una
racha de organizaciones fraternales que obran como centros de cultura
neutral. Los criterios de membresía y el propósito declarado
de tales organizaciones se mantienen lo suficientemente amplios
y cándidos para comprender a casi todo mundo. A nadie en la Logia de
los Alces le importa si usted es católico o judío, siempre y cuando
sea usted un buen alce, lo cual no es nada terriblemente demandante.
Los ataques del 11 de septiembre
proveyeron una oportunidad perfecta para la expresión de una cultura
neutral, una apoteósis de sentimentalismo moderno en una efusión de
donativos y un frenesí de ondeo de banderas. Pero el motor principal
que nos conduce hacia una cultura neutral no es la rara crisis
nacional sino la manía general de los deportes y de todo tipo de
entretenimiento, que elimina a la religión como una parte integrante
de la vida. Pocos personajes en la televisión o en el cine o en
las canchas de juego se representan como de una fe en particular. Si
la religión hace una rara aparición en una comedia o en la pantalla
de plata, invariablemente será de forma vaga y empalagosa. Poco se
ve de eso en ESPN. Así, al participar del entretenimiento y los
pasatiempos de nuestra época, nos vamos acostumbrando a vivir en un
mundo espiritualmente estéril.
Conforme se expande la cultura
neutral, la religión se contrae. La fe se vuelve incidental a la
vida. El querer insistir en que la religión define a la vida
equivale a ser palurdo. Son simplemente malos modales. El
resultado es que tenemos una nueva categoría de católicos: los
católicos en el armario. Y así como los sodomitas en una época
vivían con miedo de ser descubiertos, así viven algunos de
nuestros católicos en el armario, incluyendo a los obispos. Tienen
pavor de confrontarse con una cutura general que es hostil a sus
creencias, de nombre al menos. Y entonces permanecen callados y
dado que el que calla otorga, prestan un apoyo mudo a los enemigos de
la Iglesia. De manera que nuestra fe ya no tiene lugar en nuestra
cultura general, y ondear la bandera católica demasiado
atrevidamente se considera de mal gusto. Puede invitar a ser
ridiculizado, hasta odiado.
Hasta aquí lo que concierne a
nuestro exilio secular.
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